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"55"

  —¿Cómo qué por falta de evidencia? ¡Él mismo confesó que las notas fueron enviadas por él!

Eros continúa desplazándose de un extremo a otro de la recámara, con una mano en la cadera y la otra desordenándose el cabello. El temor se acumula en la punta de mis dedos adormecidos debido al fuerte enlace que mantengo entre ellos.

—No hay ni una maldita huella en ninguna, su abogado tomó ventaja de eso y en la última audiencia cambió de versión, ha dicho que no fue él—informa, cesando los pasos—. Sin pruebas, sin confesión y la fianza paga.

Esta no es, ni de cerca, la manera en la que quería recibir mis dieciocho años, preocupada por asuntos de gente que me dobla la edad. Bueno, que ya lo estaba, pero el día de paseo me había relajado lo suficiente como para desecharlo hasta que el sol volviese a intentar salir.

Eros arroja el celular a la cama y se saca el suéter, constatando la exasperación en cada brusco movimiento. Le sigo con la mirada hasta el baño, en tanto me deshago de los zapatos, el interior de mi mejilla sufre un mordisco al verle agacharse y abrir el grifo después de regular la temperatura en la pantalla de la pared.

—¿Crees que hará algo?—mi voz deja en evidencia mi temor.

No quiero ni pensarlo, la garganta me arde como las brasas de la chimenea y mi vista se atesta de lágrimas. Pese a que pongo todo mi empeño en aferrarme a la estela de seguridad que el equipo de Rox y Francis provee, algo en el fondo de mi mente me advierte que nada de eso será suficiente.

Como una caída libre, imparable, sin nada que nos respalde.

Dibujo líneas en el suelo con la punta del pie, fijo la vista en el esmalte negro desgastado del dedo gordo, escuchando los pasos de Eros acercarse.

—De esta mierda nos preocupamos después—masculla, acuclillándose para quedar a mi altura. Acuna mi cara en sus manos heladas, buscando toparse con mi mirada—. Vinimos hasta aquí a celebrar tu cumpleaños, y eso es lo que haremos.

Restriega con el dedo el extremo de mi boca, el tacto me saca una sonrisa parecida a la suya, diminuta en tamaño, gigante en sentimiento.

—No sé cómo no preocuparme después de saber eso.

Suelta el aire por la nariz, mirándome con las pupilas destellantes.

—Tengo algo para ti—dice, el beso ruidoso que me estampa en la mejilla al ponerse de pie me echa hacia atrás—. Para los dos.

De la maleta con la ropa desparramada al costado saca una mochila más pequeña, esa que usa para guardar sus cosas de higiene personal. Mi afeitadora desechable, champú dos en uno y desodorante quedan en ridículo frente a su crema de afeitar, champú especial para su textura y color de cabello, perfume, gel, crema hidratante, una afeitadora de lo más extraña, peine y parches para las ojeras.

Extrae un contenedor de aluminio y una bolsa transparente.

—¿Es lo qué creo qué es?

Gateo a la esquina dónde ha dejado las cosas, yendo directo por la bolsa de lo que parece brócoli seco. Isis se desvive criticando día y noche a los fumones de la esquina, sufriría un infartpo si se llegase a enterar que su hija se ha puesto eufórica del júbilo que le da saber que va a follar en un jacuzzi con los ojos tan rojos como la luz de un semáforo.

Intento agarrar la bolsa, pero Eros se adelanta. Arquea una ceja y me indica que vaya al baño con un movimiento de la cabeza.

—Métete al jacuzzi—pide—. Desnuda.

Hace un minuto tenía la mirada abnegada en lágrimas por el tema de Zane, ahora con esa demanda y la antelación, la tensión ocupa otra parte en mi cuerpo.

—Pero si me compre ese bikini tan bonito...

No cambia la expresión inescrupulosa.

—Desnuda, Sol.

Me encojo de hombros, mi rodilla se hunde en la línea divisora de los colchones al regresar a gatas a recoger la bolsa de compras del piso.

—Me lo pondré con más ganas.

Amarro el cabello en lo alto de mi cabeza, observando a Eros darle vueltas a ese objeto de pequeños dientes afilados dentro, justo como el moledor de ajo que tengo en casa.

Recojo un puñado de agua caliente y se la dejo escurrir por la espalda. Las gotas se deslizan de vuelta al resto deprisa. Repito el proceso, acariciando la piel húmeda de los hombros anchos, siguiendo el camino de una gota particularmente grueso con la uña. Tendría que acercarme un poco más para divisar las marcas que mis uñas le han dejado.

Me concentro en él, absorto en sacar los pedazos gruesos que evadieron los filos y no en la vista terrorífica del bosque en sumido en penumbras que tenemos al costado. Cuando cae la noche, aires de misterio y misticismo se esparcen en cada rincón de la residencia, solo allí, custodiado por las gigantescas murallas bordeando los límites que parecen no tener fin detrás de la insondable arboleda.

Lejos del rojo, las copas de vino y la oscuridad, el azul resalta como una luminiscencia. Fría, acogedora.

La chimenea mantiene el agua caliente, mi piel recibe el calor con agradecimientos y vítores, relajando mis músculos exhaustos del trajín del día. Eros echa lo que queda sobre el papel y procede a lamer la orilla. Hay algo férvido y magnético en esa forma sugerente de enrollarlo con esmero y detalle, concentrando en no dejar salir ni un poco.

Ni siquiera armando un porro se permite perder el garbo.

—Bueno, pero si eres experto—comento, a lo que él sonríe con descarado, tomando el encendedor.

Cuando el fuego toca la punta del tabaco, me asalta la duda de cómo se fuma esa mierda, si nunca he probado ni un cigarro. Le observo embelesada fumar del porro lo justo para que desprenda humo, luego se da la vuelta removiendo el agua entre los dos.

—Ven aquí—apunta a su regazo—. Iremos lento, si en algún momento quieres parar o no te sientes acorde, me lo haces saber de inmediato, ¿de acuerdo?

—Muy bien, ¿qué veré con esto? ¿Elefantes de colores y cosas así?

Parpadea un par de veces, reprimiendo una sonrisa.

—Es marihuana, Sol, no LSD, me vas a ver a mí, es probable que te de mucha hambre, risa o no lo sé, lo último que quiero es que te eches a llorar.

Cierto, obviamente, no me va a poner un dedo encima si estoy alucinando escenarios.

Paso una pierna encima de sus muslos, abrazando sus caderas con las rodillas. Él sí que está completamente desnudo.

Reposo las manos en su pecho, admirando el suave relieve bajo mi tacto ansioso. Mis dedos divagan en medio de sus músculos, maravillada por sentirlo tensarse y comprimir la mandíbula al no detener el recorrido descendente, directo a la erección turgente.

Detiene mis planes al tomarme de la muñeca, arrojándome una mirada de advertencia.

—Vas a tragar lo que te pase con una inhalación grande—habla con la voz ronca y la mirada adherida a mis labios—. Abre la boca.

Afinca la mano en mi nuca tomando una extensa calada del tabaco y se llena la boca. Siento el caminar de miles de hormigas bajo la piel, expulso el aire de mis pulmones y me acerco a su boca.

Al primer toque de nuestros labios empuja el humo dentro de mi boca, al percibir la intromisión los nervios me ganan, no aspiro, me infla las mejillas y acabo asfixiándome por el ardor. Lo escupo, tosiendo y alejando la humarada de mi cara con azotes de la mano.

Eros suelta unas carcajadas, apretándome más contra su cuerpo. Cuando recupero la respiración y abro la mirada, vuelve a fumar y sin esperar a que yo abra la boca, estrella sus labios contra los míos, exhalando de golpe el contenido de su boca. Me suelta para que inhale, esta vez el ardor no es tan intenso, pero el olor que desprende es peor que esos que Drew saca en clases.

Restriego la lengua en el paladar eliminando el sabor amargo que me recuerda a la grama quemada. No es que la haya probado, pero si le pondría sabor, sería este.

—¡Ugh! Sabe horrible—digo, chasqueando la lengua—. ¿Podemos tomar vino?

Niega con la cabeza, tomando una calada y otra y otra más, despido el humo creando círculos con el humo y como aquellas ocasiones que ha hecho lo mismo, los rompo con el dedo.

—No creo que debas mezclar—declara, bajando el tirante del traje de baño como si no tuviese otras intenciones más que jugar con el.

—Una copa, solo una.

Vuelve a sacudir la cabeza.

—En quince minutos, ¿te parece?

Retuerzo la boca. No hay de otra.

Elimino el resquicio de distancia entre los dos, rodeándole el cuello con los brazos. Pecho contra pecho, su corazón latiendo al raudo compás del mío. Cierro los ojos disfrutando del agua caliente, el crujir de las llamas, la música, su aroma y sus caricias a mi espalda...

Me cubre con sus brazos al instante, me presiona con tanta fuerza que me desprende, por estas horas, la ficha de temor. Es parte de mi naturaleza sentir la piel cosquillear y estremecerme sutilmente a costa del simple tacto de sus huellas. Se ha vuelto intrínseco tener el corazón acelerado, cuando mi costado lo ocupa él, tan inherente como llenarme de emociones con la simpleza de sumirme en su aroma.

Quiero tomar este momento y detenerlo una semana más, evadir el mundo real, los problemas, el resultado de la prueba, lo que todos percibimos como el eminente y real peligro. Quiero encerrarnos en esta vivienda con hermetismo hasta que todo pase, pero de todos los deseos que en mi cumpleaños puedo pedir, y Eros podría cumplir, ese quedaba fuera de cualquier posibilidad, porque no recae en lo que el dinero puede comprar.

Las rodillas me escuecen al contacto del suelo rústico del jacuzzi. Presiono los huesos de sus caderas con mis rodillas, apretándome contra él duramente, despejando la mente, obligándome hacerlo.

—¿Hacías esto seguido?

Le mojo los hombros con agua, pasando el tiempo. Eros casi se termina el cigarro, deja un centímetro libre, apagándolo en el cenicero.

—Contadas las veces, desde que salí de Bremen esta es la primera vez.

Pasea los dedos por mi espalda, mi piel caliente se eriza.

—¿Te induje al camino del mal?—bromeo.

Abandona un solitario beso en mi hombro antes de recostar la mejilla en la curva y proferir una risa ronca que pone a mi corazón a latir como un loco desenfrenado.

—Bien o mal no son términos que usaría, a fin de cuentas, contigo todos los caminos son correctos.

Callo unos cuantos segundos, permitiendo que mi corazón se recomponga de la voltereta que dio.

—Me gustaría saber cómo haces para conseguir las palabras acertadas en el momento más adecuado.

Quién pensaría que el de las frases que causan ternura, sería él y no yo. Nadie me lo creería, nadie.

—Tengo el mejor de los incentivos.

Traza dibujos en la zona inferior de mi espalda. Cierro los ojos, disfrutando el calor del agua y sus mimos lentos. ¿Cuándo sentiré el efecto? Digo, Hunter me ha dicho que no ves demonios ni colores extraños, pero que percibes el cambio al instante, y yo me siento igual.

Me despego del abrazo, echándole un vistazo a la habitación, evitando a toda costa mirar el bosque. Es cierto que el corazón me late tan duro que me cuesta mantener la respiración regular, sin embargo, le echo la culpa a Eros y a la creciente ansiedad de meterme bajo su piel solo para sentirlo tan cerca como quiero.

—No siento nada, dame un poco más.

Ahoga una risa sencilla con un beso en mi mejilla. El calor se intensifica cuando abarca mis caderas con sus manos.

—Quieres volar sin haber andado primero. En diez minutos lo terminamos.

—¿Seguro?—inquiero, tomando la hora en el celular. Se me sale una grosería al mojar toda la pantalla—. Confío en ti.

Reviso el agua en mis manos, más espesa, más caliente. Eros ha encendido un incienso, el olor sigue sin pasarse a la lista de mis olores soportables, justo ahora, no solo no me gusta, lo odio, se impregna a mi nariz como si me roseara con un aerosol los orificios nasales.

Eros ingresa al agua luego de apoyar un par de copas y un dulce en la orilla. Me toma de la mandíbula, inclinando mi cabeza a un lado, examinando mi rostro.

—Estoy bien, estoy muy bien—suspiro, creando una ola con las manos—. Dame esa copa.

Achica la mirada, indagando por algo que ignoro en mis ojos.

—Una—dice, pasándome el trago—. Cómete esto.

Rasga el envoltorio de la barra de chocolate blanco. Me trago un buche de líquido antes de morder una buena porción del dulce. Me empalaga tanto que por poco lo escupo, el dulce me inunda las papilas, pegándose a la lengua y el paladar de tal manera que puedo oler el sabor, ¿si quiera eso es posible?

Tienen que pasar segundos para barrer el azúcar con un trago de vino, para volver a hincarle los dientes al chocolate. Es como magia comestible, recuesto la frente en la orilla, nunca dejo de darle vuelta al pedazo de dulce en la boca.

—¿Sabes a qué me recuerda esto?—pregunto tragando lo que queda, sin levantar la cabeza—. Cuando Bella se despierta siendo vampira y todos sus sentidos se agudizan. ¿Seré una vampira?

Mi piel experimenta cada toque con el doble de sensibilidad, como esas veces que sufría fiebre muy alta, erizada permanentemente y tan débil ante el mínimo roce. Bajo los párpados descolocada, escuchando los latidos de mi corazón cual tambores.

—Claro que sí, mi amor, pero no es cosa del cannabis, desde antes ya te gustaba chupar cosas.

Ignoro el comentario tomando lo que queda de la copa, ha hecho trampa, le ha puesto menos de lo que acostumbra. Casi lloro degustando el sabor, como otro poco de chocolate, absorbiendo el olor que desprende la barrita.

—Esto es exquisito—gimoteo, quitándole su copa.

Doy manotones en el agua bebiendo lo que le quedaba de su trago. Aprieto la mandíbula, extendiendo el sabor.

—Sol, ve despacio—dice a modo de reprimenda.

Ondeo la muñeca hundiéndome hasta el cuello, de repente el traje de baño me estorba, me inhibe disfrutar de la temperatura del agua por completo.

Desnuda, sentada en el asiento de piedra bajo el agua, mastico el último pedazo de chocolate con miles de ideas en la cabeza y ningún pensamiento a la misma vez. No sé en qué concentrarme, si en las teorías que se crean por cuenta propia, en la sensación del agua y la textura de la roca bajo mis pies o en los ojos azules con rosa de Eros.

Mi corazón crece del tamaño de una sandía, o así lo percibo. Sube y se estanca en mi garganta, asumo que las pupilas se me han dilatado porque el rostro de Eros se muestra difuminado. Todo se mira como si llevase un plástico transparente en los ojos.

Los recuerdos compartidos desde el treinta y uno de agosto hasta esta noche obstruyen mi mente de cualquier otra ínfima reflexión, y solo puedo afirme que, de verdad, en serio, estoy enamorada de él. No importa las veces que me lo repita, me va a sorprender como esa noche que descubrí mis sentimientos casi a la fuerza.

Me ha dicho que me ama, no una, tres veces. Las he contado.

¿Estará tan enamorado de mí como yo de él? La respuesta es obvia, pero yo necesito oírlo, ahora, en este instante.

—¿Lo estás? ¿Estás enamorado de mí?

Las preguntas vuelan lejos de mi boca, no tenía pensado hacerlas, más la vergüenza nunca me alcanza. Quería que me lo reconfirme, hoy y en un tiempo después. No es inseguridad, bueno, una pizca puede ser, pero es el querer sentir los animalitos alados con pretensiones asesinas arañándome el estómago otra vez, el motivo principal.

—Como un imbécil, sí—afirma, y mi cerebro sufre una combustión, prendiéndome las mejillas en brasas.

—¿En qué momento lo supiste?

Reclina la espalda contra el muro de la orilla, sumiendo el pecho entero en el agua. Lo piensa unos segundos, contemplándome como si no hubiese nada mejor en dónde posar la mirada.

—La primera noche que pasé aquí en Alemania ese mes—revela—. Sabía que me tenías exclusivo para ti, cuando me dispuse a dormir y sentí la cama inmensa, demasiado fría, demasiado vacía.

Con el calor de un sonrojo pintándome el cariz, descubro lo mucho que me complace escucharle hablar de sus sentimientos respecto a mí.

—¿Entraste en negación cómo yo?

Niega, frunciendo el gesto.

—Entender y aceptar que me habías afectado a ese nivel fue encontrar tu sitio luego de pasar tu vida perdido. No hay nada que temer, nada incorrecto porque a fin de cuentas, hablamos de ti—finaliza, elevando una ceja con petulancia—. ¿Cuándo lo supiste tú? Porque es más que obvio que estás loca de amor por mí.

Podría lanzarle una mirada de reproche, pero sería desvirtuar su razón. No me queda más que acoger el planteamiento con una sonrisa. Mi corazón arde, arde mucho. En realidad todo mi cuerpo lo hace, absolutamente cada centímetro de mi piel.

—La noche que volviste, por eso lloraba, porque no lo quería y apareciste de repente—digo en un susurro fracturado. De súbito, se me contrae la faringe anunciando las tediosas lágrimas—. No me diste oportunidad a tratar de olvidarte, y te odié tanto, tanto por eso, que acabé enamorándome.

Quiero llorar hasta deshidratarme y reírme hasta que las mejillas se me entumezcan. Dudo que hacer, reacia a tomar un decisión, me desencanto por hundir la cara en el agua un momento, el tiempo necesario para que se me quite la estupidez.

Cuento veinte tres segundos antes de levantar la cabeza y compartir una mirada con él, o eso creo que hago, porque no solo tengo los ojos empapados de lágrimas sin derramar, también las pestañas gotean.

—Repítelo—ordena con inflexión áspera, como la textura de la roca bajo mis pies.

Exprimo el agua de mis ojos, sorbiendo aire por la nariz.

—¿El qué?

—Eso último.

No me diste la oportunidad de olvidarte... oh.

—Que estoy... enamorada de ti.

Una sonrisa orgullosa se en sus labios. Me muestra la pantalla encendida del celular.

Süß—dice mi apodo con una delicadeza poco propia de él—. Feliz cumpleaños.

Las doce y cuatro de la mañana del catorce de abril. Oficialmente yo, Sol Verónica Herrera Fajardo, tengo dieciocho años.

La euforia me gana un chillido y chapoteos en el agua. Mi subconsciente me pregunta porque tanta emoción si nada va a cambiar, seguiré viviendo con mi hermano, trabajando con Nelson, Shirley y Randall, esperando ingresar a la universidad. Lo único interesante que podría cambiar en mi vida es la compra de alcohol y en Estados Unidos tendría que esperar tres años más.

Bueno, luego de un año, por fin mi edad es un número par.

Eros enciende lo que queda del tabaco, me hace una seña con un dedo para que me acerque. No vacilo en subirme a su regazo. Híper consciente de su desnudez tocando la mía. Atraída como polilla a la luz, le miro tomar una calada honda. Rápido, presiono las manos abiertas en sus bíceps, arrimándome a su boca, soportando, sin entender como, las ansias de besarle.

Apartados por unos casi inexistentes centímetros, empuja el humo dentro de mi boca, me apuro a tragarlo inhalando una bocanada de aire inmensa. Lo retengo en los pulmones, justo antes de que me ataque la tos. Fue como una recarga, no, no de energía, una sobrecarga de emociones. Exploto de amor, lujuria y felicidad. Todo eso se superpone ante cualquier posible cavilación cercana a la preocupación, mi voluntad se quiebra, termino lanzándome a su boca.

Del tabaco, las cenizas quedan.

El olor no es problema, tampoco la rudeza del escalón en mis rodillas, mi absoluta atención se concentra en la erección frotando mi intimidad urgida. Le beso con las ganas que nunca decrecen, el deseo corrompiéndome los pensamientos, el amor, inmenso como e inexorable, asentado en la mente, arraigado en mi corazón.

Me corresponde con la misma fogosidad, amasando mi trasero con hosquedad, arrancándome de tajo un jadeo exaltado. Pese a que yo le busque a él, es él quien toma el control. Me estrecha contra él, podemos estar con el agua al pecho, pero el resbalar sencillo de mi sexo sobre el suyo es a causa de mi humedad.

—Voy a vomitar el corazón—musito.

Me alejo de sus labios, cubriéndome la boca con la mano. Es mucho, es excesivo, tremendamente increíble.

—¿Te sientes bien?

Respiro, suelto, inhalo, exhalo.

—No creo poder sentirme mejor—respondo agitada.

—Dime si quieres...

—¿Te has preguntado lo aburrido que sería el mundo si todos habláramos el mismo idioma y no existieran fronteras?—le interrumpo, exteriorizando el primer pensamiento que me cruza la cabeza—. Como que seamos un solo país, ¿si entiendes? Uno solo, sin rayas, un solo sentir de una sola nación en un solo mundo. Aburrido.

Termino la frase dándole un golpecito en la barbilla. Espero a que me siga el debate, deseando menguar la excitación.

—Creí que serías de las que escupen los pulmones riéndose, y eres de las filósofas—se mofa.

La distracción no funciona ni con él, ni conmigo.

—Hoy puedo ser lo que quieras... menos actuar como animal, eso sí que no.

Él suelta una risa estrepitosa, mientras me rasco el labio con la punta de la lengua.

—Primero los regalos.

Hundo el entrecejo.

—Pensé que este viaje es mi regalo.

Él solo sonríe y desprende un beso en mi mentón.

—Ese regalo es para mí.

Subo y bajo los pies tocando el piso con la punta de los dedos, la toalla debajo de mí, húmeda del agua que escurro. No se me ocurre nada de lo que pueda ser, pero cruzo los dedos por que sea una cubeta de comida, el estómago me pide a rugidos alimento.

Escucho sus pasos de regreso, levanto la mirada, aparece frente a mí, con la toalla blanca colgando de sus caderas, cargando con dos cajas envueltas en papel blanco, rodeado de cintas azul grisáceo, formando un gran lazo que enseguida se roba mi atención.

Se arrodilla a mi lado, trasmitiéndome una cálida emoción al sonreír abiertamente y extenderme el más grande.

—Qué bonito, son las mismas cintas de los regalos que recibí ese mes—comienzo a desenredarlas, la obstinada anticipación de conocer que hay adentro agudizando mis nervios—. ¿Tienes fábrica de cintas o qué? ¿Con eso mandan los fusiles a sus dueños? Envueltos en un lazo y una nota que diga 'De Tiedemann Armory, deseamos que su objetico no escape. Besos y abrazos'.

La cinta es más larga de lo necesario, un par de centímetros más y envuelven la caja como a una hallaca. Como la recuerdo, suave al tacto y más gruesa de las convencionales, también de terciopelo. Eros toma el otro extremo, colocándolo cerca de su mirada.

—Es simbólico, fíjate—señala la cinta y luego a sus ojos—. Es similar al color de mis ojos, al verlas lo asociarás conmigo. Me vas a tener en tu cabeza quieras o no.

Arrugo la frente, riendo.

—Eso ha sonado tan lindo... y extraño—mascullo, dejándola a un lado—. Me haré una trenza con ella.

—No, no va en el cabello.

Paso por alto el comentario, rompiendo la envoltura como lo hacía de niña en navidad. Una caja negra decorada con las letras doradas del nombre del creador del perfume que usa Eros aparece bajo el papel de regalo.

Quito la tapa y ahí, reluciente como el oro, descansa la botella verde con la majestuosa corona en la tapa.

—¡El perfume que usas!

Sí me ha dado una botella solo para mí, es porque ha notado lo obsesionada que estoy con su aroma, las veces que lo abrazo y olfateo disimuladamente. Por un instante la vergüenza barre el piso con mi integridad moral, luego recuerdo que él hace lo mismo conmigo y ya no me siento tan expuesta.

—Estos perfumes se crearon para la reina Victoria de Inglaterra y el príncipe Alberto, les gustaba combinar como emblema de su amor—relata—. Este es la versión femenina y si lo unes al mío, el aroma se vuelve más fuerte. Uno potencia al otro.

Temiendo que se me resbale de las manos, giro el cuerpo para quitarle la tapa encima de la cama, previendo que se me resbale.

Presiono el rociador direccionado a mi cuello. Visualizo un jardín de intensos tonos verdes, con limones, pomelo, piña, miles de flores. Es delicioso, presiono los dientes por no morder el vidrio cuando la esencia me impregna las fosas nasales. Es fuerte, no de esos que genera molestia, por el contrario, me produce una tranquilidad tan amena, que puede compararse echarse a dormir en un campo de lavanda.

—Juntos cobramos más fuerza—murmuro—. Eso ha sido muy romántico.

Contrae el semblante, asintiendo, como si no pensó en eso antes.

—Mucho, ahora balanceamos el asunto.

Repito el proceso con el segundo regalo. Desato el nudo y rasgo el papel. Reconozco enseguida el libro que ocultaba el empaque, a pesar de estar el título escrito en ruso. Lo sé, porque son las únicas palabras que conozco en ese idioma.

Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoyevski.

Es antiguo, muchísimo, pero conservado por manos minuciosas. Abrirlo es profanarlo, reparo en la cubierta decorada con signos del paso de los años, cosa que lo hacen más auténtico. Las manos me tiemblan y se vuelven pesadas.

—Esto es...

—La primera edición de Crimen y Castigo—confirma y un sollozo se me escapa.

Había soñado tanto con tener una de estas, una primera edición de mi libro preferido. Tocarlo es una fantasía, una, por muy contradictorio que se escuche, realista. No permito la salida a las lágrimas, mancharían al libro y jamás me lo perdonaría.

—Pero, ¿dónde lo conseguiste? No importa, lo que importa es que lo estoy tocando sin guantes—gimoteo, sorbiendo aire por la nariz—. No, esto es...

Cubre mi mano con la suya, su tibieza abrazando mi piel.

—Tuyo.

—¿Cómo crees?—replico incrédula, riendo—. ¿Sabes por qué me gusta tanto? Porque no entiendo nada, justo como tú, cuando hablas alemán—volteo a verle, alejando las lágrimas con parpadeos—. Te lo agradezco mucho.

No es el dinero invertido, es saber que recuerda los pequeñas detalles y los maximiza al punto de no poder mejorarlos. Rememoro la primera vez que fuimos al cine juntos, una semana antes de su cumpleaños, cenando en una cadena de comida rápida, recuerdo que me preguntó cuál era mi libro favorito, no le sorprendió escuchar la respuesta, por mi elección de carrera profesional.

Se impresionó aún más, cuando le dije que fue por La Ley y el Orden, no por el libro.

Se arrodilla y mete su cuerpo en medio de mis piernas, dejando el rostro centímetros del mío. Tenerlo así de cerca, arropándome con su aroma y mirada blanda, me impulsa a asegurar los regalos en el piso y demostrarle lo mucho que los obsequios me han gustado, con la fuerza de un beso ávido que comienza siendo una caricia, pero se desvía del sendero y se convierte en una muestra de mi pérdida de control.

Mis dedos se cierran alrededor de su nuca, mis piernas lo atraen hacia mí con desespero, buscando desaparecer la minúscula distancia en medio de los dos. Sus labios se mueven sobre los míos, entre ellos, con ellos, a una cadencia lenta, placentera, quemándome desde adentro, incrementando a cada latido que nos toma devorarnos sin reservas.

El lento desplace de sus manos por mis brazos levantan mis vellos y yergue mis pezones, apretados fieramente contra sus bíceps. La necesidad de su piel me impulsa a recorrerle el torso, delineando los contornos de su abdomen con mis uñas, vanagloriándome de la dura contracción de sus músculos cuando no me detengo, sigo bajando, consiguiéndome el tope de su erección.

Pero se aparta por un instante dejándome ansiosa y confundida, no me deja oportunidad de un reclamo, recoge la cinta enredada entre las sábanas y deshace el recogido desastroso de mi cabello. Las ondas caen sobre mi espalda, el contacto me eriza la piel y el corazón se me sube a la boca cuando me pasa la cinta por el cuello, allí la ajusta como una gargantilla y le hace un nudo apretado que no me inhibe respirar, pero si razonar.

Aunque desde la primera calada del porro, en mi mente no hay otra cosa más que el deseo de tenerlo a él.

Me lleva a la cama con él, ahora frente al espejo.

Me acomoda sobre su regazo, mi trasero sobre su ingle, mis rodillas bordeando las suyas. Nuestro reflejo cualquier otro día, desintoxicada del reciente ímpetu de quererle con tanto ahínco, podría hacerme ladear el rostro de la vergüenza de estar tan expuesta sobre él, mi intimidad revelada para el deleite de su mirada.

—Mírate—me agarre del mentón, obligándome a enfocar la vista en el espejo—, carajo, mira lo hermosa que te ves.

Pese a tener la vista borrosa, me quedo embelesada, no es mi imagen la que contemplo.

—Solo te veo a ti.

No cesa el agarre en mi mentón, me sube la cara y me come los labios con fervor. El aroma de su piel se adosa a mi nariz y allí se mantiene, inamovible, por dónde sea que su mano transite, deja el tenue rastro de mi piel erizada.

Frota su lengua contra la mía, provocándome un gemido mudo al saborear el chocolate combinado con el tabaco y el vino. Baja la otra mano con lentitud por el valle en medio de mis pechos, tomando la osadía de acariciar con la palma de la mano mis pezones erectos y sensibles, logrando que arquee la espalda buscando un contacto más directo, la respiración se me atasca cuando me complace tomando un pecho en su mano, apretándole con dulzura.

Mi respiración cesa cuando separa los muslos, abriéndome las piernas todavía más. Se apoya con un brazo estirados sobre el colchón, recorriendo con la otra mi cuerpo como un maldito perverso, que conoce como nadie más la parsimonia de un toque. Me sorprendo que no exista ni un rastro de vergüenza en mí, ni vestigio. La terrible tensión en mi sexo que demanda ser liberada la opaca en su totalidad.

Intento adueñarme de la dureza tocando mi pelvis, no lo permite, me levanta para adaptarme en medio de sus muslos duros. Toma mi mano y la guía a mi intimidad. Un fogonazo de calor me atesta la cara cuando maneja mis dedos para frotar delicadamente, mojándome los dedos con los fluidos que me hace esparcir de arriba abajo, en el momento que un estremecimiento me traspasa la columna, me abandona, me deja a mi merced.

—Continúa—el pedido rebota en mi cuello, dónde se pasean sus labios—. Muéstrame como te tocas pensando en mí.

No puedo asegurar que mis ojos conectan con los suyos, la vista no me da para esos detalles, pero así es como se siente.

—Estás muy seguro que lo hago pensando en ti—sondeo su monumental egocentrismo, como a los pliegues de mi sexo.

Tira de la cinta enrollada en mi cuello, cortando en su totalidad el flujo de aire. Jadeo por la impresión.

Debo tener un problema, no es normal que esta mierda me guste tanto.

—¿No es así?—interroga con voz baja, peligrosa.

Resollo un gemido roto, retomando las caricias de mis dedos.

—Lo es, lo es—logro decir.

Suelta la cinta, mitigando el dolor.

Escabullo dos dedos entre mis labios, acojo un estremecimiento fugaz al tantear la entrada, procurando resistir el deseo de enterrarlos. Emito un gemido, por fin, un toque directo. Acaricio a gusto, bordeando el clítoris, rodeando la entrada.

Eros cruza un brazo frente a mi pecho, se apodera de mis senos. Refriega con suma delicadeza el pulgar sobre la cúspide, legitimando una senda de pequeños besos y chupetones en la línea de mi hombro.

El deleite me roe las venas con malicia, el paso ardiente de su lengua bajo mi oreja, la succión en el lóbulo de la misma, el aliento caliente removiéndome los vellos. Era una tortura placentera, introduzco dos dedos, los retiro un poco para volverlos a meter, como navegante sin brújula ni mapa, hundo los dedos hasta el final, apretando los párpados al sentir la dulce arremetida, retorciéndome cuando el borde de la palma de mi mano se estrella contra el clítoris.

Mi propia invasión me hace soltar un gemido tremendo, todo en mi interior vibra con cada choque de mi mano, cada roce de mis dedos. Me cuesta mantener la posición inclinada, así que me dejo caer sobre su pecho, hundiendo más profundo los dedos hasta tocar esa zona rugosa que me exige bombear con fuerza.

Me recorro, complazco, abrumada por el placer de tener sus ojos centrados en mi nada más, cautivado por los movimientos de mi muñeca, hechizado por los efímeros sonidos fugitivos de mi boca. Y es que tenerlo así, sujeto a mis deseos, me produce sensaciones embriagadoras, como si mi cuerpo no me perteneciera solo a mí, si no a la satisfacción que sus ojos predican.

Oigo su respiración pesada de cerca de mi oreja, puedo sentirla también. Su mano deja de masajear mis pechos para tomar la cinta y jalarla, mi nuca cayendo sobre su hombro.

Muevo deprisa los dedos, una capa de sudor cubriendo mi espalda baja, gotas naciendo por encima de mis cejos. Siento el orgasmo acecharme, subo el ritmo y fuerza de mis dedos, mis músculos se endurecen ante la tensión, el chapoteo de mi excitación no ayuda a prolongar la llegada del clímax, que recibo con los pies en punta y una mordida de labio acallando los gemidos.

La sensación es desastrosa y catatónica, un millar de sensaciones ígneas y complicadas de domar se aglomeran en el núcleo de mi cuerpo. Eros suelta la cinta y despacha el agarre en mis rodillas. Exhalo el aire enfrascado y junto los muslos, mi mano queda atrapada en medio.

Segundo a segundo recupero la consciencia. Eros desperdiga besos por dónde sea que sus labios puedan alcanzar. Tan pronto como abro las piernas me toma de la muñeca, se lleva mi mano a la boca y se dedica a chupar dedo por dedo.

—¿Lista?—cuestiona—. Porque apenas comenzamos.

Asiento, tomándole de la nuca para saborearme en su boca.

En medio del beso levanta las puntas de la cinta y se echa de espaldas en el centro de la cama. Me acerco a él, pero antes de subirme a su pelvis, me aseguro de lubricarle con mi boca. El suspiro que suelta envía un latigazo de satisfacción directo a mi ingle, esparzo la saliva hasta las bolas y finalmente, me le subo encima tanteando mi entrada con el glande.

Gruñe, sube las caderas a mi encuentro y de un brinco lo hundo en mi interior, hasta que toca fibra sensible. La invasión es dolorosa pero jodidamente necesaria, lo recibo con un jadeo a la espera de adaptarme a él.

Eros se hace con la cinta otra vez, empujándola hacia abajo, obligándome a arquear la espalda, exponiendo mi cuello. Apoya los codos en el colchón, la postura le ofrece mis pechos, el sopla sobre mis pezones, una escalofrío me traspasa la columna cuando cubre las areolas con la boca, no se abstiene de pegarle mordidas indoloras, brindarle besos mojados y lametones que me instigan a moverme.

Empiezo a subir y bajar lentamente, apoyo en mano en su pecho otra en su muslo consiguiendo el balance idóneo, pero mi cuerpo reacciona por cuenta propia, no obedece a los mandatos de mi cabeza, aunque quiero ir más despacio porque el dolor no desaparece del todo, mis caderas fluctúan circundantes, emulando el ritmo de su lengua en la cima de mis pechos.

Mi corazón galopa furioso, haciendo eco en la parte de atrás de mis orejas, soy consciente de la sangre en mis venas, la siento recorrer a rauda velocidad, desbocando mi respiración en forma de jadeos carentes de regularidad, trepidando con cada encuentro de mi clítoris con su pubis.

Eros cae de espaldas liberando la cinta, hundiendo los dedos en mis caderas al punto que la férrea presión me cala los huesos. Me siento como una bomba en cuenta regresiva a punto explotar a causa de la multitud de sensaciones agudizadas a cada embate de mis caderas. Presiono las manos en su pecho, hinco mis uñas, percibiendo el latir de su corazón bajo mis palmas, hueso contra hueso, mejillas rojas y boca entre abierta soltando suspiros, es la imagen que necesito para frotarme con más ánimo encima de su polla.

—Mierda, maldita sea—gime, imprimiendo las huellas en mis caderas—. Me vas a partir la...

Resopla un gemido. Es entonces que hala la cinta, que la sensación apabullante del orgasmo anterior repunta y pierdo noción de espacio y tiempo de cara al techo sin proferir más que intentos de gemidos ahogados por la maldita constricción en mi garganta.

El orgasmo envuelve cada terminación nerviosa descargando cientos de choques eléctricos en ellas. Arqueo la planta de los pies, sosteniendo la vibración feroz de mis piernas. Me escuece la garganta y me tiemblan los dedos encajados en su piel, resbalosa por el sudor.

Eros no espera a que me recupere, con el mundo todavía girando, sale de mí y me posiciona sobre mi estómago en la cama.

—¿Puedo proseguir?—le oigo preguntar.

Debo verme como un desastre para que dude en continuar. En caso de que no le haya quedado claro de que le necesito con las mismas ganas del inicio, subo una rodilla invitándole, por lo que más quiera, a tomarme otra vez.

Sin embargo, no lo hace de inmediato. Baja la pierna que subí y me alza de las caderas con un brazo lo necesario para ubicar dos almohadas debajo de mi vientre. Acomodo los codos en la cama y abro las piernas y afinco las rodillas en el colchón, levantando el culo. De esa forma la intromisión no me dolerá tanto.

No muevo más que el pecho, tratando de recuperar la respiración, con la frente sudada y la mente en tinieblas. Pasa mis manos a la espalda, ladeo la cabeza evitando sofocarme con la cobija, dudo en entender que es lo que hace hasta que siento el jalón de la cinta y un momento después, la textura del terciopelo alrededor de las muñecas.

—¿Qué haces...?

Finaliza el apretado nudo. Mi vista se ha reducido al respaldo de la cama, mataría por ver la imagen que proyectamos, pero como mueva el cuello, me quedo sin el poco aire que logro almacenar.

—Es tu cumpleaños, pero el regalo me lo quedo yo.

Sus huellas trazan líneas paralelas en mi sexo, la invasión de sus dedos hace estragos en mi mente, apenas consigo contemplar algo a través de la estrecha abertura de mis parpados cuando saca y hunde los dedos mojados de mi lubricación en mi boca y se entierra en mí en una estocada severa.

Reprimo el gruñido mordiendo la cobija, me apresuro a contraer el vientre aliviando el dolor de la intromisión

—Muéstrame la lengua—demanda—. Pruébate, quiero que te disfrutes tanto como lo hago yo.

La cama se estremece y vibro de plena satisfacción.

El sabor de suave nota dulce se despliega por mi lengua, toda la presión se acumula en mi cara, entre el cabello, el nudo comprimiendo mi garganta y la invasión de sus dedos, la falta de aire me pone arder los pulmones.

Sus ojos pequeños, efecto del cannabis, me acechan desde su altura cual depredaron. Aproxima los dedos a mi boca, los pasa por mi lengua esbozando una sonrisa descarada.

Chupo lo que me ofrece sin apartar la vista. Rodeo los dedos con la lengua, probando mi sabor, que no es como él maldito apodo que me ha puesto. No es nada desagradable, me gusta, pero tampoco es todo dulce. Le hago una felación a sus dedos, paladeando mis fluidos.

—¿Te gusta?

—El tuyo sigue siendo mi preferido.

Cuando creo que me voy a desmayar, saca los dedos y me toma de la mandíbula, abriendo mi boca.

Los embates furiosos me restriegan el costado de la cara en la sábana, las rodillas me tiemblan soportando el peso que sus manos ejercen sobre mi cuerpo. Se mueve con gran diligencia, clavándose en mi carne, aplicando una vehemencia que provoca el exquisito sonido del choque entre su cuerpo y el mío.

El cabello me cae en la cara, el resoplido que suelto cuando Eros introduce un brazo entre la almohada y mi hueso pélvico, reclamando por la tierna piel de mi sexo me constriñe el vientre. Meneo como puedo la cintura, buscando mayor fricción cuando juega con mi clítoris con parsimonia demoledora, contraria al golpeteo de su pubis en mis nalgas.

—Como te detengas, Eros...

Desiste del agarre en mi cadera, apoya la mano en el colchón aumentando la velocidad de sus dedos. Mi vagina se contrae, la piel se me eriza y los dedos de los pies se encorvan al apreciar lo lejos que llega dentro de mí. Amplío la abertura de mis piernas, empapándole los dedos con los jugos que mi cuerpo produce y él se encarga de untar con círculos constantes en mi clítoris.

Choca, se empuja y me llena. No para de masturbarme, no sé si su toque me deshace o construye, puede que ambas. Abro solo un poco más las rodillas, hundiendo la cabeza en el colchón, recuperando equilibro que pierdo ahora que el orgasmo se construye a una rapidez peligrosa.

Temo que el corazón me estalle y la mente se me apague, mi cuerpo sucumbe ante la fuerza de cualquier tacto que reciba, no importase cuan sutil sea, contribuía al azote caliente y tirante que me derrumba y deja como un manojo de sensaciones sobre la almohada un momento antes de sacarlas de un tirón y arrojarlas al suelo.

Caigo de golpe encima del colchón, el entumecimiento del orgasmo mezclado con el dolor del cuello, rodillas y caderas, no me permiten moverme, pero eso poco importa, Eros me da la vuelta luego de deshacer el nudo en mis muñecas lastimadas, se cierne sobre mí, cerrando su boca furiosa en la mía.

Apenas puedo corresponderle como deseo, sube las manos a mi cabeza, enredando los dedos en el desastre de hebras, lamiendo mis labios, lengua y dejando mordidas que me incitan a abrir más las piernas y empujarle el trasero con los talones, para acercarlo más a mí.

Se sumerge en mi interior con una embestida violenta, adueñándose de mi boca ansiosa. El gemido que se me escapa lo recibe su boca, ese y los que le siguieron cuando dio comienzo al ritmo pausado de sus caderas.

—Este es mi lugar favorito—jadea sobre mi boca, subiendo paulatinamente la cadencia de las acometidas.

—¿Núremberg?—pregunto cómo puedo, sorbiendo una bocanada de aire.

Él ríe, descendiendo la boca por mi mentón.

—Aquí—se encaja en mi interior arremetiendo con firmeza—. Enterrado dentro de ti.

Mi sonrisa estúpida desaparece cuando empieza a marcar el nuevo ritmo brutal, severo estirando los brazos encima de mi cabeza, su pecho gravitando sobre el mío, meciéndose con movimientos diestros, coordinados.

El peso de sus caderas aporreando sin reparos las mías, me saca una horda de chillidos que aplaco mordiéndome el labio. Abro la mirada, detrás del manto que me cubre la vista, atisbo su mueca contorsionada de placer de ceño fruncido, ojos fuertemente apretados y boca entreabierta, escupiendo suspiros y siseos.

—Me voy a morir—lloriqueo, agarrándome a sus antebrazos, saltando a cada embestida que me propicia.

—¿Me detengo?—inquiere con la voz empañada.

—Por favor, ya no hables.

Barbotea una risa hosca, descansando el peso sobre los codos. Besa mi frente húmeda por el sudor, reclinando el mentón en la cumbre de mi cabeza. La vehemente irrupción me llena las mejillas de color, el fuerte cosquilleo que nace en mi rostro viaja y se concentra con absurda intensidad en mi centro.

Afinca la mano en mi mandíbula, aplastando un duro beso en mi boca. Me hace ladear la cabeza dolorosamente, incrementando las violentas embestidas. Me aferro a sus antebrazos de nuevo, presionando los talones en su trasero. Mi sexo palpita, la piel me cosquillea y podría jurar que tengo cada diminuto vello erizado.

Un gemido sale de mis labios, empujado por un segundo, mi estómago sufre una sacudida al verle de soslayo, abstraído, disfrutando de la unión de nuestros cuerpos como si hubiesen pasado años desde la última vez que sintió algo parecido. Con el juicio nublado de deseo, jadeo por aire empujando las caderas hacia arriba, a su encuentro. La fricción retumba en cada centímetro de mi extensión, encendiendo cada fibra que me compone.

—Por favor—ruego con los ojos llenos de lágrimas sin sentido.

Continúa moviéndose sin consideración, duro y firme, no le interesa lo fuerte que me golpea o las profundidades que toca. Me duele el agarre en la mandíbula, los jodidos embates hoscos, los pulmones sin aire. Abro las piernas hasta que ya no me lo permiten, y cuando el orgasmo se aproxima despacio dejando huella de fuego y lava, me asaltan unas ganas terribles de orinar que toman fuerza a cada acometida.

Mi pelvis vibra, ni siquiera me da tiempo de pedirle que se aparte, el orgasmo anuda mis cuerdas vocales, barriendo todo rastro de racionamiento.

Caigo en un hoyo sin fondo sin nada a lo que pueda sostenerme. La sensación ha sido tan impetuosa que de mi boca se escapa un solitario un sollozo quebradizo y las lágrimas se desbordan. El mundo podría acabarse ahora mismo y yo no me daría cuenta.

El dolor de la penetración me expulsa del mundo alterno al que el orgasmo me envió. Eros reposa su frente en la mía, su cadena estrellándose en mi mentón. La tomo, apretando los dientes del bochorno que me embarga al sentirme extrañamente húmeda.

—Eros, creo que...

Se apropia de mi boca rugiendo incoherencias, degustando mi lengua, empujando una y otra y otra vez. Mantengo las piernas abiertas para él un minuto más, soportando el escozor que se torna peor ahora que mi cuerpo ha quedado exhausto.

De repente, detiene los besos para apretar la mejilla en la mía, articulando un gruñido desde las entrañas, directo en mí oídi que me pone los pelos de punta. Suspende el movimiento, cayendo rendido encima de mí un instante antes de rodar y echarse de espalda a la cama.

El silencio es gratamente bienvenido cuando las palabras sobran... o cuando ninguno tiene la fuerza de formar palabra alguna.

El aroma a sexo se ha infiltrado en las sábanas, en nuestra piel lustrosa. El corazón planea escaparse de mi caja torácica, me atacan espasmos en las extremidades y la vulva inflamada. Hago un mohín al aspirar una nube de aire, la garganta me arde, tanto el interior como la piel expuesta, pero no supera al dolor asentado en mi entrepierna.

Mi entrepierna.

—¡Me hice pis!—grito, sentándome de sopetón en la cama.

La follada me cobra factura, los huesos me crujen y si las articulaciones si tuviesen voz, me estarían gritando que pare de moverme.

Sí que hay una gran mancha de humedad en las sábanas, con chispazos en el borde. Arrugo la cara sin tener el valor de olerlo, ¿cómo no pude soportar las...

—No es orina, no del todo. Se llama squirt y estoy muy orgulloso de ello—masculla con los ojos cerrados.

El término me es conocido, leí sobre eso en las páginas a las que me metía para averiguar cómo hacerle la mamada de su vida. Se oía tan fantasioso, digo, ya había sentido el placer de orgasmos que me arruinaban las sábanas...

—¿Lo sabías?—pregunto en un susurro.

En ningún momento abre la mirada.

—Lo sentí.

Doy un repaso exhaustivo a mi cuerpo, consiguiendo pequeñas marcas rojas y sin forma en los senos, rasguños superficiales en mis caderas y la peor parte, apartando del dolor cada vez que me muevo, el coño tan rojo como una luz de navidad e inflado como bizcocho.

Sosteniendo una sonrisa, se pone de pie, revolviendo con una mano los mechones rubios ahora oscurecidos por el sudor.

—Volvamos al jacuzzi.

Me tiende una mano que observo con pena. Muero por bañarme, mi cuerpo aclama jabón y agua, pero...

—No quiero, no, no puedo moverme—recalco, frunciendo la nariz.

Eso le hace feliz. Se toca el pecho con regocijo, mirándome con aires de grandeza.

—Para eso estoy yo, tu caballero teutón.

El resto de la madrugada nos acabamos otro porro, dos copas de vino más, y un pollo entero que recalentamos en el horno y devoramos desnudos frente a la chimenea.

Dicen que no hay fotos de los mejores momentos de tu vida. Estás tan ocupado siendo eso, feliz, como para perder el tiempo buscando una cámara.

Me hubiese gustado haberlo hecho.

Ojo, la marihuana es una droga leve, pero... cuidado, he visto a gente pálida y vomitando por un porro pequeño.

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