"53"
La piedra que levanta esta parte siniestra de la residencia se percibe rugosa y gélida en la punta de mis dedos. Exhalo profundo en la desdicha de no encontrar el tétrico ambiente revestido en una calígine ni el olor a encerrona y agua estancada que imaginé.
Parece que pasaron días desde la cena de cumpleaños de Hera, solo han transcurrido un par de míseras horas.
Apenas nos lanzamos la ropa de dormir encima, le pedí a Eros que me trajera a conocer esta parte oscura y tenebrosa de la residencia, esperé conseguirme con algo tremendamente peor, como telarañas en el techo, grilletes encadenados al suelo y cuanto insecto existiesen, para mi mayor decepción, no fue así.
Las mazmorras no son más que cubículos cuatro por cuatro tras rejas que amparan una cama construida de la misma piedra de las paredes. Mirándolo desde otra perspectiva, es el lugar idóneo para una pijamada.
Continúo el camino por el pasillo angosto de pobre iluminación, estrechando la cobija de lana gruesa que Eros me ha tirado encima antes de salir de la habitación. Le agradezco en silencio, puesto que este sitio carece de calefacción.
Ingreso a una de las recámaras, lanzo un vistazo a la cama, sin colchón ni nada, obviamente, la roca tan aseada como lo está el suelo. Maldigo en voz baja pegando una patada. ¡Se supone que tiene que dar asco como en las películas! Y lo que quiero es bajar un colchón y dormir aquí esperando la aparición de un espectro.
—¿A quiénes encerraban aquí?
Doy media vuelta, Eros reclinado en la reja contrae los hombros.
—No lo sé.
Me le quedo viendo a la expectativa de atisbar una fractura en su viso que me indique que miente. No pasa nada.
—Tú lo sabes pero no me quieres decir—insisto, encaminándome fuera de la cárcel.
—En realidad no lo sé, jamás he preguntado—reitera bastante seguro, mi boca cae abierta.
—¿Vives sobre una mazmorra y no te has preguntado qué pasaba aquí? Qué decepción.
De no creerse. Es como tener un misterio en tus manos y no sentir ni un suspiro de querer resolverlo, ¡inaudito!
—No, ¿quieres que busque una ouija y le pregunte a la vieja Herola?—inquiere con cierta socarronería.
Suelto una risa sarcástica pasando por su costado. En el fondo del pasillo, allí dónde la luz se transforma en espejismo, una mesa rectangular de madera reposa en el centro de dos cuartuchos, y muy por arriba de ella, una ventada de menos de treinta centímetros.
Muevo mis pies hasta allá, tentada por el ambiente macabro que desprende.
Eros enciende la linterna y apunta a la misma, palabras talladas en la superficie se manifiestan ante mis ojos, deslizo un dedo sobre ellas, sintiendo el suave relieve, a la vez que procuro darles sentido.
—Esto no es alemán.
Su presencia se apega a la mía, mi cuerpo reacciona de inmediato al suyo, percibiendo cada músculo de su pecho desnudo.
—Es latín.
Abro los ojos en desmesura. ¿Será un conjuro o simples frases? Un repelús me traspasa el tórax, erizándome los vellos del brazo.
—¿Hay algo más terrorífico que esto?
La idea de montar una cacería de fantasmas se vuelve cada vez más interesante.
—El mausoleo en medio del bosque—repone con un sosiego que me vuela la tapa del cerebro.
—¡¿Tienen un mausoleo?!—exclamo, girando sobre mis talones. Afirma con la cabeza, mi pecho se inunda de enérgica—. ¿Podemos ir a verlo ahora?
Juega con los vellos de su barba, pensativo. Mi corazón pega un brinco cuando se cierne sobre mí obligándome pegar el culo en la mesa y encorvar la espalda hacia atrás.
—Mmm, no creo que sea buena idea—murmura a centímetros de mis labios. No me hace falta la luz de la linterna, puedo percibir la insistencia de sus ojos en buscar mi rostro, oculto tras la densa penumbra—. Hay cosas que se levantan y buscan robarse jovencitas de boca gruesa y piernas infinitas.
Roza mi barbilla con su boca caliente, desciende con deliciosa delicadeza por mi cuello, olfateándome como un jodido perro. Pierdo estabilidad en las rodillas cuando el calor de su aliento acaricia mi piel, mi vientre se contrae y me dejo llevar por el estremecimiento que me causa su lengua húmeda deslizándose sobre la piel sensible de mi garganta.
—No pues, tampoco quiero que te roben—me las arreglo para decir, inmersa en el mar de sensaciones que ese efímero toque me ha obsequiado.
Debí sonar como una completa idiota, porque Eros no tarda en proferir una risa condescendiente en la línea de mi mandíbula.
—Vamos en el día, a esta hora hay montones de animales rondando por allí.
Abandona un beso en mi pómulo y se despega de mí, permitiendo que el aire ingrese a mis pulmones.
Exhalo con pesadez, sacudiendo la cabeza. Por Dios, no puede afectarme de esta manera en un segundo, no puede hacerme querer abrirle las piernas siempre que la punta de su dedo se estanca en mi piel. No puede obligarme a tener que sumir la mano en medio de mis piernas esas noches en las que él no está cerca para apagar la calentura, pensando en su cuerpo, en sus besos, su aroma. En él y solo en él.
Oh, pero lo hace y no puedo mentirme a mi misma fingiendo que no me gusta que sea así.
Pienso en unicornios, arcoíris y cualquier cosa que me distraiga del latir ardoroso en mi centro. Entonces, divagando entre los registros de mi mente, una duda que almacené la noche del cumpleaños de Helsen destaca del resto.
—¿Maxwell era novio de Guida cuándo te metiste con ella?—cuestiono de la nada, divisando la mueca hastiada abriéndose paso en su cariz.
—Ella nunca lo mencionó.
—¿Pero jamás escuchaste de eso?
Suspira, al continuar tan de cerca a mí, su aliento choca en mi sien.
—Süß, los chismes no son algo de mi interés—farfulla fastidiado.
—Pero...
—Guida jamás me comentó nada, ella se la pasaba aquí con Hera, Ulrich nunca le permitió el ingreso a ningún chico a la propiedad, no los vi aquí y como sabrás, cambié de instituto varias ocasiones—manifiesta con deje obstinado—. No tiene porque estar resentido, si él ya tenía los ojos puestos en mi hermana.
Una telenovela.
—Que enredo—digo, subiendo el culo a la mesa. Necesito lucir lo más casual que pueda antes de tirar la siguiente pregunta, y en caso de que se sulfure, me abro de piernas como distracción—. ¿Le mentiste a ella como lo hiciste conmigo?
—Guida es muy soñadora, vio cosas dónde no las había—contesta, flaqueando mis costados con sus brazos—. Contigo me mentía a mí mismo, disfrazando la verdad con falsedades.
Se agacha hasta dejar su cara al mismo nivel de la mí. Es poca la luz lo que la linterna proporciona, pero suficiente para vislumbrar su mirada cautivadora vagando por mi figura.
—¿Cuántas veces te acostaste con ella?
No sé de dónde me sale tanta inquietud, algo dentro de mí me incita a indagar sobre una chica a la que ni le he puesto rostro y no estoy segura de querer hacerlo.
—Dos, tres, no lo sé, Sol—espeta alcanzando su límite de paciencia diario—. ¿Qué pasa con el interrogatorio?
Ni yo lo sé.
—Solo quiero saber, Dios, estás a la defensiva—repongo, tocando la orilla de su camisa conjunto del pantalón pijama que viste, y lo único que llevo puesto a parte de la panty.
—¿No te incomodaría que te pregunte sobre tus antiguos peleles?
Resoplo. Ya me gustaría tener lista como él.
—Para mi lástima y tu fortuna, solo tuve uno y ya lo conoces—replico, untando en mi voz la desazón que me impregna la lengua de un sabor agrio—. No me molestaría decirte lo que quieras saber, no soy una jodida adivina para intuir que vendrías a mi vida y así guardarme para ti—algo en sus ojos me advierte que mis palabras le han calado profundo—. No tendrías porque exaltarte por algo en lo que ni tu ni yo tenemos control.
—Puede que a ti no te afecte, Sol, pero a mi si, joder, me enferma pensarte en brazos de otro—ruge con la mirada envuelta en ira.
—No nos conocíamos, ¡no tiene porqué!
—Pero lo hace, ¡lo hace y me entran ganas de...!
Se corta así mismo, comprimiendo los dientes con un ahínco que le afila la mandíbula. Por extraño que sea, mi cuerpo flaquea ante la vista de él ardiendo en celos, quemándome con ellos.
—¡¿De qué?! ¡Habla!
De improvisto, empuña mi cabello de la raíz en la nuca. Su cuerpo se sobre pone al mío, por instinto separo las rodillas apoyando las manos detrás de mi cuerpo. Me vuelvo débil con el roce de su boca en la mía, y sé que no hay vuelta atrás cuando se moja los labios con la punta de la lengua, provocando estragos exquisitos en la parte baja de mi vientre.
—De cogerte hasta que se te olvide que una vez fuiste suya.
Se me escapa una risotada que le hace reforzar el agarre en mis hebras, el dolor envía una onda placentera que me recorre el cuerpo, concentrándose en la humedad de mi entrepierna.
—¿Todavía no lo comprendes? Nunca lo fui—levanto el mentón, acercándome sigilosa a su boca—. Pero si prometes tomarme con toda esa rabia que manejas, entonces, quizá, esta noche termine siendo completamente tuya.
Ese fue el punto final de la discusión.
La mano perdida en mi cabello desciende, formando un grillete alrededor de mi garganta, se empuja hacia adelante, movimiento brusco que remueve la mesa, plantando la pelvis en mi abdomen, cerrando su boca en mis labios hambrientos.
Alineo una mano en la superficie, tomando equilibrio para subir la segunda a su cuello, atrayéndolo más cerca de mí, encadenando las piernas a sus caderas, eliminando cualquier resquicio imprudente que quedase entre los dos. Se adueña de mi boca, demostrándome de nuevo la experticia que domina en la materia, convirtiéndome con cada roce de su lengua en una masa nerviosa, dispuesta a dejarse moldurar por sus manos diestras.
A pesar de mi renitencia a soltarle, de estar divinamente sometida por la voracidad de sus besos, consigo librarme de la placentera tozudez de su boca, empujándole levemente del pecho. Percibo su confusión el instante que tardo en descender de la mesa y caer sobre mis rodillas, la presión se esfuma al palpar encima del pantalón la prominencia oculta detrás de la tela, su mano vuela a la cima de mi cabeza cuando bajo de un tirón la prenda, excarcelando la maravillosa erección que salta apuntando hacia arriba con orgullo.
Un bulto tibio y pesado cae de golpe en mi vientre cuando ensortijo los dedos a su alrededor y lo consigo tan caliente como sé que me encuentro en medio de las piernas, y duro, como la roca lastimando los huesos de mis rodillas.
Muevo la muñeca de arriba abajo, mientras enrollo la lengua en el glande y la deslizo en la punta, saboreando la diminuta gota de líquido preseminal. Mi lengua viaja del inicio a la cumbre, una y otra vez, mojándole de saliva hasta dejarle como un helado escurriendo en mi boca, arrastrando con delicadeza y lentitud el filo de mis dientes, sacándole un pequeño suspiro entre dientes. Tomo el peso de las bolas en mi mano, afianzo sin fuerza el agarre allí, hundiéndole hasta rozarme la campanilla, provocándome náuseas y un brote de secreciones.
Con disimilo, tomo una bocanada para adentrarlo aún más, me raspo la garganta con la única intención de generarme más arcadas. Las gotas gruesas salen de mi boca empapándole, al tiempo que la vista se me nubla de lágrimas.
Abarco sus glúteos y le incrusto más hondo, reteniendo las ansías de devolver la comida con el golpear de la punta en las profundidades de mi boca. Se viene una segunda marea de arcadas que corto al sacarlo de mi boca y cerrar la garganta, la excitación me recorre las arterias como líquido combustible, acentuando la tensión en mi sexo.
Recoge mi cabello, una coleta desordenada sostenida fuertemente en su puño, con la otra mano se sostiene el miembro, me da un golpecito con el en la mejilla, mojándola de saliva.
—Saca la lengua—exige, obedezco y se aprieta del tallo a la punta, extrayendo gotas de líquido que restriega en mi lengua—. Dale un beso, que está ansioso por invadirte.
Su pedido me roba una sonrisa, aunque no pueda verle, sé que a él también.
Le regalo un beso en la cúspide, despeja el camino sin soltarme del cabello. Posiciona la linterna de modo que la luz reverbera exclusivamente sobre nosotros, permitiéndome conectar miradas, mientras le dedico suaves lametones, moviendo la muñeca a un compás que le saca respiraciones de los labios entreabiertos.
Afinco los dedos en su trasero sin parar de masturbarle, moviendo la muñeca al ritmo del oleaje del mar. Lo recorro de la punta a los testículos, ensimismada en el acto y su expresión contraída en el crudo placer. Echa las caderas en mi contra, tocando la delicada pared al final de mi boca. Detengo el sube y baja de mis dedos, solo para sumergirlo a plenitud, ladeando la cabeza a medida que me acerco a su pelvis, como si lo estuviese enroscando.
Sisea una maldición, me hala hacia atrás de la coleta improvisada, exponiendo mi cuello. Una sonrisa satisfecha se me escapa al ver los hilachos de saliva que unen su miembro y mi boca.
—¿Quién carajos te enseñó eso?—cuestiona ceñudo, con la voz tomada por la excitación.
Sonrío, limpiando las lágrimas que se desparramaron con los nudillos.
—Yo misma.
Vuelvo a probarlo, rascándome el paladar. Cierro los ojos disfrutando la sensación de poder, de sus temblores y sonidos que trata de refrenar, pero no es capaz. Subo el prepucio, apretando los dientes cubiertos por mis labios para empezar un desliz de arriba hacia abajo, en compañía de mi mano.
En cierto punto Eros me aparta, sacude la cabeza en una negativa y me hace ponerme de pie. Las rodillas me escuecen, sin mediar palabra, me da la vuelta y después de deshacerse de la camisa, me obliga a reposar las manos en la superficie de la mesa. Echa a un lado la tanga bruscamente, metiendo con urgencia los dedos entre mis pliegues calientes y bañados en fluidos.
Emito un gemido ruidoso, separando más las piernas para que toque con total libertad.
—Te encanta metértelo en la boca—masculla con la voz ronca, desperdigando besos húmedos por mis hombros y nuca.
Sus manos grandes acunan mis pechos con firmeza, arqueo la columna exhalando un suspiro al sentir los suaves pellizcos y estrujones en mis pezones erectos, alternando presión y caricias, susurrándome al oído lo mucho que le gusta mi aroma.
Desliza una mano a través de mi espalda, y más abajo mi nalga sufre los rudos apretones que me construyen un gemido en el fondo de la garganta. Desciende un poco más, me hace subir una rodilla a la mesa, tengo que ponerme de puntilla para llegar a su altura y rozar el culo con su erección, tocando la parte baja de mi espalda.
Una maldición se enrosca en mis cuerdas vocales cuando introduce los dedos en el encaje, no se le dificulta volverla pedazos que se pierden en algún lugar del piso.
—Y me fascina aún más—jadeo sintiéndole sumergir un dedo en mi intimidad—, enterrármelo en otra parte.
Debo estar empapada para que decidiera insertar otro más. Me vibran las piernas recibiendo el conciso embate de sus dedos, limpiando mi mente del último vestigio de raciocinio. Aumenta el movimiento de su mano, agacho la cabeza perdiendo la posibilidad de respirar. Quiero se hunda en mi de una vez por todas, quiero sentirlo golpeando ese punto en mi canal.
Me estremezco ligeramente, expectante, tensa como una cuerda de guitarra, como si hace meses no tuviese este tipo de contacto.
—Eros—gruño, ondeando las caderas al ritmo que él dispone.
—Usa tus palabras.
Agito la cabeza. No puedo articular más que sonidos entrecortados y él lo sabe muy bien. Me sujeta del cabello echándome la cabeza hacia atrás, en mis pezones erguidos de cara al techo advierto el frío del sitio que en mi cuerpo pereció. Su boca presiona la mía con urgencia destructora en tanto sus dedos, curiosos y exactos, escarbar mi interior, consiguiendo tocar el punto que me arrebata un gemido que muere en su lengua.
Desliza sus huellas entre mis pliegues rebosante de fluidos, aplasta y me acaricia el clítoris en círculos constantes, tiemblo y temo perder la fuerza en la pierna que me sostiene. Una sensación ígnea me traspasa entera, me tengo que sostener a su cuerpo con una mano y asirme de la mesa, sintiendo el inminente orgasmo cultivarse en mi sexo con vehemencia aterradora.
Afirma los dedos en mi cabello con brusquedad, sus besos me asfixian, los movimientos constantes de su mano y ferocidad de su boca me catapultan a un orgasmo que me desconecta de la realidad. Logra acallar mis gemidos con su boca y procura que no toque el piso, tomándome de la cintura.
La mente me da vueltas, gira como un tornado desenfrenado. Soy vagamente consiente de la repentina resequedad de mis labios y el palpitar descontrolado de mi corazón.
—Los malditos espíritus deben de estar revolcándose de la envidia—susurra directo a mi oído, se gana un estremecimiento debido a lo sensible que mi cuerpo ha quedado.
—Pues terminemos de ahuyentarlos—consigo formular, en medio de respiros agitados.
Me sube a la mesa, con un toque en el pecho pide que me acueste, obedezco y de inmediato me abre los muslos y hace subir los talones al borde. La calentura me inhibe la vergüenza, su mirada efervescente clavada en mi entrepierna reluciente y apenas iluminada me instan a estirar las piernas en un intento por atraerlo a mí.
Sus planes son otros. Saca la lengua y la escabulle entre mis pliegues mojados, contemplando los gestos de vergüenza y éxtasis que sus atenciones provocan. Mi boca se abre soltando un gemido quedo, la plácida sensación de su lengua sutil es intensa, arrebatadora, intento alejarme de la segunda lamida, sin embargo, sus manos se unen a las mías, manteniendo mi intimidad aplastada contra su boca.
Su lengua perversa se abre camino a través de mis labios sensibles, entra en mí, logrando que empuje la pelvis hacia arriba, él toma ventaja del movimiento, dispersando la lubricación que ha extraído de mi al clítoris, estimulando en un vaivén que me recorre al punto en medio de ellos y allí refriega en círculos provocándome millares de sensaciones obscenas.
—Por favor—clamo, ondeando la cintura.
Los espasmos remanentes del primer orgasmo atraen al segundo, encorvo la planta de los pies en el borde de la mesa, encajando las uñas en sus manos, recibiendo el tsunami de placer que extermina con cada terminación nerviosa encendiéndolas en fuego. Un gemido se desboca fuera de mis labios, mi cuerpo vibra absorbiendo las exquisitas sensaciones.
Me estrujo los ojos como si eso fuese a desvanecer la bruma pesada que me obnubila la mente. Los pulmones me arden y exigen por un soplo de aire, el escaso que tenía se me escapa al sentir el miembro de Eros rozar mi intimidad, demasiado sensible.
Abro los ojos, a través de la tenue iluminación, conecto nuestras miradas, pierdo el ritmo de las pulsaciones al verme engullida por esa vehemencia suya, esa que nunca pude soportar y que en este justo momento pierdo de vista cuando me empuja de las muñecas abajo, hacia él, encajándose en mi interior en una estocada dolorosa.
Aprieto los párpados, gruñendo, removiendo las caderas en busca de un alivio al dolor punzante asentado en mi pelvis. Permanece quieto, espera a moldearme a su alrededor, hace el amago de masturbarme pero le detengo cerrando las rodillas hasta donde su cuerpo me lo permite, aún estoy hipersensible del último orgasmo.
Segundos transcurren, el dolor pasa a ser una pequeña molestia, entonces me atrevo a afincar la punta de los pies a la altura de su trasero, duro como el acero, con ayuda de sus brazos y el sudor de mi espalda impregnado en la mesa, me deslizo de arriba abajo, Eros invadiendo zonas remotas que sus dedos sueñan conocer.
El deseo se extiende como brasas de mi vientre a las extremidades, Eros me observa de una manera que mis venas dejan de bombear sangre, es lava lo que inunda. Resuello un gemido desesperado que decodifica como indicativo a retomar el control.
Ondea las caderas lento, con parsimonia divina, elevándome en una nube de éxtasis que a cada embate me incita abrir más las piernas. Me aferro a sus brazos, encadenándonos el uno al otro. Acabo arañándole y sacudiendo las caderas, refregándome para que me dé más. Eros me contempla petulante, le fascina mirar cómo me retuerzo bajo su dictadura, y es que ha logrado su objetivo, que pierda el sentido de integridad y le exija que se hunda en mí sin reparar en limitaciones.
Pero no cumple, la necesidad comienza a doler.
—¿Qué quieres? ¿Qué llore?—el desespero vergonzosamente evidente en mi tono.
Sonríe, su mirada presa de impúdicas intenciones.
—Considerando donde nos encontramos, unos lamentos tuyos amenizarían el ambiente, ¿no crees?
Lo haría, lloraría de verdad, pero de la estúpida frustración.
—Solo hazlo, joder.
—Como lo pidas, mi amor.
Un diluvio de alivio y ardor escuece bajo mi piel cuando por fin acrecienta la fuerza de sus embates, rozando ese punto que me arrebata jadeos entrecortados, luchando por un soplo de aire. No deja ir ninguna de mis reacciones, moviendo las caderas en círculos, se inclina encima de mí para tomar un pezón entre sus labios y torturarlo con caricias, regalo de su lengua.
Arqueo la espalda profiriendo un gemido desde el fondo de mis entrañas. La excitación se transforma en un demonio encerrado dentro en mi interior que exige ser liberado, mis pechos en su boca, sus caderas chocando brutalmente contra las mías produciendo sonidos deliciosos que me consumen a fuego lento.
Entonces, cuando creo que voy a erosionar a causa de las magníficas sensaciones que me someten, Eros prendido de mis pechos como un maldito desesperado, sale de mi un segundo antes de volver a invadirme en una estocada maestra que marca el nuevo ritmo bestial y despiadado.
Arremete contra mí como si me odiara, una violencia que me pone a brincar en sus muslos y arranca suspiros de súplica. El chapoteo de mi lubricación unida al sudor que desprende su piel, la mía y la sincronía de nuestras respiraciones agitadas, crean una melodía única que reservo en la parte oscura de mi mente, para usarla a solas cuando él no esté presente.
Embiste una y otra y otra vez, apropiándose de mis senos, marcando con su saliva cálida las areolas arrugadas y la punta erguida. Las piernas se me tensan, el vientre se me contrae, abro las piernas por completo, hincándole las uñas en el brazo, pese a que la superficie de la mesa me lastima, el placer que me come viva desecha cualquier cosa que me distraiga de la avalancha de emociones que me surcan el pecho.
—No sé que me va a explotar primero—susurra aprensivo con los labios rozando la cúspide de mi seno—. El corazón o la verga.
Nunca desciende el ritmo, sigue embistiéndome como si yo fuese una condenada a muerte, él mi verdugo, y esta, la única manera de quitarme la vida.
—Mi novio—gimoteo, ensanchando una sonrisa—, es un romántico.
Se me sale una risa cortada por un gemido cuando eleva mis brazos por encima de mi cabeza, los sostiene allí con una mano en tanto la otra me hace descender, dejándome la mitad del culo fuera de la mesa. Se cierne sobre mí, succionando mis pechos con lujuria desencadenada. El cambio de posición me lastima pero sé que estoy acabada cuando introduce una mano en medio de nuestros cuerpos y se dedica a frotar mi clítoris en círculos delicados.
Las rodillas me tiemblan, las sensaciones suprimen mi voz, mi cuerpo rebelde actúa de acuerdo a sus propios instintos, y es que en esta partida hace mucho que la razón nos dejó a la deriva.
—Tu novio te está dando la follada de tu vida.
Dos, tres, cuatro estocadas más, y la liberación del siguiente orgasmo acaba con todo a su paso. No soy capaz de articular más que un único gemido que suena a ruego. Retorciéndome, elevando la pelvis para un encuentro incluso más profundo, como si eso fuese posible.
Eros gime, no me tiene clemencia. Suelta el agarre en mis muñecas, afincando los dedos en mis caderas, perdiendo el control de sus estocadas. Se hunde en mi interior con un ímpetu que me resulta doloroso, la fuerza de los movimientos tumban la linterna al piso, zambullidos en oscuridad absoluta, su mano presiona en mi cuello cortándome la respiración, y en cuanto abro la boca para coger aire y pedirle que se detenga porque el dolor se ha vuelto insoportable, su derrame caliente me llena.
Me siento caer al vacío, el corazón se me detiene y en un movimiento veloz, me ataja y regresa a la mesa.
Me cuesta tomar aire. El cuerpo me pasa factura de inmediato, y ni así siento ni una pizca de arrepentimiento. En silencio sepulcral, Eros limpia el sudor adherido a mi piel con la cobija, me quita el sudor del cuello y la frente, luego procede a copiarlo en sí mismo.
Qué bueno que tenga muchas otras cobijas más.
Dentro de mí, una molestia que no llega a ser dolorosa en exceso me saca un mohín. No es la primera vez que pasa, pero no es una situación que me guste ni un poco. Me puede acarrear problemas de salud a futuro.
Todavía con la respiración alterada, el corazón a ritmo descabellado y la intimidad ardiendo e inflamada, hago el amago de ponerme de pie, sin embargo, mis rodillas débiles no soportan mi peso y caigo al suelo como una muñeca de trapo. Por suerte, Eros me atrapa por segunda vez, y me sube de vuelta a la mesa.
Casi lloro de la vergüenza, me doy puñetes en los muslos pretendiendo despertarlos del entumecimiento.
Eros se infunda el pantalón y me engarza las pantuflas en los pies. Toma mi mano esperando a que me decida a bajar, pero me quedo en el mismo sitio, inhalando una bocanada de aire inmensa, calmando—intentando—la molestia en mi vientre y el adormecimiento ridículo de mis músculos.
Le pido que recoja mi ropa interior hecha trizas, no quiero que nadie la vea por aquí, ni siquiera los espíritus fisgones.
—¿Te subo en brazos?—inquiere con la voz ronca y un tanto burlona.
—No espero menos de ti.
La recámara de Eros queda en el ala opuesta de las mazmorras. Más adolorida que adormecida, bostezo en su hombro, afianzando el agarre de mis brazos al rededor de su cuello.
Me distraigo contando las pecas que encuentro. Solo en su clavícula se pintan siete, mucho más oscuras que las que adornan sus bolas. Estas crean un camino a sus hombros, y allí, un montón de esas mismas caen en su piel como lluvia de estrellas, de distintos tamaños y con forma de hojuelas de maíz encima de su piel nívea, me es imposible compararlo con un tazón de cereal con leche.
Recuesto la cabeza en la curva de su cuello, paseando la punta del dedo desde su barbilla a sus pectorales.
—¿Nunca te dio miedo dormir aquí solo?
Suelta una risa que hace eco en el pasillo sin fin, plagado de pinturas de gente desconocida y con poca iluminación.
—Me la pasaba tan malhumorado que yo espantaba a los espíritus.
Puede que aún desconfíe de una que otra cosa que me diga, pero esto se lo creo de inmediato.
—Y después los terminaste de correr al traer ese montón de chicas aquí—murmuro, una espinita extraña me cala el corazón—. Con todas esas escenas sucias...
Como la que acabamos de hacer...
—Si no son sucias no valen la pena—contesta. Hago una mueca de disgusto, olvidando la caricia en su piel. Detiene los pasos, observándome con los ojos lustrosos—. Pensé que no te molesta hablar sobre eso.
—Bueno, pero es si yo te pregunto nada más—manifiesto en cuanto retoma la marcha—. ¿Habrá quedado torta del cumpleaños de Hera?
—No lo sé.
De repente, vagar por la casa a altas horas de la madrugada se convirtió en una excelente idea. Claro, como no soy yo la que carga el peso de ambos.
—¿Vamos a ver?
Niega, torciendo los labios.
—Ahora le pido a Gretchen que suba.
—Ay no, pobre Gretchen debe estar descansando—modulo, él abre la boca para sugerir otra cosa, sin embargo, me le adelanto—. ¡No se te ocurra nombrar a esa otra que no te quita los ojos de encima!
Allí reconozco la espina de hace un minuto, porque pasó a convertirse en una estaca que transmuta al tamaño del tronco de un árbol al oírle decir con toda naturalidad:
—Se llama Kira.
A mi pecho llega el malestar corrosivo de unos celos inéditos que no hallo de qué forma mitigar.
—¡Bájame!—rezongo, pataleando como una niña inmadura, soy consciente de ello, pero me vale lo mismo que la tal Kiara esa. Eros obedece, toco el piso desvariando un paso, él me ofrece una mano que rechazo, ocultándome bajo la cobija—. ¡Me vale mierda como se llame! Si vuelve a verte como acostumbra, le saco esos ojos de sapo que tiene.
Continúo el camino por mi cuenta, doblando a la esquina que lleva directo al pasillo de las habitaciones principales. En cierto punto la cobija cae de mis hombros, giro el cuello martilleándole con la mirada al ver que ha pisado una esquina de la tela grisácea.
—Sigue lanzando amenazas como una gata celosa y te arrastro de regreso a las mazmorras—amenaza con tonito de mofa.
Recojo la cobija del suelo y me la echo de vuelta sobre los hombros. El corazón planea escaparse de mi pecho por la boca al escuchar una puerta abriéndose de súbito al ver al señor Tiedemann siendo empujado por Agnes fuera de, por lo que detallo, su habitación.
—Ich habe nein gesagt...
《He dicho que no》
Ulrich esboza una sonrisa pícara que acompaña con un mordisco de labio. Intenta ingresar a la recámara, pese a que casi lo logra, Agnes empuja con todas su fuerzas haciéndole retroceder un mísero paso.
Comparto una mirada con Eros, los ojos me abarcan el semblante, incrédula y avergonzada por presenciar semejante escena. Alejo la vista del pecho del hombre, algo es seguro, se ejercita muy seguido. En todo caso, agradezco que tenga pantalón, porque de otra forma no sabría como mirarlo a los ojos los días venideros.
Eros se masajea la sien, volcando los ojos, hastiado a más no poder.
—Mamá—dice entre dientes.
Agnes y Ulrich detienen el jaloneo, él ensancha la sonrisa, reacción opuesta a la de la mujer de mirada abiertísima y mejillas explotadas de color.
—Buenas noches, chicos—tartamudea nerviosa, quitando las manos del cuerpo de su no esposo—. Charlaba con Ulrich, por favor, no olviden cuidarse, hablamos mañana con más calma, ¿sí?
Y se encierra en la habitación pegando un portazo. Me han dejado como estatua a mitad del pasillo.
Trago en seco, bajando la vista a la punta de mis pies. Si paso de él, seguro que se va.
—Sol, ¿te sientes bien?—cuestiona el hombre con el mismo tonito de mierda que empleó su primogénito hace un minuto.
Me obligo a devolverle la mirada, tratando en lo posible de ni acercarme a verle el pecho. Me escudriña el rostro, formando una diminuta sonrisa sesgada.
Él no intuye lo que hemos hecho, él lo sabe.
De su boca no sale un regaño como uno podría esperar, no, es una mueca de orgullo lo que exhibe con la frente en alto. ¿Pasará lo mismo si llegase a encontrar a Hera en la misma situación? La respuesta es más que obvia.
Cada día que pasa, Alemania osa en sorprenderme con algo nuevo. De alguna manera terminé de pie frente al padre de mi novio a medio vestir, recién follada, con el coño chorreando semen. Una escena para las memorias de vergüenza.
—S-sí, señor.
Echa un vistazo a su hijo, se hablan entre ellos a través de la mirada. Creo que si lo hubiesen hecho en alemán, habría entendido más de lo que se dicen en ese enlace.
—Descansen—dice, entrando a la habitación que sí le pertenece.
Casi un minuto después, por fin dentro de la habitación de Eros, me quito la cobija y arrojo a la silla más cercana. Eros se desnuda y encamina al baño, le sigo de cerca, desplegando una sonrisa taimada en cuánto voltea a verme, asegurándose de quitarme la camisa.
—¿Ya ves? sí será nuestro futuro como nombres a la Kiara esa otra vez.
Mi cuerpo expuesto recibe el frío de la habitación de mala gana. Eros tira la camisa al cesto de ropa sucia siempre vacía, guiándome a la ducha, espacio que se ha convertido en mi favorito de esta casa.
Seguido de las mazmorras, por supuesto.
—¿Follando en la madrugada?—inquiere con tono jocoso demás de casual.
Presiona los botones que regulan la temperatura, de una, aplasto el que enciende las tres duchas. Necesito limpiarme hasta el alma.
—Durmiendo en habitaciones separadas.
~
—He esperado este concierto largos meses, no tienen idea de las ganas que tengo de oír la orquesta en vivo—Franziska cierra el abanico y me da un golpecito juguetón en el hombro con el—. Un espectáculo magnífico, ¿has asistido a uno, querida?
Todavía continúo estupefacta y aterrada por la araña del doble de mi mano que conseguimos dentro del mausoleo. Llena de pelos y con rayas naranjas adornando sus horribles patas. El demonio comenzó a brincar y a perseguirme entre los montículos de concreto, la desesperación y miedo fue tanto que alcancé a subirme a la tumba del padre de Agnes para huir de ella.
Franziska se reía a carcajadas en tanto Agnes se subía a la de quién en vida fue su señor abuelo.
Tuvo que acercarse un caballero de seguridad a retirar la bestia maldita, porque Eros y Ulrich seguían ocupados trotando en los alrededores, como todas las mañanas. Ha pasado casi una hora y aún no han regresado.
En definitiva, Eros tenía razón. Era una pésima idea visitar el mausoleo de madrugada, de por sí bajo la débil luz del día produce escalofríos. No voy a negar que la estructura llama mucho la atención, escondida detrás de frondosos árboles en, como Eros ha dicho, mitad del bosque, ha sido como encontrar una mansión victoriana de dimensiones reducidas.
En las catatumbas descansa la ascendencia de Agnes, sin embargo, el único espacio con flores, es el de su madre, Lorraine.
Las mazmorras sin dudas permanecían en mejor estado, dentro del mausoleo reina el polvo y humedad. Allí me enteré que Eros dio la orden de limpiarlas hasta dejar las piedras relucientes, porque sabía que le pediría bajar.
Caminar en medio de estas mujeres me ha traído un peso en el estómago de incomodidad y respeto. No sé cómo tratar con ellas, porque se dirigen a mí como si fuese una amiga más, pero jamás me la lengua se me enrolla cuando intento tratarlas de la misma manera. Esta visita tenía que ser a solas, puesto que ninguno de los chicos se ha despertado y no quise quedarme en la recámara a solas a esperar que Eros termine su rutina.
—No, la verdad es que no—respondo, cerrando la cremallera del abrigo que Eros me prestó y que acabo de decidir, ahora es mío.
Caminamos por el sendero bordeado de flores lilas, amarillas, blancas y rojas. El clima amaneció con el sol triste, el mismo clima gris desde que aterrizamos, sin embargo, la brisa no sube de temperatura, continúa estando en lo que a mí respecta, terriblemente helada.
—Te vas a enamorar más de la melodía que de Eros, ya lo verás—comenta Franziska, soltando una risa—. La noche del quince la pasaremos en mi hogar, conocerás a todos los hipócritas de la sociedad alemana. Yo soy una de ellos, pero eso sí, la que tiene más clase.
—Franziska—reprende Agnes, mirándole con advertencia.
La señora hace un gesto de desdén con el abanico, removiendo el copete de su peinado aristocrático.
Llegamos a la famosa torre de princesa de Hera, una sonrisa se plasma en mi cara al notar que grabado en la puerta de madera y en el centro de un corazón, está el nombre de mi amiga.
Franziska me pasa el abanico en tanto mueve la manilla, pero no cede. Empuja con fuerza hacia atrás y nada. Agnes suelta una risa, Franziska roja del esfuerzo le mira de mala manera.
—¿Cómo se abre esto?—pregunta exasperada.
—Así.
Agnes impulsa la puerta adelante, la sostiene allí y luego de girar la manilla del lado contrario, las bisagras chillan y la puerta cede. La mujer menuda nos pide avanzar primero, Franziska se adelanta y yo le sigo, dando de frente con estantes y más estantes de botellas de toda forma, color y tamaño.
—Ya le tienes el truco, borracha—menciona Franziska acercándose al armario más cercano.
De Hera no queda nada. Una escalera en forma de caracol pegada a la pared que dirige a la segunda planta, en el que hay barriles de lo que supongo, es vino.
Este sitio es la fantasía de cualquier alcohólico.
La abuela de Eros articula un sonido alegre, volteo hacia ella, quién ya me extiende una botella de vino tinto, trazando una sonrisa de lo más convenciera.
—Franziska, todavía es menor de edad—le recuerda Agnes, abriendo la mirada a todo lo que sus ojos dan.
La mujer de cabello castaño rechista, insistiéndome a que reciba la botella.
—Estamos en Alemania, Agnes, es legal.
Jamás se me cruzó por la mente compartir vino de desayuno con la madre y abuela de mi novio, en Alemania. Soy incapaz de imaginar a Isis haciendo lo mismo con Eros, primero, porque lo que ellos podrían intercambiar son advertencias y no se entenderían, porque no hay un mismo idioma que los dos manejen.
Obligadas por la ausencia de copas, tomar de la botella es la única opción. Cada una sostiene una propia, desde la ventana de la torre en el piso superior, Agnes y Franziska relatan historias de los chicos de niños, como cuando Hera se escapó de casa porque Ulrich no quiso cumplirle un capricho, tenía ocho años y acabó perdida en el bosque. Tuvo que intervenir la policía y una brigada especial para barrer la zona. La encontraron horas después cerca de una madriguera de conejos, con un morral lleno de ropa y una bolsa de galletas, asustada a morir y temblando de frío, como era de esperarse.
Desde ese momento Ulrich no le niega nada, por temor a perderla otra vez.
—Mira esta vista, ah, como es Hera de amargada, después del francés no quiso entrar más aquí—cuchichea Franziska, ya con casi la mitad de la botella en el estómago—. Cuando Ulrich se entere que su bebé tuvo algo con el hijo de su rival, se nos muere—revienta en carcajadas, apuntando a su nuera con la botella—, ¿recuerdas, Agnes? Cuando te fuiste a Francia con ese muchacho, ¡embarazada de mi hijo!
Tomo un trago largo, reprimiendo la expresión de asombro. Hace falta una señora sin filtro con unos tragos encima para que empiece a sacar los trapos sucios al sol, y yo estoy muy dispuesta a oír cada uno de ellos.
—¡Franziska por Dios!—exclama Agnes, escondiendo el rostro sonrojado tras la botella.
—Ulrich no dormía, no comía, se puso tan flaco como una vara—continúa la mujer, ignorándole—. Era un estropajo de hombre.
Bebo otro trago, sorteando la vista de una a la otra. Ese pedazo de historia ya me lo conocía, yo quiero saber lo siguiente.
—Se lo merecía—se defiende Agnes, encogiéndose de hombros—. Eso le pasa por no usar la cabeza.
No soy quién para juzgar, y menos a la mujer que viene siendo mi suegra, pero la escena de ayer nadie me la saca de la cabeza.
Antes de dormir, me atreví a preguntarle a Eros si no le daba grima saber lo que sus papás estaban haciendo, y me contestó que no, que por el contrario le daba esperanza de saber que incluso después de tantos años, seguían manteniendo el mismo ritmo de su adolescencia.
—Te doy la razón, pero mi corazón de madre sangra—dice Franziska, quién apunta al piso, muy cerca del matorral de rosas dónde dos figuras luchan entre sí—. ¡Mira esos animales! ¡Eh! ¿Por qué pelean ahora?
Eros y su padre juguetean de una forma que a cualquiera le pondría los nervios de punta. Se lanzan golpes sin el fin de hacerse daño, pero golpes al fin y al cabo. El cabello de ambos bañada en sudor cayéndoles en la frente, se mueve de aquí para allá al lanzar certeros puñetazos que aterrizan en el abdomen del otro.
—¡Ulrich, déjalo en paz!—brama Agnes histérica, tiene que alzarse de puntillas para mirar hacia abajo.
—¡Échenles agua caliente!—proclama Franziska, partiéndose a carcajadas.
En qué clase de familia de locos me vine a meter.
—Qué vergüenza con tu novia, Eros, benimm dich
《Pórtate bien》
Vergüenza la escena de hace horas. Refreno la risa tomando otro trago.
Eros ríe por algo que su padre le ha dicho, se desconcentra y Ulrich se vale de eso para hacerle una llave y tirarlo de espalda al piso. Agnes chilla furiosa, pegando un manotazo en la orilla de la ventana.
—Bleib hier—demanda Ulrich, aplastándole el pecho con un pie. Señala hacia mi posición, mi corazón da una voltereta cuando Eros sigue la dirección de su dedo, encontrándose con mi cara—. Ella es tu novia y está aquí, en casa.
《Quédate allí》
Mi sonrisa es un reflejo de la de Eros, genuina, saturando sus pupilas con tal destello que a metros de distancia puedo apreciarlo.
—Tenías que quemar calorías no neuronas, ¡zopenco!
El insulto de Franziska extiende mi sonrisa. Lo que es tener el poder de insultar a un Tiedemann y salir airosa de eso.
—¿Qué edad tienes tú?—interpela Ulrich con la vista en su hijo.
Eros le mira entrecerrando los ojos.
—Veinte.
—Veinte—repite el hombre, cavilando sobre un asunto en silencio. Eros trata de salir del yugo de su padre, quién reafirma el pie en el pecho del muchacho—. Du bleibst da, sagteich—la fuerza de su mirada se concentra en Agnes, todavía asomada por la ventana como una niña chismosa—. Hace veinte años me prometiste que te casarías conmigo cuando este ser trajera una novia a casa.
《Te quedas ahí, he dicho》
Y con eso, nos sacan de contexto. Siento que estoy en medio de una conversación privada. Y es que este viaje cada vez se vuelve más y más peculiar.
Algo en los ojos castaños de Agnes me dice que eso no se lo veía venir.
—Nunca dije eso—contradice, torciendo los labios.
—Termina de aceptarlo, no eres más que el vecino con derechos—se mofa Eros, Ulrich ejerce presión en el pie, sacándole un quejido.
—¿Lo dijo o no?—cuestiona Ulrich a su madre.
Ella afirma, apuntando a Agnes con la botella.
—Lo hizo, lo recuerdo como si fuese ayer—dice, suspirando largo y tendido—. Tenía a Eros recién nacido tomando de su pecho por primera vez, ¡qué recuerdos!
Permanezco con la boca sobre la botella, observando el intercambio entre ellos. Esto es como una telenovela en vivo y directo.
—Apropiándose de mi mujer—gruñe Ulrich de mala manera.
—Más mía que tuya—replica Eros.
Ulrich enarca las cejas, Eros emula el gesto a modo de reto, lo siguiente que veo es al hombre elevar la mano abierta.
—¡Cómo llegues a pegarle, Ulrich...!
El grito furioso de Agnes le obliga a detener el bofetón. La mano le queda flotando a medio camino, y profiriendo un gruñido, le quita el pie de encima. Eros de inmediato se levanta de suelo, sacudiéndose la grama de la ropa.
—Parecía hijo del Grinch, pero con las bolas tan rojas como unas fresa—agrega Franziska, Eros le observa a través de las pestañas espesas, como si eso fuese suficiente para acallarla.
Y todo se va al demonio cuando sin siquiera pensar en ello, digo:
—Las sigue teniendo igual.
El calor de la vergüenza se adueña de mis pómulos. Sopeso si lanzarme de la ventana o partirme la botella en la cabeza, cualquiera de las dos opciones me parecen más viables que cargar con cuatro pares de ojos sobre mí.
Agnes comprime los labios, evitando a toda reírse, caso contrario al de Franziska, que se descostilla de la risa sin reserva, cada carcajada es un clavo más para mi ataúd.
Inscrito en la lápida: muerta de vergüenza, literalmente.
—¡Ya me quieren dar bisnietos, Agnes!
Me tapo la boca con la mano, pidiendo a Dios que abra un portal ahora mismo y me lleve a conocerlo. Agnes me aprieta el brazo, haciendo una seña con la mano para que no le de importancia.
—Sol, en media hora salimos—avisa Eros, ojeando el reloj en su muñeca—. Con o sin los demás.
Él espera a que yo baje para volver juntos a la casa, sin embargo, mi cuerpo no responde. Mi mente me dice que si no me muevo, nadie me verá y la pena desaparecerá.
Agnes repite el apretón en mi brazo, instándome a salir del estupor.
—Ve a despertarlos, porque lo que dice, lo cumple.
Sol cierra esa jeta mija
🫣🫣🫣🫣
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