"52"
—¡ES LA LUNA DE BARODA!—Hera grita, brinca y sacude la cabeza, sosteniendo el collar con un único diamante amarillo ovalado y del tamaño de un pulgar colgando de el—. ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Dónde lo conseguiste?
Ulrich con el pecho inflado cual pavorreal, aparta un mechón prófugo del recogido desordenado de su hija, mirándole con una devoción digna de un creyente postrado frente a su máxima deidad. Hera disfruta de las atenciones de su familia, ataviada en un vestido rosa, ceñido a la cintura de mangas y falda abultada, me recuerda a un algodón de azúcar.
Poco le importó madrugar para empolvarse la cara y meterse en el vestido a recibir sus regalos por. Ya es costumbre para ella.
Luego de desayunar en el jardín, pasamos a esta habitación decorada con retratos de sus antepasados, un peculiar crucifijo que por la reprimenda de Agnes, Ulrich ha puesto de cabeza y lo que me ha dicho Eros, el fusil de Adler Tiedemann, fundador de la compañía, enmarcado en la pared.
Lulú y Hunter aplauden felices, sentados en posición sobre la alfombra que se expande bajo la mesa de roble delante del extenso sofá desde dónde Eros, Franziska y yo admiramos el espectáculo de la rubia destapando la montaña de regalos que no parece nunca reducirse.
Agradezco haberle entregado anoche los pendientes de oro de estrellas. Mismos que trae puestos y hacen juego con el brazalete a juego de los aretes, regalo de Hunter y la gargantilla de estrellas también, obsequio de Lulú.
—Legalmente, cielo—repone Ulrich con deje sarcástico.
Hera se acerca a su madre, tropezando con las cajas por estar abstraída en la joya, igualando el resplandor de sus ojos cristalinos.
—¡Te adoro!—chilla, no sé si al obsequio o a su padre, antes de mostrarlo a su madre quien intenta calmarle apretándole el brazo—. Este es el colgante que usó Marilyn Monroe en Los Hombres las Prefieren Rubias, ¿puedes creerlo mamá? ¡¿Puedes creerlo?!
—Si hija, si, es precioso.
Agnes le sonríe, observando el diamante de cerca. Sin que Hera se dé cuenta, le hace una mueca desaprobatoria a Ulrich. Ulrich ni se inmuta, no tiene ojos para nada más que su hija.
A Hera le quedan montones de regalos por abrir y aún así, tengo la certeza que ninguno superará el que carga en las manos y contempla con tanta adoración.
—Déjame tocarlo—pide Franziska.
Hera voltea a verla frunciendo el entrecejo.
—Abuela, no, lo vas a ensuciar—rezonga, retrocediendo un paso.
Se me sale una risa al atisbar la mueca ofendida de Franziska quién profiriendo un ruidito desdeñoso.
Pierdo la concentración cuando Eros me despoja la nuca de cabello y sin preocuparse por la presencia de su familia, abandona un beso allí. Le pellizco el muslo con disimulo, arrojándole un mirada de advertencia que ignora y me hace cambiar por una sonrisa al estamparme un beso más en la mejilla.
—Mi turno—dice Franziska poniéndose de pie con una pequeña caja envuelta en papel dorado en las manos. Carraspea, la atención de todos se posa en ella—. Es de conocimiento general que muy aparte de ser amante del chofer, también lo soy de dar regalos, y en vista de que este cumpleaños es especial, traje obsequios para todos para festejar como se debe—Ulrich se lastima el puente de la nariz, a diferencia de Agnes que ríe a carcajadas por la confesión de la mujer. Hera le pasa el colgante a su madre, para recibir el regalo de su abuela—. Pero antes de que lo abras, un brindis.
La misma chica de cabello rojizo que miraba de forma sospechosa a Eros, se acerca ayudar a Gretchen a servir el vino en las copas. Poco les importa que no sean más de las diez de la mañana, porque hoy no es un día común y menos corriente, hoy la luz de la casa, como ellos le llaman, cumple dieciocho años.
La muchacha le ofrece la copa a Eros, suprimiendo inútilmente una sonrisa diminuta, de esas que custodian secretos, que para mí, de misterioso no tiene ni la intención. Eros no la acepta, sin mover los ojos de abuela, le indica con un dedo que me la de a mí. Me la extiende con una mala gana que no se preocupa en ocultar. Emulando su actitud y sintiéndome una estúpida, se la quito de la mano.
Ya es incómodo presenciar la manera impúdica que le mira siempre que le pasa por un lado sin importarle un comino mi presencia, que me trate con un resentimiento que no merezco es la cereza del pastel.
Cuando todos tienen su copa, Franziska tintinea una pequeña cucharita en el cristal.
—Mi matrimonio con tu abuelo fue un contrato, me casé por codicia, no mía, de mi progenitor. No conocía el amor hasta que tuve a Ulrich, aunque no fui un ejemplo de madre, lo quiero como a nadie—suspira, mirando a su hijo con una media sonrisa que él corresponde—. Cuando tomé por primera vez a tu hermano en brazos, gordo y arrugado, me sentí enamorada, luego cuando llegaste tú, Hera, fui una mujer completa. No conozco el amor romántico, como los de las películas que tanto nos gusta ver, pero tengo amores que lo rebasan con honores, los tengo a ustedes. Viví un infierno atada a un hombre que solo pudo soltarme con su muerte, pero volvería a vivir esa vida si tengo la certeza que al final del camino, los tendré a ustedes—levanta la copa con orgullo—. ¡Salud! O como decimos aquí, ¡Prost!
Luego del brindis repleto de carcajadas y regaños de Agnes a Ulrich por ensuciar su preciada alfombra, Hera y su abuela se funden en un abrazo. Las expresiones de felicidad en cada rostro que veo, al contrario de generarme una felicidad inmensurable, me abren un agujero de aflicción en el pecho.
Como me gustaría que mi familia este aquí, compartiendo conmigo. Me digo que dentro de lo que menos espero los volveré a ver, y la sensación de tener que disfrutar este momento al máximo por alguna razón que se escapa de mi entendimiento, me deja un sabor ácido en el paladar y se incrusta en mi pecho como un puñal.
Como esos segundos de calma antes escuchar el primer trueno que anuncia la venida de la tormenta.
—Recuerdo que de pequeña me lo colocaba con tus bufandas y tú me reprendías—la voz de Hera me trae de regreso a la realidad. El papel dorado reposa desgarrado bajo la caja de joyería en la mesa entre copas vacías. La rubia apretuja algo contra el pecho, mostrando una sonrisa jubilosa que le parte la cara en dos—. ¡Ahora es mío!
Hera separa las manos del pecho, enseñando lo que viene siendo un broche de oro con la forma de cuernos de venado y un rubí en el centro. Como un bebé lo apachurra, meciéndose de un lado a otro. Lulú dispara el flash de la cámara en su dirección, Hera posa para ella con el regalo de su abuela en el pecho, mejilla y cabeza.
Franziska se une a la sesión, le pide a Ulrich que abra la cortina para que ingrese luz, que las casi imperceptibles arrugas se le desaparecen con la correcta iluminación.
—Lo reservaba para este día, querida, no te aloques—decreta Franziska al acabar con las fotos. Levanta uno de los cuatro sacos guarda ropa que yacen sobre el montonal de regalos y, para mi sorpresa, me lo ofrece—. Para que lo uses en tu cumpleaños, en la celebración que llevaré a cabo en mi hogar, por supuesto—informa, bajando la cremallera—. De Herrera venezolana, a Herrera venezolana.
Rojo. Había desistido de usar esos tonos, la última vez que una prenda de ese color tocó mi piel, fue la noche del desastre, cuando Eros subió las escaleras de emergencia e irrumpió mi casi cita con Ricardo.
Este vestido le da una patada a mi negativa a vestirme con algo de ese tono. Ajustado en la cintura con una caída de tul en cascada a la altura de las pantorrillas y un escote moderado, mis ojos se encadenan a la belleza de la prenda. Quiero arrebatárselo de las manos, ponérmelo ya mismo y que Lulú me tome fotos con el para enviárselas a Isis.
—Es...—me ha dejado sin palabras—. Hermoso, se lo agradezco mucho.
Lo deja en el regazo de Eros, le doy otra repasada asomando una sonrisa que Eros replica.
—No me tutees, jovencita, recuerda que tenemos la misma edad—bromea la mujer, pasándole un estuche de gamuza negra a su nieto—. De tu bisabuelo Balthasar, sabrás la razón que tocan las manos de tu padre, ¿no es verdad?—Eros afirma, más no abre el estuche. Lo deja de lado y la curiosidad por saber que hay dentro me picotea el cerebro—. Úsalos sabiamente.
Cierro la cremallera del saco, mordiéndome la lengua. Tiene que haber una razón para que no abra ese estuche, pero tampoco voy a preguntárselo frente a su familia.
—Mujer, ¿qué desconsideración es esta? Te los pedí hace meses—reprocha Ulrich, jugando con un mechón de cabello de Agnes entre sus dedos.
Eros sonríe altanero, rascándose la barbilla. Su padre enfoca la mirada entrecerrada en él, ambos se hablan a través de los ojos, dejándonos fuera de contexto al resto. Al parecer tenían una competencia entre ellos por eso que oculta el estuche y hoy, Eros se proclama vencedor.
—Eres caso perdido, Ulrich, no fastidies—Franziska recoge otro saco, Hera sentada entre Hunter y Lulú, le da un codazo a la pelinegra cuyos mofletes se encienden al rojo vivo al volverse el centro de atención—. Lulú, no sabes la pieza que conseguí para ti, un Versace vintage al estilo Salma Hayek. Elegante con toques sensuales, observa esta maravilla.
Con ayuda de Agnes, Franziska le presenta a Lulú un vestido púrpura, con transparencia en la falda y bañado en una sutil pedrería en el escote y la abertura del muslo al talón se roban la atención.
Lulú no es de usar vestidos largos porque le restan estatura, pero este al tener abertura en las dos piernas, logrará el efecto contrario.
Ella le agradece a la mujer con los ojos empapados, Franziska le hace un gesto de que no se atreva a llorar, y enseguida pasa al saco de Hunter, dónde un traje de gamuza negro y una pañoleta de diseñador en colores crema, dorado y azul oscuro que supongo va alrededor del cuello.
Hunter pega un grito y se levanta de un salto, se me sale una risa cuando abraza a Franziska elevándola del suelo. Me callo cuando Eros introduce una mano bajo mi suéter, arqueo la espalda debido a la frialdad de su mano, volteo a verle entrecerrando los ojos, él ríe, un sonido bajo y natural.
No le avergüenza comportarse como un atrevido delante de sus papás, es como si le divirtiera hacerlo.
—Con esto tendré más estilo que tú—declara Hunter hacia Eros, tocando la solapa del traje.
—A ver de dónde sacas la clase que te hace falta—contesta, bajando los dedos al pantalón.
Aprieto la mandíbula cuando acaba metiendo la mano entera dentro del pantalón. Un nudo de pena me aprieta la garganta, me quedo congelada temiendo hacer algo que lo delate. Ciñe los dedos en mi nalga, apretujando repetidas veces. Le hinco las uñas en el muslo, con la vista en Hunter y su traje a la medida.
Se me desboca el corazón cuando Gretchen y la chica se aproximan a rellenar las copas vacías por orden de Franziska. Eros no abandona el toque, continúa con el visaje inexpresivo, observando a su hermana destapar los regalos enviados por familiares lejanos.
No es hasta minutos después que Agnes le pide bajar un disco de vinil en un estante muy fuera de su altura, que saca la mano y yo puedo respirar otra vez.
Y veinte minutos después, con Édith Piaf amenizando la reunión, Hera le pregunta la hora a Lulú, la única con el celular en la mano. Los ojos se le van a salir de la cara al escuchar la respuesta.
—¡Neuschwanstein!—grita, poniéndose de pie. Gira hacia su abuela, quién va por la cuarta copa de vino—. ¿Nos acompañas?
Mueve un dedo como negativa, le extiende la copa a Ulrich y él la deja en la mesa, blanqueando los ojos, se ha percatado de la sonrisa ebria que porta su madre.
—No querida, necesito ultimar detalles para la celebración—informa, abanicándose la cara con un pedazo de papel regalo—. Nos vemos en la noche.
Hera asiente, recogiendo los regalos que le caben en los brazos, y después de darle un beso a su padre, nos hace una seña para que le sigamos.
—Iré a cambiarme, partimos en media hora.
~
Neuschwanstein, el castillo medieval construido por orden del rey Luis II de Baviera apodado 'El Rey Loco en mil ochocientos sesenta y seis, es el ejemplo de lo que uno imagina al postrar la cabeza en la almohada.
La edificación funciona como foco de inspiración para las historias de amor más empedernidas. Pisarlo es ser transportado a una fantasía romántica histórica, imposible no imaginarse vistiendo pomposos vestidos que te acercan los pechos a la barbilla y un recogido del que te salten tirabuzones.
Nos tomó más de una hora llegar hasta aquí. Eros dejó el auto estacionado en el parqueadero, dónde nos esperaba una van que, al ser la carretera tan angosta y no poder pasar hasta cierto punto, no despachó en un mirador llamado Jugend, ubicado en un puente en la parte alta del castillo. Desde allí andamos cuesta abajo hasta la entrada del castillo, nos tomó algo más de veinte minutos porque Lulú, Hunter y yo queríamos fotografiar hasta la hoja con forma de corazón que encontré en el camino.
Frente al castillo, a pie de un desfiladero, hay una plataforma panorámica idónea para capturar el castillo desde los mejores ángulos. El día ha estado tan hermoso a pesar de la ausencia del sol, que me pregunto si Eros habrá pagado también para que eso pase. Isis se volvió loca con las imágenes que le envié, Martín solo me respondió con un emoji de pulgar arriba.
En ese punto me pareció rarísimo que siendo temporada alta, no dimos con ningún turista. No hicimos ninguna fila ni compramos ninguna clase de ticket. No presté atención al asunto, tenía la cabeza en otra parte.
Cada espacio de esta obra arquitectónica es suntuosidad por dónde se mire, el epítome del lujo hecho belleza. Paseamos por una sala de trono, conocimos el primer teléfono móvil de la historia con una cobertura de seis metros, una cocina que saca provecho del calor siguiendo reglas elaboradas por Leonardo da Vinci y desde cada ventana que sacaba la cabeza, mis ojos eran bendecidos con la vista de los Alpes Bávaros.
La mujer guía nos relató algunas de las leyendas a las que se les hace referencia en el castillo, como la de Tristán e Isolda, aquí, en la habitación del monarca. La cama es de estilo neogótico, la tapicería tiene bordados cisnes, coronas, flores y leones, además, el tocador del baño tiene un grifo en forma de cisne y otros pequeños más decoran la jarra, jabonera y esponjera del lavabo.
La alcoba es inmensa, con acabados que aún perduran, símbolo de ser asquerosamente rico.
Tomo una bocanada de aire, vislumbrando una maravillosa cascada desde la ventana. Esta es la que Eros me describió a detalle una de las tardes cuando aún permanecíamos desnudos en la cama y el aroma a sexo se mezclaba con su perfume y el humo del cigarro.
—Mi léxico no es tan extenso para describir semejante vista.
En mi campo de visión no entra más que el verde de las montañas de pico blanco y el azul del cielo despejado, justo como los ojos de Eros, que me mira como si la obra de arte en el lugar, fuese mi rostro.
—Contigo aquí, no me parce tan impresionante—dice, con la vista hundida en mis labios.
Mi corazón estalla en sensaciones. Me muerdo el labio cortando la sonrisa ineludible que delata que he caído por el inocente coqueteo, lo que le estampa una mueca de orgullo en la cara.
—Comprendo que te guste la privacidad, pero no tenías que alquilar todo el castillo—menciono, volviendo la vista al frente.
Podría decir que me sorprende... la verdad es que no.
Eros y Hera no son del tipo de personas que calcen en el molde de turistas convencionales, primero, porque no les agrada convivir con gente desconocida y menos si se trata de una multitud, segundo, están habituados a tener todo para ellos solos, sin disturbios, así fueron criados y pueden permitírselo.
Y tercero, no les apetece y punto.
Para ellos fue un suplicio mostrarnos el centro de la ciudad, atestado de turistas y gente que los reconocen a primera vista. No lo dicen, por supuesto, jamás lo admitirán, pero no hace falta escucharlo de su boca para saber que es así.
Lo soportaron porque no podían alquilar la ciudad entera, pero de tener la posibilidad...
—Con la masa de turistas no podrías tomar fotos ni pasear libremente, no está permitido y te dije que te daría las mejores experiencias de Múnich—informa, echándome el cabello a la espalda para tener acceso a mi cara—. No se vendieron entradas para estas tres horas, nadie resultó afectado.
Eso me indica que nos queda una hora más para vagar por los al rededores.
—¿Cuántas veces has venido?—inquiero y ladeo el rostro, chocando con su perfil.
—Dos, en paseos escolares.
Asiento, aunque tenga la mirada perdida en las montañas.
—Todo aquí es tan hermoso—suspiro, sosteniendo la mandíbula sobre los nudillos—. Tan pintoresco, me causa mucha paz, comprendo porque te gusta tanto.
Visitar Alemania ha sido una experiencia de lo más singular. Gran parte de mi se siente como lo que soy, una turista más; no obstante, una pequeña parte se siente como si encajara sin esfuerzo. Aterrizar en el país fue como llegar a casa, eso no me explico.
Quizá sea porque dormir junto a Eros se siente como eso, como estar en tu hogar.
—Sobre todo yo—alardea, rastrillándose el cabello con los dedos.
Me muerdo el interior de la mejilla prohibiéndome de darle la razón. No necesito engrosarle el ego.
—Señor modestia te llamaré.
Resopla, en sus labios el indicio de una sonrisa le asedia el cariz.
—La modestia déjasela a los feos.
La risa que suelto se desvanece a los segundos. No puedo disfrutar todo en su totalidad, el recuerdo de las notas, las rosas negras, el acosador siempre aterrizan en mi mente en los momentos más idílicos.
—Ya que estamos completamente solos—comento como si nada, negando aprensiva—. ¿Tienes idea de quién pueda ser? Ya sabes quién...
Su respuesta es inmediata.
—No.
Cojo una bocanada de aire infundiéndome paz. Tratar con él sobre este tema ha sido tan complicado como descifrar qué decía el periódico sin un traductor a la mano.
—Esas no son amenazas vacías—barboteo, miedo aferrado a cada hueso de mi cuerpo.
—Estoy al tanto, mi amor—se limita a contestar.
Espero un segundo, dos, tres y faltando diez para completar veinte, lo encaro, ceñuda y con las manos en la cintura.
—¿Piensas decirme qué saben del asunto o tengo que sacártelo a punta de mamadas?
Gira su cuerpo de tal manera que ha quedado con la espalda apoyada en la ventana. El latir de una promesa lasciva adosada a sus pupilas dilatas, alborotando las pulsaciones de mi corazón.
—Ya que me das la opción—dice, llevando las manos a la hebilla del cinturón—. Ponte de rodillas y empieza desde ahora.
El ruido de la hebilla me hace desviar la vista a la puerta, aunque este cerrada, el temor a que alguien entre y me consiga de rodillas con un pene en la boca, me abre una disyuntiva: miedo, y fuerte deseo.
—¿Recuerdas el viaje a las cataratas del Niágara?—cuestiona, acercándose lentamente a mi posición—. ¿La charla en el café?
¿Cómo se me puede olvidar la irrupción de... Dos frases de la conversión aterrizan como dos asteroides e mi cabeza.
«Se me acaba de ocurrir otra fantasía»
«Follarte en esa habitación»
Mi pulso se vuelve frenético ante la idea, un remolino de emociones se pasea de mi corazón, estómago y vientre y de regreso. Engancha los dedos en la pretina de mi pantalón, empujándome contra su pecho.
—Alguien puede entrar—farfullo, mi autocontrol tambaleando sobre una cuerda floja.
—Nadie va a entrar en—revisa el reloj en su muñeca—, al menos veinte minutos más—levanta la mirada—. ¿Estás de acuerdo?
—Carajo, sí.
—Entonces tómalo y escupe la peca—ordena—. La quiero llena de ti. Hazlo.
La demanda me empuja sobre mis rodillas, el peso amortiguado gracias a la gruesa alfombra polvorienta. Quito el material estorboso, con la expectativa y el deseo ardiendo bajo mi piel como llamas furiosas, sumerjo la mano en la ropa interior, tomo su firmeza, caliente, erguida.
—Eres un demente—musito, masturbándole lentamente—. ¿Cuánto pagaste por tres horas? Debe ser una de las mamadas más caras de la historia.
Empujo la saliva a la lengua y luego de besar la punta, dejo caer los hilachos gruesos sobre el para empaparlo hasta el encuentro de los testículos. Su mano se engancha a mi cabello, un siseo placentero escapa de su boca cuando mese las caderas y me la clava hasta el fondo de la garganta.
Presiono los muslos, jadeando ante la intromisión, vibrando de placer.
—Soy afortunado, Süß—sisea, exhalando con fuerza—. Puedo pagar muchas, miles de horas más.
Minutos más tarde, salimos de los aposentos con el sucio secreto de que un rastro de semen de Eros, prevalece en una de las cortinas del lecho.
~
—No sé como terminamos aquí, pero estoy satisfecha.
Doy una vuelta completa, apreciando a detalle cada pedazo de concreto, piedra y cartel que nos rodea, desde el centro de Residenzplatz, en Salzburgo, Austria.
Hera mencionó que le encantaría tomar café en un sitio llamado Tomaselli, el más antiguo de la ciudad y el favorito de Mozart. Al nombrar al compositor, Hunter se interesó de inmediato, no sabía quién era ni dónde lo había escuchado, pero su subconsciente le alertó que se trata de alguien importante. Un rapero, quizá, dijo.
Hora y media más tarde, luego de comprar una pegatina para el auto que piden en los puntos de control y tener mi permiso de viaje a nombre de Eros a mano, cruzamos la frontera y dejamos Alemania atrás.
Isis pegó el grito al cielo cuando le conté de mi aventura, se calmó—solo un poco—al saber que tenemos un equipo de custodios con los ojos afincados en nosotros.
Luego de que Hera cumpliera su antojo, pasamos directo a la tercera planta de la casa pintada de mostaza dónde Mozart habitó junto a su familia. Conocimos de su historia y tuvimos la oportunidad de estar cerca de los objetos personales por un costo de diez euros.
Visitamos un mercado de pequeños puestos de artesanía y algunos de comida dónde me hice con otros suvenires para mamá, papá, Martín y las fastidiosas de las chicas de Varsity que no se cansan de pedírmelos. Por primera vez tocando del dinero que mi hermano me dio por regalo de cumpleaños.
Ahora puedo decir que me comí el hotdog más desabrido de mi vida en Austria.
Los alemanes en su mayoría son gente reservada, pero afables. Los austriacos, los pocos que hemos tratado, tienen un carácter agrio e incluso receloso.
Tanto en Füssen como aquí, la esencia señorial con tintes medievales continúa vigente. No hay ni un comercio con su cartel en sus tonos originales, como el McDonald's. Todos respetan la vista elegante, con anuncios sacados de una fábula.
Hera insistió en pasar por un puente llamado Makartsteg, casi me muero de la sorpresa al ver los candados de colores abarrotando las rejas. La rubia enseguida buscó el que guindó hace años con su nombre y el de Dennis, aquel francés que estuvo viviendo en Múnich y del que ella muy poco habla, pero recuerda con un cariño enternecedor.
Me negué a añadir mi nombre y el de Eros en un uno por temor a que el puente se caiga por el peso de los candados y nuestro amor muera ahogado con el resto...
La verdad es que me parecía tontería y media, pero Lulú estaba tan emocionada que a Eros no le quedó otra opción que comprar el más grande, ella se encargó de lanzar la llave al río después trancarlo y escribir nuestros nombres en el.
Sin guindarlo.
El candado continúa con nosotros.
—Mira tú qué fácil pasamos de Alemania a Austria. ¿Qué tan lejos queda Holanda? Tengo unas ganas locas de fumarme un porro del tamaño de mi verga—inquiere Hunter, ojos puestos en el cielo—. El sexo bajo los efectos del cannabis es una experiencia... es otra cosa, permítanme decirles.
Las palabras de Hunter pillan mi curiosidad. Bebiendo el últimos sorbo de la botella de agua, traigo a mi mente esa vez que Paula relataba lo mismo, no se cohibió al contar con lujo de detalle cómo se sintió, calificándolo como la mejor experiencia sexual que hasta ese momento había tenido. Ni siquiera le molestó el olor del tabaco porque todos sus sentidos se enfocaron al máximo en una sola cosa: el placer.
—¿Por qué hablas como si tuvieses sexo seguido?—se burla Hera, mirándole por encima de sus lentes Dior—. En todo caso, ya que tanto te aburre Alemania, Praga queda más cerca.
Lo ha dicho con cierto tono jocoso que hasta a mi me ha sacado una sonrisa. Hunter retuerce la boca negando con la cabeza, sus rizos bailando al ritmo de la brisa fría.
—Tú sabes que no es eso, amor, tu país es mi segunda casa—contradice, pasándole un brazo por los hombros—. Es que ni República Checa ni Alemania tienen porros legales.
—Es que sabe dónde queda Praga...—interviene Eros barboteando una risa.
—Tú no puedes consumir eso—interviene Lulú, apuntando la cámara a una fuente a mi parecer perturbadora de delfines, caballos y el atlas—. Te recuerdo tu beca y la prueba antidopaje que pueden pedirte en cualquier momento.
Hunter profiere un sonido de enfado sin mencionar nada más, pero a mí el tema ya me había atrapado y la necesidad imperiosa de saber más se enganchó a mi mente y de ahí nadie me la sacaría hasta no quedar satisfecha con alguna respuesta.
—Pero yo sí—la frase se me escapa de la boca antes de procesarla en mi mente.
Cuatro miradas se anclan en mi rostro, un atisbo de vergüenza se apresura a estancarse en mis cachetes al divisar un par de ojos ámbar con un brillo de diversión surcándole las pupilas, otros descolocados y unos azules, hondos e infinitos, atónitos.
Con la punta del pie tocando el concreto, muevo la pierna, apaciguando el calor que me abarca la cara.
—A mi me eso suena a que Eros no es suficiente y necesitas una ayuda extra—proclama Hunter fingiendo desdén, tan pronto como lo dice, se lanza hacia atrás, huyendo de Eros y sus obvias intenciones de atestarle un golpe—. ¡Es broma! ¡Bestia!
Una ventolera me alborota el cabello, me retuerzo del frío y como puedo, ajusto el gorro encima de las orejas antes de meter el desastre de nudos en la gabardina. Serán cosas mías, pero cada minuto que pasa siento que un grado desciende.
—Nada de eso, es que me gustaría experimentarlo—confieso, subiendo los ojos hasta los de Eros—. ¿Tú lo has probado?
Contemplarlo vestido con solo un suéter beige adherido a sus músculos, atrae un escalofrío a mi columna, resultado de la combinación entre el clima y lo hermoso que luce sin esfuerzo. Vacila un poco, la inquietud crece como fuego en gasolina y no es hasta que enarco una ceja que se digna a contestar.
—Sí.
¿Me sorprende? Claro que no. Pero ha sido a peor, ahora quiero saber más y temo acabar tan obsesionada con la idea que no pueda dormir hasta probarlo.
—¡Eros!—chilla su hermana, retrayendo un paso con la mano sobre el pecho.
La curiosidad pica y se extiende a la velocidad de la sangre recorriendo mis venas. Si es cierto eso que dicen Hunter y Paula, ¿cómo será si ya me siento erosionar como un volcán las veces que Eros me toca? Me moriría de tantas sensaciones juntas y amplificadas.
Y creo que es la mejor forma de morir.
—¿Te gustó? ¿Qué se siente?—interrogo, trabando una mano en la suya, la recibe con un apretón y una sonrisa ladina despertando el barullo de abejas asesinas encerradas en mi estómago.
—No, estás mareado todo el puto rato.
Hera se da la vuelta, entonces me deja saber a través de una sonrisa apretada que me está mintiendo. El vientre se me tensa ante la deliciosa sensación que me barre y deja un rastro caliente a su paso.
—Habrá sido de mala cosecha, porque a mí se me ponen unas...
—¡No oigo, no escucho, no oigo, no escucho!—grita Lulú exaltada tapándose las orejas.
La mirada de Eros me habla con el solo resplandor de sus ojos, recuerdo el viaje y miles de ideas que me consiguen una plaza en el círculo de Asmodeo toman forma en mi cabeza.
—¿Puedes conseguir un poquito para mí? ¿Sí?—pregunto en un susurro, batiendo ridículamente las pestañas.
Eros salta la vista de su hermana parada detrás de mi espalda y de regreso a mí, esbozando una diminuta sonrisa que se me antoja traviesa. Subo y bajo las cejas, su ceño se frunce entretenido por mi pedido.
—¿Me estás hablando en serio?
Ni siquiera cuando comprendí que estoy enamorada de él, me sentí tan segura como lo estoy ahora.
—¿Me ves cara de estar bromeando?
Pasea la vista a los costados, rascándose la barbilla con aires dudosos.
—No lo sé, Sol...
—Si no me lo das tú, lo buscaré yo misma—advierto, sin tener ni idea de dónde podía buscar algo como eso, en Alemania, al menos—. Hablo en serio.
—Yo también quisiera probar...
La vocecita de Lulú no hace a todos voltear hacia ella. Cargando la cámara como un recién nacido, se le inflan las mejillas de aire y dibujan de rosa al ver el semblante desencajado de Hunter.
—Tú eres una bebé—reprende el de rizos, arqueando una ceja.
Blanqueo los ojos. Comprendo que su instinto protector se desemboque cuando de Lulú se trata, me pasa lo mismo, pero Lu ha tenido un avance significativo con ayuda de las terapias, sigue siendo ella misma, en libertad. Es normal que desee conocer más allá de la desgracia que pasó bajo el techo de la casa de su mal llamada madre, a manos del maldito de Henry.
Lulú suelta un suspiro extenso, devolviéndole la mirada cargada de apatía. Hunter gota a gota le llena el vaso de la paciencia, no quiero que llegue el día que lo rebase y las cosas acaben mal entre los dos.
—Soy la segunda mayor del grupo—se defiende con el mentón en alto.
Hunter chista, usando el brazo libre para atraerla hacia él.
—Una bebé grande—dice, pasándole el brazo por detrás de los hombros—. Ven, vamos a comprarte un vaso de leche.
Hunter pretende dar un paso y llevarla con él, pero Lulú no se mueve ni un centímetro. Levanta la vista al cielo cubriéndose los ojos con una mano.
—Está a punto de anochecer—menciona, deslizando la mirada a Hunter—. Es hora de las cervezas.
Él le miro un instante con la boca a medio abrir y los ojos a punto de brincar fuera de sus cuencas. Hera oculta una risa tras la mano, yo ni por eso me preocupo, me río a carcajadas del rostro de Hunter, que luce como si los cables dentro de su cabeza le hubiesen provocado un cortocircuito.
—Te estás pasando, Lulú—farfulla serio, un milisegundo antes de que una sonrisa le quiebre la expresión avinagrada.
Eros traza figuras con la punta del pulgar en el dorso de mi mano. Me empuja contra él, choco contra su costado recibiendo un beso en el la cima de mi cabeza, aspirando el perfume de su pecho. El pensamiento de ponerme de puntillas y rozarle la nariz en el cuello me cruza la cabeza, pero desde afuera de nuestra burbuja se vería muy extraño.
—Nos tomamos un par de cervezas y regresamos a casa—asevera Hera, guardando las manos dentro de los bolsillos de su abrigo azul de piel falsa—. Mamá tiene los nervios de punta y con justa razón.
La hora en el celular marca las nueve de la noche en punto. Las luces se miran borrosas y la piel ya no se me eriza siempre que una ventolera nos traviesa. La jarra de cerveza ha funcionado muy bien en mi sistema, mi humor y ganas de festejo roza el firmamento lleno de estrellas.
De regreso al parqueadero, grabo en mi memoria las calles de Salzburgo. Pintorescas, coloniales, de vista cálidas y de tacto helado. Eros sostiene mi mano en la suya con firmeza, le ha tocado soportar mi peso las veces que trastabillo. De no ser por él, tendría que cotizar una reconstrucción de dientes.
—¿Mañana qué haremos?—la pregunta de Hunter me hace voltear a verlo, lleva una cerveza de lata en la mano que era mía pero me ha robado en compinche con Eros.
Hera esconde como una maestra su verdadero estado de ebriedad. Camina con tal elegancia y soltura que me da un puyazo de envidia. Podría meterle el pie para que resbale al menos, pero no quiero morir esta noche.
—Hoy visitamos un castillo de cuento de hadas, mañana veremos el otro lado de Múnich—informa, del brazo de Lulú—. Iremos al campo de concentración de Dachau, luego cenaremos en El Nido de Águila, antigüa casa de verano de Adolf Hitler.
Bueno, que no todo tiene que ser bonito. Hasta Eros que es guapísimo tiene sus defectos. Como que no me está cogiendo ahora mismo.
—¿Cenaremos con o de su cadáver?—inquiere Hunter soltando una risa estruendosa.
Se me sale un carcajada y con ella un eructo. Me tapo la boca, ojeando a Eros de reojo. Él me devuelve la mirada y deshace el nudo de la pena al arrojarme un guiño que me hace sonreír, por estarle mirando, tropiezo con un puto desnivel. Sin tiempo a pararme derecha, alza nuestros brazos por encima de mi cabeza, como lo haría con un bebé que aprende a caminar.
—Ahora es un restaurante, es complicado llegar, pero vale la pena—afirma Hera—. Las vistas son insuperables.
La luna llena nos vigila, siguiéndonos a dónde nos movamos, o así lo percibo. Retrocedo unos años, me veo a mi de niña compitiendo contra ella en carreras por la acera frente al edificio en Bellas Artes, se me hacía irónico que la luna compita conmigo, Sol.
Una noche Martín se dio cuenta y me gritó desde el balcón "¡Muchacha mongólica, la que gira es la tierra no tú!" Los vecinos oyeron y se rieron de mí. Subí a mi habitación y me encerré a llorar de la vergüenza. Nunca más lo hice, hasta hoy.
Le voy ganando.
—Y conmigo allí, inmejorable—se mofa Hunter, asiento con la cabeza, porque tiene razón.
Eros posa nuestras manos entrelazadas en mi pecho, pedido que detenga los pasos. Obedezco, entonces señala a mis pies. Las trenzas de mi zapato se soltaron, agudizo la vista allí, reprimiendo mentalmente el calzado, como si hubiese conspirado en mi contra para hacerme tropezar.
Eros no permite que me agache, quizá sabe que si lo llegase hacer, vomito el montón de comida de toda clase y cerveza que me he metido en el transcurso del día. Posa una rodilla en el suelo y suelto un suspiro melodramático.
—¡Hera! Tu hermano me va a pedir matrimonio—voceo, los tres voltean riendo como locos—. No entiende que lo quiero solo como amigo.
El eco de sus risas inundando la calle solitaria.
Eros finaliza con el trenzado y se pone de pie en tanto busco la luna, me sorprendo al dar con ella encima de nosotros, no a nuestro lado. Eros me palma la frente tomándome la temperatura, y sigue a empujar el gorro hacia abajo, cubriendo por completo mis orejas heladas.
Echamos a caminar otra vez, muy por detrás de los chicos que se balancean de un lado a otro entonando alguna canción alegre.
—Mañana iremos a un campo de concentración—digo sin creérmelo aún. La idea me aterra y emociona en la misma medida, solo espero no volverme un océano de lágrimas al escuchar las atrocidades ocurridas en ese lugar—. ¿Cómo se dice 'estoy emocionada' en alemán?
Me apretujo contra con su costado robando un poco de su calor. Mis ojos curiosos se encadenan a los suyos. Las finas hebras doradas de su cabello se agitan al ritmo de la brisa fresca, un mechón rebelde le cae encima de una ceja, bajo la luz de la luna llena, su mirada toma un matiz grisáceo y su tez se torna pálida. La imagen me roba el aliento, quedo prendada admirando lo atractivo que es, y midiendo en distancia y tiempo lo enamorada que estoy de él.
Como un viaje de aquí a la luna a pie y me regreso de rodillas, borracha y con mucho, mucho sueño.
—Ich Liebe dich—susurra.
La sonrisa taimada que le nace le enmarca el rostro. Me encantaría tener una cámara conmigo para capturar este momento.
—No, eso no es—niego imitando su gesto—. Yo sé lo que eso significa.
Algo en su mirada cambia. Mi corazón salta alebrestado al ver que ya no tiene rostro para tanta sonrisa. En mi pecho florece un sentimiento avasallante y poderoso que arrasa y se antepone muy por encima de cualquier otro.
—¿Y qué significa?—inquiere en un murmuro ronco y profundo que me remueve cada célula y pone a vibrar cada nervio de mi ser.
Sorbiendo la dulzura caótica de su mirada, aprieto la boca sintiendo de repente, una timidez inusitada, musito en mi idioma:
—Te amo.
En efecto, romance🥀
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