"36"
Eros
Contraigo el semblante cuando siento el remesón de unas manos pequeñas de dedos delgados en el hombro. Las reconozco aún sometido por el adormecimiento. Esa costumbre de levantarme en esta fecha no desaparece ni asentados en un país distinto.
Por segundos me desubico en tiempo y espacio, no recordaba haber viajado, ¿qué carajos hago en Alemania?
La risa de Hera me tumba del vuelo imaginativo, ellos arribaron entrada la noche.
Trato de colocarme de costado, un inútil intento por recuperar el sueño con aroma a manzana y sensación de verano se deshace con cada jodida pisada.
Otro remesón que me saca un gruñido, las manos heladas de Hera se adhieren a mi piel como témpanos de hielo, renuente a permitirme continuar mi maldita fantasía. Arrugo el semblante cuando el ruido de las cortinas brinda el paso al resplandor del día que traspasa el cristal al instante y me golpea de lleno en el rostro.
Maldita sea, solo quiero dormir y olvidar una hora más la misma frase que he venido repitiendo como un jodido disco estropeado en mi mente, pero mi conciencia regresa con la rapidez de un disparo y juega en mi contra.
Nada que ofrecerme, no tienes nada que ofrecerme.
La rabia me escuece en las arterias junto al enojo contra mí mismo y un tinte de miedo, un temor inédito, escarbando más allá de mis escuetas ilusiones, la realidad yace el fondo y es que si yo no puedo dejar de escuchar el diálogo en mi mente, ella menos.
No creo en hechizos, ni augurios ni nada que no pueda ver, pero despertar con ganas de fumarme diez cigarros a la vez es el peor de los presagios.
—Feliz cumpleaños, mi hermoso niño—el canturreo y las tibias manos de mamá quitándome el cabello de la cara me impulsa abrir la mirada—. Bienvenido al segundo piso de tu larga y plena vida.
Los hechos del día anterior se filtran en mi psique como el rayo de luz opaco.
—Levántate, pereza—demanda Ulrich, pegando manotones al colchón—. Son las nueve de la mañana y todavía tienes la cabeza moldando la almohada.
Recuerdo el rostro de la madre de Sol pidiéndole a Martín que me comunique que Sol enfermó por caminar en el frío sin guantes y la cabeza descubierta, porque la escuchó moquear mientras tomaba una ducha. No quería recibirme.
Es un puto desperdicio. Los años de ayuda, de charlas y tratamiento, todo lo desechaba por un terraplén cuando me dejaba cegar por el tormento de la situación, por no poder controlar cuando me siento sobre pasado, por carecer de dominio sobre mis reflejos, por no saber cómo amaestrar mi temperamento.
Es una guerra constante conmigo, podía tener cientos de batallas ganadas, pero una sola perdida le roba mérito al resto.
Entonces el cabrón de Helsen tiene razón, y todo esto no es otra cosa más que un castigo, un defecto de nacimiento, el problema es que no hice nada para merecerlo, pero tengo que dar todo para esconderlo y aún así nunca parece ser suficiente.
En todo acto hay una víctima y un victimario, siempre parezco ocupar el segundo rol aunque me sienta como el primero y lo maquiavélico del problema, es que no puedo escudarme detrás de eso. Tengo la culpa, ¿pero por qué es tan complicado? ¿Por qué no puedo apagarlo como un maldito interruptor cuando lo percibo acecharme? ¿Por qué no lo remueven con cirugía? Pude salir de ese cuartel de Bremen, pero el verdadero encierro y desapego, lo llevo adherido al ADN.
Tomo asiento, los párpados me pesan, siento como si hubiese pasado las últimas horas en el gimnasio. Hera se ha montado en la cama, mamá sentada a mi lado me contempla con los ojos marrones llenos de energía.
—Es su cumpleaños, se lo merece—dice, acariciándome el contorno del rostro con la misma devoción de toda la vida—. Te hice el desayuno, no Moira ni Gretchen, he sido yo—acentúa la información tocándose el pecho—, quedó delicioso, tu hermana y Ulrich siguen con vida, míralos.
Ulrich detrás de ella niega con la cabeza, formando un mohín desagradado, pero levanta un dedo advirtiéndome lo mismo de siempre: si le digo la verdad, me va a triturar los testículos de una patada.
Acepto la bandeja repleta de comida, incómodo hasta la médula con tanto público en mi despertar.
—Gracias.
Ella sonríe, esperando ansiosa a que me trague el primer bocado de lo que luce como huevo y salchicha, no lo pienso mucho y se lo echo a la rebanada de pan.
—Contagias felicidad—reclama Ulrich, ruedo los ojos pegando el primer mordisco.
Hay caminos más complejos que pelear contra un trastorno crónico, para mí, es fingir que la comida de mamá es exquisita.
Pero lo consigo y ella infla el pecho, satisfecha. Si puedo tragar todo esto, puedo con todo, solo necesito más confianza en mí mismo.
—Mira lo que recibí por ti—habla Hera, mostrándome los aretes—, más diamantes, gracias por cumplir años.
Sus felicitaciones jamás defraudan, tan peculiares como su maquillaje de líneas blancas sobre los párpados.
—Diseño exclusivo—subraya Ulrich—. Para que sepas que nadie te va a consentir como yo.
—Nadie la va a malcriar como tú—objeta mamá, y él se encoje de hombros, desinteresado.
—Palabras más, palabras menos...
La necesidad de tomar el celular y marcarle, preguntarle qué puedo hacer para remediar mi error es tan inmensa como las ganas de escupir el agrio desayuno.
—No puede ser, hace veinte años te tuve entre mis brazos por primera vez, el tiempo pasa tan rápido—dice mamá, la nostalgia resquebrando su voz—. Eras el bebé más hermoso...
—Y gordo—completa Ulrich.
—Precioso.
—Arrugado.
—Un ángel de cabello de oro.
—Y morado—finaliza Ulrich, mamá voltea a verle enfurecida.
—¡Déjalo en paz!—expresa rabiosa, gesto que cambia en un segundo al volver a mirarme—. ¿Cómo te sientes?
Como que no puedo sublevar la herida emocional que causé.
—Como la mierda—pronuncio, la voz raspándome la garganta.
—Se te nota—oigo el chasquido de dientes de Ulrich—. Échate un baño y baja al estudio, tenemos asuntos que revisar—cubre el hombro de mamá con una mano, inclinándose sobre ella para ofrecerme una caja de cuero marrón y vieja, con las iniciales del viejo Jörg inscritas en dorado sobre la tapa—. Era de tu abuelo, ten cuidado, mamá dice que si lo usas en días como este atrae desgracias, el resto del año te llueven mujeres o lo que gusten tus preferencias—me da un palmetazo en el hombro, fijando sus ojos en los míos—, feliz cumpleaños, hijo.
〜
—¿Tan siquiera puedes fingir que escuchas lo que digo?
Giro el celular entre los dedos, esperando respuesta a los mensajes. La ausencia de comunicación se volvió intolerable, su celular está en perfectas condiciones, las líneas no sufren ningún desvarío, la escuché conversando con Hera hace un rato. Son mis llamados lo que desvía, mis textos, cuatro para ser exactos, lo que seguramente elimina sin dedicarles un segundo de atención.
Recientemente volvimos de tomar el almuerzo y recorrer cuanta boutique y joyería a mi madre y Hera se les ocurra visitar. Las horas transcurren a cadencia perezosa, pero se vuelven un jodido martirio cuando a la espera de una respuesta que jamás llega se le suma un millar de inquisiciones sobre qué color resalta más sus pómulos y minimiza ojeras.
Ulrich me arrastró al estudio y al cierre de la puerta tras su espalda, comenzó a soltar su monserga y no tardé en sepultar su voz debajo de los destrozos de la colisión de la tarde de ayer.
Me quiero arrancar la cabeza de tantear la posibilidad de que el pelele de Giovanni tome ventaja de su estado alterado e iracundo. Imaginar sus labios ser profanados hace de mi estómago un caldero y mis emociones estacas.
No haría algo como eso, Sol no es vengativa, debe ser el humano más obtuso caminando en el continente, pero justa, consciente y perspicaz. Tengo la agudeza de notar detalles simples, esos gestos que pasan desapercibidos, pero ella también.
Si me conoce un poco más allá de lo físico, lo tangente, conoce de que manera desequilibrarme, por supuesto que lo hace: ignorarme herméticamente para dejarme a la deriva de mis siniestras indagaciones.
—Esto es importante, Eros—sermoneo, aunque no le este mirando sé que ha blanqueado los ojos.
—No me has dicho nada nuevo—recrimino—. Siguen sin saber quien carajos contrató a Jansen.
Volteo a verle, su boca tensa y sus ojos tan parecidos a los míos, un reflejo de carne y hueso, abarrotados de disensión a mí, contra palabrerío que emito. Debe debatir entre pegarme un guantazo en la nuca como hacía antes o dejarme en paz, vencido por mi falta de interés.
—Dije que dieron con una ubicación en Bélgica, ¿en dónde demonios tienes la mente?
—En S...—atajo el nombre a tiempo, el último de mis deseos es tratar sobre Sol con Ulrich.
Tarde para morderme la lengua, lo comprende enseguida y las ganas de presionarle la punta del cigarro en un ojo para perderme su expresión de cinismo e interés cobra poder.
—¿Sol?—sondea, ruedo los ojos ladeando el rostro—. ¿Es tu novia, no?
—Lo es.
Guarda silencio, puedo sentir su mirada escanearme la cara a profundidad, tratando de conseguir en mi semblante la respuesta sabe bien no le diré.
Evitaré a toda costa, contra lo que sea, tener que soportar otra conversación sobre mujeres, sexo y sentimientos con este tipo. La última vez fue hace años, mamá no estaba en casa y la abuela tuvo que intervenir, se me ocurrió decirle que le pagara a alguien con base para darme cátedra sobre esos asuntos, porque él claramente no las tenía.
—¿Y es sincera o tiene...—giro el rostro hacia él, la duda de no saber de qué manera expresarse invadiéndole las orbes—, matices?
Mi risa despide el humo por mis fosas nasales como un soplido agrio.
—Muy sincera, más de lo que tú o yo podemos llegar a ser.
El silencio se consume a la cadencia del sobrante del cigarro. Se ha quedado inmerso en él, pensando quien sabe que. Reviso el maldito aparato, recibo un golpe férreo en el pecho al mirar la barra de notificaciones vacía.
Barajo dos opciones. Ir a su casa o esperar a su llegada, escuché en la conversación que tuvo con Hera que lo haría. Tengo la certeza de que no lo hace por mí, viene por el compromiso que carga innecesariamente sobre los hombros, el mismo al que le añadí peso con mis palabras.
Y vuelvo al encierro, dónde los minutos transcurre lento.
—¿Te gusta? ¿Huh?—cuestiona sin tomarse la delicadeza de ocultar la impresión—. ¿Pero de verdad?
—¿Te importa?
Levanta las manos como si fuese obvio.
—Eres mi hijo, por supuesto que me interesa saber que ocurre en tu vida.
Una risa ronca me asalta. Saco un cigarro más, observo la expresión demandante a través de la llama instantánea.
—Si lo que tienes es hambre de rumores, echa un vistazo a la web.
—Si le doy esta primicia a tu madre seguro me dará cobijo esta noche, así que habla—exige, sus rodillas soportando el peso de sus brazos—, ¿quién es Sol y por qué me hiciste mandar a recoger a una pila de desconocidos al otro lado del hemisferio?
—Ya te lo dije—digo con simpleza—. Mi novia.
Bufa fastidiado, volviendo a su postura erguida.
—Tú perdiste el sentido de comunicación en una de esas tantas peleas callejeras, al parecer.
Paso de él, de sus ojos escrutadores y el presunto interés por mi vida sentimental.
Reviso la hora en el reloj de Jörg atado a la muñeca. Las siete y quince de la tarde, a esta misma hora Sol apretaba mi cara entre sus muslos y me desgarraba el cuero cabelludo con las uñas. Hoy me rebano los sesos tramando una disculpa que logre atravesar su muralla sólida y compacta de orgullo.
No tenía ni una idea más que mis palabras, coincidencia mente, las mismas que me internaron en esto.
—Yo me enamoré a los dieciocho—barbotea Ulrich, como si nada, revolviéndome las vísceras.
No, solo no. No ahora. No quiero escuchar nada respecto a ese término, me sabe a premura, a algo inaudito y...
—Y lo jodiste a los diecinueve.
—Y te recibí a los veinte, los mismos años que cumples hoy y por eso te doy este consejo que nunca obtuve de tu abuelo—regresa a inclinarse al frente, una sombra singular superpuesta en sus ojos—. Para conseguir el perdón, debes reconocer tu falla y desintoxicarte genuinamente de ella antes de lanzarte con excusas que te hundirán más. Las mujeres no son un maldito misterio, Eros, solo tienes que escuchar y prestar atención a lo que dicen, y a lo que no—pronuncia con determinación—, la comunicación sincera sube más faldas que las palabras edulcoradas, pero vacías y carentes de verdadera intención.
Una sensación de incomodidad me escuece en el torso. Es contradictorio querer que todo se desenvuelva con sinceridad, cuando desde el comienzo prescindí de ella.
Varias veces traté de decirlo, buscando la forma de quitar esa mancha a esto, a nosotros. Por primera vez deseo tener algo impoluto que sea completamente mío, quiero quedarme en la cama acompañado, mirar el desorden de su cabello disperso en las sábanas y admirar las marcas de mi boca en su cuerpo mientras oigo su risa escandalosa. Quiero algo exclusivo para mí, sin tener que compartir, sin ser el tercero.
Pero ya lo mancillé con persuasiones y falsedades en el mero inicio. Sol lo ignora, no lo sabe, pero a mí me desgasta, me jode. Le podría parecer una tontería monumental a quien sea, pero no a mí, después de lo que escuchó ayer de boca de otros y mía, estoy repleto de la asquerosa certeza de que no lo será para ella.
Aplasto el sobrante del cigarro en el cenicero, despidiendo la última calada.
—¿Cuánto te tomó aprender eso?—pregunto de vuelta, mirándole de reojo.
—En algún tiempo entre los diecinueve y los veinte—responde, pasando a la siguiente hoja de la carpeta—. Sol vendrá después, en este momento me interesa más la seguridad tuya y de tu hermana, ¿me dijiste hace unos días que vas a sumar un agente de seguridad? ¿Para ti?
Carraspeo, enderezando la postura.
—Para Sol—pronuncio—. Te comenté que un desconocido le entregó una nota, en sus manos, los límites desaparecieron. Esta situación no es un susto casual, no puede andar por ahí sin protección, no pienso correr ningún riesgo.
Sus facciones se desencajan, no se esperaba esa respuesta.
Desvía la mirada y apunta al bar, como si se hubiese quedado sin aire.
—Pásame esa botella, creo que empiezo a tener una regresión.
~
Ulrich consume su segundo vaso de whiskey, Hera y él comparten un momento frente a la chimenea, les contemplo jugar una partida de ajedrez al calor de las llamas, mientras me embuto el tercer trago.
La incertidumbre de la mañana se transforma en ansiedad con el recorrer de los minutos, a esta hora, siete y cuarenta de la noche la rabia se erguía en mi pecho al recordar el cumpleaños de Hunter, 'no recibí ni un emoji de pastel'. Yo tampoco, joder, yo tampoco.
Paso el resto del trago de un sorbo, intensificando el sabor amargo adosado en la lengua. Un minuto pienso que le estoy dando permitiendo pensar que no me interesa en el siguiente me recalco que tenemos que tener un espacio lejos, esperar que la suciedad se asiente en el fondo para aclarar el manantial.
En el otro, aprieto las llaves en el puño, reprimiendo el intermitente y dantesco pensamiento de Sol y Giovanni compartiendo techo, espacio, palabras, besos...
Me sirvo otro trago y lo bebo un severo sorbo, esperando que el mareo aumente y me disperse la mente.
No resulta, no funciona. Ni el whiskey, ni mis conclusiones, sobre todo porque son un revoltijo de contradicciones.
Es ridículo, me siento como un completo imbécil. ¿Desde qué momento el bienestar de otra persona que no comparte mi sangre, se ha vuelto mi prioridad? ¿Y por qué no puedo parar de pensar en eso? Tengo cientos de asuntos que atender, en la compañía, mi salida del mediocre instituto, el acecho de un enfermo, pero mi enfoque está en ella, y en ese no tienes nada que ofrecerme.
Me siento ahogado, atestado de Sol y no puedo culparla, no porque carezca de cargos, no puedo señalar porque me complace estarlo.
El último sorbo baja como lava por mi garganta, devuelvo el vaso a la mesa, mirando el vestido verde de mamá ondear tras ella mientras se aproxima a mi posición.
Sostiene un sobre negro, regalo de la abuela, todos los años me da lo mismo, un euro y una nota de su puño y letra, mencionando en párrafos extensos lo amado que soy por ella.
Citándola, dinero tengo para otras cinco vidas, amor para la mitad de esta.
—Tu abuela te envía esto y bueno, entiendo que los regalos no son de tu agrado, pero es imposible no darte nada—suelta una risa furtiva y me tiende el sobre y una bolsa diminuta de terciopelo borgoña que sacude sobre mi mano—. Este brazalete pertenecía a mi madre, Lorraine, es de las pocas joyas que pude tomar.
Lo alza, exhibiendo el pequeño rubí en el centro, del mismo estilo que ella ostenta. Clásico, sencillo, elegante.
—¿Para Hera?
—Para ti—responde, la confusión me surca la cara—. No me veas así, en las películas siempre se le da una joya al chico para que se la dé a la chica que ama.
Me cuesta no soltarme a reír.
Qué ironía recibir esta prenda justamente hoy, cuando en el bolsillo cargo el que Sol me arrojó.
Reparo en la ilusión resplandeciendo en su mirada y una sonrisa tira de mis labios como acto reflejo.
—¿A la chica que amo?—cuestiono, ella asiente con fervor—. Te la doy a ti.
Ella blanquea los ojos, acoplándose a mi brazo como una boa constrictora. Su perfume nato a flores silvestres característico de ella, me inunda los pulmones, brindándome una avasallante sensación de tranquilidad, de quietud, de hogar.
—Entonces Sol te gusta.
Inspiro hondo, sin soltarme del medio abrazo, me sirvo el cuarto vaso.
—Por supuesto.
—¿Desde hace cuánto?—indaga, estrechando la mirada en el trago—. Suelta eso, Eros, es suficiente.
—Hace varios meses.
Ella espera a que yo siga la charla, pero hoy más que cualquier otro día, no tengo cabeza para desenmarañar nada.
—Bueno, ¿y qué tal todo?—sigue hablando con premura.
—Mal.
El silencio entre los dos se llena de las risas de Hera y Ulrich.
—¿Quieres hablar sobre eso?
—No.
Ella asiente con firmeza.
—Entiendo—carraspea, apretando mi brazo con mayor ahínco—. No sé que ocurra, pero ten presente que el amor es flexible, pero no inquebrantable, porque puede con muchas cosas, pero no con todo, no tiene que poder—suspira, elevando la mirada a la mía—. El amor es un sentimiento precioso, Eros, no una excusa.
¿Podían, maldita sea, dejar de mencionar esa palabra? No hace más que agravar mi estado de no sé en qué carajos me metí por creerme el ser más sagaz del planeta, y terminé whiskey en mi cumpleaños por una jodida frase que ni siquiera siento, un lío de palabras huídas de mi boca, sin razonamiento.
Y no me afectase tanto, si no supiese que he clavado la daga más afilada en la zona más sensible.
—Siento que me estás reprendiendo—me quejo, ella lo afirma con la cabeza.
—Estás en lo correcto—masculla—. Solo sé tú mismo, pero más amable..
—Esta conversación no me está ayudando.
—Las dos mujeres más hermosas del mundo, y son mías—Ulrich se oye lejano, muy apartado, pero permanece sentado a un metro de mi—. Mi cielo y mi primor.
—Hoy no pienso discutir, estoy inmensamente feliz, estamos de celebración—replica mamá, arreglando el cabello de Hera.
Las reconozco por el color de los vestidos, mamá verde, Hera azul. El alcohol me ha difuminado la vista.
Los parloteos descienden cuando me levanto de vuelta al bar a servirme otro vaso. Disfruto de sus propiedades analgésicas, otros cuatro más y podría irme a dormir para tratar de olvidar unas horas lo que ni con una botella de Macallan calcinándome las venas pudo.
La usencia de Sol a lo largo del día me trastoca de formas en las que no hallo coherencia. Maldita sea, ¿qué importa si no vuelve? No tiene que joderme de esta manera tan insultante, si en estos meses me ha tenido aislado solo para ella, no me tomará más de un mes desintoxicarme de su presencia.
Lleno el siguiente trago proclamándome el tipo más ilógico del planeta, si ya lo intenté sin haberla tocado y no resultó, ¿quién me dice que ahora que conozco su piel como si fuese mía, lo lograré?
—Ya deja eso, ¿piensas recibir a tu novia en ese estado?—reprocha mamá.
Bebo un sorbo que me sabe a nada.
—Estamos de celebración—repito sus palabras.
El sonido del mecanismo del elevador se escurre en la estancia, sufro una contracción en el pecho al divisar la luz azul parpadeando piso tras piso en la cima. Suelto el vaso sobre la mesa del bar, rígido como un bloque, percibiendo la vehemencia de un remolino de calor y emociones asentado en el abdomen. Es ella, finalmente.
En los segundos que le toma al elevador abrir las puertas, me obligo a afincar los pies en el suelo y no irme sobre ella, tengo que aferrarme a la cordura que el alcohol no me ha robado, tengo que...
Toda intensión de darle su espacio se disipa en un latido al aspirar el aroma fresco de su cabello suelto, cayendo sobre su espalda como una cascada abundante y reluciente. Me permito apreciar lo preciosa que luce en ese vestido negro de seda y el daño que me causa no poder arrancárselo.
La maldita privación de su voz y perfume natural me cae encima con el peso de un millón de ladrillos, las manos me tiemblan deseosas de sentir el largo de su cabello y la tibieza de su piel, y no puedo contenerme de llegar a su ella en cuatro zancadas. Sus ojos se abren al notarme, aflicción y enojo en ellos, pero estoy tan abnegado de emoción al saber que ha venido, que está aquí, que me cuesta un no abarcar su cintura con mis manos y acercarla a mí para besar su mejilla.
Su tensión es palpable entre mis brazos, completamente distinto ayer, que la sentía mansa como el fluir de un manantial encima de mí.
Mamá y Ulrich se aproximan, ella con gesto precavido, él inspeccionando cada movimiento con ojo crítico.
—Mi novia, Sol, preciosa—las palabras salen atropelladas—. Y mía.
Baja la mirada, avergonzada o tan furiosa que prefiere ocultarlo. Trato de hacer que me mire, aprieto con delicadeza su cintura, nada funciona.
Extraigo el brazalete del zafiro, ella no se opone cuando consigo abrocharlo alrededor de su muñeca.
Hera me quita y obtiene de Sol aquello que deseo tener, una sonrisa cálida, una mirada de cariño. Me quedo apartado a un lado, contemplando la escena como una película desarrollándose frente a mí.
Hunter se presenta, ella sonríe y yo sigo aquí. Me siento lejano, fuera de ambiente.
—Sol—saluda mamá, tomando sus manos—. Agnes Wilssen, madre de estos dos chicos, me han hablado tanto de ti que tengo la sensación de que ya nos conocemos.
—En ese caso no me queda más que agradecerle por traer a Hera a este mundo y hacer posible que mis papás pasen navidad a mi lado.
Podría decirle que es mi madre también, pero prefiero apretar la mandíbula y contener la exigencia a que me mire.
—Cualquiera que quiera con sinceridad a mis hijos, es merecedor de todo lo que podamos ofrecer—contesta mamá.
Ofrecer. Puedo oír el eco del término en su mente, no tengo ni una duda, porque yo también lo escucho en la mía. Advierto el comienzo de lo que pretende ser una sonrisa, pero luce como un mohín.
Hago el intento de acercarme, pero Hera atrapa mi brazo, prohibiéndome dar un paso. Debo tener las células ebrias, mi piel no siento nada más una caricia cuando me clava las uñas, ni siquiera cuando deshago el contacto, en el momento que Ulrich se acerca a ella y le pide la mano.
—Un gusto conocerte, Sol—menciona, sacudiendo levemente la unión, voltea a verme, enarcando una ceja—. Sehr schön.
Levanto el mentón, lo he tomado personal. Un 'muy bonita' no es suficiente, más no le contradigo, no existe en ningún idioma que manejo un término asertivo para describir a Sol. Todos insípidos, desabridos.
—Mis papás enviaron esto como agradecimiento por... el viaje—apenas vocaliza, señalando la bolsa que abraza Hunter—. Se llaman hallacas, es comida navideña de mi país. Se tienen que hervir unos minutos antes de consumir, unos quince.
Las presentaciones se tragan los segundos, Hunter se roba el protagonismo, no tengo el mínimo interés en escucharlo. Mis ojos jamás abandonan el rostro de Sol. Cualquiera que no le conociese asumiría que esa expresión carente de sentimiento es característica de ella, pero estarían equivocados. A su mirada le falta el brillo de todos los días, a su boca la mía.
Regreso a ella, confiado en esta vez obtener más que una mirada resentida. Ella nota mi presencia y gira para encararme, cuando elevo la mano para acariciar su cabello, cuelga una bolsa en mi muñeca.
—Feliz cumpleaños—musita, como si le costara un órgano decirlo.
Sol completa es una barrera, su orgullo es impenetrable, una capa sólida, sin agujeros que permitan filtraciones. Lo aborrezco y aprecio a partes iguales, a pesar de que la aleja de mí, es esa particularidad la que resalta en ella y la mantiene en lo alto, inalcanzable y soberbia, facetas que se ajustan como un guante y hace de ella un atractivo más.
Adelanto un paso más, sin vacilar, probando la calidez de su muñeca bajo mis huellas.
—Necesito que me escuche, subamos un momento—pido, circulando el pulgar sobre la piedra del brazalete.
Ella desvía la mirada y se sacude mi mano, como si le doliera mi contacto.
—Evita tocarme, no estoy de humor—sentencia y gira sobre su eje.
Se va con Hera y Hunter, dejándome con una amargura en el paladar y una estela de vergüenza cruzándome el cuerpo.
Mamá logró arrebatarme el vaso, me ha dicho que si pretendía conversar, el aliento a licor y el cerebro remojado en alcohol era lo último que debía ostentar.
Tomando en consideración que he tratado de formar un monólogo lo suficientemente aceptable y se ha quedado a medias porque el trago me nutría de inspiración, no lo creo así, pero tampoco me apetecía discutir con ella.
Al menos el vaso de agua helada me ayudó a despejar la cabeza.
La noche ha marchado con música que no es de mi agrado, el cono de incienso que Hera le ha metido en el culo al maldito muñeco del viejo Jörg desprende un olor a naranja y canela que me quema los pulmones más que el jodido tabaco, los aperitivos me pesan kilos en el estómago y comienza a fastidiarme la pedante y satírica mirada de Ulrich.
Una vez, hace años, le dije que jamás me permitiría un comportamiento patético como el suyo, mendigando la atención de una mujer. Debo ser un espectáculo entretenido, un chiste para él ver cómo me atraganto con mis palabras, como si me las dieran en un cucharón, una tras otra.
Examino el brazalete de banda media, de oro reluciente, un regalo de Sol, enlazado a mi muñeca. Este debe ser el cumpleaños más patético de mi vida.
—Se parece a Eros, que gracioso.
El comentario de Hunter me hace arrugar la nariz. Bastante tengo con las insolentes comparaciones con Helsen, que lo hagan con Jörg es el insulto más bajo que me pueden inferir.
—Es el räuchermann de Jörg—corrijo.
Sol mira al muñeco con una sonrisa, tengo que apartar la vista para no sentirme celoso de un puto ornamento navideño.
—Tiene una escopeta chiquita, ¡qué lindo!—exclama Hunter.
—Es un fusil.
Extiendo el brazo delante de su cara, él comprende, extrae un cigarro y lo aplasta contra mi palma. Mamá también me ha robado la cajetilla.
Un vistazo de Ulrich me exige que tome distancia de Hera, su lucha contra mí y el vicio culminó, pero el debate sigue abierto si me encuentra con un cigarro en la boca cerca de Hera o mamá.
Apoyo el hombro en el borde de la chimenea, el calor de las brasas arropándome las piernas. Enciendo el tabaco vislumbrando al resto tragar los dulces y conversar de asuntos intrascendentes, como lo extraño que es para mamá pasearse por casa con los zapatos puestos, las notas escolares mediocres de Hera o lo grandioso que dice ser Hunter en el fútbol.
Escasas son las intervenciones de Sol, tienen que halarle la lengua para que hable, ella continúa absorta en sí misma.
Pasado un día entero experimentando una primera discusión en un... noviazgo, con Sol a cinco pasos de mí, la sangre sucia de alcohol y la psique en reposo de la maraña de pensamientos, tomo un aliento de nicotina, recargándome la energía desperdiciada.
Está bien, todo estará bien.
El sutil sonido de las puertas del elevador abrirse atrae como un imán mi mirada en alerta hasta allá, y la noche se torna en la promesa de un desastre al dar con la figura desgarbada y de ropaje desaliñado de Helsen.
En un mano una botella, en la otra una bolsa negra, claramente refundido en el alcohol, mucho más que yo.
No, aquí nada va a salir bien.
—Buenas noches—dice con la voz gangosa.
Enfoca la mirada en mi dirección y echa a andar. A cada paso que toma las ganas de encajonarlo de regreso al ascensor de un empujón se hacen más y más demandantes.
—Felicidades—pronuncia con el mismo desdén que le miro—, eres todo un hombre.
Me tiende la bolsa, dedicándome una mirada de burla y vívido rencor. La recibo conociendo que no tiene nada adentro y la arrojo al fuego, junto a lo que queda del cigarro.
En mis oídos se cuela el regaño de mamá, sin embargo, mis ojos siguen el camino jodido recién llegado, cuestionándome si la razón de que vague por allí luciendo como un pila de porquería con piernas, es que se haya enterado que la mujer que alardeaba frente a todos como su prometida, ha venido a buscarme primero a mí.
La sensación de regocijo que ese hecho me hubiese regalado hace medio año me tendría sonriendo petulante y satisfecho hasta los huesos, pero hoy me ha traído problema tras problema. Me encantaría llenarme la boca mencionando que no lo merezco, pero ese es un nivel de cinismo demasiado elevado, incluso para mí.
—Helsen, ¿cómo has estado?—le saluda mamá, centrada y afable como nadie más.
—¿Cómo has estado tú?—devuelve él, destinando la mirada a mi novia—. Sol.
Observo atento la media sonrisa que esboza, la repulsión presentándose como un huracán en mi estómago. Como no le quite los malditos ojos de encima...
—¿Quieres jugar al catán?—Hera salta a su lado.
—¿Eso te haría feliz?—ella asiente rápidamente—. Pues muy bien.
Hera se acomoda sobre la alfombra, esconde muy bien la tensión detrás de esa expresión de precavida alegría.
—Siéntate aquí—apunta al espacio a su lado—. Sol, escoge un color.
—Cualquiera menos el rojo—su respuesta es inmediata.
Hera le indica tomar el lado de la mesa vacío, justo frente a ella, al costado de Helsen.
Mis piernas se mueven por sí solas, ni siquiera sé que me aproximo a ellos hasta apropiarme del puesto en el sofá a espaldas de Sol, la punta de mis zapatos rozando la curva preciosa de su trasero.
—¿Qué te ha hecho el rojo para que le odies?—curiosea Helsen, mis dedos se contraen ante la necesidad de apartarle el rostro solo para que deje de interactuar con ella..
—Me trae malos recuerdos.
Percibo los ojos de Ulrich hincados en mi cara, ofuscantes y malditamente exasperantes. Podría tratar de comportarme como si la evidente molestia de Sol contra mí si quiera me rozara, esperando liberarme de sus cadenas de diversión pura e irritante a mi costa, pero estoy aturdido emocionalmente, no me interesa lo que tenga para decir.
Gretchen y Moira se desplazan de la cocina al grupo como espectros, discretas y reservadas. Reparten lo que por el aroma, reconozco como té. Rechazo la taza, una gota que pruebe me hará regurgitar el whiskey.
Descubro que no hace falta probar de nada, la vista repulsiva de Helsen tendiéndole una taza e inclinándose hacia ella me revuelvo las tripas con saña.
—Se llama messmer wintertraum, es té de canela y naranja, se supone que es dulce, pero le agregamos ron—indica, sonriéndole de una manera que me hace estirar y empuñar los dedos—. A gusto personal elegiría el glüwein, es vino caliente con especias, pero estamos aquí para celebrar a mi sobrino y comeremos de lo que él guste.
Si su llegada vaticina desastre, su jactancioso parloteo rebuscado sella el juramento.
—Gané.
Me relamo la boca húmeda del último trago de la botella, el líquido bajando por mi esófago como agua destilada. Me he visto en la ardua tarea de volver por ella, oyendo el mismo sermón de mamá y las quejas de Ulrich.
Era beberme la botella o quebrársela a Helsen en la cabeza.
Si me midiese la temperatura, reventaría el termómetro al primer contacto. Me siento como una caldera, con la sangre hirviendo y el pecho trancado por una río de fuego. Detesto que compartan el mismo aire, me quiero desollar en vida cada vez que le sonríe, maldigo a sus muertos y a los míos cuando se dirige a ella y Sol le responde.
Jamie está a miles de kilómetros de distancia, pasando navidad con su madre en Holanda, pero lo puedo escuchar gritándome al oído el puto apodo de mierda que cada vez toma más sentido.
Hera se queja de haber perdido, ha alcanzado el segundo lugar, distinta a Sol que ha a pesar de obtener el último lugar, solo sonríe mirándola hacer su berrinche en brazos de Ulrich. Pude ayudarla a ganar, Hera me prohibió siquiera acercarme a ella.
—Finalmente triunfas en algo.
Percibo como pinchazos en la nuca la mirada severa de mamá, no se la devuelvo, desvío la mía al reloj, comprimiendo los dientes.
Las ocho y cuarenta de la noche, ¿cuándo carajo piensan comer e irse dormir?
Gretchen trae otra ronda de más de postre y del vaso de paciencia diario, solo me quedan tres gotas. Levanto la mano, atrayendo su atención.
—Wann wird das Essen fertig sein?
«¿Cuándo estará lista la comida?»
—En veinte minutos, Eros—responde mamá.
Mi pie rebota a la par de mi pulsp alterado por la jodida inquietud de estar parado sobre suelo blando. Necesito hablar a solas con Sol y lo necesito ahora.
—Prueba esto—no tengo que mirar para saber a quien se dirige Helsen—. Es baumkuchen, mi postre navideño preferido.
Se lo acerca a la boca.
Se. Lo. Acerca. A. la. Boca.
Detengo el movimiento ansioso tan pronto Sol toma el primer mordisco, evitando mancharse el labial, la forma que su boca rodea el postre evoca imágenes de ayer, pero avistar la mano asquerosa de Helsen cerca de su rostro me...
Inhalo todo el oxígeno que puedo, conteniéndolo los diez segundos que cuento de atrás adelante. Estoy a un grado de sufrir una combustión espontánea. Trato de domar mis ideas de apartarlo de una patada cuando la cuenta acaba y mi pulso no desciende, comienzo de nuevo.
Diez, nueve, ocho, siete...
Los labios de Sol se estiran con timidez.
—Ahora es mi favorito también.
Yo soy tu favorito. Quiero recordarle.
Le doy un puntapié a Helsen en el brazo sin la fuerza que mi consciencia exige.
—Quítate—digo—, quiero sentarme junto a mi novia.
—Eros, ¿podrías comportarte?—exige mamá, pero mis ojos siguen estancados en la cara de Helsen.
Se pone de pie mostrando esa faceta reservada solo cuando no hay nadie más que pueda atestiguar sus insultos y desprecios. Fachada tan bien construida, que respondo a sus insinuantes ataques y resalto yo, como el único culpable.
—¿Novia? ¿Te aceptó? ¿A ti?—espeta y toma un paso más cerca—. No te la mereces, maldito niño del infierno.
Un hormigueo producto de la ira disuelta en mis venas, se extiende en un respiro a mis brazos, tensos y pétreos.
Ahí es donde perteneces, en el lodo.
¿Ya fuiste a llorarle a mamá, chismoso?
Agnes te quiere porque no tiene más opción.
Debiste llamarte Error Tiedemann, se acopla mejor a tu existencia.
—Helsen, ¿qué edad tienes? ¿Diez?—Ulrich intercede, empujándonos del pecho—. Paren con esto, ahora, asustan a Agnes y a Hera y no me gusta que esa mierda pase.
Me sacudo la mano de Ulrich y presiono la sien, repasando la cuenta regresiva por tercera vez. Alcanzo a notar qué Hunter y Sol se ponen de pie, el ambiente asfixiantemente tenso, cuerdas de enojo apretándose entorno a mi garganta.
No medito lo que hago, me acerco a ella, su cuerpo entero se pone tan rígido como el concreto bajo mis pies. Su mirada conecta con la mía, en ella vislumbro una tenue alteración en sus pupilas, vergüenza y desasosiego.
Quiero decirle algo, lo que sea, pedirle, demandarle, exigirle que suba y converse conmigo, pero la dolencia de sus ojos me acongoja y quita el vocabulario, solo atino a tomar su mano.
—Sol, acompáñame—oigo a mamá pedirle—. Cuéntame, ¿qué tal es trabajar con Andrea?
Ella parpadea cortando la conexión, antes de que vaya hasta ella, mi boca ensambla un beso en su frente. Aprieto sus dedos y ella me regresa el gesto, desbocando mi pulso.
—Mira como te tiene—de sátira rebosa la voz de Helsen—. Du läss es auf einem goldenen Tablett.
«Me lo estás dejando en bandeja de oro»
Tomo un paso con toda la clara intensión de arremeter contra él, Ulrich consigue hacer que retroceda halándome de la ropa.
—Tranquilízate, carajo, tu madre está mirando—chista cerca de mi oreja.
Vuelvo a quitarme sus manos de encima, con la respiración irregular y la sangre caliente y envenenada recorriéndome con vehemencia.
Pretendo ir por la segunda botella, beberme un trago y sacarlo a rastras de ser posible, cuando Sol adelanta un paso hacia mamá, Helsen le corta el paso, procede a tomar su rostro y ante la negativa de Sol, le estampa la boca sobre la suya.
La imagen me resulta vomitiva, asqueante y nada menos que repulsiva, el impacto me congela los músculos un segundo, el mismo que Sol trata de empujarlo lejos, el segundo que me colma de cólera lacerante y contundente.
Tomo el cuello de su camisa y lo lanzo al piso, no pienso, actúa acorde a mis instintos. El sonido de mis huesos contra su cara dispara una ferviente sensación de satisfacción que abraza cada fibra bajo mi piel.
Uno más, el tronar de mis nudillos es como un canto melódico que me persuade a propinarle un tercero.
—¡Ulrich, haz algo, por Dios!
Sangre espesa brota de su boca, ensuciándome la mano.
—Se lo merece.
Levanta un brazo para cubrirse, toma el instante de descuido para atestarme un gancho en el labio. Gruño ante el dolor punzante, pruebo mi propia sangre.
Enfermo. Estás enfermo.
Eros el trastornado.
Eros el trastornado enfermo. Un error.
Arremeto a ciegas, resentimiento y rabia guiándome en cada encuentro de hueso contra hueso.
Pierdo sensibilidad en cada golpe, colmándome de satisfacción de saber que le duele y jode, como lo hizo para mí.
Y cuando no es suficiente, cuando el historial de burlas, juegos macabros y chistes de odio me sobrepasan, avisto la botella vacía, la tomo del cuello y levanto el brazo dispuesto a...
—¡Ulrich!
Se esfuma de mi mano, me la arrebatan. Una mata de cabello rizo interviene empujándome lejos de Helsen.
—Ya, detente, fue suficiente—articula Hunter, utilizando toda su fuerza para mantener mis brazos temblorosos abajo—. ¡Para ya!
Aprieto los ojos como esta mañana al despertar. La mente me da vueltas, la cabeza me late y duele, más allá de lo físico, duele ahí, en un sitio dentro de mí.
Me siento de nuevo un niño desafiando al mayor, que me mira de refilo, sin una pizca de amor.
¿Por qué le costaba tanto aceptarme, si tenemos la misma sangre, el mismo apellido, los mismos ojos?
Un sollozo me trae de vuelta a la realidad, levanto la mirada, doy con Sol cubriéndose la boca y nariz con las manos, tratando de ahogar el llanto.
—Lo siento mucho—gimotea, retrocediendo dos pasos con la mirada sellada.
Voy hasta ella al notar el fallo en sus piernas, la atajo y ella se aferra a mis brazos, escondiendo el rostro en mi pecho, empapando mi camisa.
El ruido de pisadas, gruñidos de dolor y palabreríos del resto los ignoro, pasan a segundo plano. La levanto de la cintura y pego a mí, ante las protestas de Hera, subo las escaleras, percibiendo los temblores de su cuerpo, producto del llanto.
Empujo la puerta con el hombro y pateo para cerrarla. La dejo sobre la cama con delicadeza. Tiro de la sábana, inclinándose hacia abajo para limpiar las lágrimas, ella se deja, no me quita ni me empuja.
El silencio nos arropa como un manto denso, más que brindarnos cobija, nos arrebata el aire.
—Quiero ir a casa—murmura, con el dorso de la mano que carga el brazalete contra su mejilla caliente.
No la toco, un rechazo de su parte me rompería la templanza.
—Tenemos que conversar—barboteo, pasando saliva.
Sorbe aire por la nariz, se debate entre ceder o no, es tan palpable como mi negación a dejarla ir sin un intento más.
Levanta el rostro, pesadumbre invadiendo sus bonitas facciones.
—Si me dejas curar tu herida—se toca el labio, y por reflejo presiono el contorno de mi boca con la punta de un dedo, resintiendo el pinchazo ardoroso.
Asiento con la cabeza, revuelvo todo en el baño, cremas y serums caen al piso, no recuerdo la última vez que necesité del alcohol. Lo encuentro en la gaveta bajo el lavamanos, agarro la canasta con los discos de algodón y vuelvo, previniendo un cambio de opinión.
No sé qué demonios ocurra afuera, me interesa poder resolver lo que tengo frente a mí.
—Alcohol no—sacude la cabeza, empujando el envase contra mí.
—No tengo nada más—mascullo, el latir de mi corazón lastimándome la garganta.
Ella inspira, acomodando el recipiente en medio de sus muslos.
Remoja la bola de algodón en alcohol, alcanzando la magulladura en la esquina de mi boca. Frunzo el gesto al sentir el frío de sus dedos y el escozor del líquido contra mi piel abierta.
Mientras ella adjudica su atención a la lesión, me dedico a, finalmente, conseguir la punta del hilo para halarle y desenredar el desastre de nudos en mi cabeza.
Me gusta Sol, eso es un hecho, una afirmación. ¿Desde cuándo? Desde que vi su rostro por primera vez, me prometí probar el sabor de su boca, debió ser producto del encierro, me afectó a ese nivel enfermizo de producir entelequias, a fantasear como sería conocer a la chica desconocida, probar sus besos, la textura de sus labios.
Yo mismo me puse la soga al cuello refundido en esa habitación de dos por dos.
Y lo hice, lo probé, los saboreé, disfruté y cuando me quise alejar no pude, ni en el primero ni segundo ni tercer intento. Seguía atado al aroma de su cabello, la textura sedosa de su piel, al dulce sabor de su boca. Sin haberlo tocado, sin haberla sentido de la manera más cruda e íntima que existe, ya me había ceñido a manos, me tenía para ella y la odié, ese primer mes enfrentado a su presencia, mirándole todos los días en clase, aquí en casa; rechacé lo que me hacía sentir, por miedo a lo desconocido.
Mi debacle, o triunfo, aún no concibo cual término se ajusta mejor, inició esa noche que conocí la melodía de sus gemidos provocados por los toques de mis dedos. La primera vez que me permitió ir más lejos, recorrer sus puntos privados, conocerla en su estado más carnal.
Cada mujer conserva su esencia, una única cualidad inherente, matices que la diferencian del resto, y yo a mi corta edad he paladeado y conocido sabores, colores y texturas distintas, físico, siempre radican en lo físico.
Sol no es distinta, tan humana, divinamente imperfecta como el resto, como yo, pero tiene lo que ellas no, y es mi absoluta y entera disposición a querer quererla.
Quiero continuar almorzando con ella, reposar tirados en su cama mientras charlamos sobre deidades, lo que habita más allá de las nubes, el cambio climático, las guerras, sus consecuencias, la dictadura y el cómo se hacen los malditos algodones de azúcar; salir de la compañía, ir por ella y comer en algún sitio escondido de la ciudad y manejar a mitad de la noche con la música de acompañante.
Seguir enterrándome en ella y sentir la exigencia de mi piel de fundirse en la suya.
Tener algo nuestro, limpio, sin mentiras ni trucos. Por primera vez deseo hacer las cosas bien.
Y si todo lo que comienza mal, termina mal, entonces cambiaré las reglas ahora, que estoy a tiempo.
Cuando sus dedos se encargan de mi mano lastimada, tomo un respiro y sin saber cómo resulte, bisbiseo:
—Te mentí.
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