"34"
Diecinueve de diciembre, día catalogado en las noticias como el día más frío del mes. Y hoy, justo hoy, Benjamín celebra su fiesta en el patio de la casa de su abuela. Shirley, en un intento por crear una barrera entre la nieve y los invitados, alquiló una carpa inmensa que, para ser honestos, no hace mucha diferencia, el viento gélido se cuela en el espacio que no cubre el material en el piso y la grama cruje a cada paso al aplastar los pedacitos de hielo que quedaron atrás.
Y ni eso es impedimento para que los niños correteen de un lado a otro, alebrestados por la música y el dulce.
Las cuatro con veintitrés minutos de la tarde marca mi celular. Hace dos horas que la fiesta comenzó, Shirley no ha parado de desplazarse de un sitio con bandejas de comida en las manos, la pobre no se ha podido sentar a tomarse un vaso de refresco siquiera.
Hera, Hunter y yo le ayudamos a terminar los detalles de la decoración cuando llegamos, sin embargo, después de mirar el regalo de Eros—mil dólares por cada año de Benjamín—, nos envió a la mesa para abarrotarnos de comida. Se me hace rarísimo el ambiente, estoy acostumbrada a que las fiestas infantiles comienza más tarde, a pesar comprendo que la diferencia varía debido al clima, que la música sea netamente infantil me desajusta la percepción.
Un chiquillo de cabello cobrizo y ensortijado se acerca por no sé cuanta vez a Hera. Le obsequia un caramelo y una sonrisa tímida antes de irse corriendo por dónde vino. Siempre le trae una cosa distinta, y Hera, como las veces anteriores, se come el regalo.
Debe causarle curiosidad el despampanante atuendo de la chica, cubierta por ese abrigo grueso de pelos azules, luce como la versión humana y femenina de Sullivan, de Monster Inc.
El ardor de un pellizco en el hombro me hace girar la cabeza, doy con el cariz burdo de Hunter.
—No lo pensarás llevar a casa de Eros mañana—protesta, ojeando sin disimulo a Giovanni, sentado a su costado—. Le arruinarás el cumpleaños.
—Puedo oírte—reclama el aludido, dejando el vaso de chocolate caliente sobre la mesa.
Hunter le examina incrédulo de que Giovanni se haya atrevido a dirigirle la palabra. Desde que le conoció horas atrás se ha quejado de él, lo más gracioso de todo, es que si han intercambiado cuatro palabras es decir mucho.
Mamá nos lo ha embolsado en cuanto se enteró de la fiesta y que todos asistiríamos, para ser honesta tampoco me pareció lo más educado dejarlo en casa, aún así, tuve que enfrentarme a la tediosa tarea de subir con él a la terraza a enfriarme los huesos para quejarme de la cargante actitud que tuvo anoche en la cena, porque en casa la intimidad ya no existe.
Meditó casi un minuto de silencio hermético lo que me diría, su falta de respuesta potenció mi enojo, cuando tomé un paso para abandonarle allá arriba, me contestó que se dejó manejar por la frustración y los celos de saber que eso que le tenía tan ansioso, repetir nuestro momento idílico de verano, no ocurriría. Me intentó besar pero logré esquivarlo y después de repetirle lo que él mismo ha dicho, volví a casa para conseguirme a Eros esperando por mí en el umbral de la puerta.
Notó mi humor del demonio tan pronto me detuve a su lado y la tensión se convirtió en un arma filosa cuando Giovanni tropezó con nosotros. No hizo preguntas ni suposiciones, no tuvo tiempo. De solo recordarlo, el rostro se me frunce de nuevo como si saboreara limón.
—Si mueves las orejas te llevan volando lejos de aquí, me sorprendería que no lo hicieras.
Giovanni no se ofende, ya está acostumbrado a que le hagan burla por el tamaño particular de sus orejas. No por nada en el colegio le apodaron Dumbo. Detesto tener que morderme la boca eludiendo las carcajadas cosquillándome la garganta, no quiero hacerlo, es terrible, pero ahí está el mismo Giovanni riendo, mis dientes liberan mi labio y la risa contenida.
—Eso, ríete, bien que te gustaban—comenta él con tono jocoso.
Paro de reír de inmediato ofreciéndole una mirada tediosa. Diviso a Hunter rodar los ojos, hastiado del chico. Se ha mostrado más anti Giovanni que el mismo Eros, quién justo en este exacto momento cruza miradas conmigo, apartado lo más lejos posible del caos infantil, aniquilándose los pulmones con el segundo cigarro desde el encuentro.
Mi vista no es ni de cerca una veinte veinte, no necesito que lo sea, la emoción ígnea que la agudeza de su mirada me imbuye me advierte que estar aquí, compartiendo con Giovanni, no le brinda ni un soplido de conformidad.
—¿Sabes hablar italiano, Giovanni?—cuestiona Lulú, Giovanni asiente y él esboza una dulce sonrisa—. Dinos algo, lo que sea.
Lulú y Hera han tratado con Giovanni lo que Hunter y Eros no, sobre todo Lulú, que compartirá vivienda con él estos días.
—Mentiroso—acuso y Giovanni suelta una carcajada—. No sabe, ni siquiera se esfuerza en aprender.
Él traza una sonrisa de medio lado, visiblemente más relajado que hace unas horas, repara en Hera con la cabeza decaída a un costado.
—Me sé una frase de una canción—se defiende, y Lulú asiente invitándole a decirla—. Man'atusole, cchiu' bello, oine'. O solemio, sta 'nfronte a te...
De no ser por los chillidos de los niños y la música, el cri-cri de los grillos ocuparía el momento.
Tenía qué ser esa canción, la misma que me dedicó hace años. No había ninguna otra. Lulú y Hera ni pestañean, lucen tan perdidas como Hunter y Nelson; Randall ni enterado de lo que hablamos, sigue con la atención centrada en el aparato de juegos.
—¿Pero qué dice?—inquiere Nelson, ansioso.
Giovanni mueve la vista a mi posición, esa sonrisa estúpida y que comienza a irritarme jamás le abandona. La fuerza que sus ojos pretenciosos ejercen en los míos es... extraña. Se me hace chistoso como tiempo atrás esta actitud vanidosa me robara sonrojos y suspiros, tan distinto a la reacción de ahora que me provoca vergüenza ajena.
Detente, no lo digas, quiero susurrarle. Nada sale de mi boca.
—Pero otro sol, aún más bello. Mi sol, está frente a ti.
Hera, Lulú y Nelson se miran entre ellos, escondiendo sus sonrisas condescendientes tras los vasos humeantes. Hunter, quién se autodenominó súper amigo de Eros, bufa y le contesta con acento arrogante:
—Que sepas que le diré a Eros sobre esto, prepárate para que te saque los dientes mientras canta Sonne.
Hera borbotea una carcajada gigante que le hace ahogarse con el chocolate. Nelson, sin entender nada, nos mira como si nos faltase no uno, la ferretería entera en tornillos.
—No hay razón para ponerse agresivos—intercedo de inmediato, porque no es que lo creía capaz, era seguro que lo haría—. Es una canción cualquiera, yo les cantaré una en español.
Hunter aletea las manos en todas las direcciones, impidiendo que siquiera abra la boca.
—¡No! Estamos bien así.
Mi boca se abre en un gesto ofendido que dura milisegundos, se rompe con la presión de las carcajadas.
La fiesta pasa por su momento de apogeo. Niños ahora llevan globos verdes y azules amarrados en las muñecas. Tengo un vistazo de Shirley hablando con alguna amiga cercana, se le ve alterada, pero completamente feliz.
Una mano pesada se posa en mi hombro, levanto la vista y mi corazón sufre un brinco al captar la mirada cerúlea de Eros. Desvía las pupilas un latido a Giovanni, quién está ensimismado en sus cavilaciones con la mirada suspendida en la grama. Toma asiento a mi lado, el olor a cigarrillos se cuela en mi nariz, trayéndome recuerdos que sobrepasan mis límites pudorosos.
Escanea el sitio en silencio, una arruga pequeña nace en su nariz, pero desaparece cuándo sus ojos caen en mi cara.
—Detesto que te rías con él—murmura en mi oído.
—Bueno, que tú no eres el chico más risueño...
Descansa el brazo en el espaldar de mi silla, dejando caer el otro sobre mi regazo. Me observa por un corto tiempo, lo suficiente para revolver el aleteo frenético en mi vientre.
—Puedo serlo—asegura.
Arqueo una ceja incrédula, desviando mis rodillas a las suyas.
—Demuéstralo.
Se repasa la barba pensativo, se me atasca una carcajada en la garganta cuando enarca una ceja y retuerce los labios. Debe estar sufriendo en la ardua tarea de recordar un chiste. Pasa casi un minuto cuándo levanta un dedo, asomando una media sonrisa que me hace querer plantarle un sonoro beso en la mejilla rosada.
—¿Por qué se suicidó Hitler?—inquiere con un tonito sospechoso que me resulta tiernísimo.
Aprieto las manos en fuertes puños. No, ya me reír de las orejas de Giovanni, ya cumplí con mi cuota de maldad permitida por hoy. Pero, se le ve tan entusiasmado...
Presiono los labios soportando la risa, y ni siquiera he escuchado su respuesta.
—Ilumíname.
En mi rostro, el reflejo de su sonrisa abierta se muestra tan pronto como la suya nace. Acuna mi rostro en su mano fría como la nieve, tan opuesto a la tibieza que me transmite.
—Porque le llegó la factura del gas—contesta, con el viso limpio de emociones.
Tengo que apretar el interior de mi mejilla entre los dientes para no reír, compartimos una mirada culpable, contacto que perdemos al proferir estruendosas risotadas. Esto está mal, pero no puedo detenerme, no cuándo el chico de seriedad perpetua ríe con soltura, apretando la frente en mi hombro.
Apenas vislumbro a los chicos se miran entre ellos, preguntándose qué bicho nos habrá picado. Incluido Giovanni, que suprime el ceño fruncido y nos divisa con una mínima sonrisa que peca de ser genuina.
Una ventisca helada se cuela en la inmensa carpa, cortando mi risa de inmediato. Despido aire tibio en mis manos enguantadas, y ni así consigo ni un poco de lo que necesito. Eros, vestido con solo un suéter y un abrigo, toma mis manos y las introduce en los bolsillos de la chaqueta impulsándome hacia adelante, mi cara a centímetros de la suya arde ante la cercanía.
—¿Por qué me haces reír a base de desgracias?—pregunto, eludiendo el constante pensamiento de besarle. Eros no es chico de demostraciones cariñosas en privado, menos en público.
—¿Por qué no?
El mismo chiquillo pelirrojo que ha mantenido a Hera bien atendida, vuelve. El globo verde siempre flotando detrás de él. Le ofrece un paleta en forma de corazón, ella la recibe regalándole una sonrisa afable, que tiende a ser incómoda. Ya debe estar harta de tanto dulce.
El niño vira hacia Eros, sacando el pecho.
—Señor, ¿esa chica es su hermana?—cuestiona.
Eros asiente, apretujando mis manos todavía dentro de los bolsillos.
—Lo es.
El pecoso levanta bruscamente el mentón, revolviendo el rimero de hebras ensortijadas sobre su pequeña cabeza. Se aclara la garganta, hundiendo el entrecejo.
—¿Me permite darle un beso?
En la mesa se oye al unisonó un jadeo de sorpresa. Hera se tapa la boca sorprendida por la brutal honestidad del niño, a la vez que me río de su inocente, pero seguro pedido. Eros ladea la cabeza, atisbando al niño como quién busca entender un enigma milenario.
—¿Qué edad tienes?—interpela con la voz sobria de sentimientos.
El pelirrojo levanta siete deditos regordetes.
—Seis, señor.
Eros ríe, un sonido ligero y nada rebuscado, bajándole un dedo. El pequeño asiente, riendo por su despiste.
—Seis—afirma Eros, clavando la vista punzante en su hermana—, y tiene más bolas que Jamie.
Un silencio denso reina en la mesa, la tirantez pesada y falta de comunicación consigue desorientar a Nelson y Giovanni y despertar la atención de Randall, debe sentirse tan fuera de contexto que apaga el dispositivo para comprender el porqué tenemos caras de funeral.
El problema no es mío y me siento expuesta al escarnio de las miradas.
Las facciones finas de Hera se deslavan de color al tomarle el sentido a las palabras de su hermano. Hunter carraspea, la tensión me empuja a sacar las manos de su escondite, lejos de Eros y su cuerpo rígido exhalando hondo.
—No tengo bolas, estos son globos—rezonga el niño. Forma un puchero, moviendo un pie de arriba abajo impaciente—. Oiga, ¿puedo o no?
El rubio reclina la espalda en la silla, sin dejar de contemplar el rostro de su hermana.
—Tienes que preguntarle a ella, no a mí.
El pequeño voltea hacia ella con la duda brillando en sus ojitos avellana.
—Primero dime tu nombre, ¿no?—expresa divertida.
—Harold Stephan, señorita—contesta decidido.
—Lo mataron—exclama Giovanni.
Le lanzo una mirada ácida que no resulta efecto.
Harold cumple su objetivo, le aplasta la boca brillosa de dulce en la mejilla, ella le revuelve los rizos y una vez estuvo lejos de la mesa, le lanza la paleta a Hunter tratando de recuperar la calma de hace un minuto, pero Eros no se lo permite, la vigila, cada gesto, cada mueca, a la espera que diga algo, pero ella luce impávida, como la reina del hielo hecha estatua.
En este punto la tensión es palpable. Se siente como si un domo nos excluyera de la fiesta, privándonos del aire.
—Jamie—interviene Randall por primera vez—. ¿Cómo el que se coge a su hermana en Juego De Tronos?
Eros frunce el gesto, trasladando la mirada a Randy.
—Como este Jamie, sí.
Las mandíbulas de Randall, Nelson y Giovanni bailan al son de una canción infantil. Los tres tomando carices de tamaña repulsa e impresión. Hunter ahoga una risa, y Hera se pone tan roja que empiezo a preocuparme por su salud física y mental.
—Está jugando, aquí no hay incesto—calmo la presión en el ambiente.
Hera se remueve, colocándose un mechón detrás de la oreja, rehuyendo con toda la intensión de la intensidad de los ojos de su hermano. Eros inclina la cabeza a un lado, atento a que por fin diga algo.
—¿Desde...—coge una bocanada de aire que le inyecta valor—, desde hace cuánto lo sabes?
Se mira como un conejito indefenso. Quiero abrazarle y recordarle que no hay porque temer, que Eros es la última persona en este planeta que pueda recriminarle sobre ese tema. Pese a eso, en ningún momento me mira, ni a mí ni a nadie más, su hermano es el dueño de su absoluta atención.
—Desde Bremen.
Los ojos de la chica se expanden, una mezcolanza de emociones reluciendo en sus pupilas dilatadas. Niega despacio, mirando al piso ceñuda.
Desde Bremen, es decir, que lo sabe incluso antes de venir a Nueva York. Me resulta confuso el porqué se reservo la información tanto tiempo, si en palabras de la misma Hera, a su hermano poco le importa en la cama de quién amanezca, siempre que él no se entere y por supuesto; que no sea Jamie, su amigo de la infancia.
—Nunca me reclamaste.
Los ojos de Eros brillan bajo la escasa del día, con una emoción fugaz que no supe interpretar.
—Mis planes cambiaron—matiza con inflexión ausente, conectando su mirada a la mía—. ¿Nos vamos?
Me toma de la mano proveyéndome de una monstruosa sensación formidable.
—¿A dónde?
Sonríe, levantándose sin soltar la unión.
—A las alturas.
~
Cuándo Eros respondió que me llevaría a las alturas, mi imaginación creó un escenario, distinto, demasiado diferente a este. La vergüenza se apropió de mí y acabé riéndome de mí misma, examinando con ojo de lupa cada espacio del piso ciento dos del Empire State Building.
Esta es considerada parte de las principales atracción turísticas de la ciudad, pero mi fuerte repudio a las vistas desde esta altura me ha mantenido lejos, y feliz por eso.
Eros ha pasado los últimos minutos pegado al mirador, admirando la extraordinaria y por mucho, aterradora vista de la ciudad, absorto en su mente. Odio que este tan cerca del peligro potencial que implica pisar esa barrera de cristal, las náuseas y escalofríos que me da me descomponen el ritmo cardíaco y la integridad emocional. Si su plan era tener una cita que jamás olvidaría, lo ha logrado, juro que jamás se borrará de mi mente.
Gira sobre sus talones, dejando caer la vista en mi cara petrificada por del susto. Traza una media sonrisa divina, ofreciéndome una mano.
—Ven aquí.
Niego con ímpetu, retrocediendo un paso. Ni loca me acerco, le vomitaría los pies.
—Aquí estoy segura—ratifico con balbuceos.
Me cuesta mirar siquiera desde metros atrás, escaneo al rededor, cuento once personas más aparte de nosotros y los agentes de seguridad. Normal, con este clima, nadie querría salir de casa. Eros se aparta del ventanal soltando un suspiro, llega a mi lado, y después de lanzarme una mirada de advertencia al darse cuenta de mis intenciones de huir, enrolla los brazos en mi cintura.
Las avispas habitando en mi estómago mueren del susto al aproximarnos a lo que me parece, el precipicio de la muerte. Planto los talones en el piso, Eros gruñe y acaba levantándome en el aire. El miedo me adormece los brazos, aprieto los párpados y como puedo, tuerzo el cuello en un ángulo doloroso, escondiendo la cara en su cuello.
Ríe por lo bajo, dejándome sobre mis pies.
—Abre los ojos, Sol—reitera con voz apacible. Engarza sus dedos en los míos—. No pasará nada, te lo prometo.
No cedo, el terror es poderoso.
—¿Qué si se quiebra?
Nos morimos. Me contesto por él.
—No pasarás de aquí.
Quiero recriminarle que no tiene certeza de eso, pero en un arrebato de valentía infundada por el dulce sosiego de su voz, abro lentamente la mirada.
La vista bajo mis pies es espeluznante, que incita a la tragedia y una que otra catástrofe descomunal. La aversión me hace retroceder, atónita e impresionada, sintiéndome encarcelada dentro de mi propio cuerpo. Todo dentro de mí se retuerce en una sacudida violenta, la bilis me tiembla y los oídos me zumban.
—Me voy a morir—mascullo con la voz quejumbrosa.
Eros asiente.
—Sí, pero no hoy—comunica con total naturalidad—. Te estás perdiendo de una experiencia maravillosa por miedo. Deséchalo y permítete disfrutar.
—Lo dices como si fuese fácil.
Se detiene a mi costado, mis manos férreas entrelazadas a las suyas.
—Porque lo es—su mirada se torna afectuosa y demasiado intensa como para devolvérsela. Bajo la vista a mis pies, tragando en seco al atisbar la cumbre de los rascacielos decorados por la nevada de esta mañana—. La única que puede vencer ese miedo eres tú, y no hay otra forma más que haciéndole frente.
Esa última oración queda grabada en mi cabeza. Le miro dudosa, ¿habla para él o para mí? Porque me suena a que está convenciéndose de algo. Bajo la vista de vuelta a mis zapatos, ganándome otro mareo.
—No se me quitará la acrofobia de un día para otro y solo porque sí.
¿Por qué es de eso de lo que habla, no?
—¿Recuerdas que hace meses te negabas a aceptarme en tu vida por temor?—sondea, afirmo con la cabeza sin fuerza—. ¿Sigues sintiendo lo mismo?
Al parecer, inconscientemente ya lo tenía resuelto, porque la respuesta se escapa de mis labios sin pensar en ello.
—No.
Estrecha la mirada.
—¿Estás completamente segura de eso?—cuestiona con reticencia.
—Lo estoy—replico sin vacilar—. Ya no tengo Erosfobia.
Su mirada desprende un brillo de complacencia, sus dedos presionan levemente mis manos, y el conocido dote de emoción que me altera los sentidos siempre que recibo sus caricias, invade cada partícula de mi anatomía.
Observo sus ojos vagar por mi semblante, toma todo de mí no sonreír como tonta al percibir el hormigueo de la vergüenza asediarme las mejillas.
—Me gusta ayudarte con tus miedos, me resulta delicioso, pero para esto—mira un segundo al suelo—, te pagaré unas visitas con el especialista—retrocede unos cuantos pasos, llevándome con él a la zona de concreto—. Ven aquí, no te torturo más, iremos a tu ritmo.
Agito la cabeza de arriba abajo. Esa fe que me guarda es extraordinaria, y dulce en exceso.
Esboza una perfecta sonrisa compasiva, liberando mis manos. Pasos lejos del cristal, un suspiro alivianado me abandona al observar la increíble y terrorífica inmensidad, la arquitectura postmodernista de la ciudad es contenido adulto para cualquier amante del arte. Cuán chistoso es que al estar de pie junto a esos edificios, parecen no tener fin; y ahora desde este punto, se miran tan por debajo de ti.
Solo es cuestión de perspectiva para que las cosas cambien de manera radical.
—Le mandaré fotos a mamá.
Saco el celular del bolsillo del abrigo, todo lo hago a la velocidad de la luz. Mientras más rápido tome las fotos, más rápido me alejaré de esta cumbre mortal.
Eros señala un punto en medio del montón de edificios.
—Allí está Tiedemann Armory.
Entrecierro la mirada, y una de dos: o tiene muy buena vista o me está mintiendo, porque no logro captar nada. Me limito a asentir y tomar una foto a dónde me apunta, quizá detallando la imagen sí pueda verlo.
Guardo el aparato después de enviarle las fotos a Isis. El grupo de turistas se va, marcando el contexto vacío y desolador. Eros concentrado en la ciudad, manos en hundidas en los bolsillos y ceño hundido. Me gustaría saber qué es eso que lo ha tenido tan pensativo; ¿habrá peleado de nuevo con Helsen? No le he visto los nudillos rotos ni ningún golpe en el cuerpo. Debe ser un asunto referente a la compañía.
Evoco la bravura de hace un rato y doy una media vuelta, enfrentando el panorama en el borde entre lo que considero lo estable y el precipicio de la muerte. Mi corazón se vuelca furioso provocándome un vacío en el centro del tórax, los nervios me comen por dentro y los brazos me pesan cien kilos cada uno.
—¿Cómo algo puede ser tan hermoso y aterrador a la vez?—pregunto, perfilando el rostro.
Apenas puedo oír la ligereza de su risa.
—Qué curioso, te has descrito.
Arrugo la nariz, levantando la mirada a su rostro.
—¿Soy aterradora?
—La voluntad que ejerces sobre mí, lo es—se posiciona delante de mí, bloqueando la vista peligrosa—. Hoy es diecinueve.
Eso me deja confundida. ¿Su cumpleaños? No, ese es mañana, ¿o es hoy y se me ha pasado?
—¿Hoy es tu cumpleaños?—exclamo, atenta a su respuesta.
Desconcierto le cruza la mirada, como si no creyera o entendiera lo que le he dicho. Lo tomo como una afirmación, en un instante la vergüenza me embarga de pies a cabeza.
—Hoy se cumplen dos meses desde esa noche—sentencia, irguiéndose en cada uno de sus centímetros—. Necesito tu confirmación.
¿Dos mes de...? La respuesta refulge en mi cabeza.
¡El tiempo de prueba! ¿Cómo no recordé ese detalle?
Mis labios se abren y cierran como un pez dando bocanadas fuera del agua. Las palabras se desvanecen en mi lengua, y es que no sé qué contestar. Mi pecho florece en sentimientos que no podría nunca expresar con palabras, son demasiado aniquiladores de pensamientos y razones.
Eros levanta el mentón y enarca una ceja, apresurándome a que diga algo.
¿Dos meses? ¿Solo ha pasado dos malditos meses? ¿Y por qué siento que ha sido una vida entera? Podría asegurar que hemos vivido más, no porque ha sido lento y tedioso, confío que mi impresión se debe al peso y la importancia que ha tomado en mis días, de tal loca manera, que no recuerdo como pasaba las tardes sin nuestras charlas sobre el todo y la nada, su sonrisa perversa, sus toques que fácil podría catalogar como experiencia mística, y el deleite de mi cama desordenada.
Si mido la intensidad que arropa mi cuerpo y empuña mi corazón cada vez que pienso en él, no me entra en la cabeza que han pasado dos simples meses, es metódicamente imposible, así no es como creí que esto se desarrolla.
La respuesta a mis inconsistencias, es que esto, no es de hace dos meses, esto pasa desde que le abofeteé aquella noche que trató de besarme, y yo, siguiendo parámetros insanos, me dejé atrapar por su forma seca, sagaz y cáustica de ser.
Un viento frío me atraviesa, miedo, prudencia y pensamientos sin secuencia me toman la conciencia, sin aviso ni premonición. Recuerdos del día que nos escapamos a Coney Island rodean mi cabeza, me cuesta creer todos los momentos que hemos vivido en tan poco tiempo, las charlas, los besos robados, los abrazos enredados entre las sábanas...
—¿Sí o no?
—Ah, yo...—los nervios y esa mirada vehemente suya me hacen perder el carril de mis cavilaciones. Me toco la frente, soltando una risa queda—. ¿Por qué eres tan directo?
—¿Sí o no, joder?—insiste, acercándose el paso que nos separaba, cortando el flujo de aire entre los dos.
¿Este es su 'quieres ser mi novia'? porque tengo una respuesta definitiva y desierta de dudas.
Con la mano cubriéndome la frente, asiento una única vez. Sin embargo, él no luce contento.
—Usa tus palabras—exige.
—Sí—proclamo—. Estoy contigo.
Y sus labios colisionan contra los míos.
Choque que me roba un jadeo sorprendido y se pierde en su boca, choque del que nacen miles de estallidos en mi pecho, que me vuelve la sangre caliente y es motivo de la taquicardia que estoy sufriendo. Acuna mi rostro entre el frío de sus manos, adjudicando una mansedumbre a su toque impropia de él.
—Mi novia—gruñe con fiereza sobre mi boca—. Mía.
Enredo los dedos en la solapa de su abrigo, aprisionando con fuerza.
—Tu novia, si, pero mía.
Traza la línea de mi mandíbula con la punta de su nariz. Percibo los latidos detrás de las orejas como fuegos artificiales, retumbantes y cegadores. Afianzo el agarre en el abrigo, todo en conjunto me debilita. Su toque íntimo atestiguado por personas desconocidas, su reacción maravillada ante mi respuesta y por supuesto, que sea él quien haya recordado que hoy se cumple un mes desde que le permití el acceso a mi vida, mi cuerpo y algo más intrínseco, nada funcional pero inusitadamente deseado.
Tiemblo entre sus brazos por sus caricias apacibles, la baja temperatura, el brío de sensaciones dentro de mi pecho, y me olvido del resto del mundo.
Estando de pie encima de la ciudad considerada la capital del mundo, te sientes poderosa y capaz de completar cada meta impuesta. Pero yo, en brazos del chico que ha volcado para bien, mi vida estos últimos meses, no me creo capaz de concluir con esa última, escrita en el post it abandonado en una rincón de mi habitación.
Se aparta para rebusca dentro del bolsillo interno del abrigo, mis ojos se expanden al divisar una pequeña caja blanca, un lazo azul grisáceo, extrañamente similar al de sus ojos, decorando el empaque de terciopelo. Deshace la cinta, lo abre y a la vista salta un brazalete de plata con un bonito zafiro del tamaño y silueta de una gota colgando.
Me lo ofrece, pero la timidez mantiene mis articulaciones de hierro.
Termina por sacarlo él de la caja, pide mi mano, al no atreverme a siquiera impeler un músculo, blanquea los ojos y atrapa mi brazo, enrollando el obsequio en mi muñeca. Retuerzo los labios simulando la descarada sonrisa de complacencia al examinar la pieza de cerca. Es precioso.
—Está muy hermoso—elevo la mirada, consiguiéndome con la suya—. Gracias.
Ladea la cabeza, oprimiendo los labios para evitarse el trabajo de sonreír.
—¿Quieres llorar?—me molesta.
Mi mente me traiciona, la respuesta resbala de mis labios.
—Quiero follar.
Enarca una ceja, mirándome de la misma manera que un lobo a una oveja antes de de hincarle los colmillos. Sube la mano y la ensortija en mi cuello, me estremezco ante el contraste del frío de sus anillos y mi piel tibia, cubro sus dedos con los míos, pretendiendo transmitirle en una mirada lo que me muero por hacer, lo traduce rápidamente, la pequeña sonrisa jugando en el arco de su boca me lo confirma.
La anticipación aflora más allá de mi ingle, ansiosa por reencontrarme con las pecas de sus hombros de cerca, mientras reboto contra su regazo.
—Hagámoslo, entonces.
Salimos del ascensor trastabillando, bocas unidas, alientos fusionados, un desastre de dedos tropezando con ropa en un intento fervoroso de encontrarse con piel.
Confío en su guía, no me queda de otra, prefiero sentir el golpazo del piso contra el culo que dejarme sin el sabor y desespero de enérgico de su boca. Apenas registro el retiro de mi abrigo, abandonado en el suelo junto al suyo. Mis talones tropiezan contra el primer escalón, un chillido de sorpresa se oye en un eco cuando enrosca los brazos en mi cintura y me levanta para subir los escalones sin posibles accidentes. Me abrazo a su cuello proclamando su boca en un beso urgido y ferviente que me azora y saca un gemido reprimido en la misma intensidad del contacto.
Recorremos a ciegas el pasillo a su habitación, cuando siento la dureza de la puerta contra mi espalda, me encuentro lidiando con la demanda avasallante de su boca un instante antes de entrar al espacio de escasa iluminación.
—Tenemos menos de media hora—consigo pronunciar entre jadeos—, tengo que volver a casa a las siete.
Introduce las manos bajo mi suéter, el roce helado de sus nudillos contra mi abdomen me hace hundir el estómago.
—Suficientes.
Sus manos entorpecen las mías, desnudarnos mutuamente no resulta como en las películas, somos un desastre. No puedo evitar reírme al oír su gruñido frustrado, simplemente me detengo y dejo que sea él quien resuelva. Mis labios adolecen la pérdida de los suyos esos segundos que le toma quitarse el abrigo y dejarme en ropa interior.
No puedo admirar la desnudez de su torso como quisiera, su mano se ancla a mi nuca y me empuja contra su boca, reclamando mis labios con besos erráticos e impacientes, demostrándome de la mejor manera que puede, cuan necesitado está de mí, casi, como yo de él.
Le dejo ser, le permito hundir los dedos en mis caderas y apretar la piel de mi trasero como si quisiera perpetuar sus huellas en mi cuerpo, mientras su boca avariciosa se forja un camino a mi cuello, deleitándome con la calidez de su aliento y la humedad de su lengua. Mis pies se curvan al sentir la descarga de placer directo a mi centro, humedeciéndome al compás de sus caricias apasionados, convirtiéndose en el inicio de una tortura cuando baja la copa del sostén y atrapa mi pezón erguido entre sus labios.
Trato de levantar los brazos para tocarle, deseando sentir la textura sedosa de su piel, pero lleva mis brazos hacia atrás, encarcelando mis muñecas con una de sus manos, en tanto la otra baja la prenda exponiendo mis pechos, pierdo el sentido de orientación cuando oigo el correr de mi sangre y el martilleo de mis latidos detrás de las orejas al sentir la insistencia su boca sobre uno, succionando como un famélico, mordiendo gentilmente, volviéndome un ser sin juicio, anhelante e impaciente.
Se encarga de frotar mi sexo sobre mi ropa interior, circundando mi clítoris con lentitud y maestría demencial, provocando que la ardiente presión en mi vientre me empape las bragas y entierre las uñas en las palmas al sentir las atenciones de su lengua en la cumbre de mis pechos turgentes.
—Für mich, sind sie für mich—barbotea, rozando con el movimiento de su boca la punta de mi pecho.
«Para mí, son para mí»
—¿Qué has dicho?—farfullo, mi voz ronca e inestable, consolidando el resultado del esmero de su boca y manos sobre mi cuerpo.
Toma el segundo pecho fundiendo un camino húmedo entre los dos con el pasar de su lengua furtiva, chupa, necesitado y posesivo. Los huesos de mis muñecas adolecen, y yo me lo disfruto, tanto como la experticia de su boca sobre mis tetas y la diligencia cáustica de sus dedos presionando lo justo en mi clítoris, regalándome el placer de cientos de escalofríos a lo largo de mi anatomía.
Cierro las piernas tratando de retener su mano allí, enseguida percibo su sonrisa en mi dermis erizada y el abandono de mis pechos para volver a besarme con brutalidad y desenfreno, obsequiándome la más destructoras de las sensaciones al echar a un lado la tela y sumir los dedos en mis pliegues mojados e intensamente urgido de su toque.
La calefacción no estaba al máximo, pero la calidez envolviéndonos lo hizo un problema menos.
Junto mis labios evitando gemir, el sonido angustioso se escapa de todas maneras cuando la punta de sus dedos perversos indagan más abajo y se topan con mi entrada, tantea la zona con sigilo, desplazándose con sosiego y paciencia. Rompe el beso y el amarre en mis manos, la queja muere en mi lengua al atisbar la mirada vehemente y fiera que me dedica desde su posición ventajosa, y aunque trate de mantener la expresión neutra, la invasión tremendamente requerida en mi vagina me descompone la fisonomía.
Había hechos innegables, incluso para mí, que todo lo quiero refutar por mero amor al debate, y esto, el producto de su tacto adictivo, sus besos fervorosos y el desajuste de pensamientos, corazón y sentidos en mi interior, no podría desprestigiarlo ni aunque le odiase a él con todas mis fuerzas, y eso, es un hecho en sí mismo.
Me deja sin su toque el momento que le toma quitarme las últimas prendas guindando en mi cuerpo, mi pecho subiendo y bajando alterado, palpitaciones inconstantes, vellos erizados allá dónde sus dedos y boca rozan sin mediación.
Toma asiento en el borde de la cama, el exasperante apremio de cubrirme de la codicia de su mirada recorriéndome de pies a cabeza me deja estática, es ridículo, lo tengo claro, pero no sigo sin acostumbrarme a presentarme desnuda y sexualmente ansiosa delante de él.
—Ven aquí—demanda.
Niego con la cabeza, mi cabello cae como una cortina sobre mis pechos al inclinarme hacia abajo y apoyar las palmas en sus rodillas, en tanto las mías tocan el suelo.
—Sol—dice mi nombre como una advertencia.
Levanto el rostro, desabrochando su cinturón. Su mirada salta de mis manos a ojos, parece que no se cree lo que estoy haciendo. Le saco el pantalón deprisa, sonriendo al notar la viva emoción manifestarse brillosa en sus pupilas dilatadas como una luna llena sobre el azul.
Recorro la línea de sus muslos rígidos, duros, de vellos rubios y piel pálida, lento, disfrutando la textura sedosa como quise hace un rato.
—Te quiero agradecer apropiadamente.
Su abdomen se remueve cuando alcanzo la erección, dispuesta y altiva, y le enrollo la mano, apretando gentilmente, como si bombeara de ella.
—No tienes porque—barbotea soltando el aire con fuerza.
Sonrío, agachando un centímetro el rostro sin apartar la mirada.
—Pero yo quiero—murmuro, arrastrando la lengua por toda su longitud, marcando una vía de humedad hasta cubrir la punta con mis labios y moverla alrededor del glande.
Dejo que la saliva resbale fuera de mi boca, la esparzo cubriendo hasta la base, percibiendo la agitación de su respiración, las pulsaciones presentes contra mi lengua y la resistente tensión que le ocupa por completo.
—Eres una caprichosa—me acusa.
Mi respuesta son ligeros mordiscos hasta abajo, y más abajo, moviendo la lengua de un lado a otro. Me toca la garganta, lo retraigo un milímetro para sacar la lengua, cortar la arcada y bañarle de más saliva antes de sumergirlo más allá de mis límites, ahogándome, quitándome el aire. Él echa hacia adelante las caderas presionando contra mi carne sensible, lágrimas reflejo de las arcadas me llenan la mirada pero no me quito, inclino la cabeza lentamente a un costado, enterrándole hasta que duele y la mirada se me desborda.
Lo extraigo por completo, carraspeando para eliminar el ardor dentro de mi garganta. Con una mano le masturbo preciso y pausado, con la otra me limpio las lágrimas. Me mira con intensidad y un toque de malicia, rodeo la punta con el pulgar, deleitándome de sus palpitaciones contra mi palma y la forma que contrae la mandíbula.
Vuelvo a tomarlo en la boca, desplazando los labios de arriba abajo, sin apuro, testeando el sabor, probando la tersidad de su piel delgada, las venas remarcadas. Repito lo anterior, obstaculizándome la salida de aire, bañándole con mis fluidos, mordiendo levemente a lo largo cuando le retiro.
Los músculos de sus piernas resaltan de la tirantez tan brutal que mantiene. Reviso su peso en mi lengua, comenzando una danza frenética, escondiendo los dientes detrás de los labios. Presiono el inicio equilibrando la boca alrededor del escroto antes de bajar y subir, una y otra vez. El dolor en los huesos de las rodillas, la garganta lastimada y el cansancio en la mandíbula pierden mi atención al oír el gruñido profundo de satisfacción de Eros, y sentir la fuerza de sus manos tomando un puñado espeso de mi cabello.
—Escupe—demanda, algo tira de mi vientre cuando el primer hilacho de saliva le toca la polla y me empuja contra ella, hincándome la punta hasta provocarme arcadas que disfruto removiéndome ansiosa, desesperada—. Traga, todo, no dejes nada, maldita caprichosa, ¿no era eso lo que querías?
Asiento con fervor, percibiendo el cosquilleo de las lágrimas de complacencia recorrerme las mejillas. Me aparta por la coleta, libero mis labios adoloridos de la fricción de los dientes, inhalando todo el aire que puedo permitirme contener antes de volver a recibir la deliciosa arremetida.
—Esa boca tuya es mi mayor amenaza, Sol Herrera—gruñe, volviendo a retirar mis atenciones de su dureza.
Le miro lanzarse hacia atrás y caer de espalda sobre el colchón, moviendo las manos para que suba con él, o sobre él, no me queda claro, no me importa cuál sea, solo necesito un poco de alivio.
—Móntame—exige al fijarse mi vacilación.
Contemplo el divino grosor de sus brazos, las líneas de su abdomen, bajando por esas que desembocan en la dura erección descansando sobre su ombligo, los lunares adornando su piel y el rimero de vellos casi invisibles al ojo humano. Todo él era un cuadro atrayente y excitante, un vicio difícil de abandonar.
El deseo de sentirlo crudo y firme en mi interior me da voltaje para subirme a su abdomen, tomo su polla lista para sentarme sobre ella, pero me toma de los muslos prohibiéndome levantarme.
—No, móntame la cara—pide—, ponme el coño en la boca.
Mi corazón se salta más de un latido, la petición me ha dejado en blanco. Lo miro perpleja, con las pulsaciones en el cuello y el bochorno tiñéndome las mejillas. La idea de tenerle bajo de mí es increíblemente tentadora, pero no desde ese ángulo tan primitivo. No puedo sostener el ímpetu de su mirada, la desvío a mis manos abiertas contra su tórax.
No hay manera de que pueda hacer eso sin desmayarme de la pena.
—¿Ahora te causa vergüenza?—la vibración de su risa se traslada a su ingle, transfiriéndome un ligero estremecimiento—. Sol, soy tu novio, es mi deber tener tu sabor pegado a la lengua a diario, ¿no te parece?
Vergüenza y una cosa más...
—No te quiero asfixiar—susurro, trazando la línea de sus bíceps con mis uñas.
—Hazlo—clava sus orbes en mí, dibujando figuras en mis caderas con los pulgares—. Rodéame la cara con los muslos, te prometo que te gustará.
Me invade una sensación calcinante y perversa, como si cometiera la más inmoral de las travesuras. Me atrevo ascender sobre su torso, él rápidamente pasa los brazos entre mis muslos y pierna, atrapando mi trasero. No me empuja a su rostro, permite que yo me acople a mí ritmo.
Hundo las rodillas en el colchón, no hallo manera de acomodar las manos, la cama me queda muy abajo, en su cabeza sería el peor sitio, su cabello me haría perder firmeza... él lo arregla echándose más atrás llevándome consigo, de esa forma puedo tomar equilibrio en el espaldar de la cama, el bochorno de tenerle contemplándome desde ese plano tan privado, visual e incluso profano me hace sentir como una hereje, y ni siquiera profeso ninguna religión.
Y es esa misma sensación que saboreo con deleite, lo que me instiga a descender sobre su boca, reconociendo los vellos de su barba y la calidez de su aliento.
Ahogo un chillido bochornoso y aprieto los labios al percibir el fogonazo de vergüenza abofeteándome directo y sin clemencia, y se torna insostenible al vislumbrar una gota de mis fluidos estrellarse en su mejilla.
Y él sonríe, como el descarado más feliz del planeta.
—Afirma las rodillas, relaja los muslos y muévete contra mi lengua.
Tiemblo ante el roce de sus labios en mi piel sensitiva, millones de sensaciones disparándose por mis venas cuando escabulle una mano entre mis nalgas y me abre los pliegues, trastornándome con el simple contacto de su lengua firme penetrándome y volviéndose una ligereza al otorgarme una lamida hasta el clítoris que hizo mis piernas tensarse alrededor de su rostro.
Bajo la mirada, sus ojos predatorios vigilantes a mi expresión nunca me abandonan
Es inevitable mantenerme quieta, la debilidad se apropia de mis piernas cuando me abre un poco más los muslos y afianza su agarre en ellos, succionando y lamiendo sin tomarle importancia a la cantidad de mi excitación corriendo por sus mejillas y mentón.
Menciona una oración que no logro comprender, se pierde cuando me empuja más contra él, mis rodillas flaquean por la fuerza que ejerce y acaba abarcando todo mi coño con su boca. Él continúa devorándome, su boca impetuosa quitándome el aliento, la tranquilidad de mis latidos y el buen juicio.
La vista es tan cruda, tan erótica. Me cubro la boca con una mano incapaz de contener los sonidos formándose en el fondo de mi garganta, de nada sirve porque se escapan al experimentar la caricia ferviente e implacable de su lengua circulando mi clítoris. Su trabajo es estupendo, es glorioso, desintegra mi vergüenza a cada lamida y succión, trato de reafirmar las rodillas en la cama para levantar unos centímetros las caderas, inclinarme hacia adelante y luego de afirmando una mano en el espaldar y otra entre sus hebras doradas, me muevo como lo ha pedido, contra su lengua, soltando las ataduras de la inseguridad, tomando el control de mi satisfacción.
Paso minutos perdida a merced de su boca, absorta en las diestras caricias de su lengua, bordeando, succionando, mordiendo e invadiendo mi intimidad con ella, invitándome a darle más de mi excitación, porque no le basta con tener las mejillas llenas, la gula le supera y le hace comerme con más ahínco, haciéndome perder la noción del tiempo y la coherencia.
Mis pies se curvan como consecuencia del suave ondeo de mis caderas cumpliendo su propia demandar sobre su lengua, adorando los apretujones hoscos en mis pechos por sus manos, el jugueteo de sus pulgares con mis pezones sensibles. Me muerdo el labio, la cautivadora tortura que me somete, el orgasmo construyéndose en la base de mi estómago, descendiendo como un río caliente a mi ingle, desbordándose al pasar mi vientre y llenarlo de nudos que Eros suelta con la danza pérfida de su lengua.
Un gemido cavernoso me asalta, tenues temblores me toman las piernas cansadas, viajando a mi mano atrapada entre las cerdas rubias. Temo lastimarle con las uñas, por más que trate de soltarle, la ola despiadada del orgasmo me golpea, agudiza mis sentidos y quema cada fibra bajo mi dermis, arrasando con la estabilidad de mi cuerpo.
Estuve a nada de aplastarle, hago uso del último gramo de fuerza y me tumbo sobre mi espalda, prensando los músculos de las piernas, tratando de controlar los espasmos de las piernas y la entrepierna. La cama se hunde a mi lado, Eros se impulsa más abajo, no lo sé, mi cerebro no está capacitado pensar en nada más que lo que acaba de ocurrir.
—Eso fue...—maravilloso, espléndido, glorioso, de mi boca no sale ningún adjetivo, el desastre de chillos y risas que se me escapan me callan al ser arrastrada hasta la orilla de la cama.
Quito el cabello estorboso de la cara, admirando el brillo de su barba nivelar el de la oscura diversión en su mirada. Creí que subiría mis tobillos a sus orejas como otras veces, el corazón sube a mi garganta cuando me hace caer sobre mi abdomen, con el cabello flanqueándome el rostro y toda la sangre reunida en mi sexo y rostro.
El corazón acelerado conjunto al calor, la delgada capa de sudor ceñida a mi piel y respiración irregular, me hacen sentir que he caminado por horas. Mis latidos redoblan la fuerza cuando dos dedos tocan mi entrepierna, tomando los remanentes de mi orgasmo, sé que se ha dado cuenta de las sacudidas de mi cuerpo, el desliz debe quedar marcado en la senda que dibuja a mi trasero.
—Tienes un culo precioso, parece un corazón invertido—masculla, tanteando la piel—, ¿sabes las veces que tengo que acomodarme el puto pantalón por qué no paro de pensar en el? Me provoca...
Me encaja una mordida en la caída de la nalga y chupa con avaricia. El grito de sorpresa muta a un gemido, hundo la cabeza entre las sábanas sintiendo el dolor del restriego de sus dientes en mi dermis. Me quedará la marca como otras veces, dejó de importarme cuando acepté que me gusta enjabonarme y descubrir el rastro de sus manos y boca sobre mí.
Como llevar un tatuaje con fecha de caducidad, un recordatorio fugaz que solo yo puedo ver.
Sus dientes me sueltan, desde mi vista sesgada y entorpecida por el visillo de cabello, le observo posicionarse detrás de mí, la expectativa me escuece por dentro cuando me levanta de las caderas y acerca la erección a mi entrada, frota allí, abriendo mis pliegues, concediéndome unos segundos para estirar los brazos y levantar el torso.
Una tanda de besos breves y puros me hace arquear la espalda, generando un dulce estremezón placentero acentuándose en mi sexo. Enredo los dedos en la cobija en tanto los suyos se apropian de mis caderas antes de sumirse en mi interior, lento, en calma, inundándome de su arrebatadora tibieza. Me cuesta sostener la cabeza en alto con el primer remesón de sus caderas, enterrándose por completo en mi interior, y...
—¡Eros!
El grito furibundo de Hera seguido de un golpe seco en la puerta quiebra el aura de tensión y placidez sexual como si un proyectil lo atravesase y acabara echo trocitos en el piso.
Eros gruñe una palabrota que no identifico, no sale de mi, aplasta la boca contra mi cabello antes de aspirar hondo y apartarse de mala gana.
—¡¿Qué?!
Otro golpe, esta vez deja vibrando la puerta, no dudo que le haya dado una patada. Tiene toda la pantalla de no quedarse tranquila hasta que Eros salga, doy por terminada la sesión maldiciendo lo que sea que haya detrás de ese muro de madera.
—¡Sal ahora mismo! ¡Tienes basura que desechar!
A mis oídos llegan murmullos, siseos y sonido de tacones. El semblante fruncido de Eros acoge una arruga más. Me da un veloz vistazo casi implorando perdón, se toca el miembro, intuyo que sintiendo el mismo dolor punzante de lo que no se pudo completar. Se cubre la parte baja con la sábana y me deja la cobija, luego de asegurarse que me he tapado, abre la puerta de sopetón, y casi brinco del susto cuando un cuerpo se lanza sobre él y le enrolla los brazos en el cuello.
La imagen me descoloca y patea fuera de la trama desencadenándose frente a mí.
El tiempo se detiene, mi pulso como indicativa de que mis funciones siguen su andar continuo, pero cierta parte en mi pecho se fractura al contemplar el fervor con que esa mujer de preciosa piel oscura, pómulos marcados y labios gruesos le abraza.
—Ich dachte, ich freue micha uf deinen Geburtsag, aber ich konnte nich widerstehen.
«Pensaba esperar a tu cumpleaños, pero no me pude resistir»
Eros no hace nada, se limita a sostener la sábana, confusión y molestia poseyendo sus facciones. Ella abre la mirada por fin y se encuentra conmigo, la indiferencia es parte de su rostro libre de imperfecciones, pero no se queja, o siquiera dice nada, voltea el rostro tocando el cuello de Eros con la punta de su nariz respingada. La modestia y desconcierto me hacen arrebujarme bajo la cobija, el picor del llanto me toma la garganta, quiero preguntar quién es, o levantarme e irme, pero no puedo, mis músculos se han congelado ante la escena nauseabunda de otras manos tocar la piel del chico que hace unos segundos se hallaba dentro de mí.
Ella pretende darle un beso en la mandíbula, mi corazón se arruga y esconde, es entonces que ese gesto lo extrae del estupor, como si contacto le asqueara, la aparta de un empujón delicado, clavando la mirada beligerante en la mujer.
—Bertha, ¿qué haces aquí?
Ay señor... 😐
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