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"24"




Una de la madrugada del primer viernes de noviembre y en su honor, November Rain de Guns N' Roses me distrae de los maullidos escandalosos de los gatos del vecindario. Se adueñaron del escueto espacio de las escaleras de emergencia justo fuera de mi ventana. A veces pelean, como ahora, otras tantas hacen cosas, como aquella vez que intenté espantarlos y acabé yo asustada por los gruñidos que me lanzaron.

La voz de Axl Rose es de nueva cuenta opacada por los chillidos. La mirada me arde, la cabeza me palpita y a pesar de sentirme agotada física y mentalmente, el litro de café reposando en mi estómago mantiene a raya el sueño.

Nunca aprendo, literalmente. Incontables veces me dije que estudiar con la mente en pausa es igual a no estudiar en lo absoluto, pierdo horas de sueño valiosas, pero la ansiedad de sentirme cero productiva en mi tiempo libre me obliga a continuar con la pésima rutina. Esto es similar a tratar de llenar con agua un pocillo agujereado, un desperdicio.

Reviso la letra torcida de escribir sin parar las últimas horas eternas, la yema de los dedos adaptada al bolígrafo, el dorso de la mano irritado de tanto arrastrarla sobre el papel. Empiezo a mezclar apellidos de los presidentes con personajes monárquicos, fechas, acontecimientos y un sinfín de mierdas que ya no recuerdo, y en el preludio de Come Together de The Beatles, me doy por vencida, suelto de golpe el lapicero, profiriendo un suspiro de pura frustración.

Afuera, las pisadas de mi hermano y Maddie dirigiéndose a la habitación en medio de carcajadas se repiten en eco en mi cabeza punzante. Me refriego los ojos sin fuerza, al oír la puerta cerrarse de golpe, desvaneciendo el ruido en el acto.

Tengo dos opciones.

La primera, lavarme la cara, cepillarme los dientes y meterme bajo las cobijas a divagar entre a la espera de la venida del adormecimiento, empeorando mi más pesada que fastidiosa preocupación al imaginar un montón de escenarios miserables, comenzando desde el rechazo de todas las universidades, incluidas las últimas opciones. Trato de brindarme alivio recordando que ese no es el único camino, hay montones. Pero luego recuerdo que es el camino que yo deseo, que no me nace elegir otro porque ese, lo siento mío y termino peor.

La segunda. El mismo proceso, con la distinción de mirar una película aburrida mientras me bebo una taza de té de manzanilla. Provocarme el sueño se oye mejor que pensar en posibles maneras de perderlos.

Eso. Veré cualquier película interestelar y evadiré el constante y agobiante punteo de la inseguridad y la zozobra.

Recojo el desastre de cuadernos, libros, post its y resaltadores lo más rápido que puedo, amontonándolos a un costado y doy la vuelta con la idea de dejarlo allí y acomodarlo mañana, pero el pensar en dormir sin resolver ese lío me da la misma sensación que acariciarme la piel con un cuchillo. Inaguantable. Comienzo a meter cada lápiz con el resto, libros con libros, libretas con libretas.

Deslizo las notas junto al resto, contenta de poder saltar a la cama pero mi celular olvidado en las cobijas repica una vez, anunciando el ingreso de un mensaje. En dos pasos me tiro sobre el colchón, el aparato brinca pegándome en la cara, lo tomo cuando regresa a la sábana y me apuro en deslizar el dedo sobre la pantalla, conociendo quién me escribía a esta hora.

'Te ofrezco un batido a cambio de un beso, ¿aceptas?'

Atajo de un mordisco la sonrisa deambulando en mis labios. Tecleo sin filtrar un 'te los doy gratis', pero sueno tan urgida como me siento, tampoco puedo servirme tan fácil siempre, es decir, siempre lo hago y no me molesta, pero por favor...

'Claro, ven a buscarlo al mediodía'

Su respuesta es instantánea.

'¿Mediodía? Baja y hacemos el intercambio ahora'

Mi sonrisa desaparece al tiempo que los brazos se me adormecen y el corazón me palpita con animosidad, fuerte y sin recato. De la misma forma que me lance a la cama, me muevo a la ventana, echo a un lado la cortina asustando a los gatos y a mí, al divisar la camioneta estacionada en la calle de enfrente y a Eros apoyado en la puerta del copiloto, vistiendo nada más que un conjunto deportivo gris, su cadena y una expresión meditabunda que se evapora cuando una sonrisa se apodera de su boca al verme.

Dar con sus ojos a través del cristal sin tenerlo previsto me revoluciona las hormonas adormecidas. Se me erizan los vellos de la nuca al reconocer que la disolución en mis venas es la mezcla inestable de odio y adoración del sentir la montaña de emociones apretujándose en mi pecho de forma violenta.

Con solo verle, viéndome a mí.

Me hace una seña con el dedo para que baje, a pesar de la hora y el clima hostil, no me lo pienso para levantar la mano y pedirle que espere. Agitada por el precipitado cambio de planes, cubro la ventana con la cortina y salgo corriendo al baño para lavarme la cara y cepillarme los dientes. Al salir rebusco en los cajones ropa, no tengo más que un viejo vestido verde menta holgado, sin magas ni escote de hace años, está deslavado y los hilos sueltos parecen ser parte de su encanto. Consigo nada más que el gorro y abrigo, mañana me toca día de lavandería, la vista del cesto de ropa desbordando me cae como una patada en la pantorrilla.

La limitación del ruido me dificulta moverme con rapidez. Logro colocarme la prenda maldiciendo desde ya el frío que me va a calar los huesos de las piernas, me aplasto la cabeza con el gorro sin peinarme más que las puntas del cabello, me con el suéter y tomo mi cartera con identificación y dinero. Antes de acercarme a la ventada, inhalo profundo, de una loca manera me encuentro tan nerviosa que los dedos se me acalambraron y no a causa de la baja temperatura.

Subo el vidrio aspirando ser tan silenciosa como la misma muerte súbita, pero los jodidos gatos chillan del susto otra vez como si les pisara las colas con un martillo. Huyen raspando el metal con las garras, despejando por fin mi salida de escape. Son tres pisos, al tener rendijas se mira todo hacia abajo, el vértigo me come las entrañas y de repente, el batido no vale tanto como hace un minuto.

Eros se guarda el móvil en el bolsillo y se aproxima al pie de las escaleras. Respiro varias veces antes de comenzar el descenso, aferrada como un pulpo temeroso a la baranda sin mirar del todo al suelo. El viento me talla la piel desnuda y enfría la nariz en cuestión de segundos, me arrepiento de no traer los guantes cuando percibo escalofríos desde mis manos tocando el metal a mi columna vertebral. Casi suspiro de alivio al llegar al final, casi, porque hay que dar un salto de al menos un metro para caer al piso, luego de quedar guindado en el último tramo de escalones. La idea me constriñe el estómago y obstaculiza los pulmones.

No, no hay manera de que yo quede como Mufasa, sobre todo cuando la posibilidad de tener el mismo final no son tantas, pero sí que las hay.

Eros nota mi duda y de seguro el miedo pegado a mi semblante, estira los brazos y agita las manos.

—Déjate caer, yo te atajo—dice con firmeza.

Niego con esmero sin poder tragar saliva. La distancia me ha cerrado la garganta.

—No, mejor ve solo a comprar el batido y yo te espero aquí.

Apoya las manos en mis caderas, mirándome como si le hubiese vociferado un insulto.

—Sol, confía en mí—murmura lo que se oye como un pedido.

Refreno el extraño aguijonazo que el significado implícito en sus palabras me clava en el centro del pecho. Puede que el café me haga delirar o entender cosas erradas, inexistentes, pero se ha sentido como algo más que una simple oración en el contexto adecuado.

Le miro impasible desde mi altura, sosteniendo el vestido contra mis piernas, cubriéndome del viento helado. Sus ojos encadenados a mi rostro con la vehemencia suficiente para encenderme las mejillas, destellan iluminados por la farola incandescente, metros encima de su cabeza.

Me agota sobre analizar las cosas, incluso aquellas que pecan por su sencillez y es por ese motivo que me aboco tanto a buscarle doble sentido. Pienso demasiado, y es bueno, como también lo contrario.

—Confío en ti—reafirmo, apuntando al suelo—, no en la fuerza de gravedad.

—Es un metro, de mis brazos no vas a pasar—ratifica, extendiéndolos otra vez.

Demasiado drama por un batido, ese beso lo tiene que valer.

—Ahí voy—aviso, tomando una larga respiración.

Me siento en la orilla, el frío del metal traspasando la delgada tela del vestido. Los nervios, el vértigo comprimiéndome el estómago y la brisa me ponen a temblequear de pies a cabeza, una presión me cubre entera al sacar las piernas, darme la vuelta y agarrarme al barrote final de la escalera recortada. La sensación de estar flotando me despega un chillido de la boca, uno que no puedo reprimir. Subo la mirada esperando conseguir a mi hermano asomado de mi ventana.

Las manos de Eros me toman las piernas enseguida, deteniendo el ligero balanceo. La respiración se me atasca y choca con la risa que me asalta. Esto ya es ridículo.

—Te estoy mirando todo el culo desde el mejor ángulo, me voy a enojar como el tipo que se acerca haga lo mismo.

Articulo un gruñido, más enojada conmigo que con él.

—¡Deja de verme el culo y pon atención a la caída!—exclamo entre dientes—. Uno, dos y ¡tres!

Me dejo ir, y nada pasa. Nada.

Sigo a la misma altura, es Eros el que me baja despacio, trasladando las manos de mis piernas a la cadera, cintura y pecho hasta que mis botas concreto. Tenía razón, era un drama demasiado ridículo para lo que fue. Evado mirarle a la cara mientras la vergüenza se me pasa, me sacudo el vestido y subo el cierre del abrigo, observando lo solitaria que luce la calle. Se nota que vivimos lejos de la zona céntrica.

—¿Ya ves? Nada malo ocurrió—habla, antes de proferir una risita.

Traslado la vista a lo suya.

—Nunca más hago esto—repongo con una firmeza que ni yo misma me creo.

Si lo haría, por el batido, un beso y pasar el rato con él, lo haría otra y muchas veces más. Me siento recompensada al atisbar la sonrisa ufana adornando su semblante tinturado de un sonrojo, producto de la ventolera. La tonta idea de presionarle la nariz solo para testear que tan roja podría llegar a ponerse me bordea la mente y se me cae en el momento que él lo hace con la mía, ensanchando la sonrisa.

—Seguro—murmura, extendiendo el brazo a la camioneta, cuando doy un paso, se detiene delante de mí—, espera, mi beso—exige, y su rostro se vuelve un borrón, un segundo lo tengo de frente, en el mismo segundo, contra mi boca.

El súbito encuentro me hace retroceder dos pasos, buscando asirme a sus brazos por la estabilidad que me ha quitado. La tibieza de su boca contrasta divinamente con el frío de la mía. Me paro en la punta de los pies hincando los dedos en sus bíceps, pretendiendo seguirle el ritmo lento, adueñándome del sabor característico tan suyo, ligado al sutil indicio amargo de que no hace mucho estuvo fumando.

Olvidé lo cautivante y arrebatador se siente besarlo, espero que me pase otra vez, si él se ocupa de recordármelo con esta misma avidez.

Elimino la distancia sobrante rodeándole el cuello con los brazos y aunque la vergüenza me azota las mejillas e inunda de color, percibir sus brazos rodearme esfuma el sentimiento.

El ruido de una bicicleta pasando cerca de nosotros, tanto que el viento provocado me revolotea la falda, me devuelve la mente a la tierra, recordando que estamos en medio de la calle.

—Quiero mi malteada—digo en un suspiro contra su boca.

Él ríe levemente y abandona un furtivo beso final antes de separarse. Andamos los pocos pasos entre la camioneta y nosotros, se apura abrirme la puerta y ofrecerme una mano para saltar sin problemas al asiento, me causa gracia que ya no duda o se muestra fuera de foco como las primeras veces que lo hizo.

Me recibe el leve calor de la calefacción, el aroma a perfume, nicotina y el susurro de la música. Le miro dar la vuelta con el ardor de una emoción apabullante atorada en el pecho.

Me siento extraña al escapar de casa, mal, bien, simplemente sentía y lo hacía mucho. Es que no era por el hecho en sí, ya lo hice muchas veces antes, es con quién. Comenzaba a estar más cómoda en compañía de Eros él, indudablemente segura haciendo cosas que solo podía ejecutar en privacidad, y me divertía más compartirlo con él. Como continuase a ese ritmo, se convertiría en cuestión preocupante más que agradable, tengo la certeza, porque si ahora me siento así, ¿cómo será más adelante?

Hace días se ha vuelto más abierto, me cuenta su vida, su infancia, los tropezones en su adolescencia. Todo, mientras me preparo para el trabajo y él se fuma un cigarro en la ventana, con mi café en la mano.

De nuevo, sobre analizando todo.

Tan pronto Eros toma asiento detrás del volante y cierra la puerta, le sube a la calefacción, antes de que me ponga el cinturón él como si fuese una niña pequeña, lo hago yo. Guarda silencio mientras maniobra con los mandos, poniendo el auto en marcha, directo a la vía principal.

—El McDonald's queda dirección contraria—le recuerdo al percatarme que no ha girado dónde se suponía.

Niega, tamborileando un dedo en el volante.

—Vamos al de Manhattan—responde, mi ceño se frunce.

—¿Cuál es la diferencia?

—Manejar por la noche me relaja, ¿a ti no?

La forma tan natural de decirlo me saca una sonrisa.

—No sé manejar, pero supongo que sirve como mecedora—contesto. Volteo a verle con los ojos expandidos a más no poder—. No te quedes dormido, nos quiero vivos, ¿bien?

—Trata tú de no dormirte aún, parece que vas a caer encima del tablero en cualquier segundo—devuelve, a modo de recriminación—. ¿Cuántas horas duermes, Sol?

Vuelvo la vista al frente. ¿Me veré demacrada? Trato de beber mis dos litros de agua al día y comer balanceado. El problema tiene que ser las ojeras, no llevo nada de maquillaje encima, aunque me ha visto más en fachas que arreglada. La pregunta me ha dejado un sabor amargo en el paladar.

—¿Cinco, cuatro? No lo sé—digo a media voz—. ¿Me veo... fea?

La pregunta sale atropelladamente de mis labios, de inmediato me arrepiento de hacerla. Me muerdo el interior de la mejilla, el fervor de la vergüenza irrumpiendo mis pómulos. Lo sentía tan arraigado a mi rostro que tengo que bajar la mirada a mi regazo, huyendo del segundo de atención que sus ojos intrusos me ofrecen.

¿No me podía quedar callada? La duda latente me dice que no, pero el miedo a una respuesta afirmativa me quiebra la seguridad.

Oigo el sonido de su risa apacible, aún con la vista en mis muslos, reparo en su mano levantado el vestido para descansar sobre mi piel helada y ceñir los dedos con fuerza.

—Te ves preciosa, Sol, siempre, todos los días, en cualquier momento, a cada rato—rebate, no sentirme arrullada por la certidumbre en su voz es tarea imposible—. Admiro tu empeño en ganarte la beca, lo entiendo, es tu prioridad, pero como sigas así vas a colapsar y será contraproducente.

Sé que tiene razón, pero dársela implica dejarle ganar, y eso atenta contra mi integridad emocional. Me acurruco contra la puerta, descansando el costado de la cabeza contra la ventana, la tela del gorro funciona como almohada. A estas horas el flujo de vehículos disminuye considerablemente, no hay embudos, ni atracones, ni la irritante sinfonía de cláxones y frenos en seco por algún impertinente cruzando sin ver a los lados. Eros no hace paradas al entrar al puente de Brooklyn, hunde el pie en el acelerador, las luces lejanas de la ciudad se difuminan como estelas fortuitas, mantengo la vista en ellas y no el extenso canal de agua oscura, como el mismo cielo sin estrellas.

Restriega círculos concisos la yema de los dedos en mi piel, del contacto resultó una onda de calor, y triplicando la velocidad del auto, sube y se concentra en mi vientre.

—Me reclamas y tú haces lo mismo—objeto, mirándole de reojo—. ¿Qué haces despierto a esta hora?

Chasquea los dientes, afincando las huellas en mi dermis.

—En mi no es usual, en ti si—contradice—. No podía dormir.

Aparto la cabeza de la ventana y me enfoco en su perfil, merodeando entre cavilaciones, tratando de pescar una plausible. El encontronazo de un par de días con el hombre de la cámara aparece en mi cabeza como una gran viñeta.

—¿Por lo del tal Jansen?—inquiero sobresaltada—. Si me explicaras podría entenderte, porque lo último que supe es que no te interesa que la prensa te...—me interrumpe modulando la voz, no quería sonar afectada—, te vean conmigo. ¿Es él el de esas fotos, verdad?

Estoy montada en un subibaja de emociones. Un momento me siento en la cima, dichosa de escaparme de casa por una malteada y besos, en el otro, pendo en el filo de la enervante inseguridad. Por cosas mías, pues la molestia de Eros es razonable, misma que resulta de ser fotografiado como a un animalito en exhibición, ¿a quién le gusta que lo acosen en sus momentos privados? Debe existir gente así, no lo dudo, pero sabiendo la problemática de la que recién hace meses salió, no me parece que él pertenezca a ese grupo selecto.

Me impresiona como en segundos me creo un problema y al siguiente lo resuelvo. Todo, sin abrir la boca. Lo tomaré como un don.

—Jansen no trabaja para la prensa, me seguía para enviarle información a otra persona—informa, enseguida maquino para darle forma lo que ha dicho—. Él si filtró la información de mi residencia y las imágenes en Coney Island pero lo hizo por cuenta propia.

Bueno, eso es otro canto, uno más siniestro. Tengo tantas preguntas, ideas y presunciones arremolinadas en la cabeza, obstaculizándose entre sí, que me imposibilitan llegar a una conclusión. Escudriño su semblante, caóticamente tranquilo. Como si estuviese en ese punto dónde todo le genera tantísima preocupación, que prefiere desechar el sentimiento y olvidarse de los problemas un rato.

Y eso aumenta mi inquietud, ¿qué razón puede tener alguien para hacer tal cosa? ¿Tiene que ver con su vida privada, su familia, la compañía? He visto los suficientes documentales criminales dados en familias pudientes para sentir el frío del temor recorrerme el cuerpo.

Necesita ayuda, un interruptor de pensamientos me vendría excelente.

—Aunque si lo piensas, tampoco sería el secreto mejor guardado, se supone que la única sucursal de la compañía está aquí—menciono, inclinándome hacia él—. Recapitulando, ¿estás diciendo que te siguen con otras intenciones? ¿Por qué?

Inhala hondo, removiéndose en el asiento.

—Es lo que trato de averiguar.

—¿Es peligroso?—pregunto, fijándome en la curva de sus pestañas gruesas.

Ignora la pregunta de la manera más educada: subiéndole volumen a la música.

A Tale That Wasn't Right, de Helloween.

Ruedo los ojos.

—No desvíes la conversación.

—Ulrich la escuchaba tanto que se convirtió en un himno en casa—continúa.

—Eros...

Sol—menciona mi nombre en la disonancia hosca y a la vez dulce de su voz—. Permíteme dormir esta noche sin que el peso de los pensamientos le abra un hueco a mi almohada, por favor.

Me impresiona la dulzura impregnada en el pedido. Se oye cansado, extralimitado e incluso confundido, y me descoloca, me saca del escenario sin saber cómo actuar o que decir.

Acostumbro a tratar con el chico de actitud insolente, a veces demasiado hosco, pero manteniendo el porte altivo de amo y dueño del mundo y sus alrededores. Cuan extraño es estar cerca de él en un momento vulnerable, no por desagradable o cargante, más bien porque ha precisado ir a buscarme a casa, sintiéndose de esa manera y sin necesidad de ocultarlo. Solo tengo esta molestia rasguñándome el pecho, acelerando el continuo anhelo de estrecharlo contra mí, fundirme en su tibieza y apropiarme de su aroma.

Quiero decirle que todo estará bien, aún cuando no comprendo del todo que es lo que está mal.

—Lo lamento.

Su suave risa acompaña mi susurro.

~

—Con esto en el estómago menos vamos a poder conciliar el sueño—protesto, sintiéndome el parásito más grande de todos—. Es tu culpa, yo pedí un batido nada más.

Después de tragarme un menú completo, hamburguesa, pollo, papas... respirar me parecía sobrevalorado.

Comí por gula, porque la cena me dejo satisfecha, pero no pude negarme al recibir el pedido, yo solo había querido la bebida prometida. Eros tragó migajas, lo que le ofrecía, se olvidó de la bolsa en el momento que me la dejó en el regazo. Atiborrada hasta el esófago, dejo que la brisa forme nudos en mi cabello. Se ha detenido una brevedad al costado de la carretera, bajado la ventana de su lado y encendido un cigarro antes de seguir a la vía de regreso a Brooklyn. Reduce la velocidad, disfrutando del viento, la nicotina y la noche entera.

—Pudiste botarlo.

Cometo el error de moverme, únicamente a mirarle con una fiesta de injurias apresadas en ese contacto.

—La comida no se bota, Eros, es pecado—sermoneo, como lo hizo mi fallecida abuela Elena conmigo.

De su boca brota una risa sin gracia mezclada al humo del tabaco, dispersándose de inmediato con el viento.

—Tengo muchas definiciones de pecado, ninguna compagina con la tuya—su voz apenas audible.

La música engulle la tensión fluctuante y perenne entre nosotros, no me extraña que Body Electric de Lana Del Rey se encuentre entre el repertorio de Eros, Hera en definitiva se ha involucrado en la lista de canciones. El fuerte olor a cigarro me quema las fosas nasales, aún cuando el fluir de la brisa es constante. Contemplo su perfil, admirando la curva de su nariz, la mandíbula remarcada, la barba cuidada, el cabello revuelto. Me hinco las uñas en las palmas de las manos, rehuyendo la insurgente necesidad de trazar cada relieve con la punta de mis dedos.

Descanso la espalda en el asiento inclinado hacia atrás, resintiendo el leve bamboleo del auto. Si no hubiese ingerido tanta comida, ya me hubiese encontrado en la quinta fase del sueño.

Eso, o es que me cuesta prescindir de la presencia arrolladora de Eros, no quiero perderme ni un segundo del recorrido

—¿Por qué fumas?—cuestiono al verle acabarse el tubo—. Yo sé que la pregunta es extraña, pero quiero saber la razón de que luzcas como una chimenea—la comparativa le extrae una risa, me apuro añadir—, una guapa.

Se encoje de hombros, torciendo los labios.

—Calma mi ansiedad.

—Deberías darme uno—respondo a su vez—. Últimamente he perdido cabello por esa mierda.

Niega con avidez, botando la colilla a la carretera.

—No, no te pierdes de nada bueno—rebate, volteando a verme un segundo, algo en mí le enmarca el viso con una sonrisa pequeña—. Me encanta tu cabello desordenado.

Ah, era eso. Deprisa, antes de dejarme atrapar por garras de la vergüenza, devuelvo el gorro a mi cabeza, peinando las cerdas enrevesadas en el cinturón de seguridad.

—Qué bonita forma de decirme que me veo como un desastre—digo indignada—. Tengo una pregunta pero no quiero que la tomes a mal.

Hace días, desde esa tarde de tutoría de álgebra que la interrogante se hizo un hueco en mi mente. Esa vez decidí morderme la lengua y callarme la pregunta por no querer hacerle sentir presionado; me dije que la soltaría en el momento adecuado, y este no lo es. La noche se desarrolla en calma, Eros transmite una sensación pacífica ajena a él, y aunque es contradictorio, es exactamente eso lo que me inspira a proseguir.

No quería conocer del todo la relación que mantuvieron, pero no podía suprimir el escozor provocado por la insistente curiosidad.

—¿De cuándo acá te reservas tus dudas?—sondea acentuando la divina sonrisa de antes.

Por segunda vez en la noche, tomo fuerzas apoyándome en un conteo. Uno, dos...

—¿El otro día hablabas de Guida?

Desde mi postura, atisbo la ligerísima arruga en medio de sus cejas, le tomé por sorpresa y ya no estoy tan segura de seguir respirando. Espero uno, dos, tres, cuatro y cinco segundos, no pasa nada, Eros se toma otros más, maniobrando el auto sumido en él y nada más.

Y cuando creo que no me dirá nada, suelta una bocanada de aire.

—¿Sabes de Guida?—cuestiona incrédulo.

Enarco una ceja aunque no pueda verme.

—¿Debería saber de Guida?

¿Qué sé de Guida? Antigua mejor amiga de Hera, unidas desde la infancia, la única que la entendía y le agradaba lo suficiente para hacer pijamadas seguidas. Los problemas vinieron entrada la adolescencia, la chica no pasó desapercibidos los coqueteos de Eros, y acabó enamorándose tanto de él, que Hera pasó a convertirse en una extraña. Iba a casa por él, pasaba el tiempo que podía con él, la amistad se quebró y Hera quedó sin el apoyo de su amiga, en el momento más difícil de su vida.

La interrogante surgió al oír el profundo aprecio por la desconocida en la voz de Eros, y yo que jamás me había sentido de cierta manera, experimenté el duro aguijonazo de los celos.

Que sensación tan terriblemente ácida y tomando en cuenta el contexto, sin sentido. Me hizo sentir una completa idiota carente de madurez. No tenía porque actuar de esa forma si ni siquiera conocíamos la existencia del otro. Me descolocó, me sacó del carril del juicio, porque no percibo lo mismo al pensar en sus momentos con Mandy, Irina, Christine y Stella. Y encontrar la diferencia en los casos, me descompensó de tal modo que casi lloro de la rabia por querer deshacerme de las emociones y no poder.

Por aquella chica de su país sintió lo que por ninguna de estas sí, y es eso que se supone, siente por mí.

—Por mí no, en lo absoluto—vocaliza sin vestigio inseguro—. ¿Tu quieres saber de Guida?

¿De verdad quería?

—Sí, pero no—su cara se compungió en una mueca confusa—. Me explico, quiero saber que fue para ti pero por amor al arte informativo, no porque me preocupe o algo similar.

No era del todo una mentira, si quería por lo primero, pero más por lo segundo, o no podría dormir esta noche.

—Arte informativo—repite, profiriendo una risa—. Muy bien, pues; Guida es una chica preciosa, tiene un carácter sencillo de llevar, muy imaginativa y con un corazón que guarda mucha fe por las personas incorrectas en los momentos menos convenientes.

Contengo el aire, desenmarañando lo dicho entre palabra y palabra. Esa ha sido un bonito y peculiar resumen que me dice que ella lo quiso más que él a ella, porque llegó a quererla, ¿no? La reciente duda carga de tensión incómoda el aire, saboreo el último rastro de malteada en mi lengua, sopesando la situación, comparando entre aquella y esta, maldiciendo un momento después por hacerlo.

Para eso es esto, el tiempo de prueba, yo misma lo dije, testear que tan bien compaginamos, ha quedado clara y remarcada la indudable química en la cama, el desenvolvimiento suyo y mío, como una danza antes preparada de la que no tuvimos idea. Casi un mes adentro, las conversaciones pasaron de ser rebuscadas, incluso incómodas a emanar de la nada, de apreciar los silencios y la simplicidad de las miradas.

Pero esa es mi perspectiva, puede que la suya sea distinta, y el recuerdo de estos días pase a ser eso, una bonita y peculiar descripción más en su vida.

En definitiva, necesito abandonar el café y dormir más.

—¿La quisiste?

Parpadea un par de veces, procede a hundir todavía más el entrecejo.

—Le aprecio, es todo—dice, produciéndome un leve cosquilleo en el estómago por el acento genuino de su voz—. ¿Contenta?

Feliz.

—Sí—acepto fieramente—. Deberíamos hablar más seguido a estas horas de la madrugada y así, paseando en el auto, eres tratable en esta circunstancia.

Soy presa de la vehemencia de sus ojos un segundo entero.

—¿Tratable? ¿No lo soy en el día?—tantea, el sonido de una risa unido a su tono.

—Un poco, luego de fumarte un cigarrillo—bromeo de vuelta.

Nombrar el mortífero vicio le abre las ganas por otro. Se las arregla para sacar un segundo tabaco y encenderlo con el vidrio arriba, mismo que vuelve a bajar, permitiendo el ingreso de la gélida ventolera. Verlo relajada, como quien suelta grilletes, me da a pensar que subimos un nivel más. Pudo contarme algo privado sin rezongar ni desviar el tema, continúa luciendo como un chico de la mano del sosiego y la serenidad de la madrugada.

No puedo decir que esta versión apacible de Eros me gusta más, a todas sus facetas deseo contarle las pecas mientras reposa exhausto a mi lado, a todos quiero desgastarle los labios a besos, a todos quiero ceñir contra mi piel desnuda y apretar en medio de mis piernas.

—Me acabo este segundo en tu nombre, con la promesa de darte la mejor noche de tu vida—decreta, despidiendo una humeada espesa.

Sé que se acerca el inevitable descenso a lo desconocido, porque me gusta Eros en todas sus facetas.

—Es promesa—afirmo, aspirando el veneno expulsado de su boca—, asegúrate de cumplirla.

Horas más tarde despierto sumida en el conticinio de la noche, sofocada por el peso caluroso presionando contra mi pecho, asfixiándome. El miedo me corroe en segundos, mi instinto de preservación me obliga a quitarme eso de encima, es entonces que un gruñido me advierte que eso, es el pesado brazo de Eros, su rostro junto al mío, hundido en la almohada, su pierna el doble de pesada presionando la mía. Y los recuerdos de las últimas horas caen en picada.

El mensaje, el beso, el batido, la conversación.

Eros escalando a mi ventada detrás de mí, obligado a ver mi película favorita, él dormido minutos después y yo sin el corazón para despertarle, me hice un espacio a su lado, cerré los ojos y le seguí.

En mi interior sufría el picor del miedo a que Martín entrara de repente y me consiguiera en semejante postura con el chico que se supone, tiene prohibido el acceso a casa. Pero maldita seré si aunque la postura no era la más favorecedora para ninguno, me daba una infinita seguridad e inundaba el cuerpo de calor reconfortante. Desecho el pensamiento de mi hermano y me apretujo más contra él, disfrutando de la calidez de su piel y el suave golpeteo de su respiración contra mi pómulo, incluso en mi profundo letargo.

Nunca me había sentido tan sumida en un sueño, como esa noche.

Guida suena como a Guiso, pero en realidad en Gyda de Vikings😭

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