Maxwell, no Jamie.
Cabello castaño, ojos azul oscuro. No rubio de ojos verdes.
El hecho me toma por sorpresa, estoy segura de tener una mueca inquieta y cuadrada conteniendo los límites de mi cara. Me siento de esa manera.
¿Maxwell? Pero, ¿cuándo? ¿Dónde? Estoy perdida, desorientada, como si me hubiesen introducido a un cuento distinto al mío cuya trama desconozco. Hera es la persona más reservada que conozco, incluso más que Eros, pero no sabía a qué extremo, digo, ¿los amigos no se cuentan los acostones? ¿O es qué este es tan poco importante para ella para pasarlo por alto?
Luego tendría tiempo para divagaciones y teorías, justo ahora, no mirarle el miembro al chico al filo del desmayo y tratar de quitarle la panty a Eros de la muñeca son mi prioridad.
Y aún en el calor de la situación, Eros no se deja despojar.
—No tenías derecho, Eros—gruñe Hera cayendo sobre sus rodillas junto al chico. Maxwell cierra los ojos, gimiendo de dolor—. Hey, Max, ¿me oyes?
—¿Vas a responder o te tragaste la lengua?—Eros le propina un puntapié sin intensión de dañarlo, es más un movimiento para que vuelva a la realidad. De todas maneras le doy un empujoncito con mi mano en su pecho descubierto que le hace retroceder un paso—. Ponte de pie.
—Dale un minuto, lo enviaste a otra galaxia—pido, ayudando a Hera a levantarlo. Un solo golpe y tiene al pobre chico con la mente en blanco.
Maxwell le pone empeño presionando los talones contra la alfombra de Hera, facilitándonos la tarea. En el proces Hera y yo compartimos una mirada cómplice, ella ríe y en un descuido la sábana por poco se le cae también.
—Te quiero fuera de mi casa, ahora.
Maxwell se toma un breve lapso de tiempo para recomponerse. Se refriega los ojos, agita la cabeza y otro hilo de sangre le gotea de la nariz. Hera le pasa un cojín que él usa para cubrir su cuestión, me hago una nota mental de nunca más tocar nada de la indumentaria de la cama de Hera hasta asegurarme que la ha cambiado.
Ella observa alterada la sangre empapando el mentón del chico, enseguida saca la cajita de pañuelos descartables que guarda en la gaveta de la mesa de noche y él se limpia el área, sin perder el gesto de dolencia.
Verlo duele, físicamente duele. Me tengo que tocar la nariz para desvanecer la extraña sensación.
Eros cruza los brazos y se reclina contra la pared al costado de la puerta. Contempla la escena como buitre a la espera de que su próxima presa pase a mejor vida para darse el banquete de su existencia.
—Ayúdame a entender, mein freund—dice con la voz grumosa—, ¿Por qué la agresividad?
«Mi amigo»
Eros bosqueja una mueca de hastío, despegándose de la pared con aquella actitud defensiva que me descompensa y baja la sangre a los talones. Hera se pone de pie delante de Maxwell al ver a su hermano acercándose, cosa que le hace fruncir el ceño a él.
—¿Te parece poco que te haya encontrado en la cama con mi hermana menor de edad?
—Casi como un déjà vu, ¿no te parece?—comento con gracia, enlazando una mirada de un latido con Eros.
Niega con ímpetu e indiferencia. Casi me suelto a reír, ¿cuánto cinismo cabría en una persona? Eros es insaciable en más de un sentido.
—Hacer el amor es parte de nuestra naturaleza, eso lo sabes tú muy bien—declara el Maxwell con soltura y seguridad, moviendo la vista a mi posición—. Perdona la intromisión, pero, ¿no eres de la misma edad que mi Hera?
—Lo soy y sí—confirmo, arrojando una mirada incriminatoria al implicado—, Eros es un completo hipócrita.
Maxwell articula una risa ahogada. Hera le pide que incline la cabeza hacia atrás para detener la hemorragia, él ensortija el brazo libre en la cintura de la rubia, como si estar desnudo frente a una desconocida y el hermano de la chica con quien hace minutos desordenaba la cama fuese algo que aconteciera en su día a día, algo normal, sin mayor relevancia.
En pocas palabras, Maxwell actúa como si le importara un rábano y eso me agrada.
Eros inclina la cabeza a un costado.
—No reflejes tu situación en mí, yo conozco al hermano de Sol.
De todas las maneras que pudo voltear la situación a su favor, se ha desencantado por la peor.
—Y yo te conozco a ti—replica Maxwell colectado y firme, esbozando una sonrisa que pretende ser inocente, pero que termina siendo un mohín sin forma.
El limitado control de Eros se desvanece, adelanta un paso, su semblante descompuesto de indignación. Toma dos zancadas hacia Maxwell, Hera y yo conseguimos bloquearle el paso a la a brevedad.
—¡Ya basta!—chilla Hera, su rostro explotado de un sonrojo tan fuerte como el de su hermano—. No tengo porque soportar esta mierda, ¡cuando claramente vienes de hacer lo mismo que yo!
—Eso es verídico—le secunda Maxwell, obstruyéndose los orificios nasales con más papel.
Lo sabía, sabía que se daría cuenta, es obvio, pero seguía cargando ese destello de esperanza de no quedar en evidencia, de nuevo, frente a otros.
—Solo quiero aclarar que no hicimos nada—me defiendo con un hilo de voz—. Casi.
Me ignoran olímpicamente, los dos enzarzados con gran devoción a la discusión.
—¡Mira lo que tienes ahí!—le acusa Hera hecha una furia, apuntando a la muñeca de su hermano como si fuese una víbora y no un pedazo de tela lo que lleva enrollado—. ¡Eres un...! ¡No lo sé, pero algo eres! ¡Sal de mi recámara! ¡Fuera!
—Lárgate de mi casa—brama Eros, recogiendo el pantalón del suelo para lanzárselo a Maxwell a la cara.
El muchacho farfulla una grosería en su idioma, pero procura zambullirse en la ropa sin revelar más de lo adecuado.
—Hablemos un minuto—intenta conversar, pero Eros manotea la puerta en un ademán furioso.
—¡Ahora!
—¡No grites!—grita Hera.
Maxwell ni siquiera consigue abotonarse el pantalón cuando Eros le agarra del brazo y lo arrastra a la puerta bruscamente. Maxwell profiere sonidos quejumbrosos, lo más probable es que continúa mareada por el puñetazo.
Hera trata de entorpecer la salida de su amante formando lo que suenen como oraciones inconclusas en alemán, Eros ni se inmuta de ella, la echa a un lado sin esfuerzo tomándole del brazo para sacar al chico de un empujón nada cuidadoso de la recámara.
Maxwell luce como una Barbie luego del makeover a manos de una niña de tres años con tijeras y pintura roja.
—¡No seas animal!—exclama Hera queriendo ir con Maxwell, pero la mano de su hermano la detiene.
—Si quieres salir con mi hermana, ven con ropa decente y me lo pides formalmente—espeta, encolerizado—. Como te vuelva a encontrar huyendo de mi casa, no tendré la misma tolerancia que tuve hoy.
—Du bist zynish und heuchlerisch und... und, ¡und zynish und heuchlerisch wieder!—exclama Hera, enojada hasta el último cabello.
«Eres un cínico y un hipócrita, y... ¡un cínico y un hipócrita otra vez!»
Me han expulsado del pleito, no entiendo una total mierda.
—Muss ich Sie um Erlaubnis fragen?
«¿A ti tengo que pedirte permiso?»
—Bueno bueno, si van a empezar hablar así—intervengo alzando las manos—, entonces yo comienzo hablar así.
Detienen el jaloneo para fincar las miradas confusas en mí, asumo que no se dieron cuenta del cambio de idioma hasta que lo resalté. Hera toma el intervalo de silencio para pasarle la camisa a Maxwell y ayudarle abotonársela.
—Perdona, Sonne—Maxwell masculla la disculpa con la voz gruesa de dolor.
Apenas registro el movimiento de Eros de meter a Hera a la recámara antes de cerrarle la puerta en la cara a Maxwell, los vellos se me erizan al creer que le aplastado la nariz pero, o el chico tiene reflejos de oro o ya no siente nada, porque no oigo más que su risa.
—¡Nos vemos mañana, florecilla!—grita al otro lado de la puerta, Eros arrugar la nariz antes de meterle una patada sin fuerza a la madera.
—¡Adiós!—vocifera Hera de regreso, gira a aniquilar a su hermano con la mirada—. No te soporto, Dios sabe que no.
Hera le pasa por un lado, fastidio y decepción adornando sus facciones delgadas.
—¿Maxwell? ¿Maxwell?—subraya Eros, tenía la misma expresión de alguien que ha recibido una bofetada inesperada.
Me muerdo la lengua para no soltarle que pude ser Jamie. Hera rompe mi pensamiento al subirse a su cama arrebujándose bajo la sábana.
—Me causa sorpresa que te impresione—respondió ofuscada—. Guida hablaba maravillas de él, tuve la curiosidad de...
—No confiaría en la opinión de Guida, precisamente—le irrumpe Eros mordaz.
Guida, el nombre me suena conocido. Sé que lo he oído antes, es obvio que de los labios de Hera, aunque rebusco minuciosamente en la infinidad de archivos dentro de mi cabeza, no doy con recuerdo ni el contexto.
El fingido gimoteo de Hera me rompe la burbuja.
—Me dañaste el momento, me siento tan frustrada.
—Y tú me lo dañaste a mí—replico, ocupando la cama con ella—. Eso pasa por no avisar dónde estarías, si yo sé esto lo llevo a mi casa.
Ella sorbe por la nariz, rebotando el mentón en el cojín que abraza. ¿Pero cuánta mierda tiene sobre la cama?
—Es cierto—lloriquea—, es que, Sol, me desconecté y...
—Sí sí, yo entiendo.
—Puedo escucharlas—interviene Eros.
—Lo sabemos.
—Y no nos importa—acota Hera—. Merezco una disculpa, dame tu tarjeta.
Hace una mueca de exasperación, pero no se opone a sacar la billetera y extenderle el pedazo de plástico negro. Hera se la arrebata, dedicándole una mirada de muerte un latido antes de que una sonrisa le desgarre la cara en dos.
—Hablo en serio, no lo quiero volver a ver por aquí sin que haya venido hablar conmigo primero.
No quiero meterme en la discusión, pero el instinto me sobrepasa.
—Comienza a preocuparme lo sencillo que es para ti ser tan cínico, es como una señal de advertencia en letras rojas y brillantes, no me gusta eso.
¿Qué podría quedarme de esto? ¿Qué esperaba?
Apenas han transcurrido casi dos semanas del trato, no hubo día que no le viera en clases, en casa, el único día que no pasó por mí al salir del trabajo fue anoche y me he encontrado con el detalle de que ciertamente Eros no es chico de muchas palabras, es de acciones.
Nunca alardea de nada, ni de su dinero, no tiene porque hacerlo se le nota desde el cabello a la punta de los zapatos que pertenece al jet set, al estrato más alto de la sociedad. Jamás me ha prometido volarme la cabeza a punta de orgasmos, lo hace y ya está. Tampoco se vanagloria de su obvia inteligencia, me lo demuestra siempre que necesito ayuda en alguna materia, me ayuda a mí, que mis notas alcanzan la excelencia.
Eros es dueño de un montón de cualidades, lo reconozco no porque lo he oído de su boca o de otras, lo sé porque me he topado con ellas, pero por el otro lado, en situaciones como estas, mis alarmas se encienden y me gritan 'cuidado'. Quiere mantener todo bajo su estricto control, Hera es así, pero con sus cosas, Eros tiene la jodida predisposición de manipular a quien sea si las cosas no se resuelven como él lo deseo, y sin contar sus evidentes problemas de inseguridad.
Eso en tan pocos días. A veces me sorprendo a mí misma con mis niveles de análisis.
—No hagas esto sobre nosotros, Sol, son dos casos distintos.
Me cruzo de brazos, frunciendo los labios.
—¿Estás seguro de eso?
Ninguno tiene la intensión de sucumbir a la mirada del otro. Él se aferra a su estúpido argumento como si fuese vital para él,y yo no me acolito a desprenderme del mío. Percibo la mirada de Hera sobre nosotros. Solo cuando alcanzo a atisbar el esbozo de una sonrisa que él logra reprimir, me atrevo a pestañar eliminando el ardor en mis ojos.
Me considero ganadora al oír su risa tan ligera como ronca.
—Está bien, lo acepto, fastidiar a Maxwell me llena de vida—admite, blanqueando los ojos—. Sigo sosteniendo mi pedido, que venga y hable conmigo, ¿estamos?
—No estamos, estás tú solo—replica Hera despilfarrando ironía, sacándome una carcajada.
Eros se da masajes en la sien, se le han ido las ganas de discutir.
—Ve a vestirte, te llevaré con Lulú.
Ella forma una mueca torcida con los labios, pero se levanta y encamina al baño, causándome un mini ataque de ansiedad al ver la sábana arrastrándose por el piso, ¿qué no ve que se va a ensuciar?
Bueno, con lo que atestiguamos hace un rato, una raya más al tigre.
Le da un empujón a la puerta del baño, no entra, gira le cuello para mirarme.
—¿Vendrás con nosotras?
La última vez que me fijé en la hora eran las doce y poco más, eso fue hace, ¿media hora? De la casa de Jazmín a la tienda son, al menos, cuarenta y cinco minutos, por lo que me quedarían un par de horas libres.
Mi asunto con Eros deberá esperar.
—¿Dos horas y media te sirven?
Asiente feliz.
—Suficiente para ver una película.
Sonrío en respuesta. Será una tarde de chicas, de esas que hace mucho no tenemos.
—Si te apresuras puede que dos.
~
—Le regalas flores a Sol, traes buen vino—Martín cierra el refrigerador, atisbo una aparatosa mueca displicente apropiarse de sus facciones—. Podría confundirte por alguien con modales.
Mis labios y piel de los dedos sufren las consecuencias de la crisis de nervios acechándome desde hace un buen rato, desde que Eros pasó por mí al término de la jornada y luego de recibirme con besos y flores, puso el auto en marcha hasta acá, dónde mi Martín nos esperaba con la cena casi lista para servir.
Usualmente es él quien prepara la cena, mi faena laboral es horas más tardía que el suyo, algo bueno tiene que dejar el esfuerzo aparte del dinero. Adoro llegar de la calle a sentarme a comer.
Pero no con el invitado de hoy. Específicamente con él.
Esperaba que la auto invitación de Eros de venir a cenar fuese una mala broma. Sé que lo propuso él, porque no me entra en la cabeza que accediera a lo que sea que mi hermano le pudiese imponer; pero no, es real, demasiado verídico, tan auténtico como la tirantez oprimiendo mis hombros y la latente ansiedad carcomiendo cada célula con osada crueldad.
No me entra en la cabeza como mi cuerpo puede fallarme. Quiero ser la dominante de la noche, la que lleve las riendas de la situación, pero una fuerza mayor a mi peso me comprime el pecho, privándome del aire y el vocabulario. Es estúpido.
Solo quiero darme un baño y echarme a dormir, luego, en muchos meses cuando esté lo suficientemente segura de esto desarrollándose entre Eros y yo se sienta certero y lo abrace como un hecho fehaciente, podría venir y charlar con mi hermano lo que quisiese.
Por ahora es demasiado temprano.
El exquisito aroma a pollo y verduras, la pasta despidiendo una fumarada, acompañada de la imagen de la mantequilla derritiéndose sobre los fideos y la vista de la bebida chorreando sobre el mantel me despiertan de un momento a otro un hambre voraz. Me trago un pedazo de papa salpicada con jugo del pollo, todavía sin creer que mi hermano se haya tomado la molestia de preparar comida para Eros también.
Después de la tarde de ayer, encontrarnos en el mismo sitio, las mismas personas, se siente como el infame silencio precedente al retumbo del trueno.
—Podría partirte la botella en la cabeza, equilibraría las cosas—sugiere Eros, exudando relajo.
Le lanzo una mirada pesada, acomodando el ramo de rosas y girasoles dentro de la jarra de vidrio que Martín usa en las ocasiones especiales. Retraigo un paso apreciando desde un ángulo lejano el bonito y pintoresco cuadro conformado por la ventana, la luz cálida y el contraste de los colores intensos de las flores.
Giro sobre mis talones expandiendo la sonrisa, solo para conseguirme la mirada aversiva de mi hermano y el viso conforme de Eros.
—¿Esto me traes a casa?—mi hermano tiene los ojos en mí, pero apunta a Eros con un cubierto—. Ni siquiera me respeta. Te quedas sin vino, me lo beberé a solas después.
Raspo el interior de mi mejilla con la punta de la lengua, pensativa.
—Si quieres nos vamos—repongo y suena como una súplica.
Di que si, por favor.
Esta situación me tiene los ovarios secos, de verlos lucirían como unas malditas pasas, estoy segura. Ni siquiera papá se pone en este absurdo plan como lo hace Martín. Empiezo a creer que es a propósito, por el gusto de fastidiar. Pudo haberse negado, pero no, le ha seguido el juego a Eros.
Esta cena se siente tan forzada, como si me saltara un episodio en mi propia vida.
—¿Puedes creer que trajo vino? como si esto fuese motivo de celebración.
Reviro los ojos, estirando los labios en una sonrisa que pretende ser cálida pero que se siente tan fría como el clima estos días.
—Si hubiese venido con las manos vacías estarías quejándote también.
Se lo piensa un segundo.
—Sí, tienes razón—me concede—. Ve a colocar los platos.
Mientras Martín remueve la pasta, saco la vajilla de la alacena. Eros me los quita de las manos, y comenzamos a repartirlos sobre la mesa. Casi al finalizar noto un detalle. Plato que yo coloco, plato que él acomoda, si pongo un cubierto de cierta forma, él los reacomoda de otra. La pregunta de porque hace eso me cuelga de la lengua cuando recuerdo que Hera hace lo mismo. Tiene conexión con clases de etiqueta, y el saber que estoy dándole una idea de lo ignorante que soy del tema, me avergüenza a niveles cósmicos, pero él luce tan impasible que no percibo ninguna mueca descortés.
Cuando al fin podemos tomar asiento frente al plato rebosante de comida humeante, Martín avisa que iría a cambiarse la camisa del trabajo, lo veo salir de la cocina y perderse dentro de los límites de su habitación.
Tan pronto cierra la puerta, volteo hacia Eros sentado frente a mí.
—Trata de que comer rápido, si te hace preguntas extrañas evádelas, eres bueno manipulando, te exijo que saques lo mejor de ti hoy—susurro, levantando un poco del asiento para asegurarme que pueda oírme—. ¿Lo harás?
También se levanta inclinándose sobre el plato, enreda los dedos en las hebras de mi nuca y me atrae hacia sí, brindándome un beso efímero.
Vuelve a su puesto, dejándome un vacío en los labios. Quería más, pero tendría que dilatar el momento, no es el lugar.
—Haré todo lo que me pidas, si me prometes un beso.
Si continúas mirándome así, te prometo más que eso.
Sacudo la cabeza, cortando el hilo de imágenes subsecuentes a ese pensamiento.
—Te ofrezco dos si lo haces con educación—decreto, arrojándole una mirada confiada a través de las pestañas.
Plasma una sonrisa que muestra un vestigio de sus dientes, asintiendo con firmeza.
—Es un trato.
Martín sale de la habitación con un suéter distinto y regresa a postrar el culo en la silla como un rey perezoso, intercalando la vista de Eros a mí, como si tratara de averiguar lo que estuvimos hablando en su cortísima ausencia.
Toma el cubierto y enrolla un buen bocado de pasta que mastica con claro objetivo de hacerme apretar los dientes cuando escucho los asquerosos sonidos que produce. Dejo el cubierto de lado mirándole disgustada.
Y él sonríe como si se lo pasara en grande.
—Hay que comenzar esta cena por lo alto, ¿no creen?—habla después de tragar ruidosamente. Apunta a Eros con el tenedor y agrega—. ¿Cuáles son tus intenciones con mi hermana?
Casi ruedo los ojos ante lo estúpido que ha sonado eso. Mantengo la vista fija en la comida, rezando por el cumplimiento al pie de la ¿palabra? de Eros con nuestro reciente 'trato'.
—Si te las digo tendrías todo el derecho de partirme la boca a golpes.
Y allí se fue fueron los besos prometidos.
Me masajeo las cejas, soltando aire por la nariz con gran exasperación. ¿Por qué? Solo... ¿por qué?
Eros alza con soberbia el mentón, observa a mi hermano irradiando altanería, remojado en esa actitud de amo y dueño del mundo, a la vez que Martín traga el bocado de comida aguantándose la risa.
No le lanzó el plato caliente encima, es buena señal.
—Te lo estás ganando a pulso, sin embargo, agradezco tu sinceridad—sigue masticando como un camello. Estrecha la vista de manera sospechosa y temo lo que tenga para decir—. ¿Tu familia está involucrada en negocios ilícitos?
El tenedor se me resbala de los dedos, se estrella contra el plato produciendo un sonido chirriante.
Sin palabras me ha dejado. Podía sentir el fulgor de la vergüenza comerse la palidez antecesora al estallido de calor en mi semblante, aunque quisiera levantar el rostro, no puedo, una fuerza titánica se ha montado vivienda en mi nuca y por el peso que siento, no planea mudarse pronto.
Si había algo que mamá y papá nos inculcaron, aparte de no hacer preguntas incómodas en caso de conocer a alguien sobrellevando una discapacidad, era no preguntar por dinero ajeno; no nos incumbe, no tiene porque, la única cuenta que debíamos revisar era la propia, nos lo recalcaron toda la vida, y me estoy destruyendo por dentro de puro bochorno e indignación al buscar una razón a la amnesia selectiva de Martín.
—¿Qué pregunta de mierda es esa?—inquiero, consternada.
—Una buena—contesta sin despegar la mirada de Eros—. Responde.
—Por supuesto que no.
—¿Es cierto que financian motines en el medio oriente?—inquiere Martín, arqueando una ceja—. Más pleitos, más ventas.
Eros retuerce la boca, nada afectado por el interrogatorio.
—No, pero nos beneficiamos de ello en gran medida—acepta austero, acercando un bocado a su boca.
—Pero sí tienen lazo con personajes políticos en este país, por algo la ley contra las armas no se ha tocado en años—menciona mi hermano, acusatorio.
La mirada de Eros destella con perversa diversión.
—Conocemos mucha gente, Martín, tienes que ser más específico—repone Eros con acidez—. Y aunque me leas la larga lista que tienes en la cabeza, ¿me crees tan imbécil para mencionarlo?
Martín se cruza de brazos, dejándose caer contra el espaldar de la silla, sometiéndole a una sombría inspección.
—¿Las acusaciones en contra de tu padre...
—Ya, cállate, por favor, solo cállate—bramo el quejido prensando la mandíbula.
Esto también se lo contaré a mamá.
Debajo de la mesa, la punta de un zapato roza mi pantorrilla y mi corazón se sacude enternecido. El ínfimo contacto me transmite una tranquilidad inmensurable, si pudiese convertirlo en palabras, me dirían que no tengo de que preocuparme.
Pese a eso, no puedo apartar la mano de mi rostro furiosamente sonrojado.
—Pero yo quiero saber—insiste, y la idea de clavarle un tenedor en la mano me parece un factible cambio de conversación.
—No le respondas—le digo a Eros sin mirarlo.
Él carraspea y veo de reojo que reposa la espalda en el asiento.
—Tengo que saber con quién sales, Sol, no sabemos si son gente peligrosa, tengo que conocer ciertas cosas—se excusa Martín, revolviendo con esmero su comida.
—Esto es una cena, no un maldito allanamiento fiscal—objeto entre dientes. Enrollo otro bocado de pasta y me lo llevo a la boca con la vista clavada en el plato, pero con la apática sensación de sus miradas puestas en mí, sin embargo, me mantengo firme—. Si no van hablar de nada más interesante me lo dicen y me regreso a dormir, hoy tuve un día pesado.
Escucho a Eros removerse y a Martín chasquear la lengua. Pesco un pedazo de papa y lo engullo con la expresión en blanco. El sonido de los cubiertos chocando contra la vajilla regresa y una paz aliviana la rigidez martirizando mi cuerpo.
—Muy bien—comenta Eros luego de un minuto—. Hablemos de la llegada de Giovanni.
Detengo los movimientos de la muñeca para divisar con la cabeza aún gacha el cariz de desagrado de Eros. Pongo todo mi empeño en lucir amedrentadora, cosa que se pasa por los huevos, porque arquea una ceja, casi retándome a que le diga algo.
Esto, esto es el origen de sus insólitas ganas de cenar con Martín. Es que, ¿cómo no lo supuse antes? Lo tenía tan claro, tan obvio, en el punto ciego del ojo que ahora a quien planeo apuñalar con el tenedor, es a mí misma.
—¿Ahora tú?
A mi costado, mi hermano se aclara la garganta. Volteo a verlo y él ya me está observando de manera extrañísima.
—Sobre eso, Sol—toda su contextura sufre un cambio radical. Ya no se nota altanero, sus hombros decaen despojando su voz de esa seguridad de antes—. Compraría los boletos esta semana, pero no consigo vuelos disponibles para diciembre.
Por segunda vez en la noche, el tenedor cae de mis dedos. Un puñado de emociones me punzan como agujas y me encuentro deseando estar a solas para tomarme el tiempo de sufrir un colapso mental sin que me tachen de loca o dramática.
Porque sí, esto es una noticia que para mí, que añoro la llegada de los días de navidad por el simple hecho de comer hallacas y obtener regalos—que pecan de sencillos, pero que eso solo los vuelve más especiales—, me toma por sorpresa, y no una buena.
De repente, el decirle a Isis que millones pasan la navidad a solas se siente como un terrible error. Y es que yo no aprendo a cuidar lo que digo, hasta que el daño está hecho.
—Pensé que los habías comprado ya—murmuro con la voz afectada.
Ahora que lo pienso, creo recordar que me avisó que ya los había comprado, porque me ofrecí ayudarle con un pasaje y me rechazó, alegando que ya eso lo tenía cubierto.
—A papá no le llegaba la renovación de su visa, eso me retrasó—informa—. Giovanni sí que vendrá.
¿Una navidad sin mis papás pero con Giovanni? Una jodida pesadilla.
—Hablamos de eso después—desvío el tema, recordando que Eros sigue en la mesa.
—Que conveniente—brama él, dejando de comer—. No se quedará aquí.
Pido la paciencia que a Eros se le ha negado, nada más.
—A ver, para dar órdenes tienes tu casa y una compañía inmensa—refuta Martín endureciendo la mirada—. A joder a otro lado.
Eros pega un golpecito en la mesa con los nudillos.
—Me haré cargo de su estadía, cubriré los gastos de hotel.
Lo hablamos a medias ayer, no acordamos ninguna conclusión, le dije que la discusión se aplazaba y yo asumí que eso le haría pensar que mientras no aclaráramos el asunto entre los dos a solas, no tenía que intervenir, erróneamente lo creí y ahora no quiero apuñalar a Martín con el tenedor, ni a mí, sino a él.
Martín profiere un sonido exasperado.
—Mamá no estará de acuerdo, querrá que todos estemos unidos, por algo viene en estas fechas.
Eros ladea la cabeza, esbozando una sonrisa que desprende malicia.
—¿Cómo planeas hacer eso si no consigues vuelos?— Su cuerpo se inclina unos centímetros hacia Martín y me mira de reojo por un segundo, como si no quisiese que yo escuche lo que tiene para decir—. Yo puedo ayudarte con eso, con la condición de que el tipo se quede fuera de aquí.
Esta no es la clase de manipulación que le pedí. ¿Qué espero? No sé porqué confío y gasto saliva en ellos, terminan haciendo lo contrario a lo que les digo.
—¿Puedes conseguirme un par de boletos?—cuestiona Martín y casi le lanzo el plato a la cabeza.
Eros estira los labios bosquejando una sonrisa que resguarda toda la picardía que el mundo tiene para ofrecer.
—Puedo conseguir algo mucho mejor.
Me preparo para discutir pero el sonido del timbre me interrumpe. Salteo la mirada de uno al otro, al verlos tan inmersos en su charla, arrojo la servilleta a un lado y me levanto.
—Iré yo.
Es muy probable que sea la vecina del costado, una señora de edad avanzada que cada vez que hornea cualquier cosa no trae un poco. Su personalidad es dulce, como todo lo que cocina. Barro los dientes con la lengua quitando algún resto de comida y abro la puerta, poniéndome una máscara de cortesía que se desmorona en cuanto veo que frente a mi no está la señora Claire.
Hunter, con la camisa abierta de par y par y desprendiendo un olor a alcohol tan intenso que puedo jurar se ha bañado con una botella entera de Jim Beam, ¡ni siquiera puedo oler el tabaco en él!
Ahogo un grito y me apuro a meterlo a la casa.
—¡¿Qué carajos te pasa?!—exclamo con el corazón a ritmo raudo.
—¡¿Quién es?!—grita Martín.
—Escuché que tienes una cena importante con dos de tus hombres, así que vine a ratificar mi lugar como tu favorito—cuchichea en mi oído, el aliento caliente me provoca cosquillas. Sube una mano y me muestra una bolsa de la pastelería de la cuadra siguiente—. Y traje el postre.
Quiero besarlo por venir a salvar mi noche y patearlo por su nueva y jodida rutina mortal de beber hasta perder la conciencia.
—¿Quién te ha traído?—cuestiono, la dañina preocupación calándome hasta los huesos.
—Yo, yo me traje—contesta, mostrándome la llave del auto.
— ¡¿Manejaste borracho?!—grito, con altas probabilidades de sufrir un infarto. Tan pronto cierro la puerta de una patada, nos movilizamos entre tambaleos a la cocina—. No solo pones tu vida en riesgo, también la del resto de personas en la vía que esperan llegar a casa sanos y salvo. Hunter, estamos cansados de decirte que...
—Llámame Hunter Toretto—detiene mi sermón cuando entramos a la cocina—. ¡Buenas noches, caballeros!
Martín rueda los ojos y Eros forma una mueca de repulsa cuando Hunter toma asiento en el puesto vacío a mi lado. No me importa lo que piensen, saber que está a salvo conmigo disipa cualquier vestigio de preocupación por lo que Martín piense.
Se supone que pasaría la noche con Lulú, Hera y su abuela, ¿cómo llegó a este punto?
—¿Otra vez tú?—suelta Martín con dejo cansón.
Hunter levanta los hombros, sonriéndole con cinismo.
—Siéntate, ¿quieres pasta y pollo al horno?—pregunto, tomando puñado de servilletas que remojo en agua para pasárselas por el torso pegajoso y brillante.
—Quiero tu mano en matrimonio—comenta entre dulce y malévolo. Agarra mi mano y plantando un beso en el dorso. Me río, formando una bola con las servilletas sucias—. No me veas así, Martín, tú sabes que necesita la ciudadanía. Puedes beneficiarte de eso—toma un respiro y añade—, mejor la americana que la alemana.
Hunter borracho es un Hunter que le encanta sacar lo peor de los que él sabe, molesta con su presencia. No me agrada en lo absoluto, siempre termina con algo sangrándole y alguna de las chicas en un mar de lágrimas.
Continúo el trabajo en el pecho, limpiando el rastro pegajoso de alcohol de su piel.
—Tiene irse—sentencia Martín.
Niego, tomando un tercer puñado de servilletas. Esto es gasto de papel, lo mejor será meterlo en la ducha, pero no es la mejor opción considerando la compañía.
—Él se comportará, ¿no es cierto?—sonrío cuando Hunter afirma. De repente se levanta y camina con dirección a mi habitación—. ¡Ven aquí!
Desparece en un segundo, me quedo de pie con la basura en la mano y desconcierto en la cara. ¿Cómo se ha movido tan rápido si va tan alcoholizado?
—Sol—me llama Martín. No quiero verlo porque sé lo que me dirá—. No puede quedarse.
Arrojo las servilletas al tacho, haciendo un mohín con la boca.
—No lo mandaré en taxi a su casa.
—Tengo que buscar a Hera a casa de Jazmín—interviene Eros—. Yo lo llevaré.
¿Para qué lo lance por el puente? No, muchas gracias.
—Menos.
El sonido de los pasos de Hunter me hace levantar la vista, al divisar la regla del demonio en su mano, en la mano de un borracho que no pierde oportunidad de sacar a mi hermano y Eros de sus casillas. Me quedo de pie sin siquiera respirar en absoluto estado de pánico.
Hunter no diría nada, ¿no? No, él vino a salvarme.
—Todavía tiene mi marca, la marca del rey—señala la raya negra, sonriendo con toda la confianza que es capaz de exteriorizar—. Esto es para picar los pedazos del mismo exacto tamaño, sin trampas.
¡¿Qué pedazos pretende picar si ya vienen las cuatro porciones separadas?!
—Siéntate y cierra la boca—rechisto, abotonándole la camisa.
—¿Qué marca?—cuestiona Eros.
Sudo frío cuando Hunter lo observa con una sonrisa mordiéndole las orejas.
—Nada, ya está alucinando—finjo que limpio su boca, en realidad busco que no pueda hablar.
Él sacude la cabeza quitando mi mano, le advierto con la mirada que como diga una palabra tendremos problemas, pero él con las venas saturadas de alcohol, en realidad si debe delirar que me río de su chiste, porque eso es lo que hace, se destornilla de la risa apretando la frente en mi estómago.
—Alucinadas quedaron ustedes cuando me midieron el...—habla en sonidos distorsionados pues mi mano vuela a taparle la boca.
No, él no vino a salvarme, vino a hundirme más en el fango.
—No sabe lo que habla—me apresuro a decir.
Le arrebato la regla y la lanzo a la mesa. Las miradas de Eros y Martín se deslizan con ella hasta quedar pendiendo del borde, pareciera que le cuestionaran al objeto lo que ocurrió esa noche de música, risas y ron de la que poco recuerdo, pero sé lo que pasó por la evidencia en las polaroids de Hera.
Ella se llevó casi todas, casi, porque me quedé con una, la prohibida, escondida en medio de La Cámara de los Secretos y El Prisionero de Azkaban.
—Yo creo que si lo sabe—musita Martín con amargura, no soy capaz de devolverle la mirada.
Ni que decir de Eros. Si las miradas pudiesen volverse físicas, mi pobre amigo tendría un hueco en medio de la cara.
—No se preocupen, Solecito es como mi hermana—declara Hunter, besando de nuevo el dorso de mi mano. Levanta sus ojos marrones empañados de sentimientos y borrachera a los míos—. La amo.
Mi corazón se atiborra al punto que no creo tener capacidad de retener tantos sentimientos y en cualquier segundo estallaría en mil pedazos, como esa vez que me confesó su orientación sexual y yo, loca por querer besarlo, sentí que me caía de un vuelo de kilómetros sobre el cielo.
Hunter, mi primera decepción amorosa y de una demente manera, le adoro todavía más por eso.
—Y yo a ti—gesticulo, quitándole un rizo de la frente.
—Esto es un puto circo—vocifera Martín, dejando la comida olvidada.
—Y tú eres el payaso principal—replica Hunter y Martín le lanza la peor de las miradas.
Me muerdo el labio cortando las risas. Conociendo a mi hermano, nos echaría a ambos a la calle.
—Hunter, basta—advierto, articulando una risa que suena a susurro torturado.
Hunter ríe conmigo, bajando su cabeza a mi hombro.
—Bien.
Ahí hubiese terminado la conversación, de no ser por Eros.
—A mi me agradas, Hunter.
Busco sus ojos pero él quien pasa de mí ahora. Apoya el mentón encima de un puño, luciendo como la encarnación de villano peliculero. No me tranquiliza en lo más mínimo que concentre toda su atención en Hunter, menos cuando sus intenciones claramente no son las mejores.
—¿De verdad?—Hunter levanta la cabeza de mi hombro. Imagino que un mareo le golpea porque aprieta los párpados un segundo.
Eros mueve la cabeza de arriba abajo.
—Sí, me pareces una buena persona—dice, sus labios se alzaron en un rictus—. Se nota que ayudar al prójimo es lo tuyo.
Entrecierro la mirada, sin comprender nada de lo que intenta hacer.
—No soy muy religioso pero no te quito la razón—acepta Hunter, afirmando con la cabeza.
Mentira, no ayuda ni a su abuela con la comida.
—Y harías lo que fuera por apoyar a Sol—dice Eros con inflexión serena—, como lo haces justo en este momento.
Hunter levanta un dedo que mueve de arriba abajo, al igual que su cabeza.
—Eso ni lo pongas en duda.
Eros maximiza su sonrisa que completa, junto su mirada dilatada, una expresión de total satisfacción.
—Supongo ya sabes que su ex novio vendrá y ella se sentirá muy incómoda conviviendo con él—dice, destapando sus verdaderas intenciones.
Si me pregunto cómo no lo vi venir, otra vez, perderé la fe en mí misma y en él.
—Oh, sí. No soporto ver a mi ez a diario en el insti—declara Hunter, un velo desolado tomándole las pupilas.
—¿Por qué no le dejas quedarse en casa de tu abuela esas dos semanas?—pregunta Eros y las ganas de reír superan las de arrancarme los cabellos.
Martín me mira, enarcando ambas cejas.
—Y lo logró.
Hunter aplaude una vez.
—Sin problema, mi señora abuela es una mujer casi tan caritativa como yo.
Encaja la mirada en la mía, sobrada de ego y algo más. Espero un rastro de enojo, espero un poco más por el malvado pinchazo de rabia esperado, pero jamás llega. Estoy mal, sí, reconozco lo infinitamente mal que estoy al percibir el vibrar de mi corazón envuelto llamas al contemplar la mueca de total satisfacción cincelada en su rostro.
Quiero besarlo con fuerza y clavarle los dientes en la boca, pero con él los castigos saben a premio.
—Un problema menos—decreta y yo sonrío, maldita sea, sonrío.
Hunter me sacude, robándose mi atención.
—¿Podemos comer pastel ahora?
Y así cierra la noche, acompañada de un hermano receloso, una cita apresurada y un borracho hambriento de dulce.
Para la expectativa decadente que sostenía, mejor término, no pudo tener.
Esa cosa ya paga impuestos, Hunter🧘🏻♀️
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro