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El Último Avance


Nos encontramos de nuevo con Velásquez y Jonatan al otro lado del segundo muro. Velásquez estaba con una sonrisa amplia, como si acabáramos de salir de una fiesta en lugar de una zona de guerra. Jonatan, en contraste, tenía la mandíbula apretada, el rifle descansaba en su hombro, y tenía una mirada que solo podía describirse como resignación.

—¡Vaya equipo de trabajo! —dijo Velásquez mientras caminábamos hacia él, echando un vistazo a Wong, que seguía silenciosa después de nuestra última discusión—. ¿Todo bien con la parejita? —agregó, levantando una ceja en dirección a Wong y a mí.

No respondí, simplemente asentí y Wong hizo lo mismo, aunque sin mostrar ninguna emoción.

Velásquez se encogió de hombros, claramente poco interesado en la tensión entre nosotros, y nos dirigió hacia la última muralla: una monstruosa fortificación custodiada por helicópteros con torretas automáticas girando como aves de presa en el cielo gris. El ruido de sus motores resonaba en el aire, mientras las luces rojas de las torretas pasaban de un lado a otro, buscando cualquier amenaza.

—Bueno, damas y caballeros —Velásquez sacó su radio y comenzó a hablar en clave a los soldados dispersos por toda la zona—. El baile está por comenzar. Reúnan a todos.

Wong, Jonatan y yo nos manteníamos detrás de él, observando cómo se organizaba el caos. En cuestión de minutos, llegaron refuerzos desde diferentes puntos de la zona. Primero apareció Robert, quien intercambió una mirada rápida con Velásquez y luego me dirigió una sonrisa que no pude descifrar del todo. Magda... siempre impredecible. Luego llegaron los gemelos, Luis y Paulo, tan sincronizados como siempre, seguidos de Ángelo, quien me dio una palmada en la espalda, aunque noté una preocupación oculta en su rostro. Gómez y René, venían detrás. El contraste entre ellos siempre me resultaba irónico: Gómez, con su experiencia de décadas en el campo de batalla, y René, más joven, pero con un cinismo similar. Finalmente, vi a Mitchel Brown, el jazzista, con su característico paso relajado, como si estuviera a punto de subirse a un escenario en lugar de dirigirse a una misión suicida.

Nos reunimos todos alrededor de Velásquez, que aún con su eterno humor negro, irradiaba una extraña confianza.

—Bueno, cabrones —dijo Velásquez, sonriendo de oreja a oreja mientras miraba a todo el grupo—. Llegamos al momento decisivo. —Hizo una pausa, levantando una mano dramáticamente hacia los helicópteros en el cielo—. La última muralla. Después de esto, llegaremos a la base del Imperio. Ahí es donde está la fiesta de verdad. Pero primero, tenemos que asegurarnos de que esos pajaritos de metal no nos conviertan en queso fundido.

Soltó una carcajada que, a pesar de la situación, hizo que algunos del grupo también sonrieran. Era su manera de manejar la tensión, y funcionaba. Incluso yo, con mi brazo aún vendado y el rostro marcado por los golpes recientes, sentí que el ambiente se aligeraba un poco.

—Luis, Paulo —continuó Velásquez, mirando a los gemelos—. Ustedes se encargan de las torretas laterales. Son rápidas, pero ustedes lo son más, ¿verdad? —Los gemelos asintieron al unísono—. Brown, Gómez, René, necesito que tomen la colina y mantengan a raya a los refuerzos. No es que me preocupe —agregó con una sonrisa torcida—, pero prefiero no tener sorpresas mientras estamos desmantelando su seguridad.

Luego se volvió hacia mí, Wong, Magda y Jonatan.

—Ustedes, mis campeones —dijo con un gesto teatral—, van conmigo. Vamos a golpear directamente a las torretas centrales. Son las más pesadas, pero también las que controlan la entrada principal. —Hizo una pausa, su tono bajó un poco—. Esto es lo más cerca que vamos a estar del maldito Capitolio. Después de esto, no hay marcha atrás. Así que, si alguno de ustedes tiene dudas, guárdenlas ahora. O, si prefieren, guarden un último pensamiento agradable antes de que todo se vaya al carajo.

Hubo un momento de silencio. Todos sabíamos lo que significaba. No era solo otra misión. Era el paso que determinaría si logramos entrar en el corazón del Imperio o si morimos intentándolo.

—¡Ah, y por cierto! —agregó Velásquez, sonriendo de nuevo—. Si alguno de ustedes muere, prometo robarme sus botas. —Se rió, y aunque fue un comentario absurdo, la risa fue contagiosa.

Nos dispersamos después de eso, cada uno tomando su posición. Robert se acercó a mí mientras revisaba mi arma, con una mezcla de seriedad y ese toque de sarcasmo en su rostro.

—No pierdas el control, Hans —dijo, aunque su tono era burlón. Pero algo en su mirada me decía que estaba preocupada.

—Haré lo posible —respondí, intentando una sonrisa.

Cuando todos estuvieron en posición, Velásquez levantó su mano, y en ese momento, el caos estalló.

Las torretas comenzaron a girar, disparando ráfagas de balas en todas direcciones. Los helicópteros sobrevolaban nuestras cabezas como buitres. Pero todos estábamos listos. Paulo y Luis se movían con la velocidad de una sombra, lanzando explosivos que se adherían a las torretas laterales y las hacían explotar en un destello de fuego y metal.

Brown, René y Gómez mantenían a raya a los refuerzos que comenzaban a llegar, disparando desde la colina con precisión quirúrgica.

Wong, Jonatan, Robert, Velásquez y yo avanzamos hacia las torretas centrales, disparando y esquivando como si cada paso fuera el último. Podía sentir el sudor en mi frente, el peso del rifle en mis manos. Cada disparo era una apuesta. Pero seguíamos avanzando, cada vez más cerca del Capitolio.

Este era el momento.

El sonido de las explosiones y el silbido de las balas nos rodeaba como una tormenta incesante. Todo se movía rápido, pero en momentos, el tiempo parecía congelarse. Avanzábamos como podíamos, disparando, agachándonos, tomando cobertura. Era como bailar al borde del abismo, una danza violenta y desesperada. Pero estábamos entrenados para esto. Sabíamos lo que hacíamos, aunque eso no lo hacía más fácil.

De repente, escuché un grito detrás de mí. Me di la vuelta justo a tiempo para ver a Luis tambalearse, soltando un grito ahogado mientras caía al suelo, su pierna izquierda estaba sangrando profusamente. El disparo lo había alcanzado en el muslo, justo por debajo de la cadera. La sangre brotaba como si alguien hubiera abierto un grifo.

—¡Luis! —gritó Paulo, su gemelo, se detuvo en seco.

Antes de que pudiera hacer algo, Ángelo ya estaba a su lado, presionando una mano firme sobre la herida para contener la hemorragia. Había entrenado para esto. Sabía qué hacer, y aunque el pánico se reflejaba en su rostro, sus manos no temblaban.

—¡Lo tengo! —dijo Ángelo, mientras ataba una cuerda improvisada alrededor del muslo de Luis, apretando con todas sus fuerzas para detener el flujo de sangre—. ¡Vamos a sacarte de aquí!

En un movimiento que solo Ángelo podía hacer, se agachó y levantó a Luis, cargándolo en sus hombros como si el peso no significara nada. Sabía que Luis no podría continuar, pero tampoco iba a dejar que muriera aquí.

—¡Sigue adelante! —me gritó Ángelo con la mandíbula apretada—. ¡Yo me encargo de él!

Quise detenerme, quise ir con ellos, pero antes de que pudiera tomar una decisión, escuché el grito áspero y autoritario de Velásquez:

—¡MEYER, AVANZA!

Me quedé congelado por un segundo. El caos alrededor era ensordecedor, pero Velásquez siempre lograba abrirse paso entre la locura. Su grito fue como un látigo, un recordatorio de que teníamos una misión que cumplir. Mi mirada se cruzó por un momento con la de Ángelo, y asentí. Sabía que él haría todo lo posible por mantener a Luis con vida.

Giré sobre mis talones y seguí corriendo hacia el frente. Cada paso me pesaba, pero me obligué a seguir adelante. Las explosiones eran cada vez más cercanas, el silbido de las balas pasaba rozando mis oídos. Y entonces, el caos realmente se desató.

Un ruido sordo, un rugido ensordecedor, y de pronto, Gómez, que iba a mi izquierda, se convirtió en nada más que una nube de humo y carne destrozada. Un misil lo impactó de lleno. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Su cuerpo, o lo que quedaba de él, desapareció en un segundo. Era como si nunca hubiera estado ahí. El olor a carne quemada llenó el aire, como una peste que se pegaba en la garganta.

Me detuve por un momento, incapaz de procesarlo. Gómez... simplemente se había ido. Apreté los dientes, conteniendo el impulso de gritar o de llorar. No había tiempo para eso. No había tiempo para nada.

—¡MALDITOS! —escuché un grito desgarrador.

René Sora, lanzó un rugido de rabia que hizo eco entre los escombros. Su rostro, habitualmente calmo y sereno, estaba deformado por la desesperación. Gómez era su amigo. Habían compartido historias, bromas. Ahora, todo eso se había convertido en cenizas.

René, en su desesperación, salió de la cobertura, cargando hacia adelante como un toro furioso, disparando a ciegas. No había lógica en sus movimientos, solo una rabia visceral. Lo vi correr directo hacia un grupo de soldados del Imperio, y supe en ese momento que no volvería. 

—¡René, espera! —grité, pero mi voz se perdió en el campo de batalla.

Antes de que pudiera reaccionar, un soldado imperial, uno de esos malditos de las fuerzas especiales, apareció entre las sombras. Su precisión era mortal. Las navajas volaron desde su mano como flechas, varias lo atravesaron y una de ellas se clavó directamente en el pecho de René. No fue una muerte rápida. Vi cómo tropezaba, jadeando, intentando mantenerse de pie, pero el dolor lo derrumbó. Cayó de rodillas, y luego hacia adelante, con la cara enterrada en el polvo.

René estaba muerto.

Quise gritar, correr hacia él, pero mis piernas no respondían. Solo podía quedarme ahí, viendo cómo los que habían sido mis compañeros, mis amigos, caían uno por uno. Sentí una mezcla de rabia y desesperación subir por mi garganta, pero me la tragué. No podía permitirme el lujo de perder el control. No ahora.

—¡Hans! —La voz de Wong. Era dura, pero con un matiz diferente, casi preocupada y me sacó de mi trance.

Giré la cabeza justo a tiempo para ver cómo ella me hacía un gesto con la cabeza. No había tiempo para más pérdidas. Había que seguir. Siempre había que seguir.

—¡Vamos! —me gritó Velásquez desde más adelante—. ¡Sigue avanzando!

Mis piernas, como si fueran guiadas por puro instinto, comenzaron a moverse de nuevo. Cada paso era un recordatorio de la delgada línea que separaba la vida de la muerte. Estábamos cayendo, uno por uno, pero mientras pudiera respirar, seguiría adelante.

A pesar de las bajas, avanzábamos. No tenía idea de cómo, ni por qué, pero seguíamos empujando.

Todo se desmoronaba a nuestro alrededor, el caos, la sangre, los gritos. Nos estábamos desangrando en este maldito lugar, pero seguíamos avanzando. No podía dejar de pensar en René, en Gómez, en Luis... ¿Cuántos más caerían antes de que esto terminara?

Y entonces, el grito desgarrador de Magda.

Su voz salió como un rugido de dolor, y cuando giré la cabeza, vi cómo una bala la había atravesado justo en el hombro derecho. La sangre brotaba, empapando su uniforme mientras se tambaleaba hacia atrás, luchando por mantenerse de pie.

—¡Robert! —grité, pero ella solo apretó los dientes, sosteniéndose el hombro con una mano mientras su rifle colgaba inútilmente del otro brazo.

Todo se volvió rojo.

No pensé, no calculé. El mundo se redujo a un solo punto de rabia concentrada, y todo lo demás desapareció. Dejé de escuchar, dejé de sentir. Todo lo que sabía en ese momento era que tenía que destruirlos. A todos. Por Luis, por Magda, por los que habían caído, por la maldita injusticia de todo esto.

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