
Capítulo 17: No Debemos Cambiar
Miré hacia atrás y vi a Robert, Wong y Jonatan acercarse lentamente. En sus rostros, pude ver la incredulidad, el asombro por lo que acababan de presenciar.
No sentía orgullo, solo una extraña sensación de vacío.
La calma que había vuelto al campo de batalla era una calma siniestra, una paz forzada por la muerte que nos rodeaba. A lo lejos, aún se escuchaban los ecos distantes de la batalla en otros frentes, pero aquí, donde nos encontrábamos, todo estaba extrañamente quieto. Bajé mi rifle lentamente, sintiendo el peso del arma más pesado que nunca. El suelo bajo mis pies estaba cubierto de cuerpos, y el olor a metal y sangre quemada llenaba el aire.
Magda fue la primera en acercarse. Su rostro, generalmente jovial, estaba pálido, tenso. Estaba aun viendo las ruinas humeantes, los cadáveres desperdigados, y luego me miró a mí. No dijo nada, pero sus ojos lo decían todo: estaba angustiada por lo que acababa de presenciar.
—Hans... —murmuró con la voz apenas audible, sacudiendo la cabeza lentamente.
No tuve fuerzas para responderle. Estaba agotado, no solo físicamente, sino también mentalmente. Cada muerte que había causado, cada bala que había disparado, me pesaba en el alma como una losa. Pero antes de que pudiera decir algo, un grito agudo, desgarrador, rompió el silencio.
Era Jonatan.
Estaba de rodillas junto a Darío, o lo que quedaba de él. El cuerpo de su amigo yacía en el suelo, sin piernas, envuelto en sangre y polvo. Los ojos de Darío seguían abiertos, pero sin vida, mirando al cielo con una expresión que no parecía registrar el horror de su último momento.
—¡No, no, no! ¡Maldita sea, no! —Jonatan gritaba mientras sacudía el cuerpo inerte de Darío, como si con suficiente desesperación pudiera devolverlo a la vida. Su rostro, ennegrecido por la suciedad de la batalla, estaba empapado de lágrimas. Jonatan, siempre tan frío y calculador, estaba completamente desmoronado frente a la muerte de su amigo.
Wong se quedó a cierta distancia, observando la escena con los labios apretados. No había rastro de la dureza en su mirada, pero tampoco mostró emoción alguna. Era como si hubiera apagado cualquier atisbo de humanidad en ese momento, convirtiéndose en una espectadora insensible. No obstante, el leve temblor de sus manos mientras revisaba su arma me dijo que incluso ella estaba afectada.
—Jonatan... —intenté llamarlo, pero mi voz salió débil, sofocada por el peso de todo lo que acabábamos de vivir.
Jonatan no respondió, no podía. Estaba completamente consumido por su dolor. Se inclinó sobre Darío, apoyando la frente contra el pecho ensangrentado de su amigo. Sus sollozos eran dolorosos de escuchar, como un animal herido que no encontraba consuelo ni escape.
—Maldito estúpido... —gruñía entre dientes, sin dejar de llorar—. ¿Por que te alejaste de mi lado?¡Hijo de puta, no te vayas, no te atrevas a dejarme, Darío!
La impotencia me golpeó de lleno. Sabía que nada de lo que dijera o hiciera cambiaría lo que había ocurrido. Darío estaba muerto, igual que muchos otros a nuestro alrededor. Habíamos perdido, aunque hubiéramos sobrevivido. Sentía el dolor de Jonatan como si fuera mío, mi mente se paralizó un momento al pensar en Ángelo y los gemelos. Imaginé lo peor, pero sabia que sucumbir al desconcierto no me llevaría a ningún lado.
Magda se agachó junto a Jonatan, con cautela, poniendo una mano firme sobre su hombro.
—No podemos quedarnos aquí —dijo en voz baja, pero con una determinación inquebrantable—. Jonatan, tenemos que seguir. Lo siento... de verdad lo siento, pero no podemos hacer nada más por él.
Jonatan levantó la cabeza lentamente, sus ojos estaban rojos por las lágrimas. Durante un segundo, pareció perdido, como si las palabras de Robert no tuvieran sentido. Luego, la realidad lo golpeó de nuevo, y lo vi endurecerse, volver a poner su máscara de frialdad.
—Vamos... vamos a matar a esos bastardos —gruñó con una voz quebrada, mientras se ponía de pie, tambaleante. Se limpió las lágrimas de su rostro sucio y ensangrentado con la manga de su uniforme. La tristeza seguía allí, pero ahora mezclada con un odio que casi podía sentir en el aire.
Me acerqué a Wong, que permanecía en silencio, mirando la escena con una calma perturbadora.
—¿Estás bien? —le pregunté, sabiendo que probablemente esa era una pregunta tonta en ese momento.
—No lo sé —respondió ella, sin mirarme—. Creo que ya no importa.
Esa respuesta me dejó en silencio por un segundo. Wong no era de las que mostraban debilidad, pero en ese instante, había algo roto en su voz, algo que reflejaba la fractura que todos llevábamos dentro. No había respuestas fáciles, no había alivio, solo la guerra, avanzando sin piedad.
—No importa lo que pensemos, lo que sintamos —continuó, ahora volviéndose hacia mí—. Ellos seguirán disparándonos. No hay espacio para estar bien o mal. Solo para sobrevivir.
Asentí en silencio. Tenía razón, aunque me doliera admitirlo.
Jonatan se alejó del cuerpo de Darío, con los ojos fijos en el frente. Cada uno de nosotros sabía lo que debía hacer, aunque no quisiéramos hacerlo. La batalla no había terminado. Y mientras el cuerpo de Darío quedaba atrás, sentí que un pedazo de mí se quedaba con él.
Velásquez apareció entre las ruinas, como siempre, llevaba esa sonrisa extraña. Pero había algo diferente en sus ojos. Algo más sombrío, más pesado.
—Nos reagrupamos ahora —ordenó, sin rodeos—. No hay tiempo para lamentarse. Esta ciudad aún no ha caído, y si quieren sobrevivir, más vale que sigan mis órdenes al pie de la letra. Esto no ha terminado.
Velásquez se pasó una mano por la barbilla, estudiando el campo frente a nosotros. Las torretas automáticas se asomaban amenazantes desde los edificios, rotando lentamente como bestias esperando detectar a su presa. Más allá, los helicópteros sobrevolaban el centro de la ciudad, vigilando el área con una precisión implacable. Sabía lo que eso significaba: el Imperio estaba protegiendo algo grande en el corazón de la ciudad.
—Muy bien, escuchen, perras —dijo Velásquez, con la voz más grave y severa que de costumbre—. Las torretas tienen un punto ciego justo en la base. No tienen buena cobertura en los flancos. Vamos a movernos en grupos pequeños, uno tras otro, asegurándonos de mantenernos cerca de los muros. Una vez lleguemos al punto marcado, nos reorganizamos y neutralizamos esos helicópteros de mierda. Este es el único camino si queremos llegar a la base imperial sin ser triturados.
Me observó por un momento, con sus ojos recorriéndome de arriba abajo. Su mirada se detuvo en las manchas de sangre en mi uniforme, las marcas dejadas por mi frenesí en la batalla anterior. Luego, sin decir una palabra, sacó una escopeta de su espalda y me la lanzó. La agarré en el aire por reflejo.
—Meyer —gruñó, usando mi apellido con la misma familiaridad brutal de siempre—. Tienes agallas. Y, por lo que acabo de ver, también tienes habilidad en encuentros cercanos. Esta escopeta es para ti. No te separes de tu equipo, pero cuando entremos, tú estarás al frente. Quiero que limpies el camino de cualquier imbécil que nos cruce. ¿Entendido?
Asentí, sin decir una palabra. El peso de la escopeta en mis manos era diferente al rifle, más personal, más brutal. Podía sentir el frío metal contra mi piel, y algo en mí se preparaba para lo que venía.
—¡Hawkins! —continuó Velásquez, señalando a Jonatan—. Tú vas con Meyer. Y Wong, Robert, Lombardi, cubran los flancos. Los demás, avancen. Los helicópteros están esperando, y cuando lleguen, quiero que suelten el infierno desde arriba, así que mantengan los ojos abiertos. La idea es simple: pasamos las torretas, nos reorganizamos y luego los hacemos pedazos.
Hubo una pausa, una calma antes de que soltara un comentario que nadie esperaba.
—Y si alguno de ustedes la caga... bueno, que se lo digan a sus mamás. Yo no pienso escribir cartas de despedida.
Los otros soldados dejaron escapar unas risas incómodas, pero la sonrisa que cruzó su rostro era diferente: una mezcla entre el humor negro y una crueldad que lo hacía parecer aún más peligroso. Era el tipo de sonrisa que no transmitía compasión, sino la certeza de que no le importaría en lo más mínimo dejar cuerpos atrás si eso significaba lograr la victoria.
—Vamos a darles una bienvenida como se debe a estos hijos de puta —añadió, mientras levantaba su arma y con una sonrisa maquiavélica ordenaba—. ¡Avancen, y que no quede ni uno vivo!
Nos pusimos en marcha, moviéndonos a través de las sombras. El silencio de la madrugada era abrumador. La ciudad, destruida y en ruinas, parecía un espectro de lo que había sido antes. A medida que avanzábamos, los ruidos de nuestros pasos y respiraciones eran lo único que rompía la quietud. En ese momento, un sonido sutil llegó a mis oídos, un tic-tac suave y continuo.
Era el reloj.
Metí la mano en el bolsillo y saqué el pequeño reloj que Tomás me había regalado. A pesar de estar en medio de una guerra, el simple ruido del mecanismo me hizo detenerme un instante. Una ola de nostalgia me atravesó, recordando los días antes de todo esto, cuando la guerra era solo un rumor distante y no una realidad.
Pero ese momento de paz se desvaneció rápidamente cuando nos adentramos mas a la ciudad. Paulo, Luis y Ángelo se unieron a nuestro grupo, sus rostros estaban serios, endurecidos por lo que habían presenciado y por lo que estaba por venir. Pero me sentí feliz de verlos a salvo.
—Hans... —la voz de Ángelo rompió el silencio mientras se detenía frente a mí—. Estás... estás cubierto de sangre.
Miré mis manos y mi uniforme. No me había dado cuenta de cuánto de la batalla anterior llevaba encima. La sangre, seca y fresca, cubría mis botas, y mi rostro estaba manchado con el resultado de lo que había hecho. Al ver el reflejo en los ojos de mis compañeros, sentí que algo en mí se quebraba un poco.
Luis, más callado que de costumbre, me observaba con una mezcla de preocupación y desconcierto. Ninguno de ellos sabía qué decir, y yo tampoco sabía cómo explicarles lo que había sentido.
—Estoy bien —murmuré, pero mi voz sonaba hueca, incluso para mí.
La mirada perdida en mis ojos no pasó desapercibida para ellos. Ángelo se acercó un poco más, dándome una palmada en el hombro. Paulo, con su rostro tan inexpresivo como siempre, simplemente me asintió, como si con ese gesto quisiera decirme que lo entendía, que, en esta guerra, nada de esto era tan extraño como pensábamos.
—Sobrevivimos a una, vamos por la siguiente —dijo Luís con una voz baja y seca, mientras nos preparábamos para el siguiente avance.
Pero mientras nos acercábamos a la base imperial, sentí que algo en mí había cambiado.
Gracias por leer el capítulo, espero que te esté gustando la historia. Alístate para lo que viene, si quieres noticias exclusivas sígueme en Facebook como Folkie Meyer.
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