
Capítulo 11: Avanzar y resistir
El ruido de la puerta del barracón golpeando contra la pared me arrancó del sueño como un balde de agua fría. No eran ni las tres de la mañana cuando el capitán Molina entró con la misma energía que si fuera el mediodía, sus botas resonaron en el suelo de madera y su voz de trueno rompió el silencio.
—¡Levántense, malditos holgazanes! —gritó, sin pizca de paciencia. —¡Es hora de entrenar!
Nos levantamos a duras penas, todavía medio dormidos, pero nadie se atrevió a protestar. Molina no era un hombre con el que quisiéramos cruzarnos. Alto, musculoso, y con una cicatriz que cruzaba su ojo derecho hasta dejar la pupila completamente blanca, el capitán no necesitaba decir nada más para dejar claro quién mandaba aquí.
Mientras me ponía las botas, vi que Robert a mi lado tenía la misma cara de fastidio que todos nosotros. —¿Por qué siempre tiene que ser a estas horas? —murmuró, lo suficientemente bajo como para que Molina no lo escuchara. No respondí, simplemente me encogí de hombros.
El entrenamiento fue brutal desde el primer momento. Nos hicieron correr alrededor del campamento en círculos interminables, con el sudor cubriendo nuestros cuerpos a pesar del frío de la madrugada. Molina caminaba entre nosotros como un guardián despiadado, sin dejar pasar ningún error. A cada fallo, a cada tropiezo, no faltaba su grito de corrección, ni su mirada penetrante que nos hacía sentir que habíamos cometido el peor de los crímenes.
—¡Corre bien, Dupont! —escuché que gritaba a Ángelo, quien tropezó con una roca y casi se cae de bruces.
—¡Más rápido, Díaz! ¡Ustedes, gemelos, no se queden atrás! —sus órdenes no dejaban de caer como martillazos, y todos sabíamos que no había margen de error con él.
Mientras corríamos en formación, sentí a alguien empujándome por detrás. Era Wong. Me miró con desprecio y soltó, en un pequeño grito:
—Quítate, idiota.
No le respondí. Simplemente lo dejé pasar, apartándome un poco para evitar problemas. No era el momento para peleas innecesarias, y mucho menos con Molina al acecho.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad de correr, hacer flexiones, y soportar los gritos de Molina, nos dieron un descanso para comer algo. Nos sentamos en el suelo, rodeados de polvo y sudor, y nos entregaron nuestras raciones. Latas de atún con arroz seco, que no tenían ni una pizca de sabor, pero al menos llenaban el estómago. Mis manos estaban tan temblorosas por el esfuerzo que casi no podía abrir la lata.
Nos sentamos juntos, yo con Ángelo, Paulo, Luis y Jonatan, formando un pequeño círculo. El ambiente era algo más relajado ahora que teníamos unos minutos para nosotros.
—¿Es en serio? —murmuró Robert, mirando su ración con desagrado. —Podrían darnos algo más que comida de perro...
Paulo y Luis rieron con esa energía despreocupada que parecía acompañarlos a todas partes, incluso en medio de este infierno.
—Deberías estar agradecido, Díaz —bromeó Paulo—. Al menos nos alimentan. Mi estómago estaría vacío si no fuera por esto.
Luis asintió con la boca llena de arroz seco, tratando de hablar mientras masticaba. —Antes de esto, solíamos tener que robar comida. No teníamos nada.
Jonatan, quien había estado en silencio durante la mayor parte de la conversación, de repente intervino con un comentario cortante.
—Eso explica por qué siempre parecen tan desesperados por la comida. Unos huérfanos ladrones que no saben lo que es ganarse la vida honestamente que van a saber de modales.
El comentario cayó como una bomba. Paulo y Luis lo miraron con los ojos entrecerrados, pero Ángelo fue el primero en responder, su tono más desafiante de lo habitual.
—¿Tienes algún problema con eso, Jonatan? No todos nacimos con una cuchara de plata en la boca como tú.
El ambiente se tensó de inmediato. Sabía que Ángelo tenía un temperamento volátil, pero nunca lo había visto tan molesto. Jonatan lo miró con desdén, su mandíbula apretada.
—¿Y qué si lo tengo? —espetó, dejando caer su lata al suelo. En un movimiento rápido, se levantó y lanzó un puñetazo hacia Ángelo.
Antes de que el golpe pudiera alcanzar a Ángelo, me interpuse. Bloqueé la muñeca de Jonatan en el aire, deteniendo el puño con mi antebrazo antes de que pudiera hacer daño. Lo miré directamente a los ojos, con una calma que no sabía que tenía.
—No te atrevas a hacerlo de nuevo —le dije, sin necesidad de levantar la voz.
Jonatan se quedó congelado por un segundo, con su respiración agitada, y luego apartó la mirada, liberándose de mi agarre con un movimiento brusco. No dijo nada más, solo se alejó de nosotros, pateando el polvo bajo sus botas mientras caminaba hacia otro grupo de soldados.
Ángelo suspiró, bajando los hombros ahora que la tensión se había disipado.
—Gracias, Hans —murmuró—. Ese idiota... tiene serios problemas.
No respondí de inmediato. Sabía que Jonatan era más complicado de lo que parecía. Su enojo no era solo por el comentario de Ángelo, era algo más profundo. Pero este no era el lugar ni el momento para indagar. Por ahora, lo importante era mantener la paz, al menos entre nosotros.
Los gemelos, por su parte, habían vuelto a su actitud despreocupada, como si nada hubiera pasado. Paulo le dio un codazo a su hermano, haciendo una broma sobre lo malo que era Jonatan en peleas, y Luis soltó una carcajada. Ángelo sonrió, aunque claramente seguía molesto.
Yo me limité a terminar mi ración de atún con arroz, sintiendo el sabor metálico y seco en mi boca, pero agradeciendo que, al menos por ahora, las cosas no habían ido más lejos.
—Oye, Hans —dijo Robert de repente, mirando hacia mí—, ¿cómo es que sabes pelear así?
Me quedé en silencio un momento, sin saber si era un cumplido o solo una pregunta curiosa. Robert era del tipo que no se andaba con rodeos. Sabía que, a su manera, intentaba entenderme, pero no podía evitar preguntarme por qué se interesaba. Lo que sí sabía era que, si iba a contar algo, no podía sonar demasiado complicado. La verdad era simple, pero sentía que una explicación larga sería innecesaria.
—Ah... bueno, es complicado —empecé, levantándome y mirando al horizonte—. Tomas, el mecánico con el que viví, me enseñó. Desde que tengo memoria, él fue el único que se ocupó de mí. No sé mucho de mi vida antes de los 12, pero sí sé que él me entrenó para... sobrevivir.
Robert me miró con curiosidad, levantándose un poco para acomodarse mejor en la banca.
—¿Tomas? ¿El mecánico? —preguntó, en tono de incredulidad, pero con una sonrisa divertida—. ¿En serio? ¿El tipo te enseñó a pelear?
Yo asentí, sin demasiada emoción. La verdad es que hablar de Tomas siempre era raro para mí, pero no iba a complicar las cosas. Robert no lo entendería, al menos no completamente. Pero era lo que había.
—Sí. No fue un entrenamiento formal ni nada, pero él siempre dijo que, en este mundo, había que saber defenderse. En el gran bosque de su taller, él me enseñaba a luchar con lo que fuera: puños, cuchillos, hasta tuercas de repuesto —dije, con una ligera sonrisa al recordarlo.
Robert soltó una carcajada, como si fuera una broma, pero luego se quedó en silencio, observándome más detenidamente.
—Eso suena... interesante —respondió, un poco desconcertado—. ¿Y él te enseñaba a... luchar por diversión o por...?
—Por necesidad. —Respondí sin dudar—. Tomas nunca fue un hombre de muchas palabras. Si algo pasaba, te lo decía. Quizás a veces hablaba de mantener los pies sobre la tierra, o que los héroes no sobreviven, solo las personas con sentido común.
Robert pareció pensarlo un momento, rascándose la cabeza.
—Vaya, suena como... como un tipo de los duros —dijo, pero con algo de respeto—. ¿Y te llevas bien con él? No sé... ¿se puede confiar en un tipo así?
Lo miré por un segundo, pensando en la pregunta. Tomas era... diferente. No era el tipo de persona que se preocupaba por las convenciones sociales o lo que los demás esperaban. Pero, me cuidó con una lealtad incondicional. Eso lo hacía digno de confianza.
—Sí... en realidad lo aprecio bastante. Tomas no era un tipo de muchos amigos, pero siempre estuvo ahí cuando lo necesité. Lo único que quería era enseñarme a ser fuerte, por si alguna vez las cosas se ponían feas. Y, bueno, lo logró —respondí, sin ocultar una pequeña sonrisa—.
Robert asintió, comprendiendo la respuesta a su manera. Había algo en su expresión que me decía que, aunque no lo mostraba tanto como los gemelos, él también valoraba la lealtad y la fuerza. De alguna forma, se sentía identificado.
—Suena a que, a pesar de todo, el tipo hizo un buen trabajo contigo —dijo, con una sonrisa cómplice—. Aunque, si me preguntas a mí, yo prefiero un entrenamiento más clásico. No me imagino luchando con tuercas. Pero cada quien a su estilo, ¿no?
Me reí ligeramente, imaginando lo que diría Tomas si escuchara eso. No era algo de lo que hablaría abiertamente, pero Robert tenía razón en un punto. A Tomas no le importaba mucho la manera en que lo hacía. Lo importante era que me enseñara a sobrevivir. Y eso era lo que realmente importaba.
—Sí, cada quien a su estilo —respondí, encogiéndome de hombros—. Pero te advierto que, si un día te cruzas con alguien como Tomas, te va a enseñar a hacer las cosas de la manera más práctica posible. Nada de formalidades.
Robert se rió, y aunque no dijo nada más, se notaba que entendía lo que quería decir. A veces, la vida te enseñaba lecciones de la forma más inesperada.
El tiempo en el campamento pasó de manera extraña, como si las semanas fueran solo un borrón de frío, calor, cansancio y rutina. Día tras día, el entrenamiento se volvía más duro, y nuestras vidas estaban marcadas por la disciplina militar que no perdonaba errores. Para entonces, había logrado ganarme cierta confianza del capitán Molina. Era un tipo amargado, sí, pero al menos ya no me gritaba cada vez que hacía algo. Me observaba con esa expresión severa, pero a veces me daba una pequeña señal de aprobación, lo que era casi un halago viniendo de él.
Me enfoqué en mejorar, en seguir órdenes al pie de la letra, en demostrar que no era solo un chico de la calle. Entre los que sobresalían, yo no estaba solo. Margot Wong, con su perfección casi intimidante, era imbatible. Jonatan, aunque con su temperamento explosivo, también se destacaba. Robert Diaz, un soldado audaz y fuerte. Y yo... yo me mantenía ahí, ganando terreno, tratando de encontrar mi lugar.
Robert parecía un joven normal: no muy alto, pero lo suficientemente fuerte como para que nadie cuestionara su lugar en el campo de entrenamiento. Era alguien bastante reservado al principio, pero con el tiempo empezó a mostrarse más expresivo y abierto con nosotros. A menudo lo veía charlar con Paulo, Luis y Ángelo, formando parte del grupo como cualquier otro.
Una tarde, mientras nos sentábamos después de un largo día de entrenamiento, Paulo y Luis contaban una de sus historias sobre los días antes de la guerra, cuando robaban casas para sobrevivir. Se reían de las veces que casi los atrapaban, y Ángelo les seguía el juego, aunque no dejaba de lanzar comentarios sarcásticos.
—Yo no sé cómo no terminaron en la cárcel —dijo Ángelo, riendo. —Con lo mal que han contado esa historia, ni para ladrones servían.
Robert sonrió, aunque no dijo mucho. Parecía cómodo con nosotros, pero nunca compartía demasiado sobre su vida. No le di mucha importancia, ya que todos teníamos nuestras propias razones para estar aquí.
Fue en una de esas noches, después de unas tres semanas, cuando las cosas cambiaron. El campamento estaba en silencio, apenas roto por el sonido del viento que soplaba entre las tiendas. Había salido a buscar el baño, intentando no hacer ruido, cuando vi a alguien más cerca de las literas. Al principio no le presté mucha atención; era común que algunos se levantaran por la noche. Pero entonces noté algo extraño.
La figura estaba de espaldas, cambiándose de ropa bajo la luz tenue de una linterna. Me acerqué un poco más, curioso, pero lo que vi me dejó helado. La persona que pensaba que era Robert se quitaba la camisa, y lo que vi no era el cuerpo de un chico. No sabía cómo reaccionar. Nunca había visto una mujer de tan cerca antes. Había visto imágenes en periódicos, o de lejos en las calles cuando salía del taller de Tom, pero nunca algo tan directo. Recuerdo que mis ojos se quedaron fijos en su piel, en los contornos de su cuerpo, algo completamente desconocido para mí. No había visto algo así ni siquiera en mis peores pesadillas, y mi mente no lograba procesarlo de inmediato.
Mi instinto fue retroceder, pero tropecé con una pequeña caja y el ruido hizo que ella se volteara de inmediato. La linterna que llevaba iluminó su rostro, y fue ahí cuando lo comprendí: Robert no era un chico, era una chica. Por alguna razón, no salí corriendo ni la delaté. Nos quedamos mirándonos, ella con los ojos abiertos por el susto y yo paralizado.
—No digas nada —me pidió en voz baja, con urgencia en sus palabras. —Por favor, Hans. No me delates.
Yo no podía ni hablar. Mi boca se había secado de golpe, y mi cabeza era un torbellino de pensamientos. No sabía qué hacer ni qué pensar. Apenas había conocido a mujeres en mi vida, salvo por la viejita que siempre llevaba comida a Tom. Y ahora, estaba aquí, frente a una chica que había estado pasando por hombre todo este tiempo, ocultando su verdadera identidad.
—¿Por qué...? —alcancé a decir, aunque mi voz se sentía débil.
—Si alguien se entera, me echarán o algo peor —continuó ella, sin dejarme terminar. —Yo quiero estar aquí, Hans. Quiero pelear, junto a ustedes, por favor no digas nada.
Sus ojos, que hasta ese momento siempre habían sido los de "Robert", ahora se veían diferentes, como si llevaran un peso mucho mayor del que había imaginado. Me pidió que guardara su secreto, y algo en su voz me hizo asentir sin pensarlo.
—No diré nada —murmuré, todavía procesando todo.
—Gracias —susurró, y me dio una pequeña sonrisa, que desapareció casi tan rápido como apareció.
Después de esa noche, Robert dejó de ser solo un chico más del grupo para mí. Su verdadero nombre era Magda Díaz, y su historia me impresionaba tanto como me aterraba. Me contó que había admirado a Margot Wong desde pequeña y que siempre había soñado con luchar junto a ella. Su familia había muerto en la guerra, al igual que muchos de nosotros, pero ella había decidido tomar las riendas de su vida y disfrazarse de hombre para poder unirse al ejército.
A medida que compartía más conmigo, nuestra conexión se hizo más profunda. Me di cuenta de que, bajo esa fachada fuerte que intentaba mantener, había una fragilidad que pocos conocían. Aunque era valiente por lo que hacía, también llevaba un gran temor de ser descubierta.
Mientras tanto, la vida en el campamento continuaba. Las semanas pasaban, y poco a poco me ganaba la confianza de Molina. Al final, éramos los cuatro más aptos: Margot, Jonatan, Robert y yo. Pero el campamento era más que entrenamiento y deberes. Con el tiempo, me di cuenta de que las personas que conocía también eran mis compañeros en esta lucha, cada uno con sus propios demonios, con sus propias razones para estar aquí. Y mientras nos acercábamos cada vez más al frente de batalla, sabía que nuestras historias se entrelazaban, como los hilos de una red que apenas estaba empezando a formarse.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro