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Lo primero que recuerdo de mis veinte años, fue un pequeño pastel improvisado bajo un techo a punto de caer, unas botas de camuflaje teñidas de marrón por el lodo y el olor a carbón que venía del sur.
Recuerdo haber estado cantando una canción vieja, con la voz un poco ronca y con los pulmones llenos de tierra. Era el cumpleaños de alguien, de un soldado de la división tres, si, creo que así era, alguien llevaba una radio vieja a la que le hacían falta la parte superior y el sonido parecía un arenal que se movía con el viento.
Ya no recuerdo el sabor del pastel, de hecho, ni siquiera puedo estar segura de sí comí un bocado. Sin embargo, hay algo que permanece en mis recuerdos con tanta intensidad, que, de llegar a morir, sería lo único que pasaría por mi mente en esos momentos.
No es la gran cosa si lo piensas, un puñado de pasto, pequeño, de apenas unas diez hojas, apartadas del polvo y la suciedad a un apartado rincón de las runas. Su color verde resaltaba en el mundo gris infestado de polvo que nos rodeaba, se movía suave, con calma y paciencia, el viento apenas le tocaba, era como un niño que estaba siendo mecido por los brazos amorosos de su madre.
Me gustaría haberme quedado en ese momento para siempre, sólo observando aquel puñado de pasto meciéndose con suave brisa del viento. No hay día que no piense en ello.
No hay día que lloré con el recuerdo.
Todo comenzó mucho tiempo atrás, cuando después de un año de la gran guerra, me descubrí en la cocina de mi madre, con lágrimas en los ojos y los dedos llenos de sangre entre las ruedas de esta vieja silla.
-¡Lapis!,¡Lapis! - la voz de mi madre parecía tan distante, como si me gritara desde un desierto lejano.
-Mamá - la llamé, lo hice con tanta fuerza, que me aferre a ella - las hojas mamá, se llenarán de polvo, el viento no podrá moverlas con tanto polvo encima.
Mi madre lloró, lloró más que mi propio sufrimiento, quizá ella tenía más dolor dentro al ver a su hija en este estado, que mis heridas de la guerra.
-Lo sé Lapis, lo siento mi amor - me tomó entre sus brazos y me meció con dulzura.
Y por un momento pude sentir el viento.
Al décimo ataque, las cosas cambiaron, mi madre decidió que era lo mejor. Subimos en el viejo auto de mi tía, la silla de ruedas atada en el techo del auto, hacía un ruido seco, la maleta de cuero sobre las piernas de mi madre tambaleaba con el movimiento del auto. Ella, mi madre, de vez en cuando subía la cobija de lana que se resbalaba de mis piernas inmóviles.
El viaje fue largo, tardamos una hora en salir de la ciudad y otras dos horas en pasar los campos y montañas.
Cuando por fin llegamos, miré a la residencia, una casa enorme, pensé, que quizá, era tan grande como un castillo, era tan blanca y alta, que cuando mire hacia arriba, la confundí con una de las nubes blancas que adornaban el cielo azul de esa mañana.
A los alrededores, no había más que pasto, bien cortado y verde, saludable y fresco. No había otra casa más que esta a kilómetros.
En realidad nunca le reproche a mi madre sobre el traerme a este lugar, quizá por que estaba tan hundida en mis recuerdos que parecía estar ausente del mundo exterior.
Baje del auto con ayuda de mi tía y mi madre me subió a la silla de ruedas. Me había estado llevando de un lado a otro en estos últimos meses, desde el incidente de mis dedos heridos por las ruedas, mi madre decidió que sería ella quien me llevaría de un lado a otro por un tiempo.
Pobre mujer, no había palabras para describir el amor que ella sentía hacia su vacía hija.
En la recepción de la casa, todo parecía tan claro, colores hermosos y suaves, blanco, azul pastel y crema.
La casa en aquel caluroso día, era más que perfecta.
Nos recibió una mujer relativamente joven, era de mediana estatura, delgada, con cabellos dorados y ojos azules. En su rostro, yacían sonrientes como ella, pequeñas pecas y arrugas apenas visibles, de hecho muy en lugar de que las arrugas le hicieran ver vieja, ella parecía tan fresca como una jovencita.
-Hola - se acercó a mí y me saludo con amabilidad - Soy la señora Green, Natalia Green, es un gusto conocerte al fin Lapis.
No sé con exactitud si le contesté, no lo recuerdo, sólo recuerdo haber estado sola en la sala de estar, mientras mi madre partía a casa en el viejo auto junto a mi tía.
Pasó un rato, cinco o diez minutos, pronto, una puerta se abrió, y unos brazos delgados y blancos tomaron mi maleta de cuero, cabellos dorados brillantes caían suaves de la persona que yacía inclinada para tomar mi maleta.
Me miró y me sonrió así, sin más.
Era muy parecida a Natalia, pero más joven y con un rostro más fino.
Sus ojos verdes brillantes me miraban con curiosidad, sus pecas sonreían junto a ella y había un diente medianamente torcido que mostraba con tanta seguridad en su sonrisa, su cabello hasta los hombros se mecía con el viento que entraba por la ventana, así como las cortinas de seda.
Bajo los rayos del sol que se filtraban por las ventanas altas, su delgada figura cubierta por una camisa blanca y pantalones cortos marrón, le hacían brillar como un ángel.
-Hola - me habló finalmente, su voz era suave y femenina - soy Peridot Green y voy a llevarte a tu habitación.
Ella caminó unos pasos y luego se viró sobre los pies y me miró.
-Llevo tu maleta, así que debes hacer mover esa silla tú sola - me sonrió y siguió caminando - vamos, te va encantar tu habitación.
Tras aquellas palabras, hice lo que me dijo.
Mientras andábamos por el largo pasillo, la mire, las cortinas se movían con el viento y su camisa también.
Era un ángel.
Mi angel.
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