viii. of fire and blood
capítulo ocho !
de fuego y sangre
Con la aparición de la primera estrella, Alysanne Targaryen cayó en el lecho nupcial, tras que su herida fuera tratada. Aenar permaneció junto a ella, su mirada fija en su rostro, implacable. No había despegado la vista de ella en ningún momento, ni siquiera cuando el maestre comenzó a suturar su herida.
―¿Qué fue lo que sucedió?
La presencia de Viserys irrumpió en sus aposentos como una tormenta, tan repentino que ni los guardias lograron anunciar su llegada antes de que ya se estuviera dentro del cuarto. Aenar levantó la vista de su libro con calma, sin prisa, desde el sofá junto a la cama.
El príncipe se levantó despacio, con una tranquilidad que solo lograba aumentar la impaciencia de Viserys, y dejó el libro sobre la mesa lentamente. Con un gesto de la mano, le indicó a su hermano que se apartara, sugiriendo en silencio que se alejaran lo suficiente para hablar con la libertad que desearan, sin perturbar a Alysanne.
El rey se negó.
―Dime que ha pasado ahora mismo ―ordenó Viserys, la dureza de su voz cortando el aire. No era algo que sorprendiera a Aenar. ―¿Qué hiciste?
―¿Yo? ―preguntó Aenar, alzando ambas cejas mientras observaba a su hermano. Viserys asintió. ―¿Cómo es que siempre que ocurre algo encuentras la forma de culparme a mí? Realmente tienes un talento, después de todo.
Aunque las palabras de Viserys lo confundieron, poco a poco Aenar comenzaba a intuir hacia donde se dirigían sus acusaciones. Eso no impidió que la ira, esa que tanto lo caracterizaba, comenzara a arder en su pecho, creciendo con cada instante que pasaba.
―Oh, lo lamento, pregunte qué hiciste ―exclamó Viserys con un tono cargado de sarcasmo, su expresión cambiando por una sonrisa vacía, carente de humor o alegría. Pero antes de que Aenar pudiera responder, la sonrisa se desvaneció, y el ceño fruncido volvió a tomar su rostro. ―Debería haber dicho, ¿qué fue lo que no hiciste?
La voz de Viserys se alzó, cargada de reproche, ante la nueva pregunta.
Aenar lo observaba en silencio, con los brazos cruzados, tratando de concentrarse en su respiración, un esfuerzo por no ceder a la creciente furia que amenazaba con desbordarlo. No era una situación fuera de lo común para los hermanos, pero, como siempre, la tensión se sentía en el aire.
El príncipe y el rey discutían en voz alta, tan cerca del lecho de Alysanne que sus palabras parecían rozar su piel. Ella comenzó a abrir los ojos sin que ellos lo advirtieran, pues su espalda permanecía vuelta hacia ambos. Al principio, un ligero mareo la envolvió, y el entorno le resultó extraño, ajeno. Fue el sonido de sus voces lo que la trajo de vuelta a la realidad.
―¿De qué estás hablando? ―preguntó el príncipe con seriedad. La intención de mantener la calma comenzaba a desmoronarse con cada palabra que salía de la boca de Viserys.
―De ti, de tu deber como esposo y hermano ―respondió Viserys, su voz cargada de molestia. ―Te entregué a nuestra única hermana en matrimonio, para que la ames, para que enmiendes esa relación tan dañada... pero me he cegado a mí mismo por demasiado tiempo. Es inútil. Nunca imaginé que tu incompetencia y egoísmo fueran hasta el punto de tenerla atacada y apuñalada, mientras que tú estás perfectamente sano.
Aenar tragó saliva con dificultad, podía darle la razón a Viserys de que era demasiado ciego. Pero ¿acaso no veía el moretón en su ojo derecho? El dolor punzante que le causaba el hematoma le robaba su expresión favorita: fruncir el ceño.
Pero algo dentro de él gritaba: ¿Por qué solo le importa la herida de Alysanne? Yo también he sido herido. Yo también soy su hermano menor. La rabia y el desdén crecían en su pecho.
Estaba agotado, tanto mental como físicamente, las emociones del día pesaban sobre él. No deseaba escuchar las quejas de Viserys ni de nadie, su paciencia ya se había agotado. Sin embargo, eso no significaba que permitiría que su hermano ganara la discusión; nunca lo había hecho, y no iba a empezar ahora.
Pero sus palabras fueron interrumpidas cuando vio a Alysanne levantándose con dificultad. Fue Viserys quien corrió a su encuentro para ofrecerle ayuda. Aenar, en cambio, permaneció inmóvil, apretando los puños con fuerza, tratando de contener la furia que hervía dentro de él.
―No lo culpes, Viserys. ―Fueron las primeras palabras de la princesa, quien, tomando con firmeza la mano del rey, lo guió hacia donde estaba Aenar. ―Esos malditos salieron de la nada y profanaron un lugar sagrado. Aenar solo... trataba de protegerme, evitó que recibiera el primer golpe y él también resultó herido.
Alysanne apartó la mano de su hermano Viserys y se situó junto al príncipe Aenar, observando en silencio el estado de su rostro, el ojo derecho de Aenar estaba casi completamente cerrado. No pasó por alto la forma en que apretaba su mandíbula y sus manos se encontraban entrelazadas detrás de su espalda. Mantenía la cabeza alta, pero sus ojos demostraban lo distante que se encontraban al momento.
―Él es tu esposo, Alysanne, un hombre por sobre todo...
―No cargaba mi espada en ese momento. ―Aenar interrumpió con voz firme, sus ojos fijos con intensidad en Viserys.
―Que conveniente... ―replicó el rey de inmediato, apartando la mirada de su hermano menor. ―En los corredores ya todos están hablando sobre cómo la princesa ha defendido al príncipe contra tres asaltantes.
―Era solo uno...
―Ahora también debo encargarme de que cumplas tu deber como hombre y, por consiguiente, protector de nuestra hermana.
Viserys suspiró, la fatiga marcando su rostro. Alysanne, al notar su agotamiento, se acercó y tomó su mano entre las suyas, guiándolo con delicadeza hacia el lugar donde Aenar había estado antes de que su quietud fuera interrumpida.
―Querido hermano, no te preocupes más, estoy bien. ―Aenar observaba en silencio a su esposa y su hermano desde una distancia prudente. ―En todo esto, no hay más culpables que esos hombres.
―Bastardos... ―escupió Viserys.
Alysanne asintió en silencio, con una sonrisa triste cruzando su rostro mientras acariciaba con cariño la mano del rey.
Aenar había aprendido a leerla con el tiempo. De todas las facetas que Alysanne mostraba en la corte, la que siempre lograba sorprenderlo era aquella en la que se transformaba por completo cuando se trataba de Viserys, esa faceta que manipulaba con tal facilidad a aquellos que la rodeaban en su beneficio.
En eso no se parecían. Alysanne no se dejaba arrastrar por sus impulsos, como él solía hacer. Aunque Aenar a menudo se esforzaba por contenerlos, pero siempre había algo que escapaba de sus manos.
No podía evitar preguntarse, en esos momentos, dónde quedaba la Alysanne que lo maldecía, le gritaba y hablaba con una lengua tan afilada que sería capaz de cortar. ¿Dónde se escondía la princesa que se deslizaba furtivamente por las calles de la ciudad, tomando cerveza barata y buscando la compañía de un simple guardia?
Tal vez, al final de todo, Alysanne Targaryen era mejor en el juego que él.
―Para mí pesar, querido hermano, esta horrible situación me ha dejado mucho en qué pensar ―comenzó Alysanne, con la cabeza gacha y una mezcla de temor y tristeza en su voz. ―Tú dices que el deber de mi esposo es protegerme, pero él no está siempre a mi lado, y mucho menos en el Septo. Tal vez lo ocurrido hoy haya sido un acto de los Dioses para preservar mi vida, pues Aenar es extraño a mi compañía. Su espada no puede estar siempre conmigo o con él. Así que estaba pensando que quizás... yo podría aprender.
Aenar cruzó los brazos, volviéndose más atento a la situación. Observó con meticulosidad cada uno de los movimientos de Alysanne, prestando especial atención a sus palabras. Viserys, por su parte, la miró con evidente confusión, incapaz de comprender por completo lo que acababa de decir.
―¿Qué quieres decir?
―Digo que podría aprender a usar una espada, como todos ustedes lo han hecho desde niños, y así poder protegerme por mi cuenta. ―Alysanne se encogió de hombros y esbozó una sonrisa, como si intentara restarle importancia a lo que acababa de proponer. Viserys la miró brevemente, luego dirigió su mirada hacia Aenar y, finalmente, volvió a centrarla en su hermana. ―Por supuesto, no llevaría la espada conmigo en todo momento, hermano. Sé que sería mal visto en una dama.
La princesa restó importancia al asunto, mostrándose incluso reacia a la idea que ella misma había propuesto, como si fuera solo un pensamiento tonto que cruzaba por su cabeza. El ceño de Viserys dejó de fruncirse, y su expresión volvió a la calma habitual.
Alysanne Targaryen sabía cómo jugar con sus cartas. Después de todo, el rey nunca le había negado nada.
―Supongo que uno de los dos debe velar por la seguridad del otro ―exclamó Viserys, negando con la cabeza y rendido. ―Nuestra madre, Alyssa, hacía lo mismo, y era tan hábil como nuestro padre. No veo por qué tú no deberías hacerlo. Puedes aprender a blandir una espada, si así lo deseas, con mi permiso, Alysanne.
La menor celebró con pequeños aplausos, sus manos delicadas unidas en un gesto casi inocente, mientras una amplia sonrisa iluminaba su rostro. Sin pensarlo, se lanzó a abrazar a su hermano mayor, a pesar del dolor que el movimiento provocó en su hombro herido.
Aenar habría reído en la cara de Viserys por la manera en que acababa de ser manipulado sin darse cuenta, o incluso habría aplaudido a su esposa por tan magnífica actuación. Sin embargo, no lo hizo. La mención de Alyssa Targaryen lo dejó casi paralizado en su lugar, como solía ocurrir cada vez que se evocaba el nombre de su madre.
―Sin embargo ―continuó Viserys, su mirada alternando entre Aenar y Alysanne. ―, espero que esta falta de responsabilidad no se convierta en algo habitual. Ya tengo suficientes dolores de cabeza con Daemon y Rhaenyra.
Alysanne se tensó al oír el nombre de su hermano, mientras que Aenar apenas logró contener el impulso de rodar los ojos ante la mención de Daemon.
―¿Daemon y Rhaenyra? ¿Qué hay con ellos?
Viserys soltó un pesado suspiro, acomodándose en el sofá antes de compartir con sus hermanos menores las últimas novedades.
―Daemon ha tomado Dragonstone, como todos sabemos desde hace algunas lunas. ―Viserys habló con su tono grave y serio. ―Pero la noche anterior, apareció en la Foza de Dragones y se llevó consigo un huevo.
―¿Los guardianes de los dragones no hicieron nada? ―preguntó Aenar, señalando lo evidente. Su voz resonó con firmeza tras un largo silencio.
―No, ¿qué podrían hacer? ―Alysanne interrumpió a Viserys antes de que pudiera responder, dirigiéndose directamente a su hermano. ―Es un príncipe, y todos conocen a Daemon. Es capaz de cualquier cosa.
Viserys asintió ante las palabras de su hermana, dándole la razón.
―Sea como fuere, se llevó específicamente el huevo que Rhaenyra había elegido para... Baelon.
―Un acto de provocación, por supuesto ―replicó Aenar sin vacilar, soltando una risa amarga. ―No sé qué le pasa por la cabeza para verse tan... necesitado de atención.
No podía creerlo.
Esa frase, tan recurrente en sus labios y mente cada vez que se enteraba de las atrocidades de Daemon, ya no encontraba eco en su cabeza. Para ese punto, Alysanne ya no debería sorprenderse. Debería estar cansada de no poder creer los actos de su hermano mayor; a estas alturas, incluso, debería esperarlos.
Alysanne guardó silencio, apartando la mirada de Viserys al escuchar esas palabras. Daemon tenía la habilidad de encontrar siempre la manera de tirar de los hilos de la familia, empeorando las cosas con cada movimiento.
Sin embargo, tras escuchar lo dicho por Viserys, Alysanne se quedó congelada, consciente de lo que realmente implicaba el robo de aquel huevo de dragón.
―¿Daemon tendrá un hijo?
No podía existir otra razón para que su hermano hubiera robado aquel huevo, salvo para colocarlo en la cuna de un hijo por venir.
Aquella era una tradición que se remontaba a tiempos antiguos, cuando Rhaena Targaryen, hija del rey Aenys I, había colocado huevos de dragón en las cunas de sus hermanos menores.
―Nos ha enviado una invitación para su boda con una prostituta y ha deshonrado por completo a su legítima esposa. Ahora afirma que tendrá un bastardo con esa... mujer, y que, como tal, su hijo debe recibir un huevo de dragón. ―Viserys reclinó su cabeza sobre su propia mano, visiblemente harto. ―Esta mañana, Otto Hightower fue a recuperar el huevo con algunos guardias, pero Rhaenyra los siguió a lomos de Syrax, a pesar de que le había dejado muy claro que no estaba autorizada a hacerlo.
Daemon siempre había sido propenso a provocar dolores de cabeza en la familia, y sin embargo, a pesar de todo, lo adoraban y protegían, pues era su sangre.
Rhaenyra, su dulce sobrina, Alysanne sabía que había mantenido una distancia creciente con ella en los últimos meses, especialmente después de la pérdida de la madre que ambas compartían.
―Si me disculpan, debo hablar con mi hija ahora.
Mientras Alysanne acompañaba a Viserys hasta la puerta de sus aposentos, Aenar los seguía en silencio, atento. El príncipe mantenía los oídos bien alertas, en espera de cualquier mención sobre las recientes acciones de Daemon, que bien podrían considerarse una traición a la corona.
―Claro, hermano. No te preocupes más por nosotros, estaremos bien. ―La princesa depositó un beso en la mejilla de Viserys y lo despidió con suavidad. ―Que descanses, Viserys.
Alysanne cerró la puerta tras la partida de Viserys, acompañado por dos de sus guardias. Se apoyó contra la madera, y no pudo evitar sonreír. Había conseguido lo que quería.
Aenar permanecía allí, tan inmóvil y silencioso, que apenas percibió su presencia.
Lo ocurrido a continuación en la historia del matrimonio de los hermanos Targaryen permanece envuelto en incertidumbre, ya que, como con tantos eventos durante la Danza de Dragones, existen diversas versiones, cada una dependiendo del punto de vista de quien las narra.
Cuando, años después de su muerte, se descubrió la verdadera vida que había llevado Alysanne Targaryen, la princesa pasó a ser considerada persona no grata entre los maestres que relataban la historia de su Casa, entre los lores de todos los rangos y, en general, entre cualquier persona que tuviera un miembro masculino.
La princesa encarnaba todo lo que se consideraba incorrecto en el comportamiento de una mujer de su estatus.
La corte no tardó en comenzar a susurrar sobre el ataque a Alysanne, y cuando la vieron entrenando con armas en el patio del castillo, los murmullos solo aumentaron. Fue en ese momento cuando todos los rumores sobre la verdadera naturaleza de dicho ataque empezaron a tomar fuerza.
La versión más común y razonable de este relato, aunque pocos se atrevían a creer, sostenía que la princesa había orquestado el ataque en su contra con el fin de obtener más atención de la que ya recibía. Su hermano, el príncipe Aenar, había estado allí y terminó perjudicado una vez más ante los ojos de la corte, y sobre todo, ante el rey Viserys.
Siguiendo el curso de esta historia, la mayoría de los nobles encontraba lógica en esta historia, ya que los hermanos Targaryen siempre habían demostrado todo, menos afecto mutuo. De una forma u otra, ambos habían ido por el cuello del otro en repetidas ocasiones.
El lado contrario, más oscuro y macabro, presentaba una segunda versión de los hechos, promovida por unos pocos nobles de la corte, la mayoría de los cuales eran apenas unos niños cuando Alysanne y Aenar vivieron bajo sagrado matrimonio antes de tomar caminos diferentes. Sin embargo, esta versión era la preferida por el común.
Desembarco del Rey siempre fue conocido por la multitud de ojos curiosos que vigilaban tanto el interior del castillo como las humildes calles de la ciudad. Intentar mantener un secreto en aquel lugar parecía una tarea imposible. Así, no sorprendió que, la noche anterior, Alysanne y Bywin fueran vistos juntos.
Se dice que la princesa y su conocido amante, Bywin Strong, habían conspirado juntos para orquestar el asalto a Alysanne, tal vez con la intención de perjudicar a su esposo. Aunque los motivos no estaban del todo claros, pocos creían que ambos tuvieran buenas intenciones en este complot. Esta teoría, sin embargo, parecía más plausible que las demás que rodeaban el matrimonio de Alysanne y Aenar, especialmente porque, a la mañana siguiente, se vio a estas mentes maestras juntas nuevamente.
Esa mañana, los nobles de la corte se congregaron con un interés inusitado en el patio de entrenamiento. Allí, la princesa Alysanne Targaryen, llevaba una espada de madera en la mano y había optado por vestirse con ropas de muchacho, en lugar de los finos y delicados vestidos que acostumbraba usar.
Por un breve instante, fue como si la misma Alyssa Targaryen hubiera regresado para una última travesura junto a su hermano mayor, Aemon, y su esposo Baelon. La imagen de aquellos días eran un recuerdo lejano, más sus cuatro hijos sobrevivientes eran su legado.
Decir que Alysanne se encontraba entusiasmada sería una subestimación. La emoción era evidente en cada uno de sus gestos: su sonrisa, amplia y genuina, mientras que sus manos alisaban una y otra vez las prendas que llevaba puestas.
―¿Espera a alguien, mi princesa?
Los ojos de Alysanne se abrieron con asombro al reconocer la voz, y giró la cabeza de inmediato. Al verlo, la sonrisa que había contenido en su interior se agazapó, su mirada se posaba sobre la cabellera oscura y los ojos que parecían arrebatarle el aliento.
―¿Les importaría disimular un poco? Me gustaría mantener mi cabeza justo donde está.
Harwin se situó junto a Bywin y Alysanne, observando con atención su alrededor. Su postura era la de un guardia acostumbrado a estar alerta, y con su gran cuerpo logró cubrir a los jóvenes de miradas curiosas. El mayor de los Strong juraba que se preocupaba por guardar ese secreto más que ellos.
―Espero al maestro de armas, Ser Bywin ―dijo Alysanne, mientras una ligera sonrisa, casi imperceptible, se asomaba en su rostro. ―Es un placer verlo nuevamente, Ser Harwin.
Ambos hermanos lucían las capas doradas que les pertenecían, y la armadura adecuada para su rango como guardias de la ciudad. A pesar de haber estado bajo el peso de los cascos durante largas horas, sus cabellos oscuros no estaban desordenados.
―¿Estás bien? ―susurró Bywin, lanzando una mirada a su hombro, donde una venda se asomaba bajo la camiseta celeste desgastada.
―Nos preocupamos, princesa ―añadió Harwin, nuevamente mirando a su alrededor en busca de curiosos por sus palabras. ―Lamentamos que la guardia de la ciudad no haya estado ahí.
Lentamente la sonrisa de Alysanne se borró y asintió, mirando fijamente a los ojos de Bywin.
―Estoy bien ―murmuró con voz apenas audible, sin querer que los oídos equivocados oyeran esa conversación. Por un instante, los tres guardaron silencio, sus miradas entrelazadas en una mezcla de temor y alivio. ―No volveremos a hablar de ello.
―Por supuesto que no.
―Probablemente sea lo mejor ―exclamó Bywin, sus ojos oscuros cargaban un peso de preocupación y pena, una mirada que podría atormentar a cualquiera.
―Princesa Alysanne. ―La conexión entre sus miradas se rompió en el instante en que el maestro de armas se presentó. ―Por aquí, por favor.
Antes de seguir adelante, Bywin y Harwin hicieron una reverencia ante la princesa, retirándose apenas unos pasos más lejos, manteniéndose lo suficientemente cerca como para observar lo que vendría a continuación.
―No tiene experiencia alguna, ¿verdad? ―inquirió el hombre, dándole la espalda momentáneamente. Alysanne se encogió de hombros.
―Algo, creo. Crecí viendo a mis hermanos destrozarse a golpes bajo el pretexto de la práctica.
El hombre rio mientras se giraba hacia ella, una segunda espada de madera descansando en sus manos.
―Muéstreme, atáqueme. ―Indicó con un gesto firme de la mano.
Alysanne lo miró con nerviosismo, pero apretó con fuerza la empuñadura de la espada y lanzó dos golpes contra el maestro de armas, quien, con la destreza de años, los detuvo antes de que alcanzaran su marca.
―Es buena, princesa ―dijo con sinceridad, un toque de aprobación en su voz. Alysanne sonrió. ―Para pelear contra un niño que apenas comienza a dar sus primeros pasos.
La sonrisa de la princesa se desvaneció lentamente, mientras una sensación inesperada comenzaba a nacer en su pecho. Este hombre, el primero que se atrevía a hablarle sin temor, parecía dispuesto a enseñarle sin los prejuicios que solían pesar sobre su sexo o su estatus. Era una mujer, sí, pero no dejaba de ser también una princesa, y, por primera vez, quizás alguien la veía más allá de los roles impuestos.
El vaivén de las espadas chocando una y otra vez llenaba el aire con un sonido rítmico, mientras las palabras del maestro se entrelazaban con el choque de madera. Ambos, sumidos en la concentración del enseñar y aprender, no advirtieron la llegada de Aenar Targaryen, cuya presencia se coló en el lugar como una sombra silenciosa.
El príncipe, a pesar de ser un hombre joven aún, se erguía por encima de la mayoría de los hombres en la corte y el castillo. No fue difícil localizar a su esposa con la mirada, y con paso firme, comenzó a avanzar hacia ella.
Ante su paso, las personas se apartaron sin necesidad de palabras, concediéndole el paso como si su presencia misma demandara espacio.
Aenar no apartó la mirada de Alysanne ni por un instante.
Los ojos púrpura del príncipe ardían con un fuego salvaje que parecía consumirle por dentro, una ferocidad característica de su ser. Aquellos que capturaron un atisbo de su mirada juraban que el color de sus ojos se había oscurecido aún más. Caminaba con determinación, cada paso cargado de una rigidez que delataba una creciente molestia.
―Puedes retirarte ahora ―dijo Aenar, plantándose junto a su esposa con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Su mirada se clavó en el maestro de armas, quien no tuvo más opción que dar un paso atrás. Alysanne, sorprendida y confundida, giró la cabeza hacia él. ―Yo mismo me encargaré del entrenamiento de mi esposa.
―¿Aenar? ¿Qué sucede?
Alysanne se acercó a él, intentando comprender lo que sucedía, pero Aenar jamás desvió su mirada hacia ella. Como si ella no existiera en ese instante.
Entre la multitud de nobles en el patio, Harwin Strong atrajo la atención de su hermano con un codazo y un leve movimiento de ojos hacia Alysanne. Bywin supo inmediatamente que algo andaba mal con solo ver a Aenar.
Alysanne tocó el antebrazo de Aenar, sus dedos aferrándose con disimulo a la tela de su camisa blanca. Cuando él finalmente le dirigió la mirada, un frío penetrante recorrió su cuerpo, sintiéndose aún más pequeña y frágil a su lado. Las palabras se ahogaron en su garganta, porque aquella mirada la conocía demasiado bien.
Aenar se alejó del tacto de Alysanne como si tuviera psoriagris.
―Conseguiste lo que querías, y a un gran costo para los dos. ―Aenar se acercó a Alysanne, lo suficiente para que solo ella pudiera oírlo, su voz baja pero cargada de una amargura palpable. ―Ahora disfruta de tu victoria.
Alysanne tragó saliva, el miedo apoderándose de ella, demasiado aterrada como para decir o hacer algo que los expusiera aún más frente a la multitud. La incomodidad le calaba el cuerpo, extendiéndose lentamente, mientras las emociones que había intentado mantener a raya se acumulaban en sus ojos, formándose en lágrimas contenidas. El hermoso violeta de su iris parecía un cruel contraste con el rojo inflamado de sus ojos.
Esa mañana, se sentía invencible, como si el día estuviera lleno de magia y promesas de esperanza. Nada podría empañar su felicidad. Sin embargo, cuando el mediodía siquiera estaba cerca, todas esas energías y sentimientos positivos fueron cruelmente aplastados por el hermano al que estaba unida de por vida.
―Toma tu espada y demuéstrame qué sabes.
Aenar le arrancó la espada de las manos al maestro de armas y ocupó su lugar con una rapidez que no necesitó palabras. El maestro, desconcertado y sin comprender lo que sucedía, no ofreció resistencia.
Con un sutil giro de la muñeca, la espada giró en su mano con una precisión impecable, la hoja cortando el aire en un movimiento rápido y controlado, mientras él sostenía la empuñadura con firmeza.
―Aenar, yo no... ―carraspeó, forzándose a no mostrar debilidad, pero su voz, al final, se tornó más grave, más seria. ―Apenas estoy comenzando, no sé pelear apropiadamente.
―No importa. De esta forma, puedo conocer tus movimientos, y tú los míos. La próxima vez será más fácil. ―El príncipe se encogió de hombros. Claramente no le importaba lo que ella dijera.
―¿La próxima vez?
Aenar asintió, apretando la empuñadura de la espada con una tensión palpable mientras se acercaba a ella.
―Me hiciste lucir como un idiota frente a Viserys y el resto de la corte. Ahora, te humillarás tú misma con estas lecciones que tanto querías. Ten una probada de justicia divina.
Él se alejó de Alysanne, dándole la espalda con una actitud despectiva. La princesa, rápida, aprovechó ese breve momento para recoger su espada que había caído al suelo. Pero cuando levantó la mirada, un grito ahogado de sorpresa se le escapó.
Las miradas curiosas no pudieron contenerse y, de forma no muy discreta, observaron a los hermanos.
Aenar lanzó un golpe brutal contra Alysanne, quien aún permanecía agachada en el suelo de tierra, distraída solo segundos antes. Sin embargo, los reflejos de la princesa se activaron al instante. Para sorpresa de Aenar, Alysanne logró detener el golpe con su propia espada.
Las espadas de los príncipes quedaron entrelazadas, una sobre la otra, enfrentadas en un instante de quietud tensa. La mirada de Aenar irradiaba una furia contenida, una rabia que parecía haber estado acumulándose y que, en ese preciso momento, planeaba desquitarse a través de Alysanne.
El lenguaje corporal de Alysanne reflejaba la resistencia que luchaba por mantener, tanto interna como externamente. Sin embargo, sus ojos y las cejas alzadas delataban el miedo visceral que sintió al ver la espada acercándose y su hermano siendo quien la empuñaba.
Aenar aplicó toda su fuerza sobre su espada, presionando con tal intensidad que la resistencia de Alysanne se desmoronó, hasta que su espada cayó, arrastrándola con ella al suelo. La princesa soltó un suspiro de agotamiento, mientras él se alejaba, haciendo girar su espada una vez más.
La mirada de Alysanne se cruzó brevemente con los ojos oscuros de Bywin, un destello de comprensión silenciosa entre ellos. Mientras tanto, sus manos, apoyadas con esfuerzo sobre la húmeda tierra, soportaban su peso, dejando que la suciedad cubriera sus prendas y parte de su rostro, testigos de su caída.
El Strong respiró pesadamente ante esa imagen: la mujer que amaba siendo humillada y maltratada ante docenas de personas. Sus puños estaban apretados a cada lado de su cuerpo, la rabia hirviendo en su interior. La mirada que Alysanne le dirigió, cargada de desesperación y resistencia, fue el último incentivo necesario para que el control que aún mantenía se desvaneciera por completo.
Ser Harwin fue lo suficientemente rápido para interponerse en el camino de su hermano, evitando que cometiera la mayor estupidez posible. Los Strong compartieron una mirada llena de tensión: el mayor, con los ojos fijos y una advertencia no dicha, y el menor, con el ceño fruncido, marcado por la furia que apenas contenía.
Mientras tanto, los Targaryen permanecían de pie, uno frente al otro, con las espadas en mano.
Quizás, si hubieran tenido espadas reales en ese momento, la lucha hubiera sido muy distinta. Tal vez habrían evitado condenarse a un futuro que se iba escribiendo con cada uno de sus movimientos, irreversibles e implacable.
Aenar lanzó golpes a Alysanne a diestra y siniestra, cada uno cargado de furia y precisión. La princesa, ágil, logró esquivar la mayoría, pero la rapidez con la que su hermano la atacaba la mantenía a la defensiva. No le dejaba el tiempo necesario para levantar la espada y responder con la misma destreza; en su lugar, solo usaba su mirada, anticipando los movimientos y moviéndose antes de ser alcanzada.
A pesar de su destreza, uno que otro golpe logró encontrar su camino al cuerpo de la princesa. Alysanne sabía, con certeza, que al día siguiente esos impactos se convertirían en moretones morados que adornarían su piel.
Los movimientos de Aenar eran implacables, constantes, uno tras otro. Cada golpe era severo y cargado de fuerza. Alysanne, por su parte, no respondía con la misma brutalidad; su mente operaba con precisión, calculando, observando, buscando conocer la estrategia de su enemigo. Después de todo, esas fueron las palabras de su hermano: puedo conocer tus movimientos, y tú los míos.
Oh, pero el miedo estaba ahí. Durante esa lección, se abrazó a ella como si fuera un salvavidas en medio del océano. Todos los días, en las clases siguientes, el miedo seguía siendo su compañero, pero con el tiempo, aprendió a controlarlo, a no dejar que la tuviera bajo su dominio.
Con el tiempo comenzó a disfrutar ver a Aenar frustrado por no poder darle al blanco.
Ella era el blanco.
―Mira eso, te dije que iba a estar bien. Es una mujer fuerte, después de todo, es una Targaryen. ―Harwin habló con emoción, sin apartar la vista del frente, Alysanne no sería la única en disfrutar ver a Aenar fallar. Bywin, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, observaba todo con extrema atención. ―Al menos ahora sé quién es el verdadero protector cuando se escapan por la ciudad.
Harwin intentaba que Bywin se relajara, consciente de cómo era su hermano menor: siempre solemne, siempre siguiendo fielmente lo que su corazón dictaba.
―Uno de estos días me pagará todo el daño que le ha hecho.
Las palabras de Bywin fueron frías y serias, sin rastro de emoción en su rostro, mientras su mirada permanecía clavada en cierto príncipe al frente. Harwin, soltando un suspiro, negó con la cabeza y le dio un apretón firme en el hombro.
No lo comprendía. ¿Cómo podía tratar a su propia esposa, y hermana, de esa forma? Si Bywin estuviera en su lugar, se encargaría de adorar el mismo suelo que Alysanne pisaba, de tratarla como sólo una diosa merece ser tratada.
Pero Bywin no era más que un guardia, un segundo hijo sin derecho a reclamar. No era más que el amante del dragón, y no un dragón por sí mismo. Su lugar estaba en las sombras de aquel castillo, limitado a robar breves momentos con la princesa, momentos que pertenecían a su esposo legítimo.
El corazón de Bywin Strong nunca fue devoto a otra cosa más que su princesa.
Un grito agudo cortó el aire, resonando con una intensidad que heló la sangre de todos los presentes. Al darse cuenta, los hermanos Strong observaron cómo un tumulto de personas comenzaba a agolparse en torno al matrimonio, formando un círculo.
Bywin se abrió paso entre la multitud con urgencia, guiado por el inconfundible sonido de ese grito. Sabía que sólo podía pertenecer a una persona. Llegó al centro de la escena antes de lo esperado y, con un esfuerzo consciente, se contuvo de irrumpir en la arena de los hermanos Targaryen.
Sintió como la rabia se apoderada de cada centímetro de su cuerpo lentamente.
Aenar Targaryen permanecía de pie, su espada firmemente en mano. Alysanne, una vez más, se encontraba en el suelo, su respiración entrecortada y la mirada fija en su hermano. Su espada yacía a varios metros de ella.
Lentamente, la mano izquierda de la princesa se posó sobre su hombro derecho, intentando calmar el ardor punzante y la humedad que comenzaba a extenderse. Al rozar la herida reabierta, sus dedos se tiñeron de rojo, y la sangre, incesante, empezó a manchar la tela de su camisa.
Los ojos de la princesa se alzaron lentamente, se notaba desorientada, hasta encontrar a Bywin entre la multitud. Por un instante, su expresión se congeló, atrapada entre el dolor y el desconcierto al contemplar la sangre que brotaba de su herida.
Sin embargo, el impacto del momento se desvaneció de inmediato cuando Alysanne notó algo: por primera vez, la mirada de Bywin no estaba posada en ella, sino en alguien más.
Los ojos oscuros de Bywin se enfrentaron a los iris púrpuras de Aenar, una guerra silenciosa de miradas. No se necesitaba decir nada. Esto era el principio del fin para los tres envueltos en la escena.
Alysanne alternaba su mirada entre Bywin y Aenar, una y otra vez, sin saber qué hacer a continuación. Oía los latidos de su corazón retumbando en sus oídos, una constante que eclipsaba todo lo demás. El ardor en su hombro, que había permanecido olvidado durante unas horas, regresó con fuerza.
No sabía si era un salvoconducto enviado por los Dioses o una mera casualidad del destino, pero Rhaenyra Targaryen salvó el día con solo caminar a través del patio.
La princesa de Dragonstone avanzaba como un torbellino, como alma que lleva el diablo. No se detuvo ni siquiera por un segundo, ni se molestó en echar un vistazo a lo que sucedía a su alrededor. Con paso firme, siguió su camino hacia el Bosque de los Dioses.
Alysanne se levantó en silencio, su cuerpo pesado por la fatiga, no se molestó en recoger su espada. Los ojos de su hermano y de Bywin la seguían. Ellos solo rompieron el contacto visual cuando la princesa se alejó.
Enseguida los nobles abrieron el paso para ella e inclinaron sus cabezas hacia abajo.
Ninguno de ellos intentó seguirla. Harwin tomó a Bywin por la armadura y lo arrastró fuera de aquella situación con fuerza. Aenar recogió ambas espadas del suelo y las entregó al maestro de armas.
Lo único que hicieron, tanto el guardia como el príncipe, fue seguir con la mirada el rastro de Alysanne Targaryen mientras avanzaba con dificultad.
Alysanne no logró alcanzar a su sobrina a tiempo, ni siquiera intentó seguirle el paso, pues el dolor en su cuerpo y la herida sangrante en su hombro le impedían avanzar con rapidez. A pocos metros de Rhaenyra, la encontró dándole la espalda, con los sollozos quebrando la quietud del aire. El sonido de su llanto fue lo primero que la alertó.
―¿Rhaenyra? Mi niña. ―Su voz fue suave, cargada de una dulzura que intentaba suavizar el dolor que ambas compartían. Se acercó con cautela, como quien teme romper algo frágil. ―¿Qué ha pasado? ¿Qué te tiene tan molesta?
La más joven volteó tan pronto reconoció la voz de su tía, revelando sus ojos rojos y la hinchazón de éstos. Rhaenyra sabía que Alysanne la comprendería.
El corazón de Alysanne se partió en mil pedazos ante esa imagen. Rhaenyra siempre había sido su punto más vulnerable y verla llorar le provocaba un dolor indescriptible.
No podía impedir que su Rhaenyra estuviera expuesta al mundo real, ese mundo que tan a menudo resultaba cruel, pero sabía una cosa con certeza: quien se atreviera a hacerle daño, pagaría cada una de sus lágrimas a manos de Alysanne.
Antes de que pudiera decir algo, Rhaenyra abrió la boca y titubeó antes de decirlo.
―Se va a casar, mi padre se va a casar.
En ese momento todo tuvo sentido, había llegado lo que tanto habían estado posponiendo.
Alysanne intentó mostrar madurez y calma frente a la repentina noticia. Su rostro, siempre tan angelical, incluso cuando estaba cubierta de tierra, sudor y sangre, su belleza no se desvanecía. Sus ojos, aún en ese estado, seguían siendo capaces de transmitir los sentimientos más puros, precisamente a las personas correctas.
―Rhaenyra, sé que preferías que este momento no llegara. La pérdida de Aemma nos ha dejado a todos con un vacío enorme en el corazón. Pero tu padre es el rey. ―Se acercó suavemente, acariciando su mejilla con una mano mientras apartaba los mechones de su rostro con la otra. ―Nosotros somos representantes del reino y tenemos un deber. Y tu padre tiene el más importante, es lo que se espera de él.
La respiración irregular de Rhaenyra comenzó a calmarse poco a poco bajo el toque suave y reconfortante de su tía. Sus mejillas, aún sonrojadas, reflejaban el enojo que cargaba en su interior.
―Sé que la opción más conveniente e ideal era lady Laena, al menos se trata de alguien que conocemos y es de la familia. ―Alysanne intentó transmitirle su calma, dibujando una sonrisa sincera en su rostro.
Pero Rhaenyra negó.
Alysanne estaba equivocada.
―No es Laena, ella no se casara con mi padre ―dijo Rhaenyra, con la voz temblorosa, pero llena de determinación. El fuego de dragón comenzó a arder en sus venas.
Alysanne frunció el ceño, ahora se encontraba confundida.
―¡Ella lo sedujo! ―exclamó Rhaenyra con ira, su voz quebrándose. ―Fue su plan todo este tiempo. Todo comenzó después la muerte de madre.
Alysanne vio a su sobrina sucumbir a la furia entre lágrimas.
―¿De quién hablas? ¿Con quién se casara Viserys?
Rhaenyra levantó la mirada del suelo, el fuego brillando intensamente en sus ojos, en su expresión y en los gestos que realizaba antes de escupir aquel nombre que ahora se sentía como decir una maldición en voz alta.
―¡La zorra de Alicent Hightower!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro