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vi. devotion and indifference

capítulo seis !
devoción e indiferencia



Tras el luto por la Reina Aemma Arryn, una sombra de preocupación se extendió en la corte cuando la princesa Alysanne Targaryen cayó enferma, relegada a su lecho durante días de incertidumbre.

Aunque el invierno aún no había hecho su entrada, los temblores agitaban el cuerpo de la princesa, como si una helada interior la consumiera. Cada intento de levantarse traía consigo un dolor punzante en sus extremidades, mientras los dolores de cabeza la envolvían en un mareo que ponía a prueba su equilibrio. Añadido a esto, el apetito se había desvanecido, y no satisfacía necesidades básicas.

La ausencia de suplementos retrasaba la recuperación de Alysanne. Tampoco mostraba mucho ánimo la princesa por mejorar, como si la voluntad misma se desdibujara en la penumbra de sus días.

En la recámara compartida con su esposo, reinaba un silencio oscuro tanto de día como de noche, a solicitud de la princesa, quien también optaba por el sueño durante largos intervalos diurnos.

El maestre enviado por el Rey Viserys para cuidar a su hermana había sugerido que era solo un resfriado, atribuible a lo débil que últimamente se encontraba. Sin embargo, también señaló con preocupación que lo que la princesa sentía en su corazón y pensaba en su mente podía tener consecuencias más profundas.

El príncipe Aenar Targaryen, lamentablemente, persistía en una vieja costumbre: despertar una o dos veces por noche con la respiración agitada y los ojos abiertos como los de una lechuza. En la quietud de la noche, solo encontraba a Alysanne a su lado, y de alguna forma, era un consuelo bienvenido.

En las noches que siguieron a la muerte de Aemma, la princesa permanecía despierta en su lecho, contemplando el techo mientras lágrimas caían silenciosas por sus mejillas. Entre ambos reinaba un silencio elocuente; ambos sabían que algo turbaba el sueño del otro.

La primera noche que Alysanne luchó contra la fiebre, juraría que Aemma seguía entre ellos en ese mundo. Juraría que era ella quien pasaba aquel paño húmedo por su frente, la misma Aemma intentando calmar su temperatura como ya lo había hecho hace años cuando era una niña.

Para desdicha de la princesa, a pesar de su condición, pronto se dio cuenta de que aquello no era más que una ilusión pasajera. Aun así, convencida de que estaba soñando, decidió disfrutar la presencia de su cuñada una última vez, aunque solo fuera fruto de la fiebre y el dolor que la consumían.

―¿Princesa?

La sirvienta detuvo sus movimientos, revelando confusión en su semblante al ser abordada por Alysanne, quien la sujetaba con lágrimas en los ojos. Esto sumió a la joven en mayor desconcierto y temor.

Una vez recuperada, la princesa no tenía memoria de aquel momento con la sirvienta; para ella, era como despertar de un sueño del que no conservaba ni el recuerdo más leve.

―Afuera, ahora.

La voz profunda y grave del príncipe Aenar rompió el silencio tenso entre las dos mujeres, instruyendo a la joven a retirarse de inmediato para evitar cualquier malentendido o murmullo.

Él reemplazó a la sirvienta, tomando el paño del cuenco de agua fría. Lo escurrió suavemente y lo aplicó sobre la piel cálida de su esposa, procurando aliviar por un instante la fiebre que la consumía.

―Alysanne, escúchame. ―La princesa lo miraba, aunque el príncipe no estaba seguro de si realmente lo escuchaba. Parecía tan distante, su cuerpo envuelto en fiebre, que por momentos temió pronto quedar viudo. ―. Debes recuperarte, debes esforzarte por levantarte de esta cama y comer algo. No puedes seguir así.

La respuesta de Alysanne llegó antes de lo que esperaba.

―No tengo fuerzas ni para tomar un sorbo de agua ―susurró la princesa con voz tenue, como si cada palabra le costara dolor. ―. Quiero ver a mi sobrina, a mi Rhaenyra.

―Y por eso debes esforzarte ―habló Aenar con rapidez, mostrando una preocupación que hasta entonces había mantenida oculta. ―. Vas a salir adelante, te lo aseguro. La fiebre pasara, los temblores cesarán, y todo dolor desaparecerá en unos días. Pronto volveremos a nuestra vida de antes.

Con cuidado sobre la piel sonrojada de su hermana, Aenar seguía aplicando el paño húmedo en la frente de Alysanne, procurando no alterar sus mechones platinados, que en ese momento ya se encontraban algo desordenados.

Los ojos del príncipe permanecían concentrados en su labor, mientras hablaba con determinación y firmeza, aunque con un tono de voz tan suave como el de su hermana.

―¿Antes? Nuestra vida de antes terminó el día que Aemma murió dando a luz al heredero de Viserys.

Un silencio etéreo se apoderó del ambiente por unos interminables minutos. Aenar creyó percibir un atisbo de resentimiento en las palabras de Alysanne hacia su hermano el Rey, pero lo que siguió casi lo deja sin aliento.

―Así que tal cosa como "la vida de antes" no existe. ―Alysanne cerró los ojos por un momento y luego miró fijamente a su hermano. ―. Excepto para ti, supongo.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó el príncipe confundido, concentrado en su trabajo.

―No te he visto sufrir por Aemma ni por nadie que haya muerto. ―Aenar se detuvo para mirarla, por un segundo creyendo que había oído mal. ―. A ti te será fácil volver a lo de siempre.

El ceño del príncipe se fruncía más con cada palabra que pronunciaba su enferma esposa, deteniendo el movimiento del paño mojado en su mano. Una vez más, se encontraba inmóvil ante ella y su lengua afilada, que parecía emerger solo cuando se trataba de él.

En todo momento su rostro se mantuvo neutro, finalmente soltó el paño dentro del cuenco con agua.

Inhaló profundamente y luego exhaló, tocándose el puente de la nariz. Comprendía que ella necesitaba encontrar un culpable, algo que él mismo había hecho (y aún hacía). Sin embargo, no lo toleraría.

Aun así, no consideraba apropiado revelarle a Alysanne lo profundamente afectado que estaba por una pérdida en particular. Y quizás la princesa tenía razón; Aenar era un corazón frio que ni siquiera derramó una lágrima cuando su padre, Baelon Targaryen, falleció.

―No voy a hacer esto contigo, menos en tu condición ―espetó, poniéndose de pie y caminando hacia la puerta.

―¡Eso es! ¡Vete! ―Alysanne se sentó en su cama mientras gritaba y le arrojaba la primera almohada a su alcance. ―. Es lo único que sabes hacer.

Pronto se vio postrada en su lecho una vez más, rendida al repentino dolor punzante en su nuca, que la obligaba a permanecer en reposo para evitar el mareo. Sus manos acudieron de inmediato a su cabeza, y así, el resto de la noche la encontró en soledad.

Esa noche, solo la soledad compartió su lecho, y al despertar por la mañana, fue ella quien le dio los buenos días, como siempre. Observó con atención como el banco de madera del balcón había encontrado su lugar en el interior de la habitación, convertido en una cama improvisada con un almohadón sobre él.

El cielo anaranjado sugirió que el alba no había avanzado demasiado. Milagrosamente, al despertar, no sintió el frío ni los temblores que solían estremecer su cuerpo. Con la garganta seca, divisó una jarra de agua sobre una mesita a unos metros de distancia.

Se sentó en la cama, sus pies descalzos rozando el frio del suelo. Cerró los ojos frente al repentino mareo, tomándose un segundo necesario para adaptarse. Al levantarse, experimentó la misma debilidad, necesitando aferrarse a lo más cercano a su alcance.

Las pequeñas acciones habían agotado su energía casi por completo, su respiración agitada era testimonio de ello, como si hubiera corrido una maratón. No podía negarlo: temía que la fiebre regresara y se la llevara consigo.

Al fin llegó hasta la mesa y se sirvió un vaso de agua, bebiendo con avidez como si estuviera en medio del desierto. La urgencia de no ahogarse con el agua se detuvo abruptamente con unos golpes suaves que resonaron en la puerta.

Los sirvientes a esa hora aún no despertaban, la única persona en la que pudo pensar fue en Aenar.

―¿Ahora golpeas la puerta?

Sus palabras resonaron en la estancia mientras negaba con la cabeza y continuaba bebiendo agua. El silencio persistió sin ofrecer respuesta, y ella, resignada, se sentó. Hacía días que su trasero no reposaba en ningún asiento que no fuera su propia cama.

Después de unos breves instantes, se preocupó un poco. Aenar no parecía tener intención alguna de entrar a la habitación, y ella no estaba dispuesta a enfrentar la tortura de levantarse nuevamente. Si dependía de Alysanne, su hermano podía quedarse en el corredor todo el tiempo que quisiera.

Lo que atrajo la atención de la princesa a continuación fue el sonido que provenía de su baño. Se inclinó sobre la silla con cuidado, logrando vislumbrar una figura moviéndose dentro y empujando lo que parecía ser la pared, reconocía el sonido de las puertas secretas a los pasadizos.

Había olvidado el miedo, los pasadizos secretos construidos por su antepasado Maegor era todo en lo que podía pensar y en como un asesino fácilmente podría colarse en éstos. Ahora, solo la curiosidad la consumía por completo.

Sin embargo, su curiosidad se transformó en una ola de tranquilidad al descubrir que no se trataba de ningún asesino en busca de su cabeza. Desde el cuarto del baño del matrimonio emergió un joven de cabello castaño y ojos tan oscuros como la noche. La capa dorada ahora sobre sus hombros.

―¿Qué demonios Bywin? ―soltó mientras sonreía y soltaba un suspiro por la sorpresa.

Una sonrisa divertida iluminaba el rostro del guardia, que con gestos descuidados retiraba las telarañas de sus ropas, como si llegar ahí fuera su más destacada hazaña. Mientras tanto, la princesa escudriñaba cautelosa su entorno, esperando que nadie hiciera acto de presencia en ese preciso instante.

Olvidándose de cualquier malestar, se levantó rápidamente de su silla y caminó hacia él.

A mitad de camino, un nuevo dolor la embistió como un martillo, obligándola a cerrar los ojos y llevar una mano instintivamente a la sien.

―Alysanne. ―Su nombre salió de los labios de él con suma preocupación.

Bywin se aproximó a Alysanne con prontitud. Con un brazo la rodeó por la cintura, ofreciéndole su apoyo para que descansara sobre él, mientras que con la otra mano acariciaba su rostro en busca de algún gesto que aliviara su dolor.

―Llévame a la cama, por favor ―murmuró la princesa mirándolo a los ojos, se veía exhausta.

Sus órdenes fueron acatadas de inmediato. El guardia la cargó entre sus brazos, logrando que un grito de sorpresa escapara de la princesa.

―¿Qué haces aquí? ―Fue lo primero que preguntó la peliblanca al sentir la calidez de su lecho otra vez.

―¿Por dónde empezar? ―dijo Bywin, mientras se concentraba en arropar a su princesa con mantas y acomodar las almohadas, asegurándose de que estuviera lo más cómoda posible. Alysanne le tomó la barbilla suavemente y giró su rostro para que la mirara a los ojos. ―. Casualmente escuché a mi padre hablando sobre lo enferma que se encuentra la princesita, tanto así que no había dejado sus aposentos en días ―expresó, intentando sonar formal, aunque una sonrisa creciente en su rostro lo delataba. ―, y siendo honestos, te he extrañado un poco estos días.

La sonrisa de Bywin también había contagiado a Alysanne, quien estiró su mano con intenciones de darle un golpe, pero él estaba demasiado lejos.

Los años habían pasado, y con ellos habían crecido, cargaban consigo nuevos deberes y responsabilidades. Sin embargo, estaban destinados a sentirse eternamente como aquellos niños que se enamoraron lentamente en los bulliciosos callejones de Desembarco del Rey.

―¿Tú? ¿Extrañándome a mí?

―Sí, señora. ―Bywin asintió enseguida.

―No lo parece. La última oportunidad que tuvimos de encontrarnos, alguien canceló. ―Alysanne fingió ofensa cruzándose de brazos y mirando hacia otro lado. ―. De seguro ya encontraste otra princesa que te muestre las maravillas de la ciudad.

Bywin soltó una risa, Alysanne continuaba con su actuación observándolo de reojo.

―Jamás, solo hay lugar para una princesa en mi corazón ―exclamó el Strong siguiéndole el juego, con intenciones de molestarla un poco. ―, y para otra princesa que me enseñó a conseguir cerveza gratis, ya sabemos cuál eres tú.

Él río nuevamente, Alysanne esta vez estuvo lo suficientemente cerca para darle su merecido golpe.

La burbuja que compartían Alysanne y Bywin era única y sin igual, una burbuja de seguridad y complicidad. En ese mundo propio, sus títulos y deberes carecían de importancia, y Aenar Targaryen no representaba ninguna amenaza inminente que pudiera desbaratar su refugio compartido.

Porque siendo honestos, si el príncipe entrara por la puerta en ese mismo instante y viera a Bywin junto a su cama y su esposa... las cosas no terminarían bien.

Estar juntos era como una brisa de aire puro para sus pulmones, una lluvia ligera en un verano ardiente, un ancla en medio del mar vasto, una caricia al corazón del otro. Sus almas estaban entrelazadas por el hilo rojo que tejía sus destinos.

―He estado ocupado ―dijo él finalmente, rompiendo el silencio tras que sus risas cesaran.

La verdad era que Bywin Strong había estado ocupado intentando demostrarle a su padre que podía ser tan bueno como su hermano mayor.

―¿Ocupado enamorándote de otra? ―preguntó la princesa, intentando fastidiarlo.

―Tal vez estoy muy ocupado siendo tuyo como para enamorarme de alguien más.

Bywin se aproximó con ternura para acariciar delicadamente el rostro de Alysanne, y luego apartó suavemente un mechón de cabello que caía sobre su frente. La princesa lo contempló en silencio, como si el guardia fuera la más preciada obra de arte del mundo, destinada solo para su admiración.

―¿Todavía te quedas en silencio cuando digo esas cosas? ―susurró él, aprovechando la cercanía.

Alysanne mordió el interior de su mejilla cuando sintió la sangre subir a sus mejillas, se estaba sonrojando y ya no podía culpar a la fiebre por el calor de su rostro.

―Por supuesto, sigo sorprendida de que existan hombres decentes ―dijo de forma sarcástica, como si aquello fuera a salvarla.

Bywin soltó una risa y entrelazó sus dedos.

―Solo te trato como se debe de tratar a toda mujer. ―Alysanne lo miró levantando ambas cejas, Bywin enseguida se dio cuenta de su error y se corrigió a sí mismo de prisa. ―. Quise decir, como se debe tratar solo a la mujer que amas.

Alysanne sonrío.

Bywin Strong la amaba profundamente, un sentimiento arraigado desde hace años. Nunca había traicionado esa confianza, incluso cuando su primer encuentro podría haber cambiado todo. En cambio, había sido el guardián de sus secretos durante mucho tiempo.

Probablemente ya era tiempo de dejarse caer de espaldas a sus brazos y esperar que no la soltara.

Sabía que no la dejaría caer, estaba segura de ello.

Por supuesto, el amor entre ambos era mutuo, pero Alysanne nunca fue dada a usar muchas palabras; prefería actuar. Expresar su amor por Bywin siempre le resultó un desafío, algo que él comprendía.

―Yo también te amo, Bywin.

Él sonrió.

―Lo sé, Aly. ―Besó su coronilla, Alysanne disfrutó del contacto en silencio. ―. Ahora debo irme, a cumplir mi deber y evitar que mi cabeza termine en una pica si cierto esposo tuyo entra por esa puerta.

La mayor lo miró con seriedad y le rogó que no pronunciara tales palabras. Bywin, ya encaminado hacia el baño, se giró para lanzarle un beso con la mano. Alysanne soltó una risita y juguetonamente hizo lo mismo, mientras él simulaba atrapar su beso y guardarlo en su bolsillo.

―Tienes que enseñarme ese pasadizo, no lo conocía.

―Por supuesto cariño, nos vemos luego. Descansa y recuperate pronto.

Sin más palabras, Alysanne Targaryen se encontró una vez más en la quietud de su habitación. Aunque la sonrisa en su rostro y la alegría en su corazón eran difíciles de borrar, ni siquiera el rostro amargado de Aenar al regresar de sus deberes al anochecer podría apagar su brillo.

Los príncipes intercambiaron una única mirada al encontrarse en la habitación. Durante la cena y el resto de la velada, se comunicaron en silencio con miradas robadas, como antes.

Alysanne se envolvió con una pequeña manta sobre los hombros y se acercó al balcón, sintiendo una súbita necesidad de contemplar el cielo nocturno.

La habitación estaba cargada de tensión. Aenar Targaryen, siempre serio, y Alysanne Targaryen, mostrando fortaleza con cada fibra de su ser, se miraban con el peso de la reciente discusión aún palpable en el aire. Un suave golpe en la puerta rompió el silencio.

Aenar es el primero en levantarse, sus pasos resonando en el suelo de piedra mientras se acerca a la puerta.

Alysanne se apoyó en una columna del balcón, respirando con calma mientras la curiosidad la tentaba a espiar quién podría estar afuera. No obstante, se contuvo.

―¿Quién era?

La pregunta escapó de sus labios sin poder detenerla al ver a Aenar entrar a la habitación después de minutos de ausencia. A estas horas, con la cena terminada y la noche sobre ellos, Alysanne no guardaba buenos recuerdos de las noticias nocturnas.

Pero antes de que Aenar pudiera responder, otro golpe en la puerta los interrumpió. Esta vez, ambos mostraron confusión en sus miradas; era inusual que alguien que no fuera del servicio los buscara en sus aposentos.

Una vez más, es el príncipe quien avanza hacia la puerta de madera con firmeza. Al abrirla, su rostro se tensa y aprieta el picaporte en sus manos al descubrir a su hermano. Daemon Targaryen, de pie en el umbral.

Ninguno dijo nada, solo se miraron allí en silencio por unos segundos.

Daemon irrumpió en la habitación con la familiaridad de quien la considera suya propia, ignorando por completo a Aenar mientras buscaba a su dulce hermana. Alysanne, sorprendida por la llegada inesperada de su hermano, se aproximó rápidamente a él, preguntando con preocupación si todo estaba bien.

Las manos del Príncipe Canalla toman el rostro de su hermana menor, la preocupación evidente en los ojos de Daemon y la manera en la que sostenía a Alysanne como si fuera lo más preciado en todo el mundo.

La princesa lo observaba con el ceño fruncido, su piel estaba más pálida de lo normal y Daemon lo notó.

―¿Estás bien? Me enteré de que estabas enferma ―habló rápidamente Daemon, apartando los mechones de pelo del rostro de su hermana.

Una pequeña sonrisa de alivio apareció en el rostro de la princesa. ―Los maestres dijeron que no es nada de que preocuparse, estoy mejorando.

―Bien, bien, me alegra saber eso.

Daemon deja un beso en la frente de su hermana como muestra de afecto antes de dejarla ir. Alysanne se siente protegida y amada en los brazos de su hermano, saber que alguien se preocupaba de esa forma por ella se sentía bien.

Mientras Aenar Targaryen observaba la escena de los hermanos desde el otro lado de la habitación, con los brazos cruzados y una expresión de molestia que solo surgía cuando Daemon llegaba a Desembarco del Rey.

―¿Cuánto tiempo planeas quedarte? Estaba pensando que, en cuanto esté totalmente recuperada, podría sumarme a una de tus aventuras.

Alysanne siempre había deseado acompañar a su hermano mayor en uno de sus numerosos viajes por Westeros o más allá de sus fronteras. El príncipe le narraba tantas historias que ella anhelaba vivir las suyas propias más allá de los muros de la ciudad.

Alysanne no percibió el momento en que la repentina calma y la leve alegría se desvanecieron del rostro de su hermano mayor. Ella lo miraba aún con una sonrisa llena de emoción.

―Alysanne, hermana, hay algo que debo decirte. Y no te va a gustar.

El impulso de energía y alegría desapareció para la joven princesa con esas simples palabras; la manera en que Daemon las pronunció y cómo la miraba había cambiado. Era como si en su mirada se disculpara con ella, quien lo admiraba más que nadie.

―¿Qué pasa? No me asustes ―dijo, sintiendo el familiar nudo en su estómago volver a apretarse. De repente, Aenar se aproximó al verla débil, listo para atraparla en caso de que cayera.

―No hay forma bonita de decir esto o pintarlo como un error, así que solo lo diré. ―Daemon soltó un suspiro. ―. Viserys me ha exiliado de Desembarco del Rey.

La noticia golpeó a Alysanne como un balde de agua fría; no quería creer que su hermano el Rey fuera capaz de tal cosa. Sin embargo, cuando se trataba de Daemon...

―¿Qué? ¿Por qué? ―Colocó una mano en su frente, necesitaba respuestas. ―. Daemon ¿Qué hiciste?

Daemon evitó su mirada, una repentina incomodidad inundándolo.

―No necesitas saberlo ahora, me iré.

Alysanne niega, acercándose a él con determinación. Iba a responderle, le sacaría las respuestas si era necesario.

―Dímelo, Daemon ―escupió, sujetándolo de sus prendas. ―. Dime porque nuestro hermano te ha desterrado.

El Príncipe Canalla guardó silencio por un instante, debatiéndose entre empañar aún más su imagen ante su hermana o dejarla en ese estado de furia en busca de respuestas que encontraría más temprano que tarde.

―Escucha, Aly, no fue mi intención.

―¿Qué hiciste? ―demandó la princesa, como si se tratara de una madre regañando a su hijo.

Aenar, situado detrás de su esposa y enfrentándose a su hermano, había conseguido esbozar una sonrisa irónica en su rostro que no pasó desapercibida.

―¿Y a ti qué te pasa ahora? ―preguntó Daemon, dirigiendo su mirada hacia Aenar con furia.

―Nada, nada, continúa ―dijo Aenar con un tono casi divertido, restándole importancia al tema con un gesto de su mano.

Alysanne intercambió miradas entre sus dos hermanos. Pronto notó que su esposo poseía más conocimiento sobre el asunto que ella, se sintió en desventaja.

―Daemon.

El nombre del príncipe escapó de los labios de Alysanne casi como una súplica, quería evitar que Aenar obtuviera la satisfacción de conocer algo que ella desconocía. Se sintió vulnerable y expuesta en ese momento.

―¿No vas a decirle? ―preguntó el príncipe menor con ironía. Daemon apretaba la mandíbula cada vez que escuchaba hablar o respirar a su hermano. Tanto Alysanne como Daemon percibían la satisfacción de Aenar en la situación. ―. Muy bien, lo haré yo.

Alysanne se apartó de Daemon con determinación, acercándose rápidamente a Aenar. Su mente buscaba silenciarlo, expulsarlo de la habitación o incluso golpearlo; cualquier acción que su subconsciente decidiera estaba justificada y aceptada por ella en ese momento.

Sin embargo, las palabras se deslizaron de la boca de Aenar de manera veloz y no llegó a él a tiempo.

―Mientras tú estabas en cama, delirando con nuestra cuñada muerta, nuestro querido hermano Daemon se encontraba teniendo la mejor celebración en los Siete Reinos. ―Los pasos de Alysanne habían disminuido su velocidad. ―. Pero él no es un mal hombre, claro que no, incluso realizó un brindis por la Reina y por el príncipe Baelon. ¿Cómo fue que lo llamaste, hermano? Un apodo tan único que, me temo, he olvidado.

La princesa se quedó sin aliento.

Daemon apretaba su puño y respiraba con fuerza.

―Oh, cierto, el Heredero por un día. Magnifico.

Con paso lento y mesurado, la princesa giró sobre sí misma para encontrarse con la mirada de su hermano mayor. Buscaba en su rostro algún indicio que desmintiera la posibilidad de que todo aquello fuera una vil mentira urdida por Aenar.

Pero no fue así; en el rostro de Daemon no encontró ninguna señal. La decepción se reflejó en los ojos de la princesa, y lo único que pudo hacer fue negar con la cabeza.

―Nunca creí que fueras tan ciego como para no ver más allá de tus propias estupideces.

No permitió que su hermano respondiera, aunque éste no supiera qué decir. Se apartó de ambos hombres, con la certeza de que necesitaba estar sola y fuera de esa habitación.

En la alcoba de los príncipes, Aenar sonreía satisfecho y dejó escapar una risita en un resoplido de nariz. Daemon mantuvo su mirada fija en el punto por donde Alysanne había salido y siguió su camino sin dirigir una mirada a su hermano menor.

La única diferencia era que el camino de Daemon lo llevaba a Pozo de Dragón en busca de Caraxes.

Los días fueron pasando y en el castillo cualquier vestigio de Daemon había desaparecido. Aenar caminaba con la misma serenidad de siempre, como si nada hubiera perturbado la paz de su matrimonio y la relación con sus hermanos. Alysanne, por su parte, se había recuperado al fin y al cabo, pero su corazón aún cargaba con la sombra de la decepción y nostalgia.

A pesar de la fachada que intentaba mantener, la ausencia de su hermano mayor resonaba en su mente como un eco melancólico. No sabía cuándo volvería a verlo, o si siquiera volvería a verlo.

Ella se encontraba lista para regresar a la corte, habiendo completado su duelo en silencio y dejando fluir todas las lágrimas que necesitaba liberar. Ahora, con una mirada serena pero aun reflejando la sombra de la perdida, estaba lista para enfrentar de nuevo las lenguas afiladas y puñaladas por la espalda de la corte.

Y no podría haber llegado mejor momento a la corte que con la proclamación de su sobrina Rhaenyra Targaryen como heredera al trono de hierro.

Alysanne observaría con orgullo y nostalgia este nuevo capítulo que se abría ante ellos, viendo en Rhaenyra no solo el reflejo de la Casa Targaryen, sino también la promesa de un futuro que se construiría sobre las bases de su legado.

Alysanne y Aenar se envolvían en los colores de su casa con prendas impecables y únicas en todo el reino, deslumbrando con cada paso que daban. Reflejaban la fuerza y la majestuosidad de los dragones ancestrales. Su presencia en la corte era un recordatorio de la grandeza de la Casa Targaryen.

Ante ellos, los señores de cada rincón de Westeros se sucedían para jurarles lealtad al Rey y a su Heredera. Alysanne, testigo del compromiso y la fidelidad jurada, recibía estas muestras de respeto con una dignidad tranquila. Aenar, por otro lado, aún no comprendía porque estaba ahí, porque siquiera ese momento estaba ocurriendo.

―Yo, Viserys Targaryen, el primero de su nombre, Rey de los Ándalos y los Rhoynar y de los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y protector del reino, nombro a Rhaenyra Targaryen, princesa de Dragonstone y heredera al trono de hierro.

El silencio en la sala del trono resonaba más intensamente de lo habitual. Sin vacilación, Alysanne Targaryen se inclinó con gracia y profundo respeto ante su hermano y su sobrina. La noticia de la nueva heredera había llegado como un sorpresa inesperada, pero al mismo tiempo, un suspiro de alivio se deslizó por su ser cuando lo supo.

Viserys había abierto los ojos y comprendió que su legado reposaba en su primogénita. Alysanne Targaryen, con una devoción que trascendía las palabras, estaba más que dispuesta a servir a su sobrina una vez que ella ascendiera al trono de hierro. Incluso durante la calma antes de la tempestad de la coronación.

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