| ✸ | Capítulo 7.
Podría huir de aquí, me dije mientras me miraba en aquel espejo ovalado.
Podría pedírselo a Anaheim y ella me sacaría de la Corte Oscura sin hacerme una sola pregunta al respecto.
Podría... desaparecer. Pero ¿a dónde iría? Si me marchaba de la Corte Oscura mi acuerdo con Deacon quedaría anulado y, estaba segura, que el príncipe oscuro se vengaría de mí haciendo que mi hermano muriera. No le resultaría complicado que pareciera un accidente, o producto de la guerra. Durante los dos días que había pasado allí había podido escuchar jugosas informaciones que se me habían vetado mientras estuve en la Corte de Invierno. Deacon me había estado luciendo delante de su propia corte, durante las comidas que compartíamos con algunos señores importantes que habían añadido una gran cantidad de efectivos al ejército de la Corte Oscura.
En la cena de la noche anterior, por ejemplo, me había podido enterar de que los ejércitos de la Corte Seelie habían empezado a llegar al Valle pero que, tanto Keiran como Kalimac, habían preferido mantenerse resguardados tras los muros de sus respectivos castillos, a la espera.
Sinéad me había mantenido apartada de todo aquello mientras que Deacon me permitía que escuchara libremente. Gracias a ello había podido empezar a hacerme una idea de lo que estaba sucediendo; de en qué punto nos encontrábamos.
Escondí mis temblorosas manos bajo las capas de mi camisón, procurando mantener mis sentimientos bajo control y ocultos a los desconocidos que estaban en aquella habitación, de la reina que se estaba encargando de peinar con cuidado mi cabello. Anaheim se encontraba en algún rincón del dormitorio, comprobando que todo estuviera en orden. Vigilando.
Pensé en el reencuentro con mi hermano, pues Deacon me había asegurado haber enviado un mensaje a la Corte de Invierno con las noticias sobre nuestra boda; en qué tendríamos que decirnos. Caí en la cuenta de que Robinia también acudiría y no sentí las más mínimas ganas de cruzarme con ella.
Iona me había hecho partícipe en aquellos dos días de cómo sería la ceremonia, además de haberme instruido en las nuevas costumbres y tradiciones; sin embargo, no había dicho ni una sola palabra sobre el vestido. De nuevo había sentido un pequeño retortijón al pensar en cómo la reina Titania había llevado ese asunto, mostrándome la monstruosidad que había usado ella en su propia boda.
Recé a los elementos en silencio para que no sucediera de nuevo, para que mi aspecto no fuera similar al de un enorme y bonito regalo listo para el príncipe oscuro.
Mis ojos se encontraron con los de la reina en el espejo mientras sus expertas manos trenzaban mi cabello y colocaban pequeñas perlas de color negro sobre algunos mechones. Ella me sonrió, incapaz de ocultar la emoción que sentía por aquel importante momento.
Yo lo único que sentía eran ganas de vomitar.
La reina retrocedió un paso, admirando su obra en mi cabello, y luego dio una sonora palmada. Me giré sobre la banqueta en la que estaba sentada, observando cómo las doncellas —tanto las mías nuevas como las que servían a la propia reina— se agitaban con la misma emoción de Iona; el poco desayuno que había conseguido ingerir se me convirtió en plomo cuando dos mujeres trajeron consigo el misterio que quedaba por resolver en todo aquel espectáculo. El baúl que se me había permitido tener conmigo allí había desaparecido, seguramente llevado a mi nuevo dormitorio; apenas quedaban pertenencias en aquella estancia, que pronto quedaría abandonada.
Regresé al presente cuando la inconfundible voz de la reina ordenó que retiraran la tela que cubría el que iba a ser mi vestido de novia, la envoltura del regalo. Todo el mundo guardó un respetuoso silencio cuando las doncellas que lo llevaban cumplieron con lo que se les había exigido: mis músculos se quedaron rígidos al observar aquella prenda de tela. Al contrario que la idea de Titania de lucirme como un premio para uno de sus hijos, aquel vestido era lo opuesto al otro vestido que iban a ponerme.
Me hicieron ponerme en pie y me quitaron la bata y camisón que llevaba. Había perdido el pudor siendo niña, cuando una amplia lista de doncellas había pasado por mi vida, ayudándome con tareas tan banales como el simple hecho de vestirme; permití que me desnudaran y cubrieran el cuerpo con aceites aromáticos, además de una ligera capa de polvo plateado.
Después de acicalarme, pasaron por mi cabeza el esplendoroso vestido, que pareció encajar con las formas de mi cuerpo. Bajé la mirada para estudiar aquel corpiño de color plateado, que se unía a una esplendorosa falda de varias capas de tul de color negro; en la cintura había desperdigadas algunas joyas del mismo tono que el corpiño, como estrellas en el oscuro cielo nocturno. Me aferré a los dos colgantes que siempre llevaba conmigo y que me había negado rotundamente cuando insinuaron que debía quitármelos... al menos aquel día.
—Traed el velo —ordenó la reina.
También de color negro, aquel trozo de tela me resultó opresivo cuando la propia Iona lo colocó en mi cabeza, encajándolo con las trenzas que ella misma había hecho. Todo el mundo me observaba en aquella habitación con reverencia... respeto, incluso.
—Arrodillaos ante la futura reina de la Corte Oscura.
Uno a uno, de igual modo que sucedió cuando Robinia dio la orden en la habitación de la reina Mab, frente a su cuerpo sin vida, todos los que estaban en aquel dormitorio se hincaron de rodillas frente a mí.
Iona, por el contrario, se giró para dedicarme una sonrisa cargada de un mal disimulado orgullo. A pesar del parecido físico que compartía Deacon con su padre, en aquel instante pude ver el fantasma de mi futuro marido en la reina; pude ver en el poso de sus ojos azules el mismo brillo que se encendía en los ojos negros de su hijo cuando sabía que había ganado.
Mi mirada buscó a Anaheim con desesperación, encontrándola al fondo de la habitación, en pie. Ella me sostuvo la mirada, consciente de todo lo que se me estaba pasando por la cabeza; pudo leer en mis ojos azules el miedo y las dudas.
—Necesito un momento a solas con la princesa —declaró con voz firme y clara.
La reina oscura le dirigió una mirada de sorpresa.
—Por favor —añadió Anaheim, sin apartar los ojos de los de la propia reina.
Iona dejó pasar unos segundos antes de asentir y dar una escueta orden para que nos dejaran en la habitación. Anaheim esperó a que todo el mundo hubiera abandonado la estancia antes de acercarse hasta donde yo me encontraba detenida; cuando sus brazos rodearon mi cintura me desplomé. Había logrado aguantar aquellos dos días, pero la máscara había empezado a resquebrajarse al haberme permitido echar un vistazo al pasado.
Lo que hubiera podido ser, pero no fue.
Las lágrimas se derramaron antes de que intentara detenerlas. Anaheim retiró el velo hacia atrás, permitiéndome dar una gran bocanada de aire que terminó convirtiéndose en un sollozo; aferré de nuevo los dos colgantes hasta clavarme sus formas contra la piel de mi palma.
Anaheim me dejó llorar en silencio, siendo testigo de aquel momento vulnerable sin decir una sola palabra. Así había sido desde que me había visto por primera vez romperme, dejando a un lado mis endebles muros de hielo; su presencia silenciosa me arropaba y me hacía sentir reconfortada, sin sentirme juzgada. En el pasado, habría buscado consuelo en mi hermano.
Ahora Sinéad se había alejado de mí.
Los pulgares de la mujer recorrieron como tantas otras veces los caminos que habían dejado las lágrimas sobre mis mejillas. Sus ojos oscuros estaban llenos de impotencia, de no ser capaz de hacer más por mí que secar mis lágrimas y darme la energía necesaria para seguir adelante; le había jurado a la reina Mab protegerme, pero sabiendo que no podría salvarme de lo más inmediato: mi compromiso con Deacon. Mi madre había estado obcecada con la idea de que la Corte Oscura sería el lugar idóneo para protegerme de la guerra.
Y ahora estaba entendiendo por qué.
—Debes entender algo, Maeve —me susurró, secando aún mis lágrimas—. Aquí no puedes confiar en nadie; si tienes que llorar... hazlo en soledad. No permitas que nadie vea tus lágrimas, no permitas que nadie vea tu vulnerabilidad.
Asentí, sin fuerzas para pronunciar una sola palabra.
En la Corte Oscura no tenía ningún amigo. Todos los que me rodeaban esperaban la oportunidad idónea para perjudicarme; en aquellos instantes me sentí como Sinéad, solo a pesar de estar rodeado de personas. Mi hermano no había sido capaz de escuchar las advertencias, había cedido a la presión.
Había tomado decisiones equivocadas una y otra vez.
—Tenías razón —murmuré.
Estaba empezando a entender a mi madre y el corazón se me constreñía de dolor al pensar en las decisiones que había tomado en que, a pesar de que nunca pareció afectada cuando supo que había errado, siempre pagó un pequeño precio por todos los errores que cometió en el pasado.
Mi madre había sufrido en silencio por sus errores y, aunque no lo admitió en vida, seguramente se arrepintió de muchos de ellos.
Anaheim me miró sin entender del todo a qué me refería, pero no añadí nada más al respecto. Me recompuse con su ayuda, eliminando cualquier rastro del llanto que me había asolado momentos antes.
Asentí en dirección a la mujer cuando estuve preparada. Rocé la campanita dorada de Eigyr, notando mi corazón latir con más fuerza ante la posibilidad que se me planteaba... ante la decisión que tenía entre mis dedos; podría hacerla sonar y desvanecerme de allí. Podría irme con Eigyr a Las Brumas, pedirle que me mostrara cómo manipular mi magia; podría quedarme en Las Brumas sin temor a mostrarme, pero...
Pero abandonaría a mi hermano.
Abandonaría a Keiran.
A pesar de que cada uno había hecho su elección, me había prometido a mí misma intentar ayudar desde mi nueva posición al rey de Verano. No compartía la visión de Deacon sobre la guerra, no entendía sus deseos de ver la sangre correr... de los muertos que traería consigo. El dolor de las familias.
La destrucción.
La guerra que precedió a esta segunda fue devastadora. La Corte Oscura fue la que más disfrutó de ella, dejando ver su crueldad y su sed de sangre; las otras cortes pudieron ver el peligro que representaba y decidieron unir sus fuerzas para desterrarla, para encerrarla en esta cárcel de piedra y poder salvarse de la barbarie que habían mostrado durante la guerra.
La historia tendía a repetirse, y la Corte Seelie no contaba con los efectivos necesarios para hacer frente al ejército de la Corte Unseelie. No ahora que la Corte Oscura había unido sus huestes, esperando su oportunidad.
Recordé las advertencias de Puck, decidido a vengarse de aquellos que habían sido antes su propia corte. Había decidido confiar en sus palabras y estaba dispuesta a averiguar qué había de cierto en ellas.
Y luego tomaría las represalias consecuentes.
Deacon me esperaba frente al altar, delante del acólito que llevaría a cabo la ceremonia. Obligué a mis pies a ponerse en movimiento, avanzando entre las paredes de piedra de aquel templo fuera de palacio que habían escogido como escenario para todo aquel espectáculo; el corazón me latió dolorosamente al comprobar por los rabillos de los ojos las pocas personas que había allí reunidas.
Ninguno de ellos era mi hermano.
Procuré que la ausencia de Sinéad no me afectara. Oculta tras el velo, que Anaheim había vuelto a colocar cuando decidimos salir de mi dormitorio, me sentí protegida de las miradas que me lanzaban los pocos asistentes que había en aquel enorme salón del templo.
Tomé la mano de Deacon y permití que me guiara hasta colocarme frente a él. Me fijé en que también iba vestido de plata y negro, con su corona de príncipe sobre sus bucles oscuros y su blasón del cuervo decorando el jubón que llevaba puesto para la ceremonia. A través del velo podía ver con perfección su mirada cargada de inconfundible victoria.
De promesas que se encontraban muy cerca de cumplirse.
Cuando el acólito empezó a hablar, sentí como si no estuviera frente a Deacon, como si no formara parte de ello. Fue como si hubiera retrocedido en el tiempo y hubiera regresado a la Corte de Verano, a la ceremonia de Keiran y Prímula. ¿Habría sentido el rey aquella opresión en el pecho? ¿Habría querido echarse a llorar, sin importarle lo más mínimo que la gente viera el dolor que guardaba dentro? ¿Habría tenido algún mísero pensamiento hacia mí siquiera?
Escuché de manera apagada cuando Deacon empezó a repetir los votos del acólito y, cuando llegó mi turno, lo hice de manera mecánica, manteniendo en silencio mis propios pensamientos. Siendo consciente de que, al pronunciar la última palabra, ya no habría vuelta atrás.
Pero lo hice.
—... soy tuya de igual modo que tú eres mío —finalicé con voz monótona, como si alguien estuviera hablando a través de mis labios.
Sellé mi destino en aquel preciso momento, con aquella simple palabra.
Los pocos testigos reunidos dentro del templo aplaudieron de manera educada mientras el acólito retrocedía un paso y Deacon aferraba los extremos del velo, levantándolo con deliberada lentitud hasta que mi rostro quedó al descubierto. Cuando mi fría mirada se encontró con la suya.
El príncipe oscuro tuvo la osadía de sonreírme, dando un paso para acortar la poca distancia que nos separaba. Frente a nosotros, sus padres, lord Kermon y Anaheim nos contemplaban en un respetuoso silencio.
—Creo que ha llegado el momento de que me cobre parte de nuestro acuerdo, ¿no crees? —dijo en voz baja, casi a punto de relamerse—. Mi querida esposa, qué bien suena eso.
Quise vomitarle encima cuando se refirió a mí de aquel modo.
Había cumplido con su palabra de no ponerme una sola mano encima antes de que llegara este momento y ahora era libre de hacer conmigo lo que le viniera en gana. Apreté los puños a mis costados cuando Deacon sostuvo mi rostro entre sus manos y se inclinó para poder terminar la ceremonia con el protocolario beso entre los contrayentes. Mi cuerpo se convirtió en piedra cuando sentí por primera vez sus labios acariciando los míos, dejándome clavada en el sitio mientras el príncipe oscuro me besaba ante la mirada de los pocos testigos que habían acudido a la ceremonia.
Miré a Deacon con todo el odio que fui capaz de reunir cuando nos separamos, haciéndole saber de ese modo que las cosas entre nosotros no habían cambiado... y nunca lo harían. Si esperaba que llegara a enamorarme de él alguna vez, con el paso del tiempo, estaba completamente equivocado al respecto.
Mi madre lo había creído, tomándose a sí misma como referencia.
Pero yo no.
Deacon nos giró a ambos hacia nuestro reducido público y pude ver la satisfacción pintada en las facciones del rey, la felicidad en el rostro de la reina y la incertidumbre en el gesto de lord Kermon. Anaheim tenía el rostro en blanco, y lo único que delataba lo que sentía eran sus ojos.
—Haced el anuncio —proclamó del mismo modo que hizo mi madre cuando Sinéad y Robinia estuvieron casados—. Mi esposa y yo tenemos un asunto pendiente que nos tomará toda la noche.
La oscuridad estalló a nuestro alrededor y la conmoción me mantuvo muda durante los segundos que duró el viaje. Trastabillé a causa del vestido cuando reaparecimos en nuestro destino, que resultó ser una amplia estancia. El dormitorio que íbamos a compartir Deacon y yo de ahora en adelante.
Estudié el tamaño de la habitación. La mesa y las sillas de madera a conjunto que había frente a una chimenea encendida; las ricas alfombras y tapices de vivos colores que cubrían los suelos y paredes de piedra; la terraza que se intuía al fondo de la estancia.
Dejé para lo último la monstruosa cama que me aguardaba al otro lado, casi oculta por unos pesados cortinajes.
—Supongo que esto te resultará extraño —dijo Deacon a mi espalda. Giré de manera inmediata, sorprendida por su sigilo—. No me refiero a lo que haremos, sino a lo que acontece previamente.
El corazón retumbó contra mis costillas al escucharle hablar.
—Decidí ahorrarte el incómodo momento en que mi madre y un par de sus estúpidas primas se encargaran de hacerte un exhaustivo relato con todo detalle sobre qué te depararía esta noche —continuó, haciendo alarde de su habitual retorcido sentido del humor—. Le dije que tu madre se había encargado de ello, preparándote para tu matrimonio con Atticus. Eso pareció entristecerla, aunque no insistió con ello; de todos modos, no hay nada que tú no sepas, ¿verdad?
Alcé la barbilla ante su golpe bajo.
—Deacon...
—Quítate el vestido —me cortó, con sus ojos reluciendo.
De manera inconsciente me abracé a mí misma, como si de ese modo pudiera protegerme de aquella orden. El príncipe oscuro ladeó la cabeza, estudiándome de pies a cabeza, y dio un paso hacia mí; mi mirada recorrió de manera apresurada la estancia, buscando alguna vía de escape. Una puerta.
—Nuestro acuerdo se ha cumplido —intenté, procurando no mostrar mi desesperación—. Soy tu esposa.
Deacon sonrió como un lobo.
—Ah, así que vamos a tener esa conversación de nuevo —ronroneó—. Es cierto que tu parte del acuerdo era convertirte en mi esposa... incluyendo todas las responsabilidades que conlleva. ¿Sabes cuáles son, no?
Estaba paralizada en el sitio, escuchando a Deacon mencionar que el hecho de que me hubiera casado con él no sería suficiente, que nuestro acuerdo también incluía otras cosas; el miedo me atenazó el estómago al ser consciente de mi estupidez, de no haber sabido ver el juego que se escondía tras su simple petición. Cuando escuché su propuesta me resultó tan fácil... tan corriente. Pero había aceptado por la vida de mi hermano, pecando de confiada ante la simpleza de la contraprestación de mi parte.
Sus dedos se enroscaron en mis muñecas, tirando de ellas para deshacer mi abrazo. Sus ojos oscuros estaban fijos en los míos mientras su pregunta, la verdad que se escondía tras ella, flotaba sobre nuestras cabezas. Convertirme en su esposa, además de aceptar todo lo que ello conllevaba.
Mis brazos cayeron flácidos sobre mis costados y no me resistí cuando uno de sus dedos recorrió el escote de mi vestido, cuando acarició el regalo de Eigyr y por su rostro pasó un relámpago de recelo, como si supiera de dónde procedía. Mi cerebro había desconectado de mi cuerpo por completo, dejándome a su merced. Sabiendo que no había escapatoria posible.
Que había caído de lleno en su trampa.
—Una de ellas es dar hijos a su esposo, darle un heredero —su susurro me puso el vello de punta mientras sus manos recorrían mi cuerpo hasta detenerse en mis caderas—. Y yo quiero que tú, Maeve, me des un heredero.
Intenté dar un paso atrás, pero las manos de Deacon sobre mi cintura me lo impidieron. La sangre me latía en las sienes y oídos; la palabra heredero martilleaba en mi cabeza mientras el príncipe oscuro me observaba con complacencia.
—¿Por qué yo? —susurré.
Su sonrisa me arrancó un escalofrío.
—Porque eres todo lo que necesito —respondió—. Porque, como te dije en el pasado, de nuestra unión saldría alguien poderoso.
El miedo empezó a extenderse por todo mi cuerpo. Recordé mi desliz el día en que Sinéad y el propio Deacon me llevaron de regreso a la ciudad, después de haber estado huyendo de ellos para alcanzar la Corte de Verano, junto a Keiran; abrí mis ojos de par en par.
—Lo sabías —le acusé.
Deacon supo a qué me estaba refiriendo sin necesidad de añadir nada más.
—Por supuesto que sabía que tenías sangre de la Corte Luminosa corriendo por tus venas, y me lo demostraste durante el Torneo —contestó a mi acusación con absoluta tranquilidad—. Reconocí la magia durante la prueba de la Niebla, en ese maravilloso escudo que creaste. ¿Sabías que la Niebla fue uno de los regalos que recibió la Corte de Invierno por parte de la Corte Oscura en el pasado? Su funcionamiento es similar a nuestro poder.
Traté de retroceder, pero los dedos de Deacon se clavaron con firmeza en mi carne, procurando no hacerme daño, aun dejándome en el sitio.
—No somos tan distintos, Maeve —dijo entonces, cambiando de táctica.
—Por supuesto que lo somos, Deacon —repliqué con acidez.
Se echó a reír entre dientes.
—Eres mentirosa, traicionera y un tanto manipuladora —me ronroneó con diversión—. Tienes oscuridad en tu interior, una oscuridad que puedo leer a la perfección y de la que puedo hacer uso... si quisiera.
No pude hacer nada más que mirarle a los ojos, notando su poder acariciando mi cuerpo, subrayando su advertencia.
—¿Sabes cuál es nuestro poder, Maeve? —susurró—. La oscuridad que reside en las personas, los sentimientos que la alimentan... los recuerdos que van unidos a ellos. Somos la cara de la otra moneda: mientras que la Corte Luminosa era capaz de manipular la magia, nosotros éramos sus opuestos; podíamos manipular a las personas por sus sentimientos, por la oscuridad que todos albergamos en nuestro interior.
Tragué saliva, recordando las auras negras que había visto que rodeaban a Atticus o a Robinia. Ahora comprendía de dónde procedían y por quién habían sido alteradas; empezaba a encajar las piezas de los repentinos cambios de comportamiento que habían sufrido sus víctimas...
Jadeé.
—Atticus —comprendí—. Fuiste tú.
Deacon ladeó la cabeza y sus labios rozaron la piel de mi cuello.
—Un caso bastante interesante, tu antiguo prometido —dijo de manera pensativa—. Bajo todas esas capas de bondad y amor hacia su familia se escondía el miedo, los celos... y la envidia. No era fácil ser el hermano mediano, el que pasaba desapercibido...
—Atticus nunca quiso ser el centro de atención —le contradije, hablando entre dientes—. Él no era así; era una buena persona y ama a su familia, a todos ellos —subrayé con intensidad.
—Ah, pero no pudo soportar que dos de las personas que más amaba le traicionaran de ese modo —repuso—. No pudo perdonar que se le arrebatara algo que le pertenecía, algo que su querido hermano no había logrado arrancarle, aunque fuera de manera inconsciente.
Las piernas me temblaron al comprender. Alguien debía haberle dicho a Atticus lo que había sucedido entre Keiran y yo; no me resultó complicado imaginar el dolor que le sacudió al enterarse, la rabia ciega que le recorrió al saber que su hermano mayor lo había hecho de nuevo... el cebo perfecto para que Deacon pudiera entretejer sus hilos a su alrededor.
—La noche en que murió la reina... tú manipulaste a Atticus para que reaccionara de ese modo frente a su hermano —aquel día no le reconocí, y sentí miedo del que fue mi prometido—. Le hiciste que se comportara... así.
Poco a poco las piezas iban encajando y las advertencias de Puck iban cobrando sentido dentro de mi cabeza, sabiendo que el Antiguo no me estaba engañando de manera desesperada, esperando que yo le ayudara; el don de la Corte Oscura era discreto, y muy eficaz.
—Es posible que manipulara alguno de sus sentimientos —reconoció Deacon sin pudor—. Pero el resto lo hizo él solito: maduró al darse cuenta de que las traiciones que más dolían solían ser las que procedían de nuestros seres queridos.
Me eché a temblar a causa del enfado que me sacudía por dentro. Deacon se rió entre dientes, captando mis sentimientos florecer.
—¿A quién más, Deacon? —exigí saber.
—No me voy a pasar toda mi noche de bodas haciendo esto —respondió—. Haremos algo más interesante.
—No.
Los ojos de mi esposo relucieron con diversión al encontrarse con la primera negativa en nuestro recién estrenado matrimonio. Me ordené mantenerme firme, no ceder ante el poder que tenía y que podría utilizar contra mí; no se lo iba a poner fácil. Ahora que sabía lo que buscaba al pedirme que me convirtiera en su esposa... iba a pelear con uñas y dientes para que no consiguiera sus objetivos.
—Eres mi tierna y dulce esposa —me dijo, acariciando la curva de mi cuello—. Y, como tal, vas a tener que cumplir con lo que se espera de ti. Al otro lado de la puerta —señaló con el índice los enormes portones cerrados— hay oídos curiosos a la espera de escuchar tus gritos de placer... o quizá tus gritos de ayuda, todo eso depende de tu comportamiento.
—No puedes hacerme daño —aseguré, aunque ni siquiera estaba segura de ello.
—No soy propenso a la violencia física, es cierto —reconoció y sus dedos me hicieron cosquillas en el oído—. Pero mis formas de castigo son mucho más divertidas y útiles que un simple bofetón, no sé si me entiendes.
No lo entendía, pero tampoco tenía ganas de comprobar en qué consistían sus castigos. Inspiré hondo, intentando armarme de valor; di media vuelta, dejando mi espalda desprotegida frente a Deacon, y me encaminé con lentitud hacia la monstruosa cama. Los temblores empezaron a sacudir mi cuerpo y mi cabeza recreó miles de imágenes distintas sobre lo que iba a suceder ahí.
Escuché los pasos de mi esposo a mi espalda y sentí su presencia a poca distancia de mí. Cerré los ojos, tratando de contener mis náuseas, cuando sus dedos tomaron el primer botón del vestido y lo desabrocharon; me forcé a dejar la mente en blanco, a no seguir torturándome de ese modo mientras Deacon seguía encargándose de los botones detrás de mí.
El vestido cayó a mis pies con un ruido seco. Sus manos recorrieron la piel desnuda de mi espalda con lentitud, reconociéndola con sus ásperas palmas; procuré no echarme a temblar cuando sus manos fueron sustituidas por los labios y apreté los míos, intentando contener el grito de ayuda que pugnaba por escapárseme de la garganta.
El corazón me latió con violencia al creer escuchar algo metálico, como el roce del filo de una espada al ser desenvainada, y me recordé que Deacon me necesitaba viva... Viva, sí, pero no entera. Le resultaría de igual utilidad conservando las partes que mi esposo necesitaba para sus objetivos.
—Súbete a la cama —me ordenó.
Lo hice, sin atreverme a lanzarle una simple mirada. Alguien se había encargado de abrir las mantas, permitiéndome ver la sábana blanca que se escondía bajo ellas; la sábana que, supuestamente, tendría que mancharse con mi sangre virgen una vez consumáramos el matrimonio.
A los pies de la cama reposaba un camisón doblado.
—Dame uno de tus tobillos —la siguiente orden de Deacon me desconcertó.
Reuní el valor suficiente para mirarle. El príncipe oscuro me observaba desde fuera de la cama y tenía entre las manos una daga que no sabía de dónde había salido; la luz de las velas arrancaba brillos a su reluciente —y afilado, supuse— filo.
Deacon me sonrió mientras tomaba una de mis piernas y acariciaba la planta de mi pie.
—No nos conviene que nadie sepa que no eres virgen, ¿verdad? Así que vamos a fingir que yo he sido el primer hombre con quien has estado, y tengo la solución en mi mano...
Rápido como una serpiente, la daga cortó la piel de mi planta y yo ahogué una exclamación ahogada de sorpresa y dolor ante la herida; observé cómo la sangre resbalaba por mi piel y caía sobre la sábana interior blanca, dándole el aspecto que requería la situación. Deacon volvió a guardar la daga y pasó uno de sus dedos por la herida, sanándola, sin apartar en un solo instante sus ojos de los míos.
—Con esto lograremos que los rumores sobre tu pureza queden extintos cuando las doncellas quiten esa maldita sábana manchada de tu sangre mañana por la mañana, mostrándola a todo el mundo —añadió—. Nadie volverá a creer que fuiste su amante. La amante de ese maldito niño rey.
Ante mi desconcertada mirada, Deacon empezó a desvestirse hasta que quedó desnudo, igual que yo. Mis manos buscaron sobre el colchón algo para cubrir mi propia desnudez, pero el príncipe oscuro arrancó las mantas que tenía cerca para evitarlo, hincando una rodilla sobre la cama para poder reunirse conmigo arriba; el peso de su cuerpo hizo que la cama se hundiera bajo él, arrastrándome hacia donde se encontraba.
—Doy gracias a los elementos de que no tenga que decirte todas las bobadas que suelen decirse en esta situación —se mofó Deacon—. Nos va a ahorrar muchas molestias.
Su cuerpo cubrió al mío y sus manos atraparon las mías a ambos lados del colchón, dejándome atrapada y sin libertad de movimientos. No traté de resistirme, sabiendo que sería inútil y que esa resistencia por mi parte podría animar a Deacon a abandonar sus aires gentiles; intenté normalizar mi respiración, en no dejarme llevar por el pánico.
De nuevo me llamé estúpida por haber aceptado encontrarme en esta situación, pero sabiendo que no había habido otra salida posible.
No había otra opción para mí porque yo no había querido abandonar a mi hermano, como tampoco a Keiran.
—¿Tan mal lo hizo el niño rey que ahora temes repetir la experiencia? —continuó el príncipe oscuro con sus bromas.
Me mantuve en silencio, sin ceder a sus provocaciones.
Intenté convertirme en un enorme bloque de hielo cuando sus manos retomaron su tarea de acariciar mi cuerpo, intentando que diera comienzo nuestra noche de bodas; me tranquilizó saber, al menos, que no tendríamos un nutrido grupo de curiosos rodeando la cama, observándonos con sus morbosos ojos.
Retiré el rostro cuando trató de besarme, obstinada.
—¿Es así como consiguió derretirte el niño rey, princesa de hielo? ¿Metiéndose entre tus piernas del mismo modo que voy a hacer yo?
Continué con el rostro girado hacia un lado, intentando distraerme de lo que iba a suceder mientras Deacon proseguía con sus caricias. Buscando dejar mi mente vagar a cualquier punto lejos de aquella cama, de aquella habitación; un nudo se me formó en la garganta al pensar en Keiran, en que se había encontrado en la misma situación que yo. En que había sido capaz de resistirlo.
Contuve las ganas de empujar a Deacon lejos de mí cuando le sentí internándose en mi interior, pero mi cuerpo no reaccionaba... como si estuviera muerto; una parte de mí sabía que si oponía la más mínima resistencia podría ser mucho peor para mí, así que me rendí. Lágrimas silenciosas se deslizaron por mis mejillas mientras fingía que me encontraba muy lejos de allí, que el peso de encima de mi cuerpo correspondía a otra persona.
Pensé en Keiran.
A pesar de haberme prohibido hacerlo, lo hice porque era lo único que podía darme fuerzas en aquellos momentos.
Me aferré a los pocos recuerdos que teníamos juntos.
—Dentro de poco, lo único que quedará de Keiran serán los recuerdos —susurró en mi oído—. Porque reclamaré tu cuerpo hasta que cada centímetro de él anuncie a los cuatro vientos que me perteneces. Que eres mía.
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