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| ✸ | Capítulo 5.


El aire se me quedó atascado en la garganta al escuchar por boca de la propia reina cuándo iba a tener lugar la boda, aquel evento que me había parecido tan lejano. Creyendo que a Deacon le valía más en calidad de prometida que en el de esposa. Me tambaleé al conocer que apenas tenía tiempo, y que el príncipe oscuro no había tenido el detalle de informarme de algo tan importante y que nos concernía a ambos.

Aún me encontraba entumecida por el hecho de que la reina afirmara que mi compromiso con Deacon siempre había sido una realidad, incluso cuando no tenía constancia siquiera de la existencia de esa corte y del propio heredero; Anaheim me aferró del codo, ayudándome a mantenerme equilibrada. El rostro de la mujer estaba ensombrecido y mantenía los labios fruncidos en una tensa línea. ¿Habría convencido de ese modo Deacon a mi madre para que aceptara el compromiso? ¿Habría sido por ello por lo que la reina me había negado que pudiéramos romperlo? La cabeza empezó a darme vueltas ante aquel torrente de información que la reina Iona estaba desembuchando con alegría, ajena a mis propios sentimientos al respecto.

—Hasta el momento de la boda tendréis que dormir en habitaciones separadas —continuó con su cháchara—. Alejadas la una de la otra como dictan nuestras costumbres.

Me alivió saber que impondrían distancia entre Deacon y yo, al menos hasta que llegara la boda. Las manos empezaron a sudarme y mi cuerpo se agitó en un escalofrío al pensar en ese momento; la ceremonia nupcial no finalizaba hasta que se consumaba el matrimonio y yo recordaba con claridad la multitud de personas que se habían congregado en la habitación para ser testigos en la boda de Sinéad y Robinia. Deacon sabía mi pequeño secreto y había afirmado no resultarle de importancia, pero estaba segura que sus padres no compartirían la misma opinión si lo supieran; era muy probable que me vieran como una mercancía usada, mancillada por otro. Y temía que, en tal caso, decidieran dar por concluida la alianza, dejando a la Corte Unseelie en una grave desventaja.

Fui consciente de que no había visto ni una sola ventana desde que hubiéramos aparecido en mitad de ese pasillo. El palacio me parecía demasiado cerrado, como una tumba; la Corte Oscura había sido desterrada por la brutalidad que había mostrado en la guerra. Ahora se requería su ayuda de nuevo y Deacon estaba entusiasmado con participar, por salir de allí.

Anaheim había comentado que la Corte Oscura terminaba siendo asfixiante, y comprobando aquellas gruesas paredes de piedra empezaba a entender sus palabras. Aquel era un sitio olvidado, como sus propios habitantes.

La reina nos condujo hacia un pasillo mucho más amplio donde pudimos ver las primeras señales de vida. Un par de doncellas que caminaban muy juntas se detuvieron para inclinarse en presencia de Iona y lanzarnos a Anaheim y a mí una inquisitiva mirada mientras pasábamos por su lado.

—Tienes un servicio nuevo, ya que tus antiguas doncellas decidieron quedarse en la Corte de Invierno —la voz de la reina me llegó ahogada debido a mi pequeño retraso; lancé una nueva mirada a Anaheim, ella negó con la cabeza—. Todas tus pertenencias han sido colocadas en tu futura habitación, Deacon ha ordenado que dejen un baúl con lo necesario para estos dos días.

Nos detuvimos frente a dos puertas labradas de madera. Procuré que mi rostro no reflejara la repulsión que sentía al ver que los picaportes tenían forma de serpiente, con las bocas abiertas y mostrando sus largos colmillos; la reina empujó con cuidado, mostrándome una habitación similar a la que ofrecíamos a los huéspedes en la Corte de Invierno: constaba de una sola estancia, con una cama al fondo y un juego de cómodos sillones con una pequeña mesita entre ambos; el resto del mobiliario lo conformaban un par de cómodas para que pudiera disponer de ellas con la ropa que Deacon me había dejado para aquellos apenas dos días.

La reina nos hizo pasar y cerró luego las puertas para brindarnos un ambiente mucho más privado. Me quedé cerca de Anaheim, lo único conocido que tenía a lo que aferrarme en aquel extraño lugar; Iona me dedicó una cálida sonrisa al notar mi reticencia.

—Esto es algo temporal —señaló con dulzura—. Después de la boda compartirás dormitorio con Deacon, uno mucho más amplio y lleno de las comodidades que ambos preciséis.

La sangre pareció congelárseme en las venas ante la perspectiva de tener que compartir mi espacio con el príncipe oscuro. Miré a la reina con una expresión sorprendida, pues desconocía aquel pequeño detalle de nuestra futura convivencia.

—Creí que tendríamos dormitorios independientes —expuse. No en vano mi hermano y Robinia, del mismo modo que mis padres, habían estado en dos estancias separadas; yo misma había confiado en ello.

Iona sacudió la cabeza y su sonrisa pareció empequeñecer.

—Es por comodidad —respondió.

¿Comodidad? La incredulidad se propagó por todo mi cuerpo, lo mismo que el ramalazo de temor a tener que compartir dormitorio con Deacon. No quería hacerlo, quería que ambos tuviésemos nuestro propio espacio personal; necesitaba tener un dormitorio para mí sola. Un santuario donde poder huir cuando fuera necesario, un lugar que no estuviera contaminado por el príncipe oscuro.

Opté por dejar el tema a un lado, pues lo discutiría más adelante con el propio Deacon.

—Quiero que las estancias de Anaheim estén cerca de las mías —pedí, intentando suavizar mi tono—. Siempre.

Iona desvió su mirada hacia ella, evaluándola. De nuevo pude sentir cierta tensión en el ambiente, la misma que había notado cuando el rey había sido consciente de la mujer en su presencia; la reina también la recordaba. Y otra vez me pregunté qué fue lo que hizo Anaheim para que fuera desterrada.

¿Quién era en realidad?

La reina se quedó en silencio unos instantes, que parecieron alargarse hasta el infinito, mientras consideraba mi petición.

—Entiendo que la quieras tener a tu lado —contestó con lentitud—. Y así se hará.

Asentí en señal de agradecimiento.

La tensión que antes había aparecido se disipó cuando la atención de Iona regresó a mí. La reina tenía un aspecto dulce, nada que ver con el de su marido o hijo; ella no parecía encajar en aquel lugar, parecía resplandecer débilmente en aquella nube de oscuridad que impregnaba cada palmo de la piedra del castillo.

—Es difícil abandonar toda tu vida, Dama de Invierno, y soy consciente de lo complicado que debe estar resultándote en estos momentos —dijo, dando un paso en mi dirección—. Me gustaría ayudarte en tu proceso de adaptación y quisiera enseñarte las costumbres aquí, en la Corte Oscura.

Mi mirada se movió de manera inconsciente hacia Anaheim, como si estuviera pidiéndole una opinión al respecto. Aquel gesto no se le pasó por alto a Iona, cuya sonrisa pareció titubear unos instantes; la reina oscura dio otro paso y me tomó con cuidado por la muñeca, sobresaltándome.

—Esta misma tarde voy a reunirme con un par de amigas —continuó y algo en su mirada azul destelló—. Quisiera que las conocieras, que valoraras la oportunidad y acudieras conmigo; la soledad no suele ser una buena compañera en un sitio como este, tan distinto a tu hogar.

Atticus me dijo algo parecido en el pasado, en la Corte de Verano, después de emboscarme en una cita a cuatro con su hermano y lady Amethyst. Era consciente de que aquel segundo compromiso no correría la misma suerte que el primero, y que debía intentar conseguir algo de compañía para no verme avocada a encerrarme siempre en mi dormitorio. Y, quizá si tenía suerte, pudiera encontrar a alguien que me brindara algunas respuestas.

Mordí mi labio inferior.

—Ella puede acompañarnos —añadió Iona, refiriéndose a Anaheim.

—Agradezco vuestra invitación, Majestad —intervino la aludida.

La reina esbozó una débil sonrisa, como si le costara dirigirse a la otra mujer.

Con la promesa de que Anaheim vendría conmigo, lo que suponía que no estaría completamente sola, acepté la invitación de Iona para que me introdujera en sus círculos más cercanos de amistades. La sonrisa que me dedicó a mí, por el contrario, estaba cargada de ilusión.

Alguien aporreó la puerta y, segundos después, el rostro colorado de un hombre con un poblado bigote apareció en el resquicio. La mirada alternaba entre las tres mujeres que nos encontrábamos ahí dentro, aunque se detuvo unos instantes más en el rostro de Anaheim.

—El príncipe Deacon está aquí y...

El hombre soltó una exclamación ahogada cuando las puertas se abrieron de par en par, mostrándonos al susodicho al otro lado. Seguía llevando la misma indumentaria que cuando nos habíamos desvanecido de la Corte de Invierno, aunque había añadido un broche de plata con forma de cabeza de cuervo en la pechera de su túnica; sus ojos negros nos recorrieron, comprobando que todo estuviera en orden.

—... y quiere hablar con su prometida —finalizó Deacon por el mayordomo, supuse—. A solas.

La primera en abandonar la habitación sin poner una sola objeción fue la propia reina, que le dirigió una media sonrisa a su hijo antes de salir al pasillo; Anaheim, por el contrario, se retrasó lo suficiente para lanzar una mirada cargada de advertencias a Deacon, quien fingió no verla. El hombre que estaba en el pasillo se encargó de cerrarnos la puerta apresuradamente, dejándonos a los dos en aquella habitación prestada.

Me giré hacia Deacon, cruzándome de brazos y agradeciendo tener la oportunidad de hacerle saber cuanto antes que no estaba dispuesta a compartir dormitorio con él tras la boda; así se lo hice saber, consiguiendo que sus labios se curvaran en una sardónica sonrisa.

—Esto no es la Corte de Invierno, mi pequeña polilla; aquí las cosas se hacen de otro modo y tú vas a respetar tu nuevo hogar, empezando por esto: no vamos a dormir en habitaciones separadas —rechazó mi oposición con una insultante facilidad.

Contuve un gruñido mientras nos observábamos el uno al otro.

—Necesito mi espacio —esgrimí, procurando no añadir que la Corte Oscura jamás sería mi hogar.

—Y tendrás tu propio espacio, del mismo modo que yo tendré el mío —expuso, adentrándose aún más en la habitación e inspeccionándola con gesto curioso.

Le seguí con la mirada, con la rabia recorriendo mis venas a causa de la facilidad que Deacon tenía de desestimarme, imponiéndose; el príncipe oscuro se sentía mucho más cómodo aquí, en la Corte Oscura, y ahora mostraba su poder en su máximo esplendor. Ya no era necesaria la mentira, como tampoco ocultarse.

—¿Por qué? —exhalé, desesperada.

Apenas había pasado tiempo desde que hubiésemos llegado y ya estaba empezando a notar los primeros estragos de aquel lugar dentro de mí. La oscuridad que emanaba de cada rincón parecía querer aplastar mi magia de luz, hacerla desaparecer en su negrura; por no hablar de la sensación de asfixia por aquel sitio sin ventanas.

Deacon giró para poder mirarme. Recordé la respuesta que me había dado su madre a esa misma pregunta: "Por comodidad".

—Proporciona la intimidad que necesita el matrimonio —contestó, lanzándome una pícara mirada—. Evita que el marido salga buscando a su esposa por las noches, ya que luego esos detalles suelen colarse entre los más morbosos y correr como la pólvora por toda la corte.

No fui capaz de ocultar el horror y la repulsión de las imágenes que la respuesta de Deacon había formado en mi cabeza. La sonrisa del príncipe se volvió osada... incluso burlona; disfrutaba de esos momentos en los que me demostraba lo poco que sabía, lo que me había robado años de estar encerrada en el palacio de la Corte de Invierno.

No.

Deacon dio un paso hacia mí, acortando la distancia que nos separaba. Clavé mis pies en el suelo, sosteniéndole la mirada al príncipe oscuro y demostrándole que, a pesar de estar lejos de la protección de mi familia, no iba a doblegarme a su voluntad; había aceptado nuestro acuerdo por mi hermano. Los términos de nuestro trato se limitaban a que yo me convirtiera en su esposa.

Los ojos negros de Deacon resplandecieron al mismo tiempo que un ramalazo de miedo atenazaba la boca de mi estómago.

—Los acuerdos sellados con magia son enrevesados y muy traicioneros —ronroneó—. Cuando aceptaste el nuestro... parece que no tuviste en cuenta la letra pequeña, Maeve.

Entrecerré los ojos, saboreando en la punta de la lengua el sabor de la rabia... del enfado ante mi propia estupidez... de no haber sido capaz de verlo antes. Como siempre, Deacon iba un paso por delante de mí.

—Dijiste que no ibas a...

—... ponerte una sola mano encima hasta que no estuviésemos casados —completó con sorna—. No me preguntaste qué sería de ti después de la boda.

Apreté las mandíbulas con fuerza.

—Oh, pero dejemos esas minucias sobre nuestra vida marital para otro momento —repuso con absoluta tranquilidad—. No he venido hasta aquí para discutir contigo sobre esto...

Rápido como una serpiente, sus dedos se cerraron con firmeza sobre mi barbilla, haciendo que tuviera que echar el cuello un poco hacia atrás para poder mirarle a causa de la diferencia de altura entre ambos; a pesar de su alma podrida, nunca se había sobrepasado conmigo. Nunca había utilizado su superioridad física conmigo.

Y no sabía si eso cambiaría después de que uniera mi vida con la suya.

Toda la diversión y picardía que había mostrado antes, mientras se burlaba de mí, había desaparecido de su rostro, dejando en su lugar un mortal gesto serio.

—No vuelvas a hacerme escoger entre mi padre o tú, Maeve —dijo y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza: Deacon estaba haciendo mención a cuando le había mirado, suplicándole que me ayudara—, porque podrías salir perdiendo.

Me soltó con suavidad.

—Es hora de que te muestre nuestra legendaria corte —añadió segundos después, como si su advertencia anterior nunca hubiese tenido lugar—. Te ayudaré a orientarte hasta que alguien se ocupe de esto.

Le seguí en silencio fuera de la habitación, regresando a aquel opresivo pasillo que parecía interminable. Deacon parecía haber recuperado su buen humor, guiándome hacia unos niveles distintos a los que habíamos recorrido con la reina mientras me llevaba hasta mi dormitorio temporal.

Los pulmones parecieron expandírseme dentro del pecho cuando una fresca brisa me golpeó en el rostro. Más adelante pude ver luz colándose desde unas alargadas ventanas que parecían estar excavadas en la piedra, una ventana al exterior que volvía menos opresivo aquel lugar.

—El príncipe ha regresado —dijo una voz masculina a nuestra espalda—. ¿Será esta ocasión la definitiva o preferirá seguir haciendo uso de su condición de emisario, vagando de un lugar a otro?

Mi mirada se clavó inmediatamente en Deacon, intentando descubrir en ella si la persona que se dirigía hacia nosotros se trataba de una amenaza o no. Los ojos del príncipe oscuro relucieron con perversa diversión al mismo tiempo que sus labios se curvaban en una media sonrisa; me cogió del brazo para que ambos nos giráramos a la par.

Descubrí a un hombre de edad similar a la de Deacon, no podía asegurarlo con certeza, de cabellos de color castaño oscuro y unos vivarachos ojos azules que no perdían detalle de nosotros dos; sonreía mostrándonos sus relucientes y blancos dientes. A primera vista no parecía guardar malas intenciones, pero había aprendido que no debía fiarme de las apariencias; y menos aún en aquel lugar que me resultaba desconocido.

Aguardamos a que el recién llegado se nos acercara y alcé la barbilla cuando se detuvo a unos pocos metros de nosotros, continuando con su exhaustivo estudio; sus ojos brillaron al verme y su sonrisa se hizo más amplia.

—Los rumores y la poca información que enviabas en tus escuetos mensajes no le hacen justicia —dijo, y sospeché que estaba refiriéndose a mí—. ¿Sabrás cómo complacerla, Deacon? Todo el mundo sabe que no tienes corazón y, mucho menos, sentimientos.

El príncipe oscuro esbozó una sonrisa carente de humor.

—Cualquiera diría que eso que percibo es envidia, maldito bastardo —repuso.

El hombre se inclinó en una burlona reverencia.

—Bienvenido a casa, hermano —algo oscuro pasó por el rostro de Deacon cuando escuchó ese apelativo cariñoso—. Bienvenida a la Corte Oscura, Alteza.


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