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| ✸ | Capítulo 2.


El corazón se me detuvo en el pecho cuando las puertas se abrieron de par en par y por ellas entraron mi hermano, sucio y ensangrentado, apoyándose en Deacon. Fui la primera en reaccionar: me puse en pie de un brinco y me dirigí a toda prisa a su encuentro.

El aspecto del príncipe oscuro no distaba mucho del de Sinéad, pero el rostro grisáceo de mi hermano no era un buen indicativo. Me puse al otro costado de mi hermano, que estaba libre, y le permití que apoyara parte de su peso sobre mí.

El sonido de varias sillas arrastrándose por el suelo me recordó que no estaba sola: Robinia se había puesto en pie y observaba a mi hermano con una expresión de horror, abrumada por la sangre que le cubría la piel. Todo el valor y fortaleza que había mostrado desde la muerte de mi madre parecía haberse evaporado ante la imagen de aquel color que parecía evocar a la propia muerte.

—¡Que llamen a un sanador inmediatamente! —grité, haciendo reaccionar a todos aquellos que se habían quedado paralizados.

La habitación se llenó de una actividad frenética ante mi orden. Deacon y yo manteníamos el peso de Sinéad mientras Robinia dudaba entre acercarse hasta donde se encontraba su esposo o seguir manteniendo las distancias; sus ojos estaban abiertos de par en par, pudiendo adivinarse el terror en ellos. Miedo.

Pero ¿miedo a qué, exactamente?

¿Miedo de que mi hermano muriera, dejándola abandonada y sin la corona de la que apenas había podido disfrutar? Entrecerré los ojos, estudiando a la chica, que seguía paralizada; Robinia había jurado no estar preparada para convertirse en reina, me había confesado las dudas que tenía sobre ese momento... Y ahora empezaba a guardar mis propias reservas al respecto.

Pestañeó y sus asustadas facciones se convirtieron en una máscara inexpresiva. La Robinia insegura había desaparecido bajo la máscara de la nueva reina de la Corte de Invierno; se giró hacia sus damas de compañía, cuyos rostros expresaban distintas emociones.

—Que preparen la habitación del rey —ordenó, pero un ligero temblor se le coló en la voz.

Luego se irguió y salió de aquel salón con ese aspecto regio que tanto tiempo le había costado perfeccionar, siguiendo dando órdenes a todo el mundo mientras Sinéad procuraba no emitir sonido alguno. Incluso en aquellos momentos su orgullo le impedía mostrarse como lo que era en ese instante: un chico herido.

Deacon giró para dirigirse al exterior del salón, provocando que el gesto de Sinéad se convirtiera en uno de dolor.

Quise increparle al príncipe por el estado de mi hermano, por no haber cumplido con su parte del acuerdo; sin embargo, estábamos rodeados de personas ajenas a nuestro trato y Sinéad podía enterarse de él, y eso no era algo que quería que supiera. En el despacho le había increpado sobre todo lo que me había exigido, sobre mis propios sacrificios; pero no había hablado de mi acuerdo con Deacon, de cómo me había vendido para asegurarme de que no le sucediera nada.

—¿Qué ha sucedido? —opté por preguntar, con la voz llena de tensión.

Deacon se inclinó para mirarme mientras Sinéad dejaba escapar un gemido débil cargado de sufrimiento. Estaba herido, pero no había sido capaz de descubrir todas sus heridas bajo la sangre; el corazón se me encogió ante la posibilidad de que perdiera también a mi hermano —en tan poco tiempo— y la rabia por la negligencia del príncipe oscuro hizo que apretara los dientes.

¿Por qué se habría arriesgado Deacon a permitir que sucediera esto? La posibilidad de que toda aquella alianza fuera un burdo juego para la Corte Oscura me provocó náuseas. Había empezado a descubrir la fascinación que sentían por los juegos, tan similares a los que había usado mi madre mientras estuvo viva.

—Lo mismo que sucedió en la Corte de Invierno —contestó con tono agrio—. Respondieron a nuestro ataque como bien pudieron, aunque no fueron lo suficientemente rápidos...

Mi cuerpo se puso rígido mientras mi cabeza recreaba las imágenes de aquella carnicería que mi hermano había llevado a cabo a modo de venganza. Las manos empezaron a temblarme ante el pavor... el terror ciego... de lo que vendría a continuación: el ataque de mi hermano hacia la Corte de Verano exigiría una respuesta del mismo tipo por parte de su rey.

Apreté los dientes con fuerza al pensar en Keiran.

—Tu rey tiene madera de soldado —escuché que decía Deacon, sin importarle que Sinéad estuviera entre ambos, escuchándolo todo—. Aunque no de político.

Recordé las crípticas palabras de mi madre sobre Keiran, sobre sus lealtades. El recién coronado rey de Verano había sido criado desde muy niño en el ejército, donde había encontrado un hueco y una pasión; era evidente que Keiran sabría cómo responder a un ataque. Mi hermano, por el contrario...

—Él no es mi rey —gruñí mientras seguíamos dirigiéndonos hacia la nueva habitación que mi hermano ocupaba como monarca de la Corte de Invierno.

Sinéad se mantenía inquietamente en silencio, arrastrándose entre ambos mientras sus heridas continuaban perdiendo sangre. En el camino se nos unieron un par de hombres que me sustituyeron, haciendo que fuéramos más rápido hacia las habitaciones de mi hermano; allí ya nos esperaba Robinia, rodeada de un nutrido grupo de sanadores que observaron con los ojos abiertos de par en par a Sinéad.

Me mordí el labio con preocupación cuando depositaron a mi hermano sobre su cama, arrancándole un nuevo quejido. Los sanadores se apresuraron a ponerse en movimiento, retirándole la armadura que cubría su cuerpo para poder conocer la gravedad de sus heridas. Observé a Robinia, que se mantuvo junto a la orilla de la cama de su esposo, intentando no entorpecer en la labor de los sanadores. Deacon, por el contrario, se quedó a mi lado.

Estudié mi entorno, la proximidad de los pocos que había en aquella habitación. Si hablaba en voz baja...

—No has respetado nuestro acuerdo, Deacon —susurré, furiosa.

Cuando alcé la mirada, me topé con los ojos negros del príncipe ya clavados en mí.

—¿Acaso no lo he devuelto con vida, mi pequeña polilla? —preguntó con peligrosa suavidad. Mi acusación no le había gustado en absoluto.

Apreté los puños a mis costados.

—Está herido —señalé lo evidente, escupiéndolo entre dientes.

Deacon me regaló una sardónica sonrisa.

—No recuerdo que en nuestro acuerdo me dijeras en qué condiciones querías a tu hermano, simplemente acordamos que seguiría con vida —rebatió, haciendo alarde de su helada calma y seguridad—. He respetado nuestro trato, Maeve: no vuelvas a ponerlo en duda. La próxima vez recuerda ser más específica al respecto.

Desvié la mirada hacia la cama, donde los sanadores seguían afanándose sobre Sinéad. Apenas era capaz de ver a mi hermano entre los cuerpos de los hombres y mujeres que cuidaban de las heridas que habían resultado producto de su equivocada decisión de lanzar un ataque del mismo modo que hizo Oberón; aferré las faldas de mi vestido con rabia, conteniendo las ganas de gritar a mi hermano por lo que había hecho. Por el costo de aquella decisión.

—Quizá nuestro buen rey debería permitir que alguien le instruya en el manejo de las armas —sugirió Deacon cerca de mi oído—. De lo contrario me va a resultar muy complicado cumplir con mi parte del acuerdo.

Mordí el interior de mi mejilla, conteniendo una réplica. Mi hermano había estado aprendiendo el uso de la espada siendo niño, pero había abandonado su aprendizaje después de la muerte de mi padre; la reina Mab requirió su presencia a su lado, empezando un nuevo aprendizaje: el de ser convertido en el futuro rey. Tiempo después, y gracias a mi insistencia, yo sustituí a mi hermano en las clases de armas. Sinéad había sido entrenado en otro ámbito: el de los juegos de la corte. La guerra le resultaba un campo desconocido.

El poco conocimiento que tenía sobre cómo blandir una espada o disparar un arco era una grave desventaja en esos instantes.

—Tuve que interponerme entre tu hermano y el acero de Keiran —continuó Deacon—. Debo reconocer que el nuevo rey de Verano no se detuvo ni siquiera al reconocer a tu hermano.

—Él jamás haría daño a mi hermano —le contesté con un tono gélido.

Sus dedos rozaron la línea de mi mandíbula y su cálido aliento chocó contra mi mejilla, pero yo mantuve mi mirada en la cama en la que se encontraba Sinéad, siento tratado por los sanadores.

—Keiran es ahora el rey —me corrigió con tranquilidad—. No habría dudado ni un segundo en atravesar el corazón de Sinéad por el bien de su corte. Ya no puede permitirse un solo error, mi pequeña polilla: se debe a la Corte de Verano... y a su reina.

Mantuve mi expresión vacía, a pesar del lacerante dolor que traspasó mi pecho al escuchar la pulla de Deacon. Mis ojos se mantuvieron secos y mis labios fruncidos en una fina línea; había aprendido a no reaccionar ante las presiones del príncipe oscuro, ante sus intentos de hacerme cometer el más mínimo error.

Aún me resultaba demasiado reciente su matrimonio y trataba de comprender que sus responsabilidades habían cambiado. Igual que las mías.

—Quizá pronto tengamos noticias sobre un heredero en camino —añadió—. En estos tiempos querrá asegurarse el trono...

El resto de la frase se quedó en el aire cuando Robinia apareció entre nosotros, con el rostro pálido a causa de la visión de su esposo en la cama lleno de sangre. Su mirada se clavó en mí.

—Sinéad quiere hablar contigo —luego miró brevemente a Deacon—. A solas.

Me acerqué hacia la cama donde se encontraba mi hermano tendido. Por primera vez desde que había aparecido ensangrentado y apoyado contra el príncipe oscuro podía ver los vendajes que cubrían el cuerpo, algunos con manchas; al parecer Deacon no me había mentido: las heridas eran de poca gravedad, ninguna que pusiera en riesgo su vida.

Aparté un mechón húmedo del rostro de Sinéad, que estaba brillante a causa del sudor. Sus ojos azules estaban cansados y su respiración aún estaba agitada por el esfuerzo; sus labios parecían temblar. Pero no dijo ni una sola palabra: mi hermano se quedó en silencio hasta que Deacon fue el último de abandonar la habitación, cerrando la puerta a su espalda.

—Sé que hablaste con Keiran el día de su boda —sus palabras me arrancaron un escalofrío.

Lo mismo que el temor de que empezáramos una nueva disputa. Mi hermano no me había perdonado todavía, y el hecho de que me dijera eso, precisamente eso, no podía tomármelo como algo bueno; quizá Deacon le había ido con el cuento, enredando la historia a su favor para aumentar la tensión entre los dos.

Separándonos.

—Mientras nos enfrentábamos me exigió que rompiera tu compromiso, me lo exigió —repitió, incrédulo—. Y, cuando me negué, alegando que tu vida ya no era asunto suyo, intentó... intentó matarme.

—Atacaste su corte, Sinéad —repuse con frialdad—. No creo que intentara matarte por mi causa.

Apreté los puños bajo las faldas del vestido. Keiran había sido el responsable de las heridas de mi hermano, pero ninguna de ellas era de suficiente gravedad como para que pudiéramos haber temido por su vida; le sostuve la mirada, pensando en lo que me había dicho.

—Además, las heridas son superficiales —añadí con indiferencia.

—Deacon se interpuso entre ambos, fue la persona que evitó que acabara conmigo —rebatió, obcecado en la idea de que Keiran había intentado asesinarle. Podía percibir cómo su resquemor hacia el monarca de Verano iba en aumento, incluyendo un ramalazo de vergüenza por no haber estado a la altura.

—Te advertí de que no iba a ser una buena idea —le recordé, incapaz de seguir callando sobre ese asunto—. Pero no me oíste, decidiste escuchar al príncipe oscuro.

Sinéad se removió entre las sábanas, intentando incorporarse para poder discutir conmigo sobre aquel tenso asunto. Yo me mantuve en la orilla de la cama, impertérrita; mi hermano había tenido la oportunidad de frenar todo aquello cuando supo de la muerte de Oberón, pero decidió seguir adelante.

Ahora era el momento de pagar las consecuencias.

—No podía pasar la ofensa de la Corte de Verano —exclamó con rabia—. Hubiera parecido... débil.

Mis labios se curvaron en una desdeñosa sonrisa y sentí lástima por mi hermano, por la presión que llevaba sobre los hombros. Sobre la constante vigilancia que tenía y el temor de que una mala decisión pudiera acarrearle la pérdida de su poder; mi madre lo había educado para que su ascenso al trono fuera en una época tranquila, sin las complicaciones que conllevaba los períodos de guerra.

—Hubieras parecido inteligente —le corregí—. Oberón estaba muerto, no tenía sentido atacar la Corte de Verano... La venganza de madre se cumplió cuando el rey se suicidó, Sinéad. ¿Para qué ha servido, hermano? Has resultado herido.

Las mejillas de mi hermano se sonrojaron ante mi apreciación. Ambos no quedamos en silencio, observándonos el uno al otro; el rostro de Sinéad aún tenía manchas de suciedad y sangre, y las preguntas me quemaban en la punta de la lengua. Pero no era momento de hacerlas, no si quería acercar posiciones con mi hermano.

Tratar de hacerle entender.

—Deacon me contó todos los crímenes de Puck —dijo, desviando la mirada—. Jamás creí... nunca pensé que...

No fue capaz de terminar la frase. El dolor lacerante de conocer, después de tanto tiempo, la historia completa que se ocultaba tras la muerte de nuestro padre se hizo palpable entre los dos; pero también nos había permitido cerrar ese capítulo, mirar hacia delante —al menos en mi caso.

—Keiran lo ejecutó a la mañana siguiente de haber sido coronado rey —desveló con la voz ronca—. Su primera orden como rey de Verano.

Me obligué a que mi rostro no se contrajera en una mueca de dolor ante las noticias que estaban compartiendo conmigo sobre Keiran, sobre su nueva vida en la Corte de Verano junto a su esposa. Mis ojos, por el contrario, no fueron capaces de ocultar la devastación que sentía.

El rostro de mi hermano se ensombreció al leer en mi mirada lo que había intentado de ocultar por temor a que Sinéad iniciara una nueva discusión, acusándome de haber traicionado su confianza al enamorar de Keiran... al haberle escogido aquel día por encima de mi corte.

—Creo... creo que tenías razón en algo, Maeve —susurró.

Me incliné hacia Sinéad, con el corazón empezando a subir su ritmo ante lo que tenía que decirme. Despertando una brizna de esperanza en mi interior.

—Es posible que... que haya estado cegado respecto a Deacon —confesó, sonando por primera vez verdaderamente avergonzado—. ¿Por qué la Corte Oscura aceptó una alianza con nosotros a tan bajo precio? Madre me confió que Deacon tenía bastante claro lo que quería a cambio de la ayuda de su corte: tu mano.

La decepción se extendió por todo mi cuerpo al no escuchar lo que tanto anhelaba, en el fondo de mi corazón. Por muy tarde que fuera.

La reina Mab me había contado que había sido el príncipe oscuro quien había puesto el precio después de sacarme a mí de aquella celda de la Corte de Verano; pudiendo haber escogido un trato mucho más sustancioso, había optado por escogerme a mí. Las intenciones de Deacon respecto a nuestro matrimonio continuaban siendo un misterio.

—¿Por qué elegirte a ti, Maeve? —continuó Sinéad, verbalizando mis propias dudas—. ¿Por qué pedir únicamente un matrimonio?

Recordé cuando Deacon me llevó hasta mi dormitorio, el día que mi hermano y él nos detuvieron en aquel bosque; perdí el control y le mostré que poseía dos tipos de magia. Deacon había sonreído, sin sorprenderse lo más mínimo por ello, y luego se había preguntado qué saldría de nuestra unión. Sin embargo, en aquel momento ya debíamos estar comprometidos; no era posible que aquel error por mi parte hubiera motivado esa decisión.

Un escalofrío de temor me recorrió la espalda mientras los ojos azules de mi hermano estaban clavados en los míos.

—¿Por qué tú, Maeve?

Bajé la mirada y decidí no compartir con Sinéad mis sospechas respecto a Deacon y lo que buscaba con nuestro matrimonio.

—No lo sé —susurré.

Entorné mis ojos cuando vi a Deacon apoyado en la pared frente a la puerta del dormitorio de mi hermano. Había sustituido su armadura negra por uno de sus habituales trajes de color gris; su mirada oscura estaba fija en mí, evaluándome y tratando de adivinar qué es lo que había sucedido con Sinéad cuando había ordenado que nos quedásemos a solas.

Las dudas burbujearon dentro de mí cuando Deacon se apartó de la pared y se dirigió hasta donde me encontraba detenida.

—¿Satisfecho con todo esto? —fue lo primero que pregunté.

Enarcó una ceja, pidiéndome más información al respecto.

—Me ocultaste deliberadamente qué nos esperaba en la Corte de Verano —especifiqué, dando un paso en su dirección—. Sabiendo lo que sucedía entre Keiran y yo... me hiciste ir... me hiciste contemplar cómo... cómo...

Las palabras se me atoraron en la garganta. Anaheim me había consolado desde aquel día, ayudándome a secar mis lágrimas y ocultando mis ojos enrojecidos al resto del castillo; sin embargo, en aquel momento y sin la seguridad que me transmitía Anaheim, las compuertas de mi dolor pugnaban por abrirse de par en par, dejando salir todo lo que escondía sobre el asunto.

Las comisuras de mis ojos empezaron a escocerme, pero me obligué a tragarme las lágrimas y a escudarme en la rabia que despertaba Deacon en mí. Sus continuos juegos, sus manipulaciones... La oscuridad y misterio que parecía rodear al príncipe oscuro.

—¿Creías que con ello me empujarías a ti? —continué acusándole, en mitad de aquel pasillo donde no sería difícil que alguien pudiera escucharnos. No me importó en absoluto—. ¿Creías que con ello sería tuya?

Deacon sonrió con superioridad.

—Vas a ser mía, Maeve —me corrigió—. En el momento en que estemos casados serás mía.

Di otro paso en su dirección, apretando los puños contra mis costados.

—¿Por qué, Deacon? —exigí saber—. ¿Por qué eres tan retorcido?

—Lo hice para que abrieras los ojos de una maldita vez —respondió, sin perder la compostura—. Para demostrarte cómo el poder puede corromper a cualquiera, haciéndole olvidar sus propias promesas.

—¡Querías volverme contra Keiran! —grité.

Deacon sonrió.

—Eso es algo que él mismo ha logrado con sus decisiones, mi pequeña polilla.

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