Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

| ✸ | Capítulo 12.

          

Me topé con Kermon en el pasillo, evidentemente indeciso.

El lord se quedó congelado al verme salir, con sus emociones a flor de piel y sin tiempo para poder colocarse de nuevo la máscara que siempre llevaba encima. Sus ojos azules me contemplaron con miedo... y preocupación; a pesar de todo el veneno que había vertido el rey en sus oídos, intentando que el odio se mantuviera, podía ver un resquicio de resistencia. Kermon me había asegurado necesitar espacio para poner sus pensamientos y sentimientos en orden, pero la imagen de su madre ensangrentada le había afectado: le había hecho tener miedo de lo que hubiera podido sucederle.

Me quedé parada, con la puerta que conducía a las habitaciones de Anaheim a mi espalda. Kermon, recuperado de la sorpresa por mi aparición, se apresuró a acercarse hasta mí; sus ojos repararon en la sangre reseca de mis manos. Las pupilas parecieron dilatársele ante aquella imagen.

—No es suya —le dije, intentando calmarle.

El lord tragó saliva y desvió la mirada. Ahora parecía encontrarse culpable, quizá por preocuparse por la mujer que, según su padre, había tratado de usarlo en su propio beneficio; pero lo único que se encontraba era confundido.

—Ella querría que pasaras —le susurré.

Kermon apretó la mandíbula, atrapado en una encrucijada.

—No estoy preparado —confesó al cabo de un rato en silencio—. Quiero... quiero hacerlo, pero no puedo. Aún no.

Comprendí lo duro que debía resultarle la situación. No quise preguntar por Cadmen, por lo que habría hecho Anaheim en las mazmorras; sentía la imperiosa necesidad por conocer los motivos de la Antigua, saber qué había descubierto Puck en el Códice para que estuviera tan seguro de que mi simple existencia era un error que debía ser subsanado. Quería saber si había algo más detrás, más que la certeza de Puck.

—Quiero ver a Cadmen —le hice saber a Kermon, cambiando de tema y haciéndole saber de ese modo que no iba a presionarle en el asunto de hablar con Anaheim.

El lord frunció el ceño, aturdido por mi petición.

—No es una buena idea —me respondió—. Y, de todos modos, está bajo control. No tienes por qué preocuparte.

—¿La habéis interrogado? —inquirí.

Kermon asintió con desgana y me hizo un gesto para que camináramos. La cercanía hacia el dormitorio de su madre estaba empezando a ponerle nervioso y necesitaba el espacio del que me había hablado. Y yo necesitaba que me hablara con franqueza sobre todo lo que había ocurrido con Cadmen.

—No es muy participativa —comentó.

En otras palabras: no habían sido capaces de arrancarle una sola palabra de interés. La Antigua afirmaba que mi muerte era un beneficio y que estaba dispuesta a desobedecer las órdenes y deseos de su príncipe con tal de alcanzar lo que Puck había anhelado mientras estuvo con vida.

—Y no podemos hacer nada más —añadió Kermon con tono sombrío—. Solamente Deacon y nuestro padre tienen en sus manos la decisión de qué hacer con Cadmen.

Me resultó extraño oírle hablar del rey con ese término; ahora que sabía la verdad, era absurdo fingir lo contrario. Continuamos con nuestra caminata, alejándonos del pasillo donde estaba mi dormitorio y el de Anaheim; inspiré el aire que se colaba a través de los amplios ventanales de las paredes. Me recordé que no era bueno advertir a ninguno de ellos lo que había sucedido.

No anhelaba el regreso de mi esposo.

—¿Qué harías tú? —le pregunté.

Kermon me miró de reojo.

—Es complicado —contestó con cautela—. Necesitamos a Cadmen en el campo de batalla, necesitamos sus habilidades y su experiencia. Los Antiguos no abundan mucho, Maeve, y nosotros tenemos la suerte de contar con más de los que pueden haber en otras cortes.

Me encontré con mis nuevas damas de compañía en una de las salas que usaba la reina para atender a las visitas. La propia Iona ya se encontraba allí, junto a su séquito de damas; incluso pude reconocer a una de las mujeres con las que tuve compartir desayuno, lady Edora.

Era evidente que la reina estaba haciendo un esfuerzo por mantener la tranquilidad dentro de la Oscura mientras su esposo e hijo estuvieran ausentes. Anaheim respiró hondo a mi lado cuando su mirada se encontró con la de su hermana; ahora que estaba al tanto de la relación que existía entre ambas no pude evitar compararlas, intentar ver el parecido que debía existir entre las dos.

La reina sonrió cuando me vio aparecer escoltada por Anaheim. Nada en su rostro parecía delatar el pasado; nada en ella parecía delatar si sentía el más mínimo arrepentimiento por lo que hizo. O la añoranza de volver a tener a su única hermana allí.

Anaheim me dio un discreto golpecito en la parte baja de la espalda, recordándome que no podía distraerme. Después de haberme confesado su secreto más importante, la conexión entre ambas parecía haberse fortalecido; le había ofrecido la venganza que anhelaba y que compartíamos, aunque por diferentes motivos.

Descubriría si Finvarrar había estado implicado en la muerte de mi padre, aunque no fuera de manera directa. Quería saber si había usado a Titania como medio para ello, buscando... ¿buscando qué, exactamente? Las tensiones entre la Corte de Invierno y Verano nunca fueron tan tensas hasta que Oberón y Mab estuvieron sentados cada uno en su respectivo trono. Sea como fuere, descubriría si Finvarrar había ayudado a Titania con su venganza.

Luego los destruiría uno por uno, reservándome a Deacon para el final.

—¡Querida! —exclamó Iona con afabilidad.

Plasmé en mi rostro una cuidada sonrisa y le dediqué una reverencia a la reina. Debía mantener mi papel dentro de aquella corte del mismo modo que hice en la Corte de Verano; Deacon creía que había logrado su propósito de quebrarme, de haberme reducido a piezas sueltas con las que divertirse montándome de nuevo. Dándome la forma que él quería para su esposa.

Les dejaría que me vieran como tal, haría que cometieran el mismo error.

Me deslicé con cuidado sobre el hueco que había libre al lado de la reina en el sofá donde estaba sentada. Las mujeres que compartían tiempo con Iona en aquella sala de mujeres nos lanzaban de vez en cuando discretas miradas; la atención que generaba después de la boda aún no se había disipado, y todas ellas estaban ávidas por saber de mí. De nuevo era el foco de atracción de los rumores y cotilleos. Y, aunque no me gustaba esa posición que ahora ocupaba, sabía que todo aquello se evaporaría cuando pasara el tiempo. Que pronto me convertiría en noticia vieja.

Las tres hermanas me observaban con atención, guardando silencio. Mi mirada se desvió hacia la que menos me había gustado cuando las conocí en el salón del trono; la estudié con detenimiento, fijándome en sus rasgos angulosos y sus labios fruncidos. Al contrario que las otras, no buscaba complacerme... o tan siquiera fingir que estaba encantada con su nueva ocupación dentro de la corte.

Sus ojos castaños me contemplaban sin pestañear, con un brillo calculador. Su padre se habría encargado de instruirla, de enseñarle qué debía hacer; lord Deian no parecía estar dispuesto a rendirse tan pronto y, aunque el príncipe ya no era una opción, había otras formas de hacerse con más poder.

No confiaba en ninguna de ellas y sabía que, de ahora en adelante, todos mis movimientos estarían estrechamente vigilados.

—Estaba intentando conocerlas antes de que llegaras —me comentó la reina, aún sonriendo—. Son unas jovencitas encantadoras.

Hice que mi sonrisa se tornara avergonzada.

—Me temo que ni siquiera he tenido oportunidad de conocer tan siquiera sus nombres —expuse, procurando que mi rostro reflejara apuro por semejante error—. Todo ocurrió tan rápido...

—Y nos disculpamos por ello, Alteza —se apresuró a decir la que se encontraba más cerca de la reina. Por su aspecto, apenas sería unos años menor que yo, aunque no la más joven de las tres—. Permitidme que me presente: soy Erald y es un honor para mí estar a vuestro servicio.

Le dediqué una sonrisa a modo de respuesta mientras la joven se encargaba de terminar de hacer las presentaciones de sus otras dos hermanas. Supe que la menor de ellas se llamaba Oonagh y que la mayor, y la que mayor peligro representaba por el momento, era Beira; mantuve mi sonrisa en el rostro mientras dejaba que Erald continuara con su alegre parloteo sobre su responsabilidad como mi dama de compañía, aunque lancé una mirada cargada de intenciones a la mayor de las hermanas. Una advertencia silenciosa.

Beira me contestó con una contenida sonrisa, recordándome en el gesto a lady Amethyst. El corazón se me contrajo al pensar en ella, en rememorar el importante papel que había jugado en la vida de Keiran antes de que llegara a la Corte de Verano; Beira y Amethyst parecían tener cosas en común.

Y una de ellas era su afán por el poder.

Percibí su silenciosa presencia a mi espalda y mantuve mis ojos clavados en mis damas de compañía, que se habían aclimatado bastante rápido a la vida en la corte y disfrutaban de compartir jugosos cotilleos con las pocas mujeres cuyo rango de edad no les sobrepasaba mucho; la reina había decidido continuar con la reunión de la tarde en otro de los salones, extendiendo la invitación a todas las mujeres que se encontraban en el castillo. Esposas, hijas o sobrinas de los hombres que estaban ausentes, acompañando al rey y al príncipe en el primer enfrentamiento contra las fuerzas de la Corte Seelie.

Di un sorbo al té y torcí el gesto al percibir el inconfundible sabor a jengibre en mi boca.

—¿Qué impresión te han causado? —quise saber.

Anaheim ladeó la cabeza mientras contemplaba a las tres hermanas.

—Hay una de ellas que no termina de gustarme —contestó con simpleza.

No pude contener la sonrisa al escuchar la opinión que tenía sobre mis damas de compañía: sabía que iba a tener la misma impresión que yo cuando tuviera la oportunidad de contemplarlas sin que ellas fueran conscientes del escrutinio al que estaban siendo sometidas.

Hice un discreto gesto en dirección a Beira y Anaheim asintió del mismo modo, con una mueca de disgusto en los labios.

—Se llama Beira —dije por toda respuesta—. Y habrá que tenerla vigilada en todo momento.

—No me costaría mucho deshacerme de ella si se convirtiera en una amenaza —apuntó Anaheim casi con aburrimiento. Ambas seguimos con la mirada a la susodicha, que se movía por todo el salón con una facilidad insultante, como si perteneciera a ese lugar; aferré con fuerza la copa entre mis manos, sin apartar los ojos de ella.

Resultaba evidente que la opción de lord Deian para entablar una alianza mucho más profunda con la familia real había sido Beira, y se la había educado de ese modo: para convertirse en reina. Yo le había robado ambas cosas: la alianza y la corona; aún no estaba segura de poder afirmar que Beira pudiera sentir algo más por Deacon, aunque todavía era demasiado temprano para que sacara esas conclusiones.

—Lord Deian quiere tenerme controlada —murmuré de manera pensativa—. Y ha decidido convertir a sus propias hijas en espías.

Anaheim enarcó una ceja de manera burlona y mi sonrisa se hizo más evidente: Erald y Oonagh no parecían tener la suficiente preparación —y valor— para pasar información a su padre sobre la esposa del príncipe oscuro; en cambio, Beira... Mi instinto me gritaba que no confiara en aquella mujer, pues era mayor que yo, y que tuviera cuidado de ahora en adelante; Beira era la que más temor me despertaba de las tres hermanas. Era de ella de la que tenía que cuidarme.

—Vamos, Anaheim —dije en tono divertido—. Démosle a las dos restantes un voto de confianza.

—Tendremos que ir con pies de plomo —repuso ella y apartó la mirada cuando Erald se removió para buscarme, recordando de repente sus responsabilidades como dama de compañía—. Esto ha sido un añadido inesperado.

Fruncí el ceño y volví a beber de la copa.

—Que no trastocará nuestros planes mientras vayamos con cuidado —apunté con amabilidad—. Recuerda las prioridades...

Anaheim se giró hacia mí con una expresión sombría en el rostro.

—Mi prioridad es mantenerte a salvo —dijo con evidente tensión.

Ambas pensamos en Cadmen, en cómo se había colado en mi dormitorio para llevar a cabo su sangriento plan. De no haber sido por la intervención de Kermon, en aquellos instantes podría estar muerta; contuve a tiempo mi mano, que de manera inconsciente se había apartado del objeto que tenía entre las manos, y me contenté con pegar la copa contra mi pecho. De nuevo no podía evitar poner en duda la certeza que había esgrimido la reina Mab respecto a la seguridad que me proporcionaría la Corte Oscura cuando estallara la guerra.

Esbocé una cansada sonrisa.

—Y siempre estaré en deuda contigo por todo lo que estás haciendo, Anaheim —le aseguré.

Ella me dio un apretón en la muñeca a modo de respuesta.

Me reuní con mis damas a la mañana siguiente, después de haber dado a mis doncellas órdenes específicas sobre cómo quería vestir aquel día. Los ojos de las tres hermanas me recorrieron de pies a cabeza, deteniéndose en los pantalones que usaba y que, evidentemente, se trataban de prendas masculinas; había tenido que tomarlos prestados del vestidor de Deacon hasta que tuviera los míos propios.

Beira contuvo una sonrisa despectiva mientras sus hermanas menores intentaban ocultar el impacto de verme con semejante guisa. Vestida de aquel modo pude recordar mi tiempo en la Corte de Invierno, cuando tenía que esconder mi apariencia bajo prendas masculinas para poder reunirme con Marmaduc; tragué saliva mientras alejaba esos recuerdos de mi mente y me concentraba en la imagen de mis tres damas de compañía intentando disimular la sorpresa y el horror de que usara prendas de mi esposo con aquella libertad.

—Oh, quizá debería haberos advertido de que os pusierais ropa mucho más cómoda —dije.

Oonagh pestañeó.

—La reina nos hizo saber vuestra rutina en el castillo —se disculpó, bajando la mirada—. Creímos que estaría toda la mañana en la sala de mujeres...

Esbocé una pequeña sonrisa compungida.

—La reina comprenderá que necesite tomar un poco de aire, pues llevo encerrada aquí desde que llegué —alegué y Oonagh pareció temerosa de haberme hecho esa pequeña apreciación sobre mis planes.

Beira levantó la barbilla.

—¿Acaso tenéis pensado ir a la ciudad? —preguntó, cuidando su tono para que no fuera tan impertinente.

Le dediqué una sonrisa maliciosa.

—Algo mucho mejor.

Saboreé las expresiones de mis damas de compañía cuando conseguimos alcanzar el patio de armas; solamente había estado allí en una ocasión, por lo que me había costado dar con él sin la ayuda de Kermon. Algunos guardias estaban ejercitándose entre ellos, con pesadas espadas entre sus manos; otros disfrutaban golpeando enormes sacos de arena y algunos se contentaban con observar a sus compañeros. Contuve una sonrisa cuando encontré mi objetivo; no me resultó complicado hacer que mis doncellas averiguaran para mí su paradero aquella mañana, antes de que viniera a buscarme para escoltarme hasta el comedor.

Kermon estaba practicando con un guardia en el fondo del patio. En sus manos portaba dos espadas cortas gemelas y las blandía con maestría, haciendo entrechocar sus filos con la espada de su rival; no se me pasó por alto las miradas desorbitadas de mis damas de compañía —incluyendo a la inmutable Beira— al contemplar la seguridad con la que se movía... y la piel que la camisa suelta que llevaba dejaba al descubierto.

Me dirigí hacia él mientras mis damas se apresuraban a recoger los bajos de sus vestidos para poder avanzar en la tierra y barro con aquellas enormes faldas e inadecuado calzado; Kermon pareció ajeno a todo hasta que el hombre con quien se encontraba practicando detuvo su estocada, lanzando una mirada en mi dirección que no pudo ocultar su desconcierto.

—Por favor, señores —dije con una sonrisa mientras recorría el poco espacio que me quedaba hasta donde estaba detenido—. No paren por mí.

Kermon giró por la cintura para dedicarme una mirada de sorpresa, que se vio incrementada cuando sus ojos me recorrieron de pies a cabeza, comprendiendo de dónde procedía toda la ropa que llevaba; sus iris parecieron resplandecer de pura diversión y yo ladeé la cabeza, desafiándole para que hiciera algún comentario sobre mi aspecto.

—Alteza —fue lo primero que dijo, siempre cuidando sus modales y manteniendo las distancias conmigo frente al resto de la corte.

—Lord Kermon —respondí del mismo modo.

El hombre que practicaba con él se apresuró a bajar la espada y dedicarme una pronunciada reverencia.

—Debo reconocer que esas prendas os sientan de maravilla, Alteza —habló Kermon con un tono burlón—. A pesar de que estoy acostumbrado a veros con vestido.

Le dirigí una sonrisa mordaz.

—¿A qué debemos el placer de vuestra presencia, princesa? —añadió, clavando en el suelo una de las espadas que sostenía.

—Me gustaría aprender a usar el arco —decidí reservarme que mis conocimientos con esa disciplina no eran en absoluto desdeñables, pues no quería darles ningún tipo de información a mis damas de compañía.

No quería que lord Deian supiera más que lo que había visto en la sala del trono cuando había intervenido ante sus ataques camuflados en buenos deseos para mi reciente matrimonio con Deacon.

Una sonrisa tiró de las comisuras de los labios de Kermon, que dirigió la mirada por encima de mi hombro.

—Señoritas —las saludó con un pícaro guiño de ojo—. ¿También estáis interesadas en aprender a manejar un arco?

—Es evidente que no llevamos las prendas adecuadas —fue la impertinente respuesta de Beira, que no trató de ocultar su molestia.

Los ojos de Kermon resplandecieron a causa del tono que había empleado ella, aunque mantuvo su rostro en una mueca divertida. Decidí lanzarles una mirada por encima del hombro: Oonagh y Erald parecían indecisas y aún sostenían sus vestidos para que el barro no ensuciara los bajos; Beira, por el contrario, parecía tener bastante claro que no deseaba estar allí. Que la presencia de tantos guardias armados la ponían nerviosa, pues su lugar se encontraba en uno de los saloncitos del castillo, rodeada de mujeres que cotorreaban sin parar; un campo de batalla diferente. Un lugar donde podía tener ventaja.

—Podéis retiraros —les dije con suavidad.

Una a una, las hermanas dieron la vuelta y deshicieron el regreso al interior del castillo con algo de esfuerzo debido a las voluminosas faldas de sus vestidos. Kermon observó la marcha con una ceja enarcada y expresión pensativa; en aquel momento me resultó la viva imagen de su madre.

Sin apartar la mirada de la dirección de mis damas, hizo un gesto a su compañero. El guardia hizo otra reverencia antes de marcharse para buscar un nuevo rival al que enfrentarse con la espada; me crucé de brazos ante el mutismo del lord.

Sus ojos se desviaron hacia mí cuando, supuse, las tres hermanas hubieron salido del patio de armas.

—Sabes por qué lord Deian exigió que fueran tus damas de compañía, ¿verdad? —me preguntó.

Me encogí de hombros con inocencia y Kermon esbozó una sonrisa que demostraba que no me había creído en absoluto.

—Vamos, Maeve —me reprochó—. Puedes hacerlo mejor.

Hice una mueca.

—Supongo que lord Deian ha decidido no rendirse —contesté con indiferencia, el noble no era un problema... por ahora— y ha enviado a sus hijas con el único propósito de que le hagan llegar información sobre mí.

El gesto de Kermon estaba cargado de aprobación ante mis palabras. Me hizo un gesto para que le siguiera y me condujo hacia la parte del patio donde se encontraban dispuestas las dianas para los arqueros; las yemas de los dedos me cosquillearon de expectación ante la idea de volver a usar un arco. Mi entrenamiento había quedado algo oxidado después de que cayera prisionera del rey Oberón.

Y tenía intención de corregir ese pequeño detalle.

Dejé que Kermon eligiera un carcaj y arco apropiado para alguien que, supuestamente, no sabía cómo usarlos.

Pude ver que su mirada se había ensombrecido cuando me tendió el carcaj y el arco que había seleccionado para mí. Apreté el arco entre mis dedos y deslicé la correa del carcaj sobre mi hombro, obligándome a no apartar mis ojos de los suyos.

—Te recomendaría tener cuidado con Beira —dijo, situándose a mi lado para empezar las lecciones de tiro con arco—. Es la heredera de la familia y su padre supo qué tipo de educación darle para continuara con su legado.

Fingí no saber qué hacer con el arco, pasándomelo de una mano a otra. El lord puso los ojos en blanco ante mis nerviosos movimientos y me detuvo por la muñeca, mostrándome cómo debía sostenerlo; luego sacó una de las flechas del carcaj y me ayudó a colocarla en su lugar. Continué con aquella pantomima mientras Kermon se encargaba de corregirme la postura con tranquilidad.

Estiré la cuerda hacia atrás mientras sostenía la flecha, fingiendo estar calibrando hacia dónde debía disparar. Luego pregunté con calma, casi de manera indiferente:

—¿Ella hubiera sido la elegida para Deacon?

Kermon se removió en su sitio, haciendo crujir las piedras bajo la suela de sus botas.

—Beira nunca tuvo una verdadera oportunidad de convertirse en la prometida de Deacon —me corrigió con cautela—. Ya había una elegida desde hacía mucho tiempo.

Entrecerré los ojos y devolví la mirada hacia las dianas que había colocadas a unos metros de nosotros; solté el aire poco a poco antes de disparar mi flecha. Observé su trayectoria, que acabó a poca distancia y con la punta clavada en el suelo. Giré el cuello hacia Kermon con una expresión ofuscada.

Él me dedicó una sonrisa que pretendía subir mi ánimo ante el desastre de aquel disparo.

—Puede mejorar.

Enarqué una ceja.

—¿Con tu ayuda? —pregunté.

Kermon se encogió de hombros.

—Mis habilidades para la enseñanza son dignas de admirar —alardeó.

Me eché a reír mientras el lord sacaba una segunda flecha del carcaj y volvía a ayudarme para que la colocara.

—Ten cuidado con Beira —me susurró al oído—. Pero tampoco pierdas de vista a las otras.

Pasó una semana sin que Deacon regresara. Las noticias sobre el frente nos llegaban de manera sesgada, con apenas detalles sobre lo que estaba sucediendo ahí fuera; la reina intentaba calmarme alegado que la ausencia de noticias significaba que todo estaba controlado, aunque no creí una sola de sus palabras. Mi preocupación estaba enfocada en Sinéad, del que no había tenido información desde que hubiera abandonado la Corte de Invierno; me preocupaba que Deacon pudiera tergiversar nuestro acuerdo en su beneficio, perjudicando a mi hermano en el camino.

Empecé a pasar todas las mañanas en compañía de Kermon en el patio de armas, esquivando a mis damas de compañía mientras recuperaba mi facilidad con el arco; mantuve mi fachada de inexperta, valorando la posibilidad de pedirle al lord que me ayudara con el manejo de la espada. Todo ello bajo el inocente pretexto de la curiosidad.

Debía recuperar mis habilidades, pues me harían falta de ahora en adelante.

Observé mi reflejo del espejo mientras escuchaba a mis doncellas moverse de un lado a otro en la habitación, preparándome la cama para la noche. El enorme dormitorio de Deacon ya no me intimidaba tanto sin la presencia de mi esposo, y había encontrado la comodidad de la cama sin tener que vigilar el cuerpo —y las intenciones— de Deacon a mi lado.

Arrugué la nariz ante la taza de té que reposaba sobre el tocador y cogí uno de los peines de plata para pasármelo por el cabello. El cansancio que llevaba cargando durante el día se hizo más evidente en aquel instante, haciendo casi imposible la simple tarea de peinarme; con un suspiro derrotado, dejé de nuevo el objeto en su lugar y me terminé lo que restaba de líquido. Después pedí a mis doncellas que me dejaran a solas, pues ya estaba preparada para meterme en la cama.

Me rendí al sueño.

Algo acarició con suavidad mi mejilla, haciéndome que me encontrara en un estado que no terminaba de ser sueño profundo. La caricia se repitió, alargándose de modo que recorrió mi pómulo y dibujó la línea de mi mandíbula; empecé a removerme entre las brumas del sueño, despertando poco a poco y sintiendo que no me encontraba sola en la habitación.

Entreabrí los ojos, topándome con una mirada oscura que me hizo que mi cuerpo se pusiera en tensión y terminara de salir de ese estado de duermevela en el que me había encontrado cuando sentí la primera caricia. Un jadeo se me quedó atascado en la garganta cuando Deacon me sonrió, mostrándome aquella que siempre usaba conmigo y que tanto odiaba.

Luego el estómago me dio un violento vuelco cuando comprobé que estaba cubierto de tierra... y sangre.

—¿Me has echado de menos, cariño?

* * *

Quería hacer un pequeño aviso.

Voy a tener que reducir las actualizaciones a una semanal. Esto es así porque me estoy viendo un poco agobiada con la universidad y no me veo capaz de actualizar las dos veces que corresponde; la otra opción que se me planteaba era hacer entrar en hiatus la historia para poder hacer la mayor parte de capítulos cuando tuviera tiempo y, después, empezar de nuevo las actualizaciones.

Pero como sabía que la opción número dos (u opción H) no era viable y que iba a ser diana de todo tipo de rituales de vudú, he decidido reducir a una las actualizaciones... con posibilidad de hacer maratones cuando el tiempo me lo permita.

Por tanto, actualizaré los martes.

Lo siento, pero es que estoy casi con el agua al cuello y sin capítulos para poder actualizar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro