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| ✸ | Capítulo 10.

La habitación se quedó vacía y yo miré a Anaheim, que permanecía a mi lado con una expresión pensativa.

—Ayúdame a aprender a controlar mi magia.

Deacon había hablado de que la Corte Oscura era la otra cara de la moneda, por lo que el uso de sus poderes no podía ser tan distinto. No podía hacer uso de la campanilla hasta que estuviera segura de que mi hermano no corría peligro y, hasta entonces, tendría que conformarme con ello.

Anaheim me miró con una expresión sombría. Entonces supe que mi nuestra magia, la herencia que nos había dejado nuestro padre, nunca había sido un secreto para la reina y su confidente.

—La magia de la Corte Oscura funciona de un modo similar a la de la Corte Luminosa —le expliqué, pues no era necesario añadir mucho más—. Y quiero que tú me ayudes a aprender a manejarla.

—Maeve, no creo que sea una buena idea —dijo con un suspiro. Sin embargo, yo lo veía necesario. El ataque de Cadmen me había permitido ser consciente de mi error al no querer usarla; me había salvado la vida varias veces durante el Torneo de las Cuatro Cortes, a pesar de que en algunos momentos había actuado de manera instintiva.

Necesitaba aprender a hacer uso de ella, a controlarla.

—Por favor, Anaheim —le pedí, incorporándome en la cama.

Ella sacudió la cabeza, intentando desoír mis súplicas.

—Es muy peligroso, Maeve —trató de hacerme entender—. La magia de la Corte Luminosa es inestable, como la nuestra.

—No quiero volver a sentirme como esta noche —dije en un susurro—. Del mismo modo que me sentí en la Corte de Verano, cuando Puck estaba bajo las órdenes de Titania.

El Antiguo me había hecho sentir pavor con su simple presencia. El miedo que había sentido con Puck me había nacido de las entrañas, de manera inconsciente; ahora quizá podía entender por qué: su naturaleza era imposible de esconder, su inconmensurable poder era complicado de ocultar.

De igual modo que me había sucedido con Cadmen después.

La mirada de Anaheim se suavizó cuando escuchó mi confesión. Era algo que nunca había verbalizado a viva voz, que siempre había guardado en un rincón de mi mente; mis encuentros con Puck en la Corte de Verano, y el miedo que despertaba en mí, eran algo que no quería volver a repetir.

Quería enfrentarme a ello cara a cara, y podía hacerlo si aprendía a controlar mi otra magia.

El dorso de la mano de Anaheim me acarició la mejilla y yo la miré fijamente, algo aturullada por aquel gesto por su parte. En mis oídos repetí la conversación que habían tratado de mantener lord Kermon y ella después de refrenar a Cadmen de sus intentos de acabar conmigo; Anaheim había bajado sus barreras un solo segundo, permitiéndonos ver una parte de ella que nunca antes había visto.

—Por favor —repetí.

Anaheim repitió la caricia.

—Haré lo que pueda.

Lord Kermon extremó las precauciones respecto a mi seguridad en ausencia de Deacon: ordenó que se me mantuviera estrechamente vigilada siempre que estuviera sola; por el contrario, su presencia se hizo más habitual en mi rutina.

Empezando por la mañana siguiente al incidente. Estuve a poco de chocar estrepitosamente con el lord al salir de mi dormitorio, después de que mi séquito de doncellas se deshicieran del camisón —mirando la prenda con los ojos desorbitados y que había quedado inservible tras lo sucedido— para ponerme otro de mis nuevos vestidos, todos ellos obsequios de la reina Iona, y cubrieran los rastros delatores bajo mis ojos. Había empezado a acostumbrarme a la moda del maquillaje difuminado que usaban las mujeres en los párpados, por lo que no me molesté en mirarme en el espejo para comprobar mi aspecto.

Lord Kermon me sonrió con educación mientras me ofrecía un brazo. De manera inconsciente observé sus prendas, que ocultaban las vendas que llevaba bajo ellas; aún recordaba con claridad la empuñadura de la daga que llevaba Cadmen incrustada en su costado.

Aquel hombre había salvado mi vida.

—Os... os quiero agradecer vuestra ayuda —dije a media voz.

De no haber sido por lord Kermon, la daga de Cadmen se había incrustado en mi cuerpo y ella habría cumplido con su venganza.

—Después de lo sucedido creo que podéis tutearme —contestó con un timbre divertido—. Salvar la vida a mi futura reina estrecha lazos y hace que su relación se vuelva más cercana.

Se me escapó una risa y la sonrisa de lord Kermon se tornó satisfecha.

—En tal caso creo que debería ser algo mutuo —correspondí, esbozando una pequeña sonrisa.

Sabía por experiencia que no debía bajar la guardia en aquel lugar, como tampoco debía bajar mis murallas con las personas que pertenecían a la Corte Oscura. Las primeras impresiones que había recibido de alguno de ellos, como la reina y el propio lord, parecían ser bastante halagüeñas, pero no quería confiar todavía en que no representaran un peligro para mí.

Acepté el brazo tendido de lord Kermon.

—¿La herida...? —lancé mi pregunta, pero no fui capaz de terminarla.

Él se encogió de hombros de manera despreocupada, como si el hecho de haber sido apuñalado no le supusiera nada preocupante. Como si no tuviera la más mínima importancia.

Como si no hubiera podido morir, en caso de que Cadmen hubiera ejercido más fuerza para profundizar la puñalada.

—Fue superficial —contestó, repitiendo las palabras de la sanadora—. Tuve suerte de retenerla por la muñeca, impidiendo que el filo se incrustara más en la carne.

Aspiré el aire de golpe cuando nos detuvimos repentinamente antes de alcanzar las escaleras que conducían al piso donde se encontraba el comedor donde nos reuníamos con la reina y sus invitados.

El rostro de lord Kermon estaba serio cuando se giró hacia mí; sus labios estaban fruncidos en una fina línea.

—Me gustaría que lo sucedido ayer quedara entre nosotros —me pidió y sus ojos se tornaron oscuros—. No querría preocupar a Iona, pues tengo la situación bajo control y si ella lo supiera podría adelantar el regreso de Deacon... y le necesitamos allí fuera, ayudando —añadió con vehemencia.

La idea de que Deacon regresara antes de tiempo provocó un escalofrío por todo mi cuerpo. Mi mente sacó a relucir algunos fragmentos de lo que habían sido mis primeros días como recién casada, revolviéndome el estómago; luego recordé todos aquellos tónicos que había escondido en el baño. En el color verdoso de aquel líquido.

No estaba preparada para que Deacon volviera a la Corte Oscura y reclamara mis responsabilidades maritales de nuevo, esperando que me quedara embarazada de su heredero.

—No diré una palabra —prometí.

Fruncí el ceño cuando no vi a Anaheim ocupando su silla, que se encontraba vacía. Kermon me acompañó diligentemente hacia la mía, retirándola y haciendo una graciosa reverencia que me arrancó una pequeña sonrisa; la reina se encontraba en la cabecera de la mesa, ocupada con un par de documentos mientras el mayordomo le susurraba en voz baja. Miré al lord con una expresión confundida, extrañada de la concentración de Iona en aquellos papeles que sostenía entre las manos. Kermon se encogió de hombros mientras se acomodaba en su propia silla.

Anaheim seguía ausente, lo que me provocó un leve pellizco de inquietud.

La reina respondió algo de manera airada, bajando los papeles y devolviéndoselos al hombre, que parecía estar algo fatigado. El mayordomo se apresuró a colocarlo todo entre sus brazos antes de abandonar el comedor entre reverencias; Kermon ladeó la cabeza hacia la reina con su habitual sonrisa.

Pero podía percibir el nerviosismo que se escondía bajo ella, el mismo que había empezado a formarse en la boca de mi estómago.

—¿Alguna noticia de fuera? —preguntó Kermon.

La reina se masajeó las sienes con fuerza y, por unos instantes, temí que estuviera al tanto de lo que había sucedido ayer por la noche.

—Me temo que lord Deian ha insistido en venir hasta aquí —contestó con un deje molesto—. No se tomó nada bien la forma en que llevamos el compromiso de Deacon...

Las miradas de Kermon y la reina se desviaron a la par hacia mí. El nombre me resultaba ajeno, pero era evidente que no era un bien recibido allí; la mandíbula del lord estaba tensa y sus ojos relucían de enfado. Iona tampoco parecía muy feliz con la idea de recibir a ese misterioso lord, tenía los labios fruncidos y se le marcaban algunas arruguitas alrededor de las comisuras.

Pensé en la seguridad de mi madre al afirmar que la Corte Oscura era un lugar donde no correría ningún riesgo; estaba empezando a creer que se equivocaba.

En aquellos momentos, con la guerra en ciernes, no parecía existir ningún lugar seguro.

—Oh, no nos preocupemos —sonrió la reina—. Es un viejo lobo al que le gusta demasiado ladrar.

—¿Quién es lord Deian? —fue lo primero que pregunté cuando lord Kermon se ofreció a que continuáramos con mis sesiones de orientación dentro del castillo.

La comida había transcurrido con una leve tensión tras la mención de aquel noble, a pesar de los intentos de la reina y el propio Kermon para mantener un ambiente distendido. Incluso después de que Anaheim no apareciera en todo aquel tiempo que duró.

El rostro del lord se contrajo en una mueca.

—Es uno de los hombres más poderosos dentro de la Corte Oscura —contestó con renuencia—. Siempre ha intentado mantener una estrecha relación con la familia real, pensando... en el futuro.

Ladeé la cabeza para observarlo al ver cómo las comisuras de sus labios se curvaban en una irónica sonrisa por algo que él únicamente conocía sobre lord Deian. Sus ojos azules relucieron cuando me devolvió la mirada; a nuestra espalda podía escuchar los pesados pasos de los escoltas que había designado el propio Kermon para mi seguridad.

—Deian tiene tres hijas —me confió en un tono conspirativo—. Supongo que tenía planeado que alguna de ellas se convirtiera en la esposa de Deacon. No le gustó saber que se había comprometido contigo.

Lo que me convertiría en una diana del propio lord Deian. Había podido percibir, por lo poco que había escuchado sobre el hombre, que se trataba de alguien que se aferraba con uñas y dientes al poder, y que no perdía la oportunidad de aumentarlo; mi llegada debía haber trastocado todos sus planes de futuro, la idea de ver convertida a una de sus hijas en la futura reina de la Corte Oscura. Era evidente que se sentía ofendido por la decisión de Deacon de elegirme a mí como esposa y venía hasta el castillo para pedir una compensación al respecto.

O evaluar la situación para intentar volverla a su favor.

—¿Es peligroso? —fue lo único que pregunté.

La llegada de lord Deian al castillo podía suponer otra nueva amenaza, además de Cadmen. Era posible que Kermon mantuviera a la Antigua en las mazmorras, pero no sabíamos si había alguien más colaborando con ella cuando me asaltó en mis propias habitaciones.

Kermon me estrechó el antebrazo con una auténtica sonrisa cargada de perversa diversión.

—Eso cree él —contestó.

Observé al famoso lord Deian cruzando la sala del trono, seguido de cerca de sus tres hijas, a buen paso. Su cabello entrecano estaba pulcramente colocado sobre sus hombros y sus ojos negros clavados en el estrado donde se estaban situados los dos tronos, a nuestra espalda; la reina había preferido aguardar su llegada de pie, junto a Kermon y junto a mí.

Me erguí de manera inconsciente cuando la inquisitiva mirada del lord se centró en mí, evaluándome y sopesando lo poco que pudiera averiguar de mí con aquel vistazo en sus planes, esos mismos que le habían arrastrado hasta el castillo.

Lord Deian se inclinó graciosamente frente a nosotros, bajando la mirada al suelo y cortando su escrutinio; sus hijas le imitaron a unos pasos de distancia. Las contemplé con atención, fijándome en sus lustrosos cabellos oscuros y su cuidada imagen; una imagen que parecía pertenecer a la de una reina.

No pude evitar preguntarme quién de las tres habría sido elegida para convertirse en la esposa de Deacon.

La reina tomó las riendas de la situación, agradeciendo a lord Deian su presencia en el castillo y deseando a sus tres hijas que pasaran un tiempo agradable durante su estancia allí; me fijé en sus ojos castaños y en los distintos brillos que iluminaban sus miradas.

Todas ellas clavadas en Kermon, que permanecía inmóvil a mi lado.

—Permitidme que os presente a la princesa Maeve —dijo entonces la reina, señalándome con un elegante gesto de mano—. La esposa del príncipe Deacon.

Los ojos de lord Deian relucieron de molestia al saber que el matrimonio ya se había celebrado. Su mirada me recorrió de nuevo de pies a cabeza, estudiándome de manera concienzuda, intentando descubrir qué es lo que tenía yo para haber logrado que su príncipe hubiera decidido casarse tan deprisa.

Dos de sus hijas pusieron mohines al saber que la soltería de Deacon había llegado a su fin. La que restaba aún permanecía con su atención clavada en la espalda de su padre; la observé con más atención, tomando nota mentalmente de tener cuidado con ella.

—He oído rumores sobre la princesa extranjera que le había robado el corazón a nuestro querido príncipe —Kermon contuvo una risotada a mi lado, como si las palabras de lord Deian fueran una broma divertidísima—. Y es evidente que su belleza es... extraordinaria. No cabe duda de su procedencia con ese aspecto —sus labios se curvaron en una amplia y retorcida sonrisa—. Mis buenos deseos para el matrimonio, Alteza.

Le devolví la sonrisa, notando un cosquilleo de enfado recorriendo la yema de mis dedos por el veneno que ocultaban sus palabras. Ese tipo de juegos habían sido habituales para mí en la Corte de Verano mientras fui la prometida de Atticus, y sabía cómo actuar en tal caso.

—Sois muy amable, lord Deian —dije con un tono suave—. Una lástima que no estuvierais presente, pero mi esposo consideró oportuno que fuera una ceremonia íntima... Rodeados de nuestros más allegados.

A mi lado Kermon sonrió con satisfacción, sin querer intervenir. La reina también se mantenía en silencio, monitoreando que todo estuviera en orden y alerta por las posibles represalias del lord.

Deian me dedicó otra de sus sonrisas ponzoñosas.

—Por supuesto, por supuesto —concedió e hizo un aspaviento para que sus tres hijas se acercaran, para que pudiésemos contemplarlas desde más cerca—. Mis relaciones con la Corona siempre han sido estrechas, incluso cuando nuestro querido rey me requirió de nuevo para ayudar al ejército...

Kermon se removió a mi lado.

—Al punto, lord Deian —habló por primera vez con un tono exigente.

El interpelado le lanzó una mirada de mal disimulado desprecio.

—Lord Kermon —le saludó—. Pensé que el lugar que corresponde a los bastardos estaba aquí, no ahí arriba.

El lord esbozó una sonrisita de prepotencia.

—Me gusta aprovechar las pequeñas ventajas que me proporciona mi posición, lord Deian —respondió a su insulto con absoluta calma, sin caer en los trucos sucios que estaba empleando el otro—. Pero no estábamos hablando de qué posición me corresponde, sino de qué es lo que os ha traído hasta aquí.

Lord Deian apretó las mandíbulas, conteniendo su furia por la pasividad manifiesta que estaba mostrando Kermon ante sus trampas camufladas. Se sentía agraviado por el hecho de que Deacon hubiera decidido casarse conmigo, y estaba buscando más motivos para que la Corona le resarciera por ello.

Aprovechando la ausencia del rey y del príncipe, lord Deian había venido con la intención de ganar de un solo golpe.

—Estuve seguro que, gracias a mi inestimable ayuda, el rey me concedería que una de mis hijas la mano de nuestro príncipe...

—Me temo que eso ya no es posible, pues Deacon se encuentra felizmente casado con la princesa de la Corte de Invierno —lo cortó Kermon con un tono sarcástico y asegurándose de recalcar lo que realmente importaba: que yo me encontraba muy por encima de sus tres hijas—. Y dudo que queráis ver casada a una de vuestras adorables hijas con un bastardo como yo... por no encontrarme a la altura.

El rostro de lord Deian se puso pálido ante lo último que había dicho Kermon, quien había usado su anterior arma arrojadiza contra el propio lord. Mi cuerpo se tensó cuando Deian se incorporó, lanzando una mirada iracunda en dirección a mi compañero; la reina no perdió la compostura en ningún momento, a pesar de que su mirada era precavida.

—No me equivoco al afirmar que hay una deuda pendiente entre...

—¿Qué es lo que quiere, lord Deian? —interrumpió en esta ocasión Iona, visiblemente molesta por el giro que estaba tomando la conversación.

—Ya que no es posible una unión —puntualizó la última palabra con rencor—, quisiera que mis hijas fueran damas de compañía de nuestra futura reina.

El silencio se hizo en la sala al escuchar la petición de lord Deian, quien se lo tomó como la oportunidad perfecta para apostillar:

—Una posición digna para encontrar un buen marido.

La reina hizo un aspaviento con la mano, con un gesto pensativo. Lo que pedía el lord no parecía ser demasiado descabellado, como tampoco demasiado alto; era consciente de que su idea de convertir a alguna de sus hijas en reina no sería posible, y estaba buscando una salida que le permitiera seguir acaparando tanto poder... con otras alianzas. Sin embargo, yo no estaba segura de querer tener a esas tres chicas convertidas en mis damas de compañía.

No quería un séquito como el de Robinia que hablara de temas aburridos y banales como los cotilleos que corrían por la corte.

Pero tampoco quería arriesgarme a crear fricciones entre los nobles más poderosos ahora que toda la atención del poder de la Corte Oscura debía utilizarse para la guerra.

—Es una petición razonable —le concedió la reina—. Y si es eso lo que queréis, lord Deian, serán bienvenidas todas ellas.

Las tres chicas, mis nuevas damas de compañía, nos dedicaron una tímida reverencia mientras su padre sonreía con satisfacción.

La reina se encargó de acompañar a lord Deian y sus tres hijas para empezar con los preparativos de la mudanza de las chicas a la corte. Yo me retrasé lo suficiente para que Iona no me extendiera la invitación de ayudar con mis nuevas damas, quedándome al lado de Kermon, que observaba al lord con una expresión inescrutable.

—No ha estado nada mal —comentó cuando nos quedamos a solas en la sala del trono—. Deian se esperaba a una muchachita tonta, una presa fácil; me ha costado mucho mantener la compostura cuando te he visto devolviéndole la pulla.

Me encogí de hombros, intentando ignorar el cosquilleo de satisfacción que me recorrió de pies a cabeza al escuchar el halago de Kermon sobre mi forma de enfrentarme a lord Deian.

—Tú tampoco has estado nada mal —decidí corresponderle, esbozando una pequeña sonrisa—. Incluso cuando insinuó...

Las cejas de Kermon se alzaron a la par cuando dejé el resto de la frase en el aire. Casi parecía genuinamente divertido, a pesar de la gravedad de lo que había dejado entrever el viejo lord.

—No es ninguna insinuación —me corrigió con amabilidad—. A los hombres como Deian les encantan recordarme mis orígenes.

Me detuve abruptamente al escucharle hablar. Kermon se giró hacia mí con una sonrisa, ladeando la cabeza para dedicarme una larga mirada.

—Pensé que Deacon te lo habría dicho, ahora que formas parte de la familia —continuó, aunque ya no hubo rastro de diversión en su tono—. Soy el hijo bastardo del rey Finvarrar.

Su confesión hizo que el ambiente que nos rodeaba cayera un par de grados y que toda yo se quedara aturdida después de escuchar que lord Deian estaba en lo cierto al afirmar su dudosa procedencia; mi mente rescató nuestro primer encuentro con Kermon, repitió el saludo de Deacon, que lo llamó bastardo. En aquel momento creí que estaba empleando el término de modo burlón debido a la evidente amistad que había entre ambos, sin llegar a tomármelo en serio; ahora era consciente de que mi esposo había decidido recordarle qué era en realidad.

—Mi padre tuvo una aventura antes de casarse con su reina —continuó Kermon, con la mirada perdida en algún punto frente a nosotros—. Y yo soy el resultado de ese desliz.

Su historia no me resultaba algo ajeno, pues en la Corte de Invierno había escuchado muchas de ellas. Los rumores de relaciones ilícitas que habían terminado dando sus frutos habían recorrido mi hogar desde que era niña; en muchas ocasiones se señalaba abiertamente a los implicados en esas uniones. Muchas otras eran ocultadas bajo grandes sumas de dinero, haciendo que parte de ese problema desaparecida gracias a una generosa cantidad de oro.

Me resultó sorprendente que el rey hubiera decidido hacerse cargo de su hijo ilegítimo y que, al parecer, no tuviera ningún problema en que la historia se conociera en la Corte Oscura.

Y más aún que Kermon hablara con total naturalidad sobre sus orígenes.

—La... la reina... —balbuceé.

No sabía cómo debía haberle sentado aquello a Iona. Por lo poco que me había contado Kermon, su concepción tuvo lugar antes de que el propio Finvarrar decidiera casarse con ella; intenté ponerme en su lugar, en intentar comprender cómo se habría sentido al saber que su futuro esposo había tenido una aventura... y que de esa aventura había nacido el propio Kermon.

—Nací pocos meses después de que ella quedara embarazada de Deacon, una vez se casó con mi padre —contestó y percibí tensión en el fondo de su voz—. Iona... me aceptó, impidiendo que un simple bebé inocente sufriera las consecuencias de su madre.

El aire se me quedó atascado en la garganta mientras las piezas empezaban a encajar poco a poco. La mención de su madre había provocado que el buen humor de Kermon se disipara; el rostro del hijo ilegítimo del rey de la Corte Oscura se tornó serio y melancólico. No debía resultarle sencillo haber sido producto de una relación de esa naturaleza, como tampoco los estigmas que acarreaba su origen.

Le aferré por la muñeca, notando mi corazón presionar contra mi pecho.

—¿Qué fue de tu madre, Kermon? —pregunté en un susurro.

El rostro del lord se volvió sombrío.

—La desterraron.


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