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6 | La promesa del pacto

—Park Jimin. Veintisiete años. Residente en Seúl. Periodista del Korea Internacional.

Los dedos del investigador se movieron por el teclado del ordenador apuntando mis datos, en aquella vieja oficina junto al ayuntamiento a la que me habían trasladado en calidad de informante tras mi espantoso descubrimiento.

—¿Qué hacías en el bosque? —Su mirada, de un castaño avellana a juego con un cabello cuidado, me escudriñó con cierta desaprobación—. Hay señales de prohibido el paso cada cien metros. ¿Te las has saltado?

—La verdad es que no las vi, señor...  —Entrecerré los ojos, con la intención de distinguir las letras de la identificación que le colgaba al cuello—. Kim... Seok... —Casi tuve a divinar el último grafema—. Jin.

—¿Y qué hiciste después de encontrar el cuerpo?

Me mordí el carrillo. No podía decirle que había sacado mi lado periodístico a pasear y que le había sacado unas cuantas fotografías.

Por descontado, la imagen de aquel pobre hombre crucificado en esas condiciones me había conmocionado. Las piernas habían comenzado a temblarme y me habían entrado ganas de llorar. Sin embargo, mi necesidad de comprender, de indagar en lo que ocurría en aquel lugar, fue más fuerte que mi miedo. Hasta que traté de captar una instantánea más cerca y escuché un zarandeo tras de mí, en la maleza.

—Esto... —Me volví, con el corazón en la garganta—. Qué...

Algo se movió por entre las ramas. Una sensación gélida me envolvió. El aire se tornó asfixiante. El silencio olió a muerte. Quise moverme mas el cuerpo no me respondió. Distinguí una sombra. Las palpitaciones del pecho se me subieron a las sienes.

—Yoon Gi. —Me atreví a llamarle, aunque esta vez no lo hice ni con la mitad de seguridad que antes—. ¿Por qué lo...? —Me atasqué—. Es decir... No sé si has sido... 

—Tu. —Un siseo apagado me llegó procedente de ninguna parte y de todas al mismo tiempo—. ¡Tu!

No escuché más. La bandada de cuervos que apareció entonces lo cubrió todo tras una espesa nube negra. Sus granizos y aleteos me rodearon. Y, por fin, reaccioné. Retrocedí sobre mis pasos. Grité al chocarme contra el muerto. Me apoyé en el tronco para evitar caer. La sangre ajena, oscura por la coagulación, me tiñó las manos.

Ahí fue cuando eché a correr. Huí hasta el pueblo, me refugié en el patio abierto una casa que aún no había retirado los candados de la puerta y escribí un mensaje a Jung Kook. Éste, fiel a su espíritu anti sistema, intentó salir a buscarme por su cuenta pero Tae Hyung no le dejó y avisó a las autoridades, que fueron a recogerme en manada con sus coches de sirenas estridentes. Por eso estaba ahora ahí, en esa especie de comisaría vieja, dos horas después, en aquel incómodo interrogatorio. 

—Lo primero que pensé fue en llamarles a ustedes —mentí—. Pero no conocía su número así que contacté con mi amigo.

—¿Y la sangre en tu ropa?

—Entré en pánico al ver el cadáver, tropecé con una piedra y me di contra el árbol. 

—Ajá. —Seok Jin volvió sobre teclado—. Bueno, es lógico. Son escenas que impactan.

Asentí. Y tanto.

—Pero sigo sin entender por qué te metiste en el bosque.

Pues...

—Quería dar un paseo —decidí.

—¿En una zona declarada altamente peligrosa? —El investigador arqueó una ceja.

—Soy amante del senderismo.

—También eres periodista.

—No ando detrás de ninguna exclusiva, si es eso lo que insinúa —corté la sospecha de raíz—. Estoy de vacaciones. Mi intención es explorar la naturaleza.

—Ya, la naturaleza, sí, claro. —Por el tono entendí que no me creía—. En fin; allá tu. Pero te prevengo que todos los que se han puesto a fisgar en Haneum ha acabado mal.

—Le agradezco el consejo pero insisto en que no estoy husmeando.

Seok Jin se me quedó mirando unos segundos antes de suspirar y retomar el teclado. Su compañero, otro investigador de mediana edad, que no había dejado observarme con un descarado recelo desde que me había sentado, abandonó su lugar, de pie frente a la puerta, y desapareció.

Respiré profundo. Me centré en la única ventana de la habitación, a mi izquierda. Un par de cuervos, que revoloteaban por el exterior, se posaron en el alféizar.

"Pienso que eres muy osado y también bastante inconsciente, Park Jimin de Seúl" . Las palabras de Yoon Gi se repitieron en mi cabeza. "Te advertí que este no era lugar para ti y, sin embargo, aquí estás otra vez".

Y las que faltaban porque no pensaba claudicar.

"Vete".

No. Ahora sí que no.

Las muertes se acumulaban. Desconocía cómo habían fallecido los excursionistas y los que los habían precedido pero, desde luego, clavar a alguien y arrancarle el corazón era demasiado fuerte como para mirar hacia otro lado. La policía lucía más perdida que una aguja en un pajar. Los aldeanos respiraban miedo. Y, entre medias, no podía dejar de darle vueltas a la loca idea de que quizás, y solo quizás, las cosas no fueran como ellos creían.

—Oiga, señor oficial... —Jugueteé con las mangas de la sudadera, como si tratara de arrancarle hilos invisibles a los puños—. ¿Me podría decir quién era el fallecido?

—Esa información es confidencial.

Vaya.

—Y, ¿qué hay del resto? —proseguí—. Esto... —Levanté la vista, con fingida inocencia—. Algunos no eran de Haneum, ¿verdad?

—Chico...

—¿Han podido enviar sus cuerpos a casa? —No le permití meter baza—. No lo pregunto por nada en sí, no piense mal. Solo es que me dan mucha lástima las familias.

—A mí también me la dan. —Por fortuna, el cambio de registro me salió bien porque el gesto se le suavizó—. Sin embargo, por duro que resulte, no puedo entregarlos hasta que terminen los análisis forenses.

Perfecto. Eso era lo que necesitaba saber. Seguían en el pueblo. Tenía que encontrarlos. ¿Dónde los custodiarían? ¿En el tanatorio? ¿En la propia comisaría? ¿En algún espacio habilitado? Teniendo en cuenta la descomposición natural debían estar en cámaras refrigeradas y, obvio, bajo llave.

Llaves. Eso era. Llaves.

Rastreé la pared. Me salté el cuadro en donde lucía la frase sobre el rezo del linaje y me centré en las baldas de la estantería. Papeles. Archivadores con números puestos en rotulador. Más papeles. Una montón de carpetas. Una foto de lo que me parecieron los padres del investigador. De nuevo papeles. Bote de bolígrafos. Una  grapadoras. Una caja clips. Cuadernos.

—Creo que hemos terminado. —Seok Jin echó un vistazo general al documento que había escrito y se levantó—. Ya puedes irte.

—¿Seguro?

Me incorporé, con los ojos puestos en la cajita junto al ordenador. Ahí las tenía. Las llaves, cada una con su etiqueta de identificación colgada de un cordón.

—Sí, no te preocupes. —Mi interlocutor se dirigió a la puerta. Aproveché para echar mano a mi objetivo—. Si necesito algo más te lo preguntaré por teléfono pero... —La voz se le descompuso por un breve instante—. De verdad, no te quedes aquí. Regresa a la ciudad.

—¡Cuente con ello, investigador! ¡Lo hará!

Antes de que me diera tiempo a abrir la boca, Tae Hyung irrumpió en escena como una exhalación, con el rictus desencajado, y me asió del brazo.

—¡De eso me ocupo yo! 

—¿Qué? —Me dejé arrastrar fuera de la comisaría, con las llaves que había logrado sustraer en el puño cerrado—. ¿De qué estás hablando?

—Hablo de que nos vamos.

—¿Cómo que nos vamos? —repetí.

—¡Pues sí! ¡Nos vamos! —exclamó, ya en la calle—. ¡No nos quedaremos aquí ni un maldito día!

Jung Kook, que nos esperaba sentado en el muro de piedra de una pequeña fuente, levantó la cabeza del móvil en que el estaba, para variar, ensimismado.

—¡Pero cómo se te ocurre entrar en el bosque! —Tae prosiguió en su frenetismo—. ¡No me lo puedo creer! ¡Yo alucino contigo! ¿Es que no escuchaste nada de lo que te expliqué? ¿Eres un suicida acaso? ¿Te ha dado una neura mental? ¿Te apetece morir joven en un papel heroico o algo así?

Su molestia me hizo sentir terriblemente incómodo.

—No era mi intención preocuparte —intenté suavizar los ánimos—. Lo lamento.

—¡Sí, va, muy bien! ¡Dejémoslo! —aceptó, aún alterado—. Pero que sepas pero no voy a consentir que nos expongamos ni un segundo más solo porque mi abuela mantenga un apego irracional por la casa —dictaminó—. Ya no me interesa convencerla de que se mude. —Meneó la cabellera rubia a ambos lados—. No, no, no. Me la llevaré a la fuerza.

—No creo que debas hacer eso —objeté—. No es propio de ti.

—¡Me da lo mismo que sea propio o que deje de serlo, Jimin! —volvió a subir la voz—.¡Mira lo que acaba de pasarte, por Dios!

Eché una ojeada a Jung Kook. Éste se encogió de hombros.

—¡Y tu deja de dar a entender que estoy desquiciado porque no lo estoy! —Tae se volvió hacia él—. ¡Ya me tienes harto tu también con tus noticias y tus indagues sobre cadáveres para arriba y para abajo!

—Pero si no he dicho nada. —El menor torció la boca en un leve puchero—.  ¿Por qué me atacas?

—Porque estás pensando mal de mí.

—No lo hago. 

—Claro que sí.

Estuve a punto de advertirles que no era ni el momento ni el lugar para que se enzarzaran en uno de sus interminable intercambios verbales porque, pese a mi resolución, me encontraba fatal. Suerte que no tuve que intervenir. La declamación que bramó en la plaza, firme y solemne, los silenció al instante.

—¡Nos reunimos una vez más para rendirte homenaje!

A pocos metros de donde estábamos, una mujer de edad media, con el cabello castaño suelto y ropa holgada de corte antiguo y vivos colores, trazaba con un bastón un dibujo imaginario sobre los baldosines mientras un círculo de aldeanos se conformaba en torno a ella.  

—Los aquí presentes te agradecemos por permitirnos disfrutar de un amanecer más —continuó—. Nos mantenemos arrepentidos por los actos de nuestro linaje y reiteramos nuestra promesa.

El grupo repitió las frases, en coro. ¿Pero qué era eso? Y, ¿una promesa? Entonces, ¿no se limitaban solo a pedir perdón?  Me acerqué un poco, desconcertado. Todos mantenían una actitud cabizbaja, de inclinación. Algunos sostenían velas encendidas. Otros llevaban ramos de flores. El resto quemadores de hierbas humeantes como los de la señora Kim.

—Lo que se arrebató será restaurado.

El murmullo en eco de los presentes me erizó la piel.

—Nosotros no pintamos nada dentro de ese grupo de locos. —Tae me tiró de la capucha de la sudadera y me impidió acercarme más—. Vamos a casa a recoger las maletas.

—Sí pero... —repasé la escena, con los ojos pegados a las llamas de las velas—. ¿Qué hacen?

—El idiota. —Fue el investigador Kim Seok Jin el que respondió—. Dentro de este pueblo hay un sector que piensa que pueden llegar a pactar con el demonio del que tanto hablan.

—¿Y qué quieren pactar? —intervino Jung Kook.

—Que respete sus vidas.

Fue entonces cuando el cielo se encapotó. Los truenos, repentinos, hicieron temblar la tierra. El aire se levantó con violencia. Una bandada de cuervos surcó por encima de nuestras cabezas. El manto de lluvia cayó como una tupida tela de lágrimas heladas procedente del firmamento. 

La gente dejó caer los presentes y se dispersó en diferentes direcciones. Jung Kook dijo algo sobre refugiarse hasta que escapara y Tae Hyung maldijo a los de la previsión meteorológica por no haber anunciado la tormenta. O, al menos, eso me pareció. Mis ojos se acababan de encontrar con los de Yoon Gi, que me observaba de pie en medio de las flores y velas, tan empapado por el agua como yo mismo, y me eclipsé por completo.

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