Rumores
Con el transcurso de los días, Klaus empezó a conocer a la gente del palacio de la capital: Draacos. Era una ciudad muy grande, sin costas, y muy poblada. Klaus la odiaba, pero el palacio era un sitio agradable, lejos del pueblo y sobre una muralla, protegida por tres dragones: Kryl, el que le había quemado hacía un mes, del rey; Metus, propiedad del príncipe Dax, y Zhar, propiedad de la reina. Para sorpresa de Klaus, esta última era una loba, no una leona, como pensaba en un principio. Según ella, era una pura, cosa que no se creyó, pero dejó pasar como si nada.
El príncipe Dax era el mayor de tres hermanos: Kaiser y la princesita Lyn. La princesita era una leona, como si hermano mayor y padre, mientras que Kaiser era el segundo canino de la familia. El de ojos rojos seguía sin entender cómo funcionaba eso de los híbridos, pero no le dio muchas vueltas. Minotark, su guardián, era un híbrido semi puro de toro y yak, la fusión más normal que había visto por esos lares, y lo odiaba, mientras que Klaus le era indiferente.
Él sabía que el toro escondía algo, pero no estaba muy seguro. La única pista que tenía por el momento era que siempre protegía al príncipe, en todo lo que podía lo acompañaba como escolta principal o jefe de tropa. Pero tampoco le importaba mucho. Solo quería pasar el tiempo en calma, como hoy, que solo pretendía mirar por una ventana, bebiendo buen vino y pensando en su vida cautiva bajo aquellos duros muros custodiados por reptiles voladores gigantescos con gargantas de mechero y saliva de aceite. Su tiempo a solas fue interrumpido por unos toques leves a la puerta de madera.
—¿Quién es? —preguntó con desinterés sin molestarse en mirar.
—La princesa Lyn, señor. Vengo a verlo.
Alzando una ceja, Klaus se preguntó qué carajos querría la princesa de él como para molestarlo personalmente. No le gustaban mucho los príncipes por viejos traumas, pero poco podía hacer desafiando a la corona.
—...entra, ¿no?
Había mucha seguridad en su voz, pero igual se mostró de rostro estoico ante la niña de diez años de su misma estatura. Ella le sonrió ampliamente, con inocencia, y le enseñó su mano, donde había un gran anillo con un diamante en él.
—Mi padre me ha regalado esto —comentó, feliz. Klaus asintió sin entender nada.
—Bien por ti...
—Oh, siento no habértelo explicado antes... —Bajó las orejitas— pero ya que eres mi amigo...
Klaus y ella habían convivido antes, y ella era tan sociable que pensaba que él estaba con ella por placer y no por obligación. Sonrió incómodo, asintiendo.
—Es muy bonito tu anillo.
—Es mágico —dijo la niña, y Klaus bajó las orejas con clara duda.
—¿Qué hace? ¿Escupe fuego como los dragones? —bromeó y él, y luego una luz azulada le dio en la cara, obligándolo a cerrar los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, vio la sonrisa de Lyn, junto a una masa de... ¿aire? azul con la forma de un lobo blanco de ojos celestes, sin pupila.
—Ella se llama Escarcha, y pude crearla gracias al diamante que me dio papá.
Klaus admiró desde la distancia a aquella... cosa. Era un lobo, sí, del tamaño de un cuervo, que flotaba sobre su masa de bruma añil. Actuaba como una mascota para ella.
—Se la he mostrado a todos menos a ti, ¿quieres acariciarla? Es muy amigable, con todos. ¡Incluso con el malhumorado de Minotark!
Klaus no creyó que fuera buena idea hacerlo, puesto que el rey le había dicho que vio su verdadera naturaleza. Todo en ese extraño país le resultaba místico, raro. La magia nunca había sido su fuerte, ya que creía más bien en lo que nace de la tierra, como los gliffin, espíritus de animales condenados a vivir sin expresión en la cara; los hombres bestia, animales con apariencia humana, y los pocos dragones que quedaban en la Parte Tierra, seres ermitaños y leyendas. Cuando se vio obligado a convivir con aquellas bestias voladoras, tuvo que hacer uso de su autocontrol para no reírse como paranoico.
La princesa insistió, y la mano derecha del lobo hizo contacto con la niebla. Escarcha lo rechazó de inmediato, gruñéndole y atacándole la mano, dejando un rastro de sangre grueso que causaba ardor. Lyn se quitó el anillo, y auxilió a Klaus de inmediato, poniendo un pañuelo sobre la herida abierta. Él lo había visto venir, pero estaba sorprendido. Parecía que cada cosa ahí quería verlo muerto.
—Nunca le había hecho nada a alguien... —mencionó la niña— ¿Has hecho algo para enfadar a los Lobos de Viento?
—¿Los qué de qué?
—¿Qué acaso Minotark nunca te enseñó historia de nuestro país? Ese toro... —gruñó— Bueno, deberías saber que los Lobos de Viento son almas, espíritus, ángeles... como quieras llamarles. Son aliados de los Corazones de Dragón contra los Lobos Oscuros.
—¿Hay oscuros también?
—Sí, y son malvados. Quieren el poder de los Corazones para causar destrucción, matar gente... jamás debes hacer un pacto con ellos. Se comen las almas de sus pactantes, o los esclavizan. Los Lobos de Viento solo son agresivos con... —Miró a Klaus a los ojos— demonios.
Lyn nunca había reparado en ver a Klaus como alguien malvado, ajeno a los intereses de su padre. Para ella era un sirviente vigilado por Minotark todo el día, y parte de la noche. Ahora, viéndolo, no veía un demonio, pero tampoco a un fiel súbdito inofensivo. Él era algo que escapaba a su conocimiento, un ser repudiado por su Ángel creado y que guardaba muchísimos secretos de ella, y de todos. Hizo una corta pregunta.
—¿Qué eres?
—Fui un comandante en la última guerra de mi país —Klaus se sentó en la cama, con una expresión relajada—, luché y maté a muchos. También llevé a muchos a su muerte, de mi bando. Unos porque se lo merecían, otros porque... así era el plan.
»Luego me convertí en héroe y estuve en la cima del maldito mundo. Ahora soy un prisionero cautivo en la fortaleza de tu padre.
—Pregunté...
—Sé lo que preguntaste. Y no voy a contestar a esa pregunta.
La miró con fuego en los ojos, listo para mostrarse abiertamente agresivo si ella seguía insistiendo del tema. Nunca le había gustado esa pregunta. Le parecía despectiva y fea, que lo achicaba y lo humillaba por alguna razón. Lyn se fue poco después, internamente asustada por aquel brillo tan vivo en aquellos orbes color sangre tan oscuros.
Esa noche Klaus no pudo dormir, siendo consciente de que había asustado a la princesita del palacio. Pero, aunque ella no dijese una palabra, seguía sin poder responder la jodida pregunta que todos le hacían en algún momento.
"¿Qué eres?"
—Como si lo supiera —dijo, bebiendo un poco de su vino. El monarca, a sabiendas de la amenaza que era, le daba comodidades y lujos de noble para mantenerlo tranquilo. Poco a poco se ganaba su confianza, la suya y la del príncipe. La reina no lo veía con buenos ojos, pero era cuestión de tiempo.
Había cumplido cada mandato con excelencia y se había dedicado a servir como un perro más a aquella manada de leones dorados. Klaus sabía que, a pesar de nunca haberse rehusado, la Corona no iba a darle un fuerte con sus propios soldados y sirvientes.
Ellos no eran tan estúpidos como para darle en bandeja de plata la libertad que llevaba esperando. Tenían los dragones y los caballeros para mantenerlo dentro del castillo, pero nada más. Así que Dax, el mayor de los dos, los usaba sabiamente en pro del reino híbrido. Se puso a recorrer los pasillos iluminados por las antorchas con paciencia. Si no recordaba mal, el príncipe se casaría en pocos días con una joven leona mezclada con... algo que no recordaba.
Al llegar a la puerta de los aposentos del príncipe, vio a Minotark, parado ahí, vigilante. Pronto llegaría su cambio de turno y podría dormir.
—Hola, amigote —habló sarcásticamente el más pequeño de ambos. El toro lo miró con asco.
—¿Qué quieres?
—No sé muy bien por qué no puedo dormir, así que me decidí darme un paseo por los pasillos. Y te encuentro aquí, igual de leal que siempre, esperando que algún enemigo invisible intente entrar a ese cuarto.
—¿Qué quieres? —repitió el mayor, arrugando la cara.
—Nada, solo saludar.
—Ya me saludaste cuando llegaste.
—He oído algunos rumores de ti por ahí... ¿son ciertos?
—No sé de qué carajo hablas. Dices muchas tonterías. ¿El vino ya te embriagó?
—Oh, no... no me embriago. Mi cuerpo lo ve como veneno y lo asimila como uno. No me pasa nada, la sobriedad siempre ha sido mi mejor compañera.
—¿Jamás?
—Jamás. Pero no me cambies de tema, que tú y yo sabemos muy bien de qué hablo.
—Yo no tengo idea de qué sarta de mentiras van a salir de tu pequeña boquita de mentiroso.
—No soy un mentiroso, señor caballero.
—Le mentiste al príncipe a la cara —recordó, y Klaus sonrió.
—Eso fue para salvarme la vida. Ahora no necesito salvar mi vida... porque realmente no hace falta. Tú mismo me hiciste notarlo aquella vez, ¿recuerdas? —Lo vio fruncir mucho el entrecejo, más que enojado.
—¿Qué rumores oíste, enano?
—Nada importante, la verdad. Solo... unas pequeñas cositas muy interesantes.
—¡Habla! —Casi gritó, harto del aire misterioso que se daba el peliblanco.
—¿Por qué le eres tan leal al príncipe? —preguntó, con infinita paciencia.
—Porque soy un soldado leal. Su Majestad el rey Dax me adoptó cuando pequeño y me hice su caballero más valioso en agradecimiento por su piedad.
—Que excusa tan larga para decir que te quieres follar al principito. Apuesto oro y el castillo mismo a que te has imaginado metiéndole mano...
Minotark bramó, ofendido, y le puso el filo de la espada en el cuello al pequeño animal insolente que se atrevió a insultarlo a la cara. Era más audaz, aunque estúpido, de lo que parecía. No podría matarlo, pero sí causarle un buen rato de sufrimiento ilimitado. Era un prisionero después de todo.
—Cuida lo que dices, asqueroso mentiroso. Jamás pensaría algo así de Su Alteza.
—No estoy mintiendo, ya te lo dije. Solo dije los rumores que escuché, nada más. ¿Estás ofendido porque son verdad y desvelé tu secretito? —Le sonrió con burla, haciéndolo enojar aún más.
—Estoy ofendido porque solo sepas abrir tu mugrosa boca para insultar a la Corona y a mí. Podría hacerte sufrir mucho con este acero.
—Te condenarían por eso. Soy el prisionero del rey, no el tuyo. ¿Qué podrías hacerme? Los rumores son ciertos, no lo son, no tengo idea. Prefieres que no lo sepa, ¿no? No tengo pruebas, tampoco.
—¿Entonces por qué me molestas con esto?
—Es placentero ver tu cara enojada mientras estás impotente, aún con esa enorme espada en la mano. Estoy seguro que fantaseas en cortarme en pedacitos con ella.
—Tenlo por seguro...
Klaus se fue sin contestar. Sabía muy bien lo que había hecho: confirmar los rumores. No planeaba usar la información, porque de nada le servía decir al rey de las intenciones que ocultaba su caballero...
Al menos de momento.
—¿Por qué el rey de las montañas inglesas vino hasta aquí para tener una pequeña reunión con la presa natural de sus súbditos? —Retumbó la voz del hombre frente a Jeffrey, que reposaba sentado sobre el suelo. El sujeto frente a él estaba cruzado de brazos, mientras su melena rojiza caía sobre sus hombres. Sobre su cabeza había dos cuernos dorados en punta hacia el cielo, y los ojos eran igual de dorados y brillantes, con su pupila alargada y afilada.
—Bueno, oímos algo sobre una profecía, y estaba interesado en saber los detalles. Los viejos gliffin nunca bromean con esta clase de cosas. Sabemos que tienes una tregua con un demonio, y ellos son los que hacen las profecías para empezar.
El enorme gliffin se había ganado las miradas de todos los otros hombres con cuernos y ojos afilados, todas llenas de odio a su especie, pero él hizo caso omiso, concentrándose en mirar a su compañera, a su lado.
—No tengo nada que ver con una profecía.
—Te la diré, a ver si recuperáis la memoria —carraspeó—: "Habrá una vez un monstruo que llegará y destruirá todo, la luna se lamentará llorando sus lágrimas de sangre sobre las tierras áridas que el monstruo pise, todo bajo una humanidad perecida. Y pronto las bestias sufrirán la sumisión ante tan poderoso diablo"
—Poético —dijo el hombre.
—¿Alguna explicación?
—No.
Jeffrey perdió la paciencia y saltó sobre las piedras que los separaban, mirando con sus ojos de plata afilados a los dorados que le devolvían el odio de forma abrasadora. Detrás de él, uno de los hombres había tomado su forma verdadera: un dragón color negro con ojos rojos como la sangre, y brillantes como el fuego, con grandes alas y bocas llenas de dientes. Grace se interpuso entre su compañero y el otro sujeto.
—No debes faltarle el respeto a los dragones, Jeffrey.
—Se rehúsan a ayudarme.
—Ni siquiera sé por qué te interesa esa maldita profecía —dijo el pelirrojo—, ni que te afectara.
—A mí no, pero sé quién la dijo. Y ese alguien está directamente relacionado con mi amigo.
—Qué sociable parece ser el rey de los gliffin.
Con sus ojos luminosos a punto de desaparecer de la furia, Jeffrey se apartó del líder de la tribu. Respiró hondo y les dio la espalda, sabiendo que recibía miradas incriminatorias.
—Pronto los gliffin estarán por aquí. Recomiendo que dejen a su rezagado y se vayan rápido. Tenemos un trato, y ese sí que lo conoces, Pontio.
—Tendrás tu cena, señor de las montañas inglesas —concedió el dragón.
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