Parte III: Depredador
APUESTA AL CABALLO PERDEROR
Abrió los ojos rápido y miró a todas partes sin mover su cuerpo. Los huesos dolían muchísimo, y a duras penas podía ver con claridad. Sin embargo, a pesar del malestar, obligó su cuerpo a moverse y así levantarse. Con los pies en el suelo, hizo fuerzas y logró ponerse de pie, aguantándose de los barandales de la cama. Caminó torpemente hasta llegar a una puerta abierta que daba a un extenso pasillo con olor a hospital, como la habitación de dónde venía. Retrocedió hasta toparse con un espejo más grande que él al fondo de la habitación.
No había cambiado nada en cientos, miles de años. Todo cambiaba, excepto él. Tenía los mismos ojos color sangre, ahora inexpresivos, la misma cara animal de pelaje albino y el mismo cuerpo enano de metro cincuenta. Klaus seguía siendo Klaus.
Se llevó la mano a la cara y se acarició la peluda mejilla. Abrió la boca, examinándose los dientes, que seguían siendo las mismas aberraciones de oso que tenía desde hacía siglos. Realmente nada había cambiado para él, salvo el entorno. Miró hacia el origen de una cálida luz natural, una ventana abierta al lado de su cama que de alguna manera ignoró completamente al principio.
Miró hacia el exterior, sintiendo una oleada de aire otoñal darle en la cara. Cerró los ojos un instante, oyendo a la gente que caminaba.
—¡Extra, extra! —gritaba el niño repartidor de periódicos— ¡El hambre se extiende!
—¡Por aquí! ¡La mejor dulcería de Londres! —Hacía propaganda un pastelero.
Klaus no podía oler nada, por la herida en su nariz, pero su oído y su vista eran excepcional. Por tal motivo, al voltear la oreja notó de inmediato que alguien había entrado. Volteó a ver a quién sea que hubiese irrumpido en su espacio confinado.
Era un joven. Tenía unas orejas peludas alzadas, delgadas y color marrón claro, como su cabello. Tenía unas astas hermosas que también salían de su cabeza, y sonreía con una enfermiza condescendencia. Klaus lo miró arrugando la nariz y mostrando parte de los dientes, dejando ir un gruñido gutural.
—Veo que despertó, señor —dijo el joven, con un tono suave y que aspiraba a ser conciliador.
—¿Quién eres y qué quieres?
—Disculpe, señor. Mi nombre es Paul Jordan y hoy me encargaré de mostrarle los cambios que ocurrieron en el exterior.
—¿Qué? —Klaus parpadeó confundido— ¿Cuánto tiempo estuve dormido tirado ahí?
El tal Paul miró unos folletos que llevaba en las manos y, tras hojearlos, miró nuevamente a Klaus y le dijo:
—Unos cinco años, señor Klaus. Ha pasado mucho tiempo desde que lo internamos aquí.
—Podríamos llegar a un acuerdo —gruñó, apartándose del golpe del albino. Saltó y tropezó con un barril de pescado, cayendo al suelo sentado. Klaus levantó en alto el hacha de metal, y la encajó en la cabeza ósea de su contrincante, matándolo.
—Cinco años... —murmuró con su ronca voz. No podía creer que había pasado cinco años tirado en la cama de hospital, dormido. Klaus suspiró, bastante impactado, pero no lo expresó. En su lugar, simplemente miró a Paul y se levantó, caminando hacia él, lentamente. Salió, dándole la espalda, como si supiera el camino.
Los enfermeros que rondaban el pasillo y el hospital en general quedaron más que petrificados de solo verlo bajando las escaleras. Doctores, pacientes y enfermeros, todos tenían la misma cara de sorpresa. Paul lo persiguió casi corriendo al notar que no se había detenido.
—¡Señor Klaus, aún tenemos asuntos que aclarar! ¡Asuntos importantes! —dijo el hombre ciervo, corriendo muy rápido detrás del lobo de baja estatura.
—Lo haré desde mi casa, con una taza de té.
—¡Es sobre eso que deberíamos hablar! ¡Su casa...!
Klaus salió a la calle, mirando a la infinidad de hombres bestia caminando apresurados por las calles. Muchos iban con prisa, otros iban charlando animados y había hasta niños correteando que, para su desdicha, tenían más altura que él. El albino emprendió camino hacia el exterior, sin vestir nada, pues tampoco es que tuviera algo que cubrir. Caminó por las calles adoquinadas de la ciudad, esquivando niños repartidores, gente odiosa que lo miraba con curiosidad y gente más odiosa aún que se detenía a susurrar cosas sobre él.
Cosas que claramente podía escuchar.
Klaus sentía el repiqueteo de los zapatos de Paul detrás de él, a una sana distancia de unos diez metros, y no planeaba detenerse. Cruzó calles, casi siempre al borde del choque con algún carruaje cuyo chofer le gritaba "loco" o que se apartara del camino. Pero a Klaus poco le importaba, siempre y cuando sus ojos recordaran dónde estaba y a dónde iban sus patas desnudas. Se detuvo frente a un café muy elegante que tenía por nombre "As de Corazón" y aspiró, sin oler ningún aroma, porque su sentido del olfato era nulo.
Volteó hasta quedar frente a una casa grande de un único piso, color crema y con dos enormes ventanales en la zona que daba a la calle. Klaus sonrió y cruzó la carretera, quedando frente al edificio. Incluso movió la cola. Paul al fin lo alcanzó, y la sonrisa de inmediato fue sustituida por una mueca.
—Si usted... escuchara... —dijo el ciervo sin aliento— lo que... tengo para... decirle.
—¿Qué? Soy todo oídos, para variar —gruñó el enano, irritado.
—Esta... técnicamente ya no es su casa —Klaus abrió mucho los ojos y luego enfurruñó la mirada con mucho, mucho odio.
—¿Qué quieres decir? Este edificio es mío desde el día uno.
—Los del consejo gubernamental quieren hablar sobre eso con usted... para confiscar todos sus experimentos, y enviarlo al campo. Para que... se retire de su vida semi-militar, señor.
—He servido a este mugroso país por siglos, ¿por qué quieren echarme?
—Eso solo lo sabe el consejo. Quieren una cita con usted cuando sea. Ahora mismo puede solo llegar y pedir hablar con el señor Adam, si así lo desea.
—Llévame ahí, mocoso.
La oficina gubernamental era horrible. Grande, estúpidamente grande, pintada de un color oscuro que le daba un aire invernal incluso en pleno verano y la gente constantemente (y en grandes cantidades) entraba y salía por su enorme y siempre abierta puerta principal. Klaus odiaba ese sitio, mandado por las mismas ratas desde hacía casi unos quinientos años. Ya era hora de que ellos también empezaran a morir.
Paul lo llevó dentro de la edificación, donde rápidamente subieron muchos escalones hasta quedar frente a la gran oficina del consejo gubernamental. Si mal no recordaba, eran ahora un grupo de viejos que pronto morirían.
—Lo dejo aquí, señor —Se despidió Paul, haciendo una reverencia—. Espero que el Rey y su consejo de gobierno aprueben sus demandas.
—Yo también, o me veré obligado a tomar medidas drásticas.
Entró sin tocar, sorprendiendo a los quince ancianos que comían uvas y hablaban de algo que Klaus no quería saber. Odiaba a los gobiernos y a los reyes y a la nobleza en general. El más barbudo de todos los ancianos, un hombre lobo alto y de pelo negro, carraspeó y los mandó a todos a sentar en sus respectivos asientos en el consejo. Tras una corta pausa, el mismo hombre sonrió, cruzando los dedos frente a su barba e invitó a Klaus a sentarse en un asiento vacío que seguramente era para invitados como él.
—Me dijo el venado que planeáis quitarme mi casa y mi laboratorio. ¿Por qué? —Fue al grano, desviando cualquier intento de conversación banal.
—¿Por qué no bebes un poco de vino con nosotros primero? No te habíamos visto desde hacía cinco años. ¿Fue un buen sueño? —Un coyote trató de desalinear a Klaus, pero él no cedió.
—He hecho una pregunta, responded.
—Pequeño Klaus, todos sabemos que eres un héroe —dijo esta vez un perro de raza Border Collie, con una gran barba lacia—, de aquella mítica era donde la raza bestia aplastó a la humanidad y la recuperó lo que por derecho era suyo desde general. Eres un gran personaje público, Klaus.
—Ajá...
—Pero tenemos un problema muy gordo ahora mismo y tenemos que deshacernos de ti de alguna manera. No podemos financiar tus investigaciones... —mencionó el líder.
—¿Matarme? ¿En serio?
—Cómo crees... —El líder del consejo volvió a sonreír de forma macabra, bebiendo un sorbo de su vino— no podemos matarte. Eres valioso.
—¿En qué forma?
—Han pasado unos dos milenios desde que ganamos aquella guerra exterminadora. Tú eres el único testigo de todos los hechos que pasaron. Nadie sabe cómo sigues tan... joven y vibrante como ellos. Mi abuelo fue el gran Kisho, tú tienes su edad. Eso inspira a nuestros jóvenes.
—¿Cómo un viejo veterano de guerra inspira generaciones? Ni siquiera me interesa el futuro de este país asqueroso. Solo quiero mi casa y mis investigaciones —Klaus arrugó la nariz, ya enojado—. Dadme un buen motivo para que tengáis que quitármelos.
Hubo un corto silencio, y cuando un viejo conejo intentó hablar, fue interrumpido por un chico joven que se coló en la sala, y que acarició de forma completamente irrespetuosa la cabeza del enano de ojos rojos. Klaus se apartó bruscamente, y lo miró. Las mangostas eran conocidas por ser depredadores capaces, y muy... excéntricos.
Klaus las odiaba, como a todos los animales pequeños.
—No tenéis que quitarle la propiedad a este buen ciudadano que cumple con todos sus mandatos... ¿por qué no en su lugar le dicen sobre la crisis que nos afecta hace unos tres años? Podría ayudar —dijo el descarado joven, despertando la curiosidad del de menor estatura—, quién sabe.
—¿Cuál crisis nueva? ¿Otra vez guerra de colonización de colonias? —Klaus arrugó la cara con fastidio.
—Una peor. Que nos consume de adentro hacia afuera... —Volvió a acariciar su cabeza con una sonrisa macabra— o bueno, os consume de adentro hacia afuera. Nosotros los de raza bestia tenemos vidas largas y prósperas.
—Largas dice... —Se burló el líder barbudo del consejo— Los ghouls no necesitan de la piedad de un puñado de presas vivientes.
—Dejaos de tonterías y decidme qué crisis —Klaus interrumpió, ahora molesto, dando un golpe en la mesa. Todos los ancianos que lo rodeaban, y el joven que antes lo tocaba cual mascota, se quedaron quietos y callados—. No quiero riñas estúpidas.
—El caso es que... —La mangosta se sentó frente a Klaus en la mesa, mirándolo a los ojos con una confianza malévola, sintiendo las miradas furibundas del resto de los presentes sobre su espalda— los ghouls se están quedando sin comida. Al no tener ahora humanos que devorar, empezaron a consumir a otros hombres bestia.
Hubo silencio mientras el de ojos rojos meditaba en silencio la información. Tenía sentido.
—¿Y? ¿Qué debería de importarme eso a mí? No me interesa si tenéis más guerras siempre y cuando me dejéis en paz.
—Estos necios ancianos suplican por tu ayuda... —Los demás ghouls le sacaron los colmillos, furiosos pero impotentes— eres el único... que puede ayudarlos.
—¿Ayudarlos a qué?
—A crear más humanos —Se inclinó hasta quedar a la altura de la oreja del lobo albino, y susurró de tal forma que el resto de vejestorios con patas no pudieran oírle—. Un pajarito me contó que usted es el último de su especie. Debería de poder crear más... por su propio bien, digo yo.
Klaus lo miró furioso, pero con un porte impasible. La mangosta le sonrió con altanería y luego solamente bajó las orejas e hizo un gesto de súplica muy poco tierno.
—Los ghouls están llorando por comida. La sociedad podría volverse un total caos de seguir esto así. Y a usted, señor Klaus, le conviene mucho conservar sus investigaciones y su hogar. Tendrá mucho trabajo que hacer. Usted debería traernos una solución a estos humildes servidores incapaces de matarle —Sonreía mientras hablaba. Klaus tenía las orejas gachas y una mueca de claro fastidio. Tendría que matar a ese sujeto por saber de más, pero primero aceptaría sin rechistar para no perder sus preciadas investigaciones.
—Aceptaré la responsabilidad. Seré su héroe de nuevo —Sonrió falsamente, y todos los miembros del consejo sonrieron igual de falso. El ambiente era tenso, y la hipocresía escondía unas ganas de matarse brutales.
—Pero... —mencionó una comadreja, y todos lo miraron— tenemos una condición para eso...
Klaus arrugó de nuevo el entrecejo, hastiado.
—¿Qué?
—Tendrá un par de asistentes. Dos chicos jóvenes y hábiles que lo asistirán en todo, consiguiendo materiales e información para usted.
—No necesito asistentes —gruñó Klaus de inmediato, apretando el puño cerrado sobre la mesa.
—Sin ofender —dijo el viejo conejo—, pero eres mucho más viejo que nosotros. Puede que hoy estés joven y fuerte a la vista, ¿pero qué pasaría si de la nada un día despiertas como un anciano decrépito como nosotros? ¿Cómo podremos estar seguros de que no morirá y sus investigaciones nos llegarán siempre?
—No voy a morir de un día para otro.
—Uno nunca sabe —insistió la comadreja—, podría pasar. La muerte nos acecha a todos.
—¿Me ves cara de debilucho, anciano? —Sacó los dientes, ya enojado. El pelo de su nuca estaba elevado y sus ojos brillaban con rabia.
—Acepta los asistentes y dejaremos de molestarte —El líder del consejo se recostó bien en su gran sillón de cuero—. Solamente queremos estar al tanto de si sigues con vida, y te serán útiles tarde o temprano.
Klaus gruñó nuevamente, aceptando resignado que no dejarían de molestarlo hasta que dijera que sí. Pensó un poco, y sonrió al final.
«Si molestan, solo los tengo que matar, ¿no?»
—¿Tendrás reemplazos si los despido por ineptos de mierda?
—Quizás. Depende...
—Bien. Aceptaré los asistentes. Si son más de tres, tened por seguro que me quedaré con uno, y solo si no es un lameculos adulador. ¿Quedó claro, vejestorios? —dijo mientras se levantaba y se iba dando la espalda.
Nadie dijo nada. El chico mangosta simplemente sonrió más ampliamente y esperó pacientemente a que el olor del albino desapareciera completamente de la sala. Una vez solo se volteó hacia los ancianos, que estaban en su forma de bestia de casi tres metros, mirándolo con rabia y salivando de hambre.
—¿Qué tiene que ver ahora ese enano? ¡No podemos matarlo, ¿acaso te volviste loco, estúpida bestia?! —Casi rugió el lobo viejo, encajando fuertemente las uñas en la mesa de madera preciosa.
—Solo me gusta ver a los ghouls... conozco a alguien que realmente quiere que ese chico cambie, para mejor. Solo protejo la sociedad que tanto trabajo os ha costado... viejos —La mangosta no dejó de sonreír en ningún momento.
—¡Solo quieres vernos arrastrarnos detrás de ese enano! ¡Es un monstruo! ¡Viste lo que hizo a esa familia de gliffin!
—A nadie le importa. ¡Los monstruos hacen los cambios grandes a las sociedades! —Rio como maniático— ¡Convertiré a ese pequeño monstruo en un auténtico demonio! ¡Klaus será cazado por ángeles de carne!
—¡Silencio, engendro! —gritaron los viejos al unísono, lanzándose a devorarlo con cólera. La mangosta perdió la cabeza en menos de un minuto.
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