CAPÍTULO 22
El martes por la tarde, Sirius se había dado a sí mismo el alta de la enfermería sin importarle en lo más mínimo la opinión de nadie. Se había cortado el cabello, probablemente porque después de tantos años sin tomar un baño, los mechones tiesos se habrían negado a separarse y amaestrarse. También se había rasurado el rostro, y tenía una pequeña cortada en el lado derecho de la mandíbula, aunque era casi sorprendente que fuera solo una, considerando la forma en que aún le temblaban las manos y que Perséfone dudaba que él hubiera aceptado la ayuda de alguien más. Casi parecía un hombre nuevo, si no fuera por el daño que ni siquiera varias pociones de nutrición habían logrado solucionar.
Perséfone se cruzó con él en la base de las escaleras de caracol del ala este, que permanecía cerrada para la mayoría de los mortífagos porque era donde se encontraba la habitación que ella y Tom compartían.
Su ansiedad habría sido evidente incluso si no hubiera seguido tamborileando una y otra vez los dedos contra la madera del pasamanos; el miedo simplemente le brillaba en el rostro como si estuviera bajo un reflector.
Ella le sonrió con indulgencia, de la forma en que se hacía con una mascota cuando hacía un truco, como perseguir su cola o sentarse cuando se le indica.
— ¿Se escapó de la enfermería, señor Black? —preguntó Perséfone.
—Sirius —corrigió él, de inmediato, con la nariz arrugada como si el apellido le causara gran repulsión—. No señor Black, el señor Black es, era, mi padre.
Perséfone le dedicó una pesada mirada, para dejar evidente que había notado el hecho de que él en realidad no había respondido a la pregunta que le había hecho, y que desaprobaba eso. Él esbozó una sonrisa traviesa, amplia, y ella notó que, aunque sus dientes no eran blancos y permanecían ligeramente amarillentos como el pergamino; no se veían tan mal como antes, tampoco.
—Ven, acompáñame, Sirius —dijo ella, con suavidad. No esperó a escuchar su respuesta o a obtener un asentimiento de cabeza, sino que se limitó a avanzar entre los pasillos.
La habitación a la que lo llevó tenía la puerta cerrada pero desbloqueada, así que Perséfone solo tuvo que girar la perilla para acceder. Había solo un fino haz de luz que atravesaba las cortinas para permitir la visibilidad, y una fina capa de polvo de solo un par de días decoraba la parte superior de todo el mobiliario, que consistía mayormente en archiveros y muebles de la casa en desuso.
Sirius se sujetó con fuerza del marco de la puerta, y Perséfone razonó que probablemente el tamaño de la habitación y la escasa iluminación le recordaban a su celda en Azkaban. No hizo nada por ayudarle con eso además de esperar pacientemente junto a uno de los archiveros y abrir el cajón.
Él demoró un par de minutos en finalmente acercarse, pero miraba las paredes como si se fueran a desplomar sobre ellos. Cuando pudo ver el contenido del cajón, hizo un pequeño ruidito ahogado. El cajón estaba repleto hasta el tope de varitas, todas de distintos colores, diseños y patrones. Debía haber al menos cien.
—Por Merlín —murmuró Sirius.
—Es el alijo personal de varitas de Tom, hay un alijo en cada casa de mortífagos, se recolectaron todas durante la última guerra. Necesitas una varita nueva antes de que podamos salir de aquí.
Sirius parecía incómodo con la idea, pero sumergió la mano, tanteando con los dedos las varitas en busca de alguna que pudiera sentirse remotamente adecuada para él. Después de algunos segundos, finalmente extrajo con cuidado una varita, de madera clara y con matices casi anaranjados, además de bonitas vetas más oscuras, y con el mango tallado de forma rudimentaria. De algún modo, solo con mirarla, Perséfone sabía que no era una obra de Ollivander, así que debía haber pertenecido a algún mago extranjero que por algún motivo se había convertido en un blanco.
Simplemente por diversión, ella le rodeó la muñeca con la que sostenía la nueva varita con su propia mano, y de inmediato ambos sintieron la familiar experiencia de un tirón en el estómago, como si desde allí tiraron de ellos hacia arriba mientras el suelo parecía descender a su vez, y por un segundo fue como si se fueran a partir a la mitad. La sensación fue efímera. Perséfone parpadeó y miró a su alrededor, se encontraban en la mitad de un solitario parque en Surrey, que ella había señalado como punto de reunión. Los árboles se agitaban levemente con las fuertes corrientes de viento, y a Perséfone no le sorprendía que el lugar estuviera solo con ese terrible clima, porque incluso ella se estremeció.
Un columpio que evidentemente requería engrasarse hizo un sonido de rechinido cuando el aire lo hizo moverse ligeramente hacia adelante y luego regresar, en un movimiento pendular. Perséfone se aferró a su varita.
—Pudiste haberme avisado —espetó Sirius, doblado sobre su estómago como si fuera a vomitar. Ella no creía que él hubiera comido nada durante el día, así que no creía que tuviera nada para vomitar aparte de pociones, así que se encogió de hombros.
—Es más divertido así —respondió Perséfone.
El parque parecía casi tenebroso con el sol ocultándose y el cielo tintado de anaranjado y un profundo y oscuro azul. Ella jamás había visto ese parque durante las buenas horas del día, bajo la entera luz del sol, con niños chillando de alegría. La única otra vez que había estado ahí, y era esa ocasión la que le había dado lo necesario para poder aparecerse, había sido dos años antes cuando había acudido en compañía de sus hermanos -los gemelos y Ron- a rescatar a Harry de sus parientes muggles a finales de las vacaciones de verano. Antes de que ella supiera que el diario de Tom existía siquiera.
Sintió el fino eco de la nostalgia, y se esforzó por apartarla de su mente, sacudiéndola como si fuera una simple mota de polvo. Y con tantas cosas terribles viviendo a rienda suelta en su cabeza, un pensamiento intrusivo de una vida pasada no fue complicado de alejar en absoluto.
— ¿Dónde...?
—Esto es Little Whinging, Surrey. Harry vive a unas pocas cuadras de aquí.
Perséfone había pensado largo y tendido. Cualquiera que conociera bien a Harry sabía que él seguía volviendo a casa de sus horribles tíos una y otra vez porque había unas excelentes protecciones que mantenían alejado a cualquier mortífago. Esas mismas protecciones eran las que Dumbledore había clamado que eran la razón por la que los Weasley no habían acogido a Harry durante las vacaciones cada año.
Hacía dos años, ella había podido viajar hasta la ventana de la habitación de Harry. El tiempo cambiaba muchas cosas. Y aunque ella no había intentado acercarse a la casa, estaba segura de que no podría, porque era una mortífaga, llevaba la marca tenebrosa, y porque sus intenciones hacia Harry no eran buenas, tampoco.
Sirius parpadeó, sorprendido, mirando a su alrededor.
— ¿Vive con la hermana de Lily? ¿Cómo es que Remus no lo adoptó? —preguntó él, con tristeza.
—Harry ni lo conoce. Jamás intentó conseguir su custodia.
Sirius se encogió como si ella lo hubiera golpeado con fuerza, y se encogió, sus extremidades se transformaron. Donde estuvo Sirius quedaba solo un gran perro negro, de aspecto casi demoniaco, con las orejas puntiagudas y los ojos oscuros. Ella había visto perros así antes, en libros de adivinación y de criaturas mágicas, era un Grimm, o al menos se le parecía mucho.
Perséfone sabía que a veces al convertirse en su forma animal, un animago adoptaba su mentalidad, no completamente pero sí de una forma simplificadora. Un animal jamás podría tener el rango de emociones de un humano, ni la complejidad de éstas. Un animal no podría estar feliz y triste al mismo tiempo, a pesar de que podía sentir la alegría y la tristeza. Había emociones demasiado agudas, intensas, también, como para que un animal las sintiera en todo su esplendor, como el tipo de dolor que llegaba con un corazón roto, con la decepción y con la traición.
Después de tanto tiempo en Azkaban con nada menos que sus peores recuerdos, Sirius ya no podía manejar muchas emociones distintas del vacío absoluto provocado por los dementores. Ella creía que él se había transformado por eso, porque no podía lidiar con lo que sentía, y al transformarse lograba simplificar eso. Transformar la devastación en solo el remanente de la tristeza.
Perséfone se sentó en uno de los columpios. El frío metal se sintió incluso a través de la gruesa mezclilla de su pantalón y se estremeció.
Pasaron casi veinte minutos antes de que ella percibiera movimiento por el rabillo del ojo, y miró de inmediato. Había alguien doblando la esquina. Delgado pero alto, aunque no tan alto que se consideraría larguirucho. Ella sintió que el corazón le latía fuerte en la garganta y sujetó su varita con más fuerza. Ella creía tener a Harry comprendido, entender cómo funcionaba su mente y por qué tomaba las decisiones que tomaba, pero si se había equivocado, si él llegaba acompañado, entonces las cosas podrían complicarse terriblemente.
La figura se aclaró mientras se acercaba y Perséfone se puso de pie. Era Harry, sostenía su varita y se acercaba a paso cauteloso, pero parecía estar solo. Ella sonrió.
El tiempo y la amenaza de una guerra parecían haberle pasado factura a Harry. Era notablemente más alto que antes, cuando apenas le había llegado al hombro, y ahora parecía ser incluso más alto que ella. Las facciones le estaban cambiando y había un cansancio y una oscuridad en su mirada que lo hacían parecer mayor de lo que era. Todavía tenía el rostro delgado y los mismos anteojos redondos que había llevado pegados con cinta adhesiva antes de aprender a repararlos con magia.
Él caminó más rápido al verla y Perséfone también se apresuró. Primero caminaban y después casi corrían. Sirius, con su forma canina, fue detrás de Perséfone también. Harry y Perséfone colapsaron el uno contra el otro, chocando como lo hacía una ola contra la tierra. Ella lo rodeó con los brazos por el cuello y él la sujetó por la cintura, hundiendo el rostro en su cuello, aunque tuviera que esforzarse un poco para encorvarse. Él ya era unos buenos cinco centímetros más alto que ella, y eso se hizo evidente al estar tan cerca uno del otro.
— ¡Harry! —exclamó ella.
Harry respiró con fuerza, inhalando aire tan profundamente que Perséfone pudo notar la forma en que se contraía su diafragma.
—Estás bien. Creí... Creímos que te había hecho algo terrible. Creímos que nunca volveríamos a verte.
—Soy yo, Harry. Estoy bien. Soy la misma persona que vino a recogerte a Privet Drive en el auto volador, que te ayudó con tareas y que te enseñó a lanzar el hechizo expelliarmus.
Harry se tensó, se puso tan rígido que parecía estar por completo entumecido. Soltó a Perséfone y retrocedió un poco, mirándola con los ojos ligeramente vidriosos.
—Te ves...
— ¿Viva? —bromeó ella.
—Hermosa —corrigió, y procedió a ruborizarse hasta las orejas.
Perséfone sonrió. Era una sonrisa solo muy ligeramente maliciosa, y duró solo un segundo antes de desvanecerse, difuminada detrás de una fuerte oleada de preocupación.
—Harry, hay mucho que necesitas saber, mucho que necesito decirte. Y hay alguien a quien necesito presentarte —dijo ella, con suavidad, señalando a Sirius. Harry parpadeó, sorprendido, mirando al animal; ella no lo culpaba particularmente, porque, aunque Sirus intentaba sonreír, lo único que lograba era mostrar sus enormes colmillos.
Sirius no se hizo demasiado del rogar, a pesar de su inquietud. Las extremidades se le alargaron y el pelaje comenzó a desaparecerle gradualmente, reemplazado por la tela fina de algodón de su camiseta y la mezclilla de su pantalón. La figura se puso de pie, y allí estaba Sirius, humano de nuevo, dirigiendo a su ahijado una mirada cautelosa. Harry reaccionó tirando del brazo de Perséfone para ponerla detrás de él, con la varita aferrada en la mano libre con tanta fuerza que las yemas de los dedos se le pusieron blancas.
—Hola Harry —saludó Sirius, titubeando.
—Es Sirus Black —dijo Harry, la mano empezaba a temblarle ligeramente y parecía absolutamente iracundo—. La Orden... La Orden me habló de él. Causó la muerte de mis padres. Era su amigo, ¡y los traicionó!
La sonrisa que Sirius se había esforzado por mantener cayó por completo. Retrocedió un paso, como si temiera que Harry fuera a soltar la varita para darle un golpe.
—Harry, no es lo que tú crees. Sirius es inocente, él no era un mortífago y jamás traicionó a tus padres. Necesito que me dejes contarte toda la historia, confía en mí con esto —dijo Perséfone, con voz calma, poniendo su mano en el brazo con el que Harry apuntaba a Sirius para hacerlo bajar la varita. Harry no opuso resistencia, pero apretó la mandíbula y no apartó la mirada de Sirius.
—Si hace un movimiento que no me guste, voy a maldecirlo —afirmó Harry.
Sirius se metió las manos en los bolsillos y caminó hacia unos troncos dispuestos como asientos, luciendo como un cachorro pateado. Harry y Perséfone lo siguieron y se sentaron todos juntos.
La escena era ridícula, como el comienzo de un mal chiste. Sería algo como: "Un fugitivo, una mortífaga y el niño que vivió entran en una taberna, y..".
Perséfone suspiró y se frotó las palmas de las manos contra la tela del pantalón.
—Me corresponde a mí empezar con la historia, me parece. Debes querer saber cómo conocí a Sirius, cómo salí de Hogwarts y por qué no volví a casa. Pero debes prometerme que no le contarás esto a nadie, Harry. Ni siquiera a Ron o a Hermione, ni a nadie más de mi familia.
—Lo prometo —respondió, inmediatamente.
El propio Sirius no tenía más que un pequeño ápice de conocimiento de esa historia, tenía más presentes los resultados que el cómo había llegado ahí, así que se inclinó hacia adelante con interés.
—Hace más de dos años, de algún modo, Ginny se hizo en posesión de un diario. Un diario maldito que la poseyó controlaba sus acciones y la hizo aislarse más y más cada vez, hasta que Ginny abrió la Cámara de los Secretos y liberó al monstruo. Yo tenía mis sospechas, pero no estaba segura. Y entonces fue demasiado tarde, el mensaje en el muro apareció afirmando que alguien moriría y yo supe que sería Ginny, así que fui a donde sospechaba que estaba la cámara y encontré un pasadizo abierto.
— ¿Dónde estaba? La Cámara. ¿Y qué era el monstruo en realidad? —preguntó Harry.
Perséfone tragó saliva.
—La entrada está en el baño de chicas, en el segundo piso; el baño de Myrtle la Llorona. Y el monstruo... El monstruo era un basilisco. Yo estaba equivocada —afirmó ella. Harry no pareció estar muy informado sobre lo que era un basilisco, pero Sirius sí y palideció notablemente.
— ¿Qué es un basilisco? —preguntó Harry.
Sirius respondió por ella.
—Es una serpiente gigante, puede medir más de quince metros. Su piel repele hechizos. Su veneno no tiene cura y es uno de los más potentes del mundo, mata rápidamente, pero, además, mirarlo a los ojos es mortal.
— ¿Y tú fuiste a ese lugar sola? —preguntó Harry, en un chillido. Perséfone se encogió de hombros.
—Sí. Pero las cosas no resultaron como te imaginas. Cuando llegué, no había rastro del basilisco. Ginny estaba inconsciente en el suelo, y había un muchacho allí. Era demasiado tarde. Él era quien poseyó a Ginny, el verdadero heredero de Slytherin, era quién-tú-sabes en su versión adolescente. Y había regresado, al absorber la magia de Ginny —dijo ella en un hilo de voz, los hombros se le agitaron cuando soltó un pequeño sollozo.
Una lágrima bonita y solitaria le cayó por la mejilla.
— ¿Qué fue lo que te hizo? —preguntó Harry, con el ceño fruncido. Perséfone no sabía si estaba más enfadado o preocupado.
—Harry... Debes entender... Debes perdonarme... No tuve opción —susurró ella. Sirius apartó la vista, él lo sabía y debía sentirse incómodo al respecto incluso si era la primera vez que lo mostraba.
—Lo sé, Perséfone. Cuéntame, por favor —pidió, su voz suavizándose en un intento de no alterarla.
—Él es muy poderoso, demasiado, más de lo que puedes imaginar. Y me dijo que iba a asesinar a Ginny. Ella solo tenía 11 años e iba a morir. Le supliqué que no lo hiciera. Le pedí que me matara a mí, pero se negó, y en cambio, me ofreció un trato, un intercambio, yo a cambio de Ginny, y acepté...
Las líneas de su ensayado discursivo fluían en su cabeza, llegaban naturalmente una tras otra con precisión, sin olvidar una sola palabra o un titubeo bien colocado. Y Perséfone ocultó su satisfacción detrás de una profunda tristeza, una postura encorvada y uno que otro sollozo rebelde. Había llorado tanto a lo largo de su vida por personas que no la valoraban, que ahora solo podía ser justo que su llanto fuera utilizado para sus propios propósitos.
— ¿Tomaste la marca? —La voz de Harry sonó áspera y temblorosa. Perséfone consideró arremangarse y mostrarle el cráneo y la serpiente que descansaban en su antebrazo, pero creyó que la imagen podría ser demasiado para el chico y podría hacerlo vomitar, después de todo, su piel ya había adquirido un matiz verdoso.
—Sí, lo hice. Y cuando él escapó de Hogwarts, me llevó consigo. Y pensé mucho, sobre que Ginny ya debía estar a salvo, que podía escoger la muerte antes de servirle, pero también pensé que no le sería de utilidad a nadie si estaba muerta. Pero quizá, si me ganaba su confianza, podría ser tu espía Harry, podría eventualmente descubrir algo importante, algo que te ayudara a sobrevivir y a ganar esta guerra. Y Harry, debes saberlo, no quiero mentirte, pero he hecho las cosas más terribles... Él no quería solo mi lealtad, lo quería todo de mí, y yo me convertí en su amante.
Harry parpadeó, y por un largo momento se mantuvo en silencio. Los columpios chirriaron nuevamente cuando el viento los hizo moverse, y hojas de los árboles cayeron. Perséfone notó con diversión que no se trataba de una casualidad, era Harry, que perdía el control de su magia accidental como lo haría un niño. Explotó con ira, la luz de una farola cercana chisporroteó y se apagó con un chasquido.
Él hizo ademán de acercarse, pero terminó por quedarse quieto, sin saber si sería apreciado.
Perséfone lo miró con los ojos vidriosos.
Sirius miró sus zapatos como si fueran lo más interesante que había visto nunca, aunque de todos modos había una gran tensión en su postura.
—Voy a matarlo —anunció Harry, con solemnidad. Había tal odio en su voz que a Perséfone en realidad le recordó a Tom.
—Harry, él ya sobrevivió a la muerte una vez —replicó Perséfone, esforzándose por sonar asustada y no como si lo defendiera de algún modo.
—Pero ahora sé por qué. Dumbledore me lo ha dicho y me ha enviado en una misión. Perséfone, te prometo que sé cómo matarlo, voy a liberarte de él. Solo necesito encontrarlos todos y destruirlos, ya nos hemos encargado de uno.
Cuando Perséfone volvió a hablar, el temblor en su voz era absolutamente real.
— ¿Encontrar qué, destruir qué?
—Sus horrocruxes. Su alma.
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