
CAPÍTULO 21
Una persona podría pensar que una masiva fuga de Azkaban, mayormente de Mortífagos, sería un gran indicador de que Lord Voldemort estaba de regreso. El hombre que había aterrorizado al mundo, que había hecho estallar una terrible guerra y que había estado a punto de ganarla, había vuelto, y había recuperado a sus seguidores como primer paso. Sin embargo, el ministro de magia, Cornelius Fudge, no parecía tener suficiente sentido común como para llegar a esa simple conclusión.
En opinión de Cornelius Fudge, Voldemort había muerto, los dementores aún eran leales al ministerio de magia y la fuga había sido un incidente aislado organizado por terroristas y renegados que querían perjudicar al gobierno.
Técnicamente, los mortífagos sí eran terroristas, y sí que querían perjudicar al gobierno, pero todo lo demás estaba errado.
Perséfone pasó casi toda su mañana pensando en eso después de leer el artículo en El Profeta, con las absurdas declaraciones del ministro y los carteles de 'se busca' decorando varias páginas. Las imágenes en movimiento de algunos de los mortífagos eran casi estremecedoras, y ella se encontró mirándolas con morbosa fascinación. Sirius fue interesante de observar, ya que en la imagen sostenía el cartel con su número de prisionero y su mirada saltaba de un punto a otro sin control, mientras gritaba, y aunque por supuesto la imagen no era audible (era una imagen, sin importar si se movía o no, y por lo tanto no podía tener audio), ella casi podía escuchar sus aullidos; la fotografía mágica era de cuando Sirius había ingresado a la prisión, hacía más de una década, y Perséfone confirmó su idea de cómo había pensado que se veía el hombre en su juventud, era tal cual lo había imaginado.
La imagen que se le había grabado a fuego en el cerebro no fue la de Sirius, a pesar de todo. Aunque Sirius había obtenido mucho protagonismo en el artículo como el hombre que había causado la muerte de los Potter y la mano derecha de Voldemort, su prima estaba en un cercano segundo lugar. La imagen de la joven Bellatrix Lestrange le causó una incertidumbre que ella no recordaba haber sentido nunca antes.
Bellatrix había tenido 30 años cuando fue encerrada en Azkaban, pero en su fotografía parecía incluso más joven que eso. Los rizos oscuros le enmarcaban el rostro y le llegaban hasta el comienzo del cuello, resaltando sus facciones finas y angulosas, con la mandíbula muy recta, la nariz perfectamente respingada y grandes ojos oscuros. Solo la enorme sonrisa que le partía el rostro arruinaba su aspecto de perfecta dama, y es que los labios oscuros (que Perséfone sabía que eran rojizos incluso si la imagen era a blanco y negro) se movían en finas líneas para mostrar sus dientes blancos mientras se reía a carcajadas. Los rizos se le movían en el aire mientras ella se sacudía. Había algo terrible e incierto en su risa, una locura que le brillaba en los ojos mientras apretaba el letrero con su número de prisionero y los dedos largos y delgados se le veían agarrotados.
Objetivamente, Perséfone sabía que ellas tenían poco o nada en común. Cada uno de los rasgos físicos de Perséfone decía 'Weasley' a gritos, con su cabello rojo, las pecas y los brillantes ojos azules. Bellatrix evidentemente había sido una Black antes de su matrimonio, con facciones parecidas a las de Sirius pero mucho más sutiles y el cabello de un color tan oscuro que era evidente que era la ausencia de todo color. Aun así...
Ella había escuchado las historias, cuando sus padres habían hablado en voz baja sobre la guerra, cuando creían que no había ningún niño escuchando. Conocía los rumores sobre Bellatrix Lestrange siendo la soldado más leal del señor tenebroso, fiera e implacable al batirse en duelo y complaciente solo para su maestro. Molly Weasley había expresado su desdén también ante el hecho de que era un secreto a voces, y entonces, naturalmente, todo el mundo lo sabía, que Bellatrix también había sido la encargada de calentar la cama de Voldemort hasta antes de su caída.
Así que Perséfone miraba la fotografía y se preguntaba si era imaginación suya o la locura que veía en Bellatrix era quizá un reflejo de la suya. Si quizá no compartían el color de cabello, o el color de ojos, pero las unía algo mayor, algo terrible. Se preguntó si Bellatrix alguna vez había hecho el mismo ritual que Perséfone, para Tom, se preguntó si Bellatrix había entregado todo de si misma a una diosa para conseguir el poder de destruir a los enemigos de Voldemort, como ella. Se preguntó si Bellatrix era ella, veinte años en el futuro, con la mente destrozada, derretida, como fragmentos de vidrio con los que se cortaba una y otra vez, y voces en la cabeza tan fuertes que ya no se podrían nunca callar.
Y, entonces, un día, de repente habría alguien más en el sitio que una vez fue suyo.
Perséfone arrojó el periódico al fuego, con ira, y salió del salón. Atravesó la mansión hacia la habitación que Tom había habilitado como laboratorio de pociones. Cuando Tom estaba en el laboratorio, normalmente trabajaba con una docena de calderos al mismo tiempo, y allí estaban todos, en filas, pero estaban vacíos. Tom estaba frente a un único caldero y agitaba con el cucharón en el sentido de las agujas del reloj. Solo por ese movimiento era imposible adivinar qué estaba preparando.
El enfado se le evaporó, escurriendo como arena entre sus dedos, al mirar a Tom.
— ¿Leíste El Profeta? —preguntó Perséfone, aunque la voz le salió algo tirante.
Tom resopló, un acto que hizo sonreír a Perséfone, por su simplicidad, su humanidad. Algunos mortífagos se desmayarían por la sorpresa si lo vieran hacer algo semejante.
—Lo vi. No me sorprende de Fudge, es un estúpido. Dumbledore le repitió hasta el cansancio que yo regresé, y Crouch hizo lo mismo, pero tiene demasiado miedo como para creerlo. Es el motivo por el que, hasta ahora, a pesar de hacer cuanto volví, el mundo todavía no lo sabe. De todos modos, es momento de que se sepa, estoy haciendo los preparativos para eso.
Él dejó de revolver el contenido del caldero y se acercó hacia los estantes, examinando los frascos de cristal con tapas de corcho, buscando un ingrediente en concreto. Tomó un envase con una flor en su interior, la flor estaba entera, como arrancada desde la raíz, porque contenía el follaje de la planta, con brillantes hojas de un profundo verde, algunas bayas que parecían moras por su profundo azul, y un par de florecillas abiertas de color morado. Perséfone la reconoció como belladona.
Tom arrojó toda la planta al caldero, que de inmediato comenzó a humear y burbujear. El líquido adquirió un curioso tono violáceo, aunque las burbujas se veían más oscuras, negras, como alquitrán.
Perséfone no podía reconocer la poción, pues las únicas que se le venían a la mente que requirieran de belladona parecían improbables por el aspecto de la poción. Lo más probable era que fuera demasiado avanzada para ella, o una creación del propio Tom. De todos modos, solo por el uso de la flor, ella podía tener la certeza de que era ni más ni menos que un veneno.
—Envenenarás a Fudge —susurró ella.
Tom sonrió ampliamente.
—Creo que es momento de que tengamos un nuevo ministro de magia.
—Tom —dijo Perséfone, se acercó a él y se aferró con fuerza a las solapas de su túnica—. Déjame hacerlo, en esta ocasión déjame ser tu espada. Envenenaré al ministro, y dejaré que la marca tenebrosa se proyecte sobre Whitehall.
Un frasco vacío atravesó el aire con un tenue silbido, cuando Tom lo invocó usando magia no verbal y sin varita. Él sirvió cuidadosamente la poción en el frasco, y una vez sellado, el líquido finalmente dejó de burbujear, y el tono violáceo comenzó a cambiar hacia un rosado claro. Tom puso la botella en la mano de Perséfone.
—No dejes que te vean, amor. Un par de gotas en su té son todo lo que se necesita —respondió él, acariciándole el dorso de la mano.
—Me iré enseguida —afirmó ella, pero no se movió de su sitio—. Tengo una pregunta, primero.
— ¿Qué es lo que no sabes y las sombras no te han podido responder? —preguntó Tom. El caldero usado se desvaneció con un rápido evanesco, y Tom se recargó en la mesilla vacía.
—Es sobre Bellatrix. —Los ojos se le oscurecieron cuando lo dijo, como si respondieran a sus emociones, y de repente fueran dos pozos oscuros sin fondo. — ¿Es como yo?
«¿O yo seré ella?» se preguntó en silencio. El planteamiento en realidad hacía una gran diferencia, pero había algo demasiado personal, demasiado doloroso, en la segunda opción como para que ella la dijera en voz alta.
Tom soltó una risa, una larga y melodiosa que llegó acompañada de un eco debido a las paredes de piedra que los rodeaban.
— ¿Ella? Ella apenas podría soñar con ser como tú. Nadie podría ser como tú. Nadie podría ser para mí lo que tú eres. Dicen que es posible enamorarse más de una vez, pero yo no lo creo, quizá, si solo te amara y nada más, podría haber alguien más. Pero te amo y te odio con la misma intensidad, quiero cuidarte tanto como quiero romperte. Y si eres mía para destruir, entonces puedo jurarte por mi magia que cuidaré siempre los pedazos que de ti queden.
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