
CAPÍTULO 20
La mansión Riddle se había convertido en el hogar de Perséfone, más de lo que la Madriguera alguna vez fue. Cada pieza de mobiliario, ventanal o losa de mármol decorando el suelo era parte de lo que ella adoraba de la casa. Nunca se había dedicado a pensar en cómo sería la percepción de alguien más del lugar, si encontrarían la belleza en su oscuridad como ella había hecho, o dibujarían en sus mentes cada rincón de la forma en que Dante alguna vez pintó el infierno.
La zona que Tom había adaptado para convertirse en enfermería, alguna vez debía haber sido un salón de baile, pero ya no quedaba rastro de lo que había sido con el par de decenas de camillas cubiertas con sábanas blancas y esparcidas en filas, y en el fondo del salón pegados a la pared había anaqueles cubriendo de extremo a extremo con frascos de pociones minuciosamente etiquetadas. Perséfone sabía que la mitad de esas pociones eran obra del mismo Tom, que se había dedicado a preparar caldero tras caldero y a colocarles hechizos de estasis para evitar que caducaran; aunque ella había ayudado con algunas pociones simples, en las más complejas su participación se había limitado a revolver en el momento en que él lo indicaba, para no arruinar su magnífico trabajo. Perséfone no había encontrado todavía una rama de la magia que Tom no dominara a la perfección.
Perséfone encontró a Sirius recostado en una camilla casi hasta el fondo del salón, y entre la muchedumbre, ella se deslizó hacia allá con facilidad. Aunque la habitación estaba repleta y quedaba poco espacio para transitar, el ambiente estaba sorprendentemente calmo, probablemente porque la mayoría de recién salidos se encontraban sedados y siendo cuidados en su inconsciencia por familiares y amigos. Ella no podía sorprenderse de que Sirius hubiera decidido recluirse a sí mismo, aunque además de algunas miradas ligeramente cautelosas, él tampoco estaba recibiendo demasiada atención en realidad.
Con la nueva iluminación, ella pudo ver mejor al hombre, y se sorprendió con lo que encontró. Sirius Black alguna vez debió ser muy atractivo, con el cabello negro como el plumaje de un cuervo, los ojos grises y brillantes como la plata, y las facciones angulosas, pero suficientemente toscas como para no verse femeninas en absoluto. Para su desgracia, de su antiguo atractivo eso era todo lo que le quedaba, pero Azkaban le había arrebatado el atractivo tanto como le había quitado el tiempo. La piel se pegaba a sus huesos como si la hubieran estirado y presionado con fuerza, y había adquirido un tono amarillento poco saludable casi moreteado en algunas zonas, el cabello lo traía largo y muy grasoso, y una terrible amargura arraigada en los ojos.
Mirarlo, de algún modo, la hacía sentir pequeña, pero no como si la hiciera sentirse menos en algún extraño sentido, sino que cargaba consigo una historia terrible y un pasado que requeriría de cientos de páginas para explicarse. Eso la hizo sonreír.
Le entregó un par de botellas sin etiquetas que había tomado de los estantes del fondo.
—Bebe eso, debería ayudarte a que dejes de sentir que sigues en Azkaban —dijo Perséfone. Sirius se estremeció, con un escalofrío. Quitó el corcho de los frascos y bebió hasta la última gota sin quejarse.
—No probaba pociones tan terribles desde Hogwarts —declaró él, con mirada sombría.
—Mientras peor sepa, mejor es la calidad de los ingredientes. Deberías saber eso. —Perséfone dejó los frascos vacíos a los pies de la cama, en el suelo, para evitar que alguien se pudiera tropezar con ellos. —También deberías descansar ahora, tendremos mucho de que hablar pronto. Hay grandes planes por afinar.
Perséfone se preparó para alejarse cuando la mano de Sirius se enroscó alrededor de su muñeca, y ella inspiró con fuerza. Él ya la había tocado más de lo que le habría permitido a cualquiera en el par de horas que llevaba conociéndolo, y no creía que le quedara demasiada paciencia si él no abandonaba ese hábito.
—Espera. Quiero ver a Harry —susurró Sirius, sus ojos volteando de un extremo a otro en la enfermería. No había nadie suficientemente cerca para escucharlo, y mucho menos alguien cerca con el valor para intentar espiarla a ella, que estaba más cerca del Señor Tenebroso que cualquier otra persona. Aún así, la exigencia la molestó.
Perséfone se sentó en la camilla disponible a un lado de Sirius y con un encantamiento, transfiguró un trozo de tela que recogió del suelo en una pluma, y con un accio atrajo un trozo de pergamino y un tintero. Ella no creía haber garabateado una nota tan rápido en toda su vida, pero se lo atribuiría a que la nota en sí era bastante escueta.
"Harry, lee cuidadosamente esta nota y después destrúyela. Necesito que te reúnas conmigo en el parque de Little Whinging, el martes 18. Estaré ahí desde las seis de la tarde. Ven solo y no le hables a nadie de esto, por favor. Debes confiar en mí. Atentamente: La chica que te enseñó a lanzar un expelliarmus."
Le tendió la carta a Sirius para que la leyera.
—Se la enviaré vía lechuza en cuanto salga de aquí —dijo Perséfone.
— ¿Crees que va a funcionar?
Ella en realidad se detuvo a considerarlo. Harry siempre se había caracterizado por ser impulsivo y noble, y Perséfone estaba segura de que podía contar con la lealtad del chico, e incluso con su amor (y es que no podían ser más evidentes los sentimientos del chico Potter hacia ella). Entonces sí, Perséfone creía que Harry correría el riesgo de reunirse con ellos incluso después de la fuga de Azkaban solo por la posibilidad remota de verla.
—Sí, funcionará. Te reencontrarás con tu ahijado —respondió ella, en voz baja.
Sirius suspiró, como si las palabras de Perséfone finalmente le permitieran el paso al sueño, y se dejó caer hacia atrás en la camilla, con los ojos inevitablemente cerrados. Cayó dormido en cuestión de segundos. Perséfone se guardó la carta en el bolsillo de la túnica y se apresuró a salir de la enfermería. Aunque había dicho que iba a enviarla de inmediato, en realidad tenía que reunirse con Tom primero, ya que él le había pedido pasar por la enfermería y después informarle del estado general de las cosas.
La presencia de Tom en la enfermería solo causaría revuelo. Los mortífagos atendiendo a sus familias, querrían atender a Voldemort. Los mortífagos heridos, querrían la atención de su lord, y pelearían por ella. En general, se trataría de un caos absolutamente innecesario.
Contrario a lo habitual, no encontró a Tom en su despacho. El despacho estaba oscuro y frío, con las cortinas cerradas pero las ventanas abiertas, de forma en que una corriente de aire gélido la hizo estremecer en el segundo en que abrió la puerta. Delineó el gran escritorio de madera con la mirada, y los puñados de papeles sobre este. Cerró la puerta casi inmediatamente después y se dirigió a la biblioteca.
Tom estaba sentado en un sillón individual. Tenía un libro sobre las piernas, pero estaba cerrado, y él estaba cómodamente recostado contra el respaldo, con la cabeza echada hacia atrás y el cabello oscuro contrastando contra la tela clara que tapizaba el mueble. Tenía los ojos cerrados, y las pestañas oscuras parecían tan vertiginosamente largas que podrían llegar a la parte baja de sus pómulos. Aunque él definitivamente había escuchado el sonido de la puerta al abrirse y los pasos de Perséfone al acercarse, no abrió los ojos para mirarla.
Después de destrozar las protecciones en Azkaban, y la agobiante interacción con sus seguidores, su energía se habría drenado absolutamente. Perséfone sintió un retorcijón en el estómago, algo parecido a la simpatía, que ni siquiera Sirius le había provocado a pesar de su evidentemente terrible estado.
—Ve a la cama, amor. Te mereces descansar —sugirió Perséfone.
Tom abrió los ojos, sus iris rojizos clavados sobre el rostro de Perséfone, y ella casi se sobresaltó. No lo hizo, sin embargo, ni tampoco cuando él estiró las manos para alcanzarla y la colocó sobre su regazo, en cambio, lo rodeó con sus brazos. Los dedos de Tom se hundieron con fuerza en la piel de Perséfone, allí donde la tocaban, incluso a través de la gruesa túnica de mortífago.
— ¿Tienes algo que decirme, amor?
Perséfone parpadeó con tranquilidad, y procedió a reírse.
— ¿Cómo supiste? —preguntó ella, con diversión. Era evidente que a él no le hizo la misma gracia por la forma en que la sujetó con más fuerza, en un agarre que comenzaba a resultar doloroso.
Tom la liberó del agarre de una de sus manos, que había estado en la cadera de Perséfone, y le levantó la manga izquierda para mostrar la marca tenebrosa en carmesí.
—Siento a todos mis seguidores. Y si marcas a alguien, su marca será como la tuya, y la sentiría aún más que cualquier otra. Sirius Black no fue marcado. ¿A qué estás jugando, Perséfone? —Tom tenía la mandíbula tan apretada que sus dientes podrían haber chirriado. Y Perséfone dejó de reír.
—Creo que en el fondo lo entiendes. Sabes que estoy jugando, sabes que me acabo de conseguir un juguete propio. Sirius Black es mi marioneta, y voy a divertirme haciéndola bailar. ¿Creíste que unas palabras bonitas extinguirían mi ira, Tom? ¿Creíste que podría fácilmente olvidar que me diste algo y después me lo quitaste? Pensé que si alguien entendería que yo no perdono y no olvido, serías tú. Y te sigo amando, y te amaré toda la vida, pero lo que me quitaste lo he debido reemplazar. Y voy a probarte, de este modo, Tom, porque mi nuevo juguete es mío y solo mío, y será lo único que no voy a compartir contigo, y si haces algo al respecto, si tocas uno de sus cabellos, si arruinas mi diversión de algún modo, voy a hacer que te arrepientas.
«Si yo perdonara, si yo olvidara, si no estuviera dispuesta a derramar sangre, incluso la tuya, entonces no sería digna de tu amor. Y yo solo quiero ser digna de ti» pensó ella, pero no lo dijo. No le dio tiempo cuando él rodeó su antebrazo con la mano disponible y la marca tenebrosa le quemó la piel.
La tensión entre ellos se hizo palpable, colmando el aire hasta volverlo sofocante. Perséfone no apartó la mirada de los ojos rojos de Tom, que brillaban con una furia contenida y una sombra de algo más oscuro. Su corazón latía con fuerza, pero no de miedo; ella no era capaz de temerle, ni siquiera ahora, cuando el fuego de su rabia parecía a punto de consumirla. Incluso cuando ella le había temido, había temido al efecto que él tenía en ella y no a él.
—Eres una criatura insolente —susurró él, cada palabra cargada de amenaza—. Y, sin embargo, no puedo decidir si quiero matarte o besarte.
La boca de Perséfone se curvó en una sonrisa venenosa, un desafío en toda regla. Esa fue la chispa que prendió la pólvora. En un movimiento rápido y decidido, Tom la tomó por la nuca, obligándola a mirar directamente a sus ojos. Sus respiraciones se entrelazaron, y el calor de su furia se transformó en un deseo abrasador. Él la besó con una intensidad casi cruel, como si quisiera reclamarla, dominarla, y borrar cualquier rastro de desafío de sus labios.
Perséfone no se quedó atrás. Respondió con igual fervor, su boca encontrando la de él con un hambre que rozaba lo salvaje. Sus manos se aferraron a los bordes de su túnica, tirando de él con fuerza, como si quisiera asegurarse de que no se apartara ni un centímetro. Los dedos de Tom se enredaron en su cabello, tirando ligeramente, un recordatorio de quién estaba en control, aunque ambos sabían que ninguno cedería por completo.
El beso era un campo de batalla, un choque de voluntades y emociones intensas que ninguno estaba dispuesto a abandonar. La rabia seguía ahí, latente, mezclándose con una pasión que dolía tanto como sanaba. Cuando finalmente se separaron, ambos jadeaban, sus labios hinchados y los rostros enrojecidos por la intensidad del momento.
—Esto no ha terminado —murmuró Tom, con una voz ronca que tenía un filo peligroso.
—Nunca va a terminar —respondió Perséfone, con tanta certeza como esperanza.
Incluso si él quisiera irse, si él quisiera dejarla... Ella nunca lo permitiría. Tom era tan suyo como ella era de él. Y con su nuevo peón en el tablero, encontraría un millón de formas nuevas de asegurarse de eso.
Él le había prometido una eternidad, y ella lo había aceptado; no existía una versión de la historia donde ellos fueran a tener un final, existirían por siempre, si no reinando sobre un deteriorado mundo, entonces al menos inmortalizados entre las páginas de libros.
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