CAPÍTULO 01
El eco de las voces en la cabeza de Perséfone se sintió estruendoso, voces fuertes cual gritos, voces que no se callarían sin importar cuántas veces ella lo pidiera. No es que ella lo hubiera pedido, tampoco. Ella ya no era la persona que imploraba silencio, que suplicaba paz y que luchaba por encajar dentro de lo que se consideraba convencional. Perséfone sabía la aceptación de quién quería, la única por la que no necesitaba esforzarse, la aprobación de Tom.
—Perséfone —llamó Tom. Ella parpadeó y se estremeció, girando para mirar a Tom, que acababa de entrar a la tienda. El silencio reinó en su mente, tan callado que dolía un poco. La ausencia de un zumbido constante, un sonido al que ya se había acostumbrado.
— ¿Es hora de irnos? —preguntó ella, ladeando un poco la cabeza al mirarlo.
—Solo si estás lista.
—Lo estoy. Tenías razón, sobre Albania. Él está ahí.
Tom asintió con la cabeza, con aspecto pensativo. Se acercó a ella y se colocó a su espalda. Como por acto reflejo, el cuerpo de Perséfone se relajó y se recargó en él.
— ¿Te dijeron dónde, exactamente?
—El bosque. No puedo decirte coordenadas, pero creo que puedo señalártelo en un mapa.
Con un movimiento de varita, un trozo enrollado de pergamino salió volando por el aire hasta la mano de Tom, que lo extendió sobre la mesa frente a ellos. Perséfone se inclinó para mirar el mapa, y señaló un punto cerca de la frontera, donde Albania se conectaba con Grecia y Macedonia del Norte, al sureste; parte de la cordillera de Pindo, donde el bosque era más frondoso.
—No conozco la zona, así que no puedo aparecernos ahí sin riesgo de despartición. ¿Y tú? —preguntó él.
—No, no lo creo. Sabes que, aunque lo he intentado, la aparición todavía me resulta complicada, y sería un riesgo igualmente grande considerando que en realidad tampoco he estado ahí...
—Iremos a pie, entonces. O volando una parte del trayecto, mientras no nos agote demasiado.
—Podría tomarnos días —señaló Perséfone—. No es una distancia corta, y no podemos permitirnos estar debilitados cuando lo encontremos,
—Hemos esperado un año, podemos esperar unos días más. De todos modos, es divertido pensar en que la Orden debe estar retorciéndose en su miseria, mientras se preguntan por qué, si el señor tenebroso ha regresado, no ha habido redadas o algún tipo de ataque. Deben preguntarse, también, qué ha pasado con su chica dorada, y qué he hecho con ella si no la he matado aún.
—Necesitas dejar de disfrutarlo tanto —replicó ella, pero su reproche tenía poca fuerza cuando también sonaba como si sus palabras la divirtieran.
—Es solo que puedo encontrar la deliciosa ironía en el hecho de que ellos busquen y extrañen a su niña perdida —respondió Tom, pasando sus dedos por los mechones de cabello que se deslizaban sobre el rostro de ella, de un color rojo oscuro y casi carmesí—, a una prisionera de guerra, sin saber que ella ha pasado todo este tiempo jugando con una magia oscura que ni yo he podido tocar.
—Eso suena a que me das demasiado mérito, amor —dijo Perséfone, poniéndose de pie para mirarlo, y él reaccionó colocando sus brazos alrededor de la cintura de ella—. No es por falta de voluntad o de poder que esta sea un arma que solo yo poseo.
Él no le respondió y se inclinó para unir sus labios con los de ella. Desde la primera vez que se habían besado, ambos habían encontrado complicado dejar de hacerlo, incluso cuando el tiempo apremiaba y los segundos cuantificaban su valor en oro. Ese beso en concreto no se prolongó demasiado, sin embargo, y después de un par de segundos, ambos se separaron.
Un año.
Tom había vuelto a la vida hacía un año, quizá un poco más o un poco menos, pero era un tiempo estimado. Era casi como si ellos ya hubieran peleado esa guerra. En realidad, Perséfone ya apenas lograba reconocerse a sí misma cuando se miraba en el espejo, con el cabello oscuro como estaba, que lejos de parecerse a la sangre, ya se asemejaba más al vino; con los ojos azules tintados de algo mucho más oscuro en los bordes, y de algún modo, pálidos, con el azul habiéndose aclarado un par de tonos; y, por supuesto, con la piel, una vez cremosa y con pecas cuidadosamente esparcidas, ahora estaba limpia, sin las manchas que habían supuesto sus pecas alguna vez, y había perdido notablemente el color, de un tono blanquecino que hacía que su cabello se viera aún más rojo. Todo ritual tenía consecuencias, y ella lo había sabido desde antes, aún así, no podía decir que los cambios le desagradaran del todo, no cuando la ayudaban a distanciarse más fácilmente de quién solía ser.
Ambos salieron de la tienda de campaña. Por fuera, por supuesto, parecía una tienda normal, apenas una pequeña carpa con espacio suficiente para un único saco de dormir, pero esa era la belleza de la magia, porque no dejaba rastro de lo que en realidad escondía en su interior: el par de habitaciones, la sala, la cocina, y todo lo que ellos dos podrían necesitar.
Mientras Tom se ocupaba de desmantelarla, Perséfone observó a su alrededor. En esos momentos, se encontraban al norte del país, en un sitio llamado el pico Jezerka, que era el punto más alto de los Alpes balcánicos. Probablemente viajarían un tiempo y pararían en alguna ciudad, porque siempre era más práctico solo poner bajo el imperius a un par de muggles tontos y tomar su casa para pasar la noche, que instalar nuevamente la tienda y quedarse a la intemperie. No podían matarlos, por desgracia, ya que eso dejaría un rastro más notable que el que deseaban dejar en esos momentos.
El mundo mágico no necesitaba saber de ellos. Todavía no. Los dejarían cocinarse en sus propios miedos por un tiempo, dejarlos pensar que nada de lo que Tom y Perséfone pudieran hacer podría ser peor que su propia imaginación, y entonces ellos les probarían que estaban equivocados.
En unos segundos, todo estuvo en su sitio, y además de la presencia de ellos en el lugar, nada probaría que habían estado ahí en algún momento. Tom se acercó a ella, sus cosas perfectamente aseguradas en una pequeña mochila con un encantamiento de expansión indetectable, y sujetó la mano de Perséfone.
Pocos segundos después, una sombra se desplegó hacia al cielo, con la velocidad de una bala, pero la forma dispersa de la oscuridad pura. Una estela de negrura que serpenteó entre los árboles, deslizándose cerca del suelo, pero innegablemente volando.
Ellos estaban en camino. Y el mundo debería temer, porque era la última pieza que necesitaban que cayera en su lugar para que la pesadilla realmente comenzara.
Les habían dado un año para prepararse, un año para soñar, un año para construir un ejército que ellos diligentemente masacrarían, sin piedad. Pero ese año se había terminado. Y Perséfone y Tom solo necesitaban una cosa: el fragmento de alma original del que él venía, para fusionarlo, para recuperar sus recuerdos, su poder, su conocimiento y su vida, incluso si técnicamente no era su vida. Eso los había llevado por todo Inglaterra,después Escocia, después Irlanda y finalmente Albania.
Extinguirían cualquier cosa que pudiera amenazar su dominio, incluso si era una variante del mismo Tom.
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