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Capítulo 7

   Y no sobrevivió. No existía nada que pudiera consolarme cuando, en la entrada del sanatorio de asmáticos al que me guiaron, me dijeron que no había nada que hacer por él.

   La apariencia violácea de su tez debió convencerme. El tacto de su piel, tan fría, tan tiesa, debió disuadirme de seguir caminando, pero no quería resignarme. Llamaron a Karl al verme tan mal. Rompió su juramento de jamás cruzar al otro lado para ir por mí y Lilith, pero yo ya no tenía fuerzas para impulsarme con mis propias piernas.

   Ahora lo entendía, comprendía todo el daño que había hecho, el dolor agudo que había sembrado en el pecho de tantas madres desafortunadas. Perder un hijo era terrible, sentir que habrías podido hacer algo era mucho peor. Perdí el habla por incontables días luego de que enteramos su cuerpo. Tampoco era capaz de probar alimentos por mi cuenta. Sentía que iba a morir, pero no podía hacerlo por Lilith. Aún me quedaba ella,

   Cómo me pasaba la mayor parte del tiempo en cama, a mi esposo se le ocurrió la idea de colocar una televisión en la habitación para animarme. Nunca me había interesado el contenido de aquella caja de madera, pero durante aquel tiempo viendo la pantalla aprendí muchas cosas del mundo en el que vivía y los acontecimientos que guiaban el rumbo de los humanos.

   Estoicismo, inmovilidad, ruido. Gusanos repletos de gula que emergían de la tierra hacia los cadáveres. Sangre fresca. Hedor a excrementos y el vómito de los jugos gástricos de quienes habían sido despojados de la vida. Humo de pólvora cegando la vista. Brazos, piernas y cabezas cercenadas por doquier. Eso resumía todo lo ocurrido durante la Guerra más destructiva que habían visto los humanos durante su violenta historia. Ver todas esas imágenes en aquella pantalla a blanco y negro me hizo consciente de que no había nada más atroz que el ansia de poder de los seres humanos, y los medios que usaban para conseguirlo.

   Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, otro conflicto bélico terrible que dejó incontable número de personas muertas en todo el mundo y Hitler, el cruel dictador causante del mayor genocidio conocido, ya muerto, Alemania estaba destruida. Para asegurarse su control, las potencias vencedoras decidieron repartirse su territorio y su capital en cuatro zonas: una estadounidense, una británica, una francesa y otra soviética. En 1949, los territorios bajo el bloque capitalista se unificaron en la República Federal Alemana y la Unión Soviética respondió promoviendo la proclamación de la República Democrática Alemana, una nueva nación con un sistema de partido único y economía planificada.

   En Alemania Occidental había libertad de movimiento y la gente podía expresar sus opiniones con libertad. Alemania Oriental tenía reglas más estrictas sobre cómo deberían comportarse las personas y una policía secreta, la Stasi, que supervisaba lo que hacían.

   El Partido Socialista Unificado de Alemania Oriental (PSUA) permaneció a las órdenes de Moscú y reprimió a los disidentes. Las autoridades comunistas ordenaron que se construyera un muro que dividiera el este y el oeste de Berlín para evitar que la gente cruzara de un lado al otro.

   Rollos de alambre de púas se levantaron sorpresivamente la noche del 13 de agosto de 1961, dividiendo la ciudad en dos y separando a amigos y familias. En los días siguientes, las autoridades de Alemania del Este comenzaron a sustituir los rollos de alambre por una estructura más permanente de bloques de cemento y losas de hormigón: el Muro de Berlín.

   Calles, plazas y casas quedaron divididas por la construcción del Muro, que también interrumpió el transporte urbano y se fue ampliando hasta llegar a los 155 kilómetros, simbolizando la Guerra Fría. En los años ochenta, una crisis económica azotaba al bloque comunista, incluidas la propia URSS y la RDA. Las condiciones de vida precarias obligaban a cada vez más alemanes orientales a marcharse.

   Las olas de refugiados hacia la RFA ya eran masivas para cuando nació Lilith. El 4 de septiembre comenzaron en Leipzig las "manifestaciones de los lunes", en las que los jóvenes pedían la apertura de las fronteras y la disolución de la Stasi. La barrera entre ambos países cayó el 9 de noviembre, cuando el portavoz del comité central del PSUA, Günter Schabowski, anunció que se permitiría viajar a Alemania Occidental de inmediato. Fue un error burocrático, pues el plan era tramitar una movilidad progresiva, pero la noticia empujó a miles de jóvenes a derribar el Muro de Berlín. Inmerso en su propia crisis interna, el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, se negó a intervenir.

   La República Federal Alemana, capitalista, y la República Democrática Alemana, en la órbita soviética, se reunificaron hacía solo unos meses después de más de cuatro décadas separadas. Los partidos gobernantes eran partidarios de la unidad y acordaron el ingreso de la RDA en la RFA. El cambio tuvo efecto inmediato, por eso había caído el muro que había separado a Berlín en dos partes de manera simbólica y física.

   Una multitud eufórica de alemanes del este cruzaba la frontera abierta, cientos de personas de Alemania Occidental los esperaban y celebraban el momento histórico. Una vez que cayó el Muro, todo aquello que los alemanes orientales anhelaban de sus vecinos occidentales —la televisión a color, abundantes bienes de consumo, ciertos lujos...— empezó a llenar las calles grises y llenas de escasez de la RDA.

   Contra eso, contra la revolución de un pueblo cansado de la opresión y dividido, era contra de su voluntad, era contra lo que Karl estaba luchando, lo que había matado a nuestro hijo. Aquellos líderes que tanto veneraba se habían olvidado de él, guardando silencio ante una caída inevitable. A pesar de los años en que se había apostado en la torre de vigía del muro, disparando a matar a cualquiera que intentara escapar de la tiranía opresiva y la carencia que significaba vivir de ese lado, estaba bien segura de que lo último que le interesaba era su existencia. A medida que pasaban los meses, era obvio que Karl también se percataba de ello.

   Aunque la reunificación era un hecho, y el muro ya no era más que un testimonio de un pasado más turbulento e irracional, la migración no se detuvo, dejando una antigua Alemania Oriental envejecida y sin mano de obra. Las diferencias todavía se sentían, como si aún hubiera un muro invisible separando ambas partes de la misma nación. No me sorprendió cuando, descorazonado, Karl me notificó que pensaba mudarse a la casa que yo había habitado con Rodrik en Vorsmi.

   Me hizo incorporarme para quedar sentada en el filo del somier. Me tomaba de las manos mientras se forzaba a sonreír. Intenté retirarme de entre sus dedos, pero carecía de fuerzas para poner resistencia. El espejo que devolvía mi imagen demacrada me reveló que me había convertido en todo lo que antes odiaba. Ni siquiera haber entrado a una iglesia cuando aún conservaba mi cola me hubiera convertido en una criatura tan fea.

   —Entiendo que estés molesta. Debimos irnos antes, lo sé. Nuestro Ludwig aún estaría con vida si te hubiera prestado atención. —Karl acarició mi rostro a la par que se desataban mis lágrimas, y me sentí más humana que nunca.

   ¿De verdad mejoraría? ¿Las cosas serían como antes si volvía al lugar en el que fui tan feliz?

   Karl me dejó ir al hospital por última vez antes de marcharnos. Incluso accedió a llevarme a su tan odiada parte occidental para que me atendiera un doctor del otro lado.

   Todo era tan diferente allí.

    La tecnología americana había convertido en una especie de espacio futurista todo el otro lado. El día en que traje a Ludwing estaba demasiado angustiada para darme cuenta, pero cuando aquel galeno me colocó un aparato frío y metálico sobre el vientre para asegurarse de que no estuviera embarazada, y la imagen de mis órganos en líneas negras y confusas se dibujó en la pantalla, me convencí de que ellos sí hubieran podido salvar a nuestro hijo, incluso a su gemelo. Podría haber sido madre de tres y no solo de una, si hubiéramos actuado solo un poco diferente. Odie aún más a Karl tras meditar en eso.

   Sentada en aquella camilla, como si mi recelo hubiera vuelto con más fuerza, hice un gran berrinche cuando el doctor intentó introducir un fino objeto metálico dentro de la piel de mi brazo. Aunque con el pasar del tiempo había aprendido a convivir y tocar cosas de ese material sin apenas inmutarme, la imagen de algo así introduciéndose en una parte de mi cuerpo no podía significar otra cosa que no fuera muerte. Una enfermera tuvo que sostenerme con fuerza para que lo dejara hacer su trabajo, y aun así chillé como una niña al sentir el pinchazo. El doctor se reía por lo bajo mientras volvía a su escritorio y escribía algunas cosas sobre una superficie blanca.

   Aquel par de círculos de vidrio que tenía delante de los ojos le daban a sus pupilas un aspecto enorme. Debía ser mayor que Karl, pero menor que Rodrik. Las hebras de su pelo rizado y cenizo estaban peinados hacia un lado de su cabeza.

   —¿Qué le parece tan gracioso?

   —Lo lamento, solo había pasado mucho tiempo desde que vi a un adulto tenerle tanto miedo a las agujas.

   —No les tengo miedo, yo... —Pensé decirle que era una huldra, que entre los objetos que podían dañarnos, el metal era uno de los principales, pero a esas alturas eso era una mentira. Que no estuviera agonizando en esos instantes lo demostraba. Aunque no me sintiera del todo como una humana, hacía mucho tiempo que era parte de ellos.

   No tenía nada que hacer en Vorsmi. Ni siquiera podría ver a mis hermanas. Tal vez ni siquiera las reconocería si me las cruzaba disfrazadas en el pueblo. No era más que una paria, excluida de ambos mundos. Recordé como Rodrik me había recomendado explicar mis reservas a los desconocidos y sostuve mi hombro dolorido mientras bajaba la mirada al murmurar:

   —Tengo metalofobia.

   —Uhn, eso que dice usted es muy curioso, porque en todos los años que llevo ejerciendo nunca he escuchado de... —El doctor elevó la mirada hacia mí, y al percatarse de cómo había fruncido el ceño, prefirió callar.

   Poniéndose de pie para caminar en mi dirección, me extendió una hoja de papel con la receta. Se lo quité de la mano de un manotazo y me dispuse a tomar mis prendas e ir a la parte privada del consultorio para vestirme. El doctor me dedicó una última mirada al marcharme, una mirada cargada de interés, de esas que me habían llevado a entregarme a la pasión sin miramientos en el pasado, pero esa mañana no.

   Me sacudí el pelo, tomé a mi hija, sentada en el suelo jugando con unos bloques y me la trepé en un costado de la cintura sin mirar atrás. Ni siquiera me molesté en decir adiós. Con un hombre cínico y lujurioso con el que lidiar tenía suficiente.

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