Capítulo 3
Dieciseis mil doscientos cincuenta ocasos antes, mientras paseaba por los senderos de un pueblo humano, teniendo especial cuidado de esconder mi cola bajo la falda que había robado del río mientras unas humanas lavaban, escuché a un par de mujeres arrugadas y rechonchas hablar sobre las maravillas del alumbramiento. Decían que era un momento tan especial que merecía ser vivido con alegría; que las mujeres siempre deseaban el hijo, y lo esperaban con emoción...
Esperaba que esa tríada de víboras fueran devoradas por un voraz troll en esos precisos instantes.
Dar a luz era un extremo y doloroso, un instante único, y no en el buen sentido de la palabra. Mi cuerpo, literalmente, se estaba partiendo en dos. Yo... jamás había sentido tanta angustia en mi larga vida. Me desmayé de dolor.
La matrona me dio bofetadas para que despertara. Me arrepentía de haberle dicho a mi esposo que podía sola, que no había necesidad de llevarme a eso que llamaba hospital.
Sumergida en aquella bañera, lo más cercano a un río que había en aquella ciudad alejada de los bosques, pujé, tanto y con tanta intensidad como pude. Era horrible. Quería descansar. Dejar aquello para más tarde.
Pero no había más tarde. Era ahí, en ese momento, o no habría más que muerte, para mí y para el desgraciado bebé.
Al Ragnarok con el bebé. Yo no quería morirme. Todavía no. Me quedaban muchas noches por amar y dejarme amar.
—¡Puja!
—¡Ah! —grité con todas mis fuerzas, pero aún no salía. Maldito mocoso deforme, haciéndome llorar y suplicar por mi existencia, porque cesara mi calvario.
Por momentos era consciente de cada cosa. Otras veces todo se apagaba. La habitación en penumbra, el agua caliente. La mano que insistía en secarme el sudor. El calambre en mis piernas, en todo el cuerpo.
Me puse a empujar de una forma poderosa, salvaje, iracunda.
—¡Sal de mí, ya! —grité para mis adentros. Me había quedado sin voz. Empujaba cambiando de posturas, intentando escuchar al cuerpo y siguiendo las recomendaciones de la matrona, una mujer pequeña y arrugada que no dejaba de darme órdenes.
Cuando ya no tenía más fuerza, volvía a pedir que cogiera aire y siguiera empujando. Físicamente, ya no podía más, pero saqué fuerzas. Estaba segura de que explotaría en miles de pedazos de carne y huesos, cubriendo las paredes con mi sangre roja y caliente.
Llegó el aro de fuego, salió la cabeza y luego el resto del cuerpo como una pastilla de eso con lo que había aprendido a lavarme, llamado jabón. Me sentí libre, invencible, renacida desde el dolor.
Estaba en shock. Entonces pusieron a la criatura deforme y llorona al lado mío. Piel con piel. Cerré los ojos. Ni siquiera quería observarlo. Estaba destrozada, adolorida y somnolienta. Nunca había sentido tanto miedo en mis varios siglos de existencia.
—Es una nenita, Agnes. Es tan hermosa como tú.
¿Nenita?
Abrí los ojos al sentir a Karl tomarme de los hombros con ojos llorosos. Al fin deslicé la mirada hacia el parásito que había estado nueve meses en mí, succionandome la vida.
Él tenía razón. No era deforme, ni insulsa, ni poco agraciada. Era preciosa. Con piel de nácar, mejillas regordetas y apariencia buena. Y la había dado a luz yo, ella... había nacido de mí. De mi vientre abultado y duro.
Cedí al llanto en ese mismo instante. No recordaba haber llorado antes, y a la vez, era una sensación tan natural.
La acepté en mis brazos y observé su carita. Estaba obnubilada, cautivada por su beatitud. Fue hermoso. Lo más hermoso que he sentido jamás. Más placentero y estimulante que el furor sensual de cualquier macho humano.
.
.
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Sostener aquel cuerpo cálido, diminuto y vivo se convirtió en mi mayor afición. No era capaz de despegarme de su lado, de sentir aquella parte de mí, pero con apariencia más gloriosa, pegada a mi piel.
Recostada en mi regazo, sostenida por mis brazos, acunada en mi pecho, su cercanía me hacía sentir completa, como si se tratara de una parte autónoma de mis entrañas. No como mi cola, que en muchas ocasiones no hacía más que estorbar; no como la ropa que llevaba todo el tiempo y sin la que no podía salir a la calle. Era parte de mí de una manera hermosa, placentera, única. Única en el buen sentido, en el sentido gozoso y pleno.
Miré a mi alrededor aspirando el aire vespertino. Había salido a la parte frontal de la casa a tomar el sol. El invierno había llegado a su fin, dejando paso a un abundante florecimiento. Las reinas de los prados y alfalfas teñían todo de púrpura y blanco. El ama de llaves había aseado el camino de piedra, por lo que mis pies descalzos yacían recubiertos por el frescor del agua que aún no había vuelto al cielo por el calor.
Un coche, de esos caballos de hierro con ruedas y sin cabeza en el que Karl me había llevado hasta allí, se detuvieron frente a la casa, haciendo que abrazara más fuerte a mi hija para protegerla. Se trataba de la madre de mi esposo, la misma mujer a quien Rodrik dejó para casarse conmigo. La mujer que le había arrebatado a su esposo ahora era su nuera, y como era de esperarse, mi presencia no le provocó placer.
Se acercó a mí con una sonrisa fingida, ni siquiera Loki con su don cambiaformas podía mostrar tanta hipocresía. Quería cargar a mi hija, a mi amada y preciosa bebé. Me negué por supuesto. Ni siquiera el padre tenía permitido tocarla. Era mía, mía solamente. Seguro quería tenerla en brazos para raptarla y sustituirla por un niño feo y deforme.
—Vamos, amor. Mamá desea conocer a su nieta. —Me instó Karl entre risas, rodeando mi cintura con uno de sus brazos.
A regañadientes y gruñidos, accedí ante su insistencia. Vigilé cada uno de los pasos y gestos de esa mujer. Mi esposo murmuró un "primerizas" lleno de sorna, y la horrible vieja sonrió, era como ver un rostro de cera derritiéndose.
Cuando al fin me la devolvió —mi hija, percibiendo sus malas intenciones empezó a llorar—, la besé y olfatee buscando maldiciones. Al comprobar que no había depositado en ella ningún hechizo, que mi niña no había sido cambiada en un instante por otra criatura atroz, pude calmar la agitación en mi pecho. Su aroma, su calidez, su suavidad. Era mi hermosa y bienaventurada bebé.
—¿Cuál es el nombre de mi hermosa nieta?
—Aún no elegimos uno, mamá.
—¿Cómo que no? ¡Ya tiene tres meses! Eso es inaudito. ¿Al menos la bautizaron ya?
—Agnes no es religiosa. No creímos....
—Tonterías, deben bautizarla como hicimos contigo al nacer. Y hacerlo ya. Y un nombre... ¿Cuál será su nombre? ¿Qué nombre le pondrás a tu hija, Agnes? —escupió la vieja con evidente desagrado. No dejé de mecer y besar a mi hija ni un segundo.
Rodrik me había dicho que era importante tener un nombre. Por eso eligió Agnes para mí. Intenté pensar en algo, cualquier cosa, pero mi hija merecía una denominación que exaltara su belleza, que la hiciera relucir en el universo. Eso de tener nombre no era algo familiar entre las huldras, aunque yo ya no era una huldra.
Lo había comprobado al alumbrar a mi hija, cuando me vi desprovista de mi fuerza sobrehumana, cuando sentí que iba a morir mientras la ayudaba a nacer. Yo era una humana y ella también, y los humanos debían tener nombre.
Besé su cabeza cubierta por un remolino de pelo dorado y pensé y pensé. Pensé hasta que un dolor agudo se alojó en mi cabeza. No sabía nada sobre nombres. No sabía qué decir.
Lilith.
—¿Dijiste algo, amor?
—Lilith. Ese será su nombre —repetí. El nombre bailó en mis labios, se deslizó por mis papilas gustativas y amargó mi garganta. Lilith. No sabía dónde, pero había escuchado ese nombre muchas, muchas veces.
—Un nombre perfecto para una mujer entregada al adulterio.
—Madre, ya hablamos de esto. Nada de peleas —murmuraron entre ellos. La anciana bufó. Yo apenas le presté atención a sus malos gestos. Estaba muy ocupada besando el remolino dorado en la cabeza de mi niña. De mi Lilith.
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