Capítulo 10
No pasó mucho tiempo hasta que los vecinos, ciegos a nuestras necesidades, pero no a las irregularidades de nuestro hogar, se percataron de que Karl ya no estaba. Resulta que le debía dinero a muchas personas, y sus desvaríos y borracheras le habían hecho muy conocido en la comunidad. Los rumores de que lo había asesinado corrieron como pólvora, y un día, nuestra casa fue incendiada para ahuyentar a los entes malignos que la habitaban.
Mis hijos y yo emprendimos la huida horas antes, luego de escuchar los rumores en nuestra visita clandestina al pueblo. No podía ir muy lejos con ellos a cuestas. Los niños eran muy pequeños y estaban demasiado cansados para caminar. No sabía qué hacer. Mis hijos tenían hambre. Podía conseguir algún alimento en el bosque, pero a medida que abandonaba Vorsmi y me adentraba en la ciudad costera, era más complicado. Ahora estaba allí, con el mar como muralla entre mí y la salvación. Queriendo volver al único otro lugar que conocía, pero donde tampoco tenía nada.
Intenté subir a uno de los barcos y alejarme lo más posible de las personas que deseaban hacerle daño a mis hijos, pero no podía subir sin dinero.
¿Qué iba a hacer ahora? Jamás me perdonaría si algo malo les pasaba por mi culpa.
El bramido de mis pensamientos convertía en un eco lejano el rugido del mar y el bullicio de la gente. Resignada, presa de un agotamiento extremo, me quedé sentada en la orilla, mirando a los niños que jugueteaban junto a la playa, persiguiendo gaviotas. El aliento del mar agitaba mi cabello, que ahora no era más que una maraña llena de hojas, arena de mar y descuido.
—Agnes Müller —Elevé la mirada ante la figura esbelta, con sombrero de copa, que justo en esos momentos pasaba junto al abrigo sobre el que dormían los niños.
Me tomó unos segundos reconocerlo, pero jamás olvidaría el rostro de alguien que se había burlado de mí en mi cara. El pelo gris hierro del doctor que me había atendido en la parte occidental de Berlín había perdido color. Sus gafas tenían cercos de acero dorado ahora. Ese día no traía bata, sino una camisa a la americana y un chaleco.
Intenté ponerme de pie para alejarme de él, pero aquel hombre me sostuvo de los hombros al verme tambalear. Murmuró que tenía fiebre, justo antes de preguntarme cuando era la última vez que había bebido o comido alguna cosa. Me enfurruñé y rehusé a confesarle que no lo había hecho desde la madrugada en que salí huyendo de casa.
—No quiero comer o beber, necesito subir a ese barco por el bien de mis hijos —gruñí entre lágrimas, señalando el armazón de madera que había a cierta distancia.
Él me miró con desconcierto, pero luego de pensarlo unos instantes me ayudó a sentarme de nuevo, se acomodó el sombrero, miró a un lado y al otro y luego siguió su camino. Lilith, me preguntó quién era con voz queda, a lo que contesté que no sabía, mientras le acariciaba el pelo. Tenía los labios blanquecinos y descarnados. Los otros dos niños no se veían mejor. Quise romper a llorar
—Creo que lo mejor es que comas algo y después miramos lo del barco. Mi casa está a un viaje en tren de aquí. Prometo traerlos mañana para que puedan irse.
Llevé la mirada hacia el doctor, que había vuelto con algo que olía delicioso en las manos. Seguro lo había comprado en alguno de los puestos que vi antes. Lo miré con recelo, pero él comenzó a extenderle sandwiches a los niños que los devoraron con ansiedad.
Yo me negué a aceptar el trozo que me extendía, pero él no replegó su mano hasta que no accedí a tomarlo. Al ver a mis hijos tomando la comida más decente que habían probado en mucho tiempo, me di cuenta de que no me importaba que ese hombre se aprovechara de mi cuerpo si los alimentaba. Tal vez con una o dos noches fuera suficiente para pagar los pasajes.
Cuando me preguntó una vez más si lo acompañaría, asentí al tiempo que ayudaba a los niños a levantarse.
Joona y Heigo jamás habían subido a un tren, así que estaban asustados y emocionados por igual. Observaban los campos verdegrises, señalando con el dedo todo lo que llamaba su atención. Lilith no mostraba ninguna expresión. Había estado muy callada desde la madrugada en la que Rodrik mató a su padre. Tal vez ya era lo suficientemente mayor para entender que le ocultaba algo y estaba resentida por ello.
Mientras íbamos en el vagón de hierro, el doctor de vez en cuando me miraba y sonreía, como si recordara lo que le dije sobre mi fobia. Parecía que aún le resultaba gracioso. Volvía a sonreír cada vez que se percataba de mi mirada mientras leía el diario.
Yo no le sonreía de vuelta, aunque tenía la sensación de que debía hacerlo. Una parte de mí sentía repulsión hacia lo que tendría que hacer, pero mis niños necesitaban comida, y un sitio al cual huir. Tal vez estaba destinada a seguir viviendo de esa manera, a usar mi cuerpo para conservar sus vidas. A ser una huldra como profesión y no solo por instinto.
Una vez nos bajamos del tren, me di cuenta de que aquello iba a ser más difícil de lo que esperaba. El doctor nos preguntó si alguna vez habíamos estado en Rusia, a lo que Lilith contestó moviendo la cabeza en negación. El doctor no dejaba de mirarme aun cuando abordamos un taxi. Podía sentir sus ojos recorriendo mi cuerpo a través del retrovisor a medida que el sol se ocultaba.
Mi cuerpo lo rechazaba como comer una pierna de perro cruda y con gusanos. Un par de veces tuve que llevar mi mano hasta mi boca para detener las arcadas. Una vez frente a la casa a la que íbamos, el doctor me animó a dejar que cargara a Heigo al menos. Él, que había estado inquieto todo el camino, se quedó dormido mientras recorríamos una especie de colina, con la cabeza en su hombro. Karl no lo había cargado desde que nació ni una sola vez.
Una vez frente a la puerta, el doctor tocó el timbre, así que debía haber alguien más en la casa. Temblé en mi sitio al imaginar que era otro hombre igual de lujurioso esperando por mí. No pude disimular mi impresión al ver a una mujer alta, desgarbada y sonriente dándonos la bienvenida.
Él le dio un beso en los labios, le pidió perdón por no avisarle antes y dio un paso adentro de la casa para permitirnos pasar. Ingresamos a una salita con libros por todas partes, una chimenea con trozos de leña ardiendo y largas ventanas cubiertas de cortinas de colores claros. A pesar de ser ya de noche, daba la impresión de que en aquel lugar, a diferencia de otras partes de Rusia, el sol nunca se marchaba. Era como si la luna se hubiera instalado allí para siempre.
El doctor estaba casado. Su mujer era la enfermera que me había sostenido aquel día en su consultorio. Ambos me miraban de la misma manera: con profunda compasión. Nos ofrecieron alimentos. Aquella señora había ido a casa de unas vecinas para conseguir una pieza de ropa para cada uno de los niños. Me ayudó a bañarlos, los peinó, los acomodó en la cama e insistió en que nos quedáramos todo el tiempo que quisiéramos al enterarse de que no teníamos un rumbo fijo. A mí me obsequió uno de sus vestidos. Las miradas que me había dedicado
Aquella no era para nada la manera en la que esperaba pasarme aquella noche y a la vez, estaba tan aliviada de poder ver a mis hijos dormir sin preocupaciones, en una cama cómoda, sin miedo a que alguien les hiciera daño o que les rugiera el estómago sin que yo tuviera nada que darles para calmarles el hambre.
—¿No puedes dormir?
Helga, así dijo llamarse aquella mujer, se asomó a través de la puerta hablando en voz baja. Llevaba en la mano una lámpara de aceite.
Me hizo señas para que fuéramos a la sala y tomáramos algo de leche, así que empujé un poco a Lilith para que colocara la cabeza sobre la almohada y no en mi pecho, y enderecé a los mellizos que en esos momentos tenían cada uno un brazo sobre mis piernas.
Se me hizo raro descender las escaleras y estar sentada con ella, sola en el patio trasero. Nunca me había llevado bien con las hijas de Eva por obvias razones, pero ahora era una de ellas y, me sentía agradecida por su hospitalidad.
El candil de petróleo proyectaba sombras temblorosas en las cortinas.
—¿Llevan mucho tiempo casados ustedes? —pregunté sosteniendo la taza caliente. Ella dejó de beber del líquido blanco, al que había agregado unas cucharadas de azúcar y contestó:
—Quince años. Aunque no tenemos hijos. —Pude notar toda la tristeza que había en sus ojos al decirlo. Sonrió de todas formas. Tenía más mechones blancos en el pelo que castaños. Nos quedamos en silencio por un buen lapso de tiempo. Los grillos entonaban una dulce melodía—. ¿Cuánto...? Bueno... perdóname si te incomoda la pregunta, pero estás casada, ¿verdad?
—Lo estaba. Dos veces. Pero ambos murieron —contesté dando un sorbo a la taza. Su rostro se arrugó de tal manera que pensé que cedería al llanto. Seguro pensaba que tenía una suerte muy negra.
—No me sorprende. Eres muy linda. Tus hijos también lo son. Confieso que me levanté y me acerqué a la puerta porque quería verlos. Espero no te moleste.
—Para nada. Gracias por cuidar de ellos. Creo que les diste en un solo día lo que yo no he podido en años.
Aquella declaración formó un nudo en mi garganta tan grande, que necesité que aquella mujer me acariciara la espalda un par de veces para que se deshiciera. En ese momento me permití llorar por Rodrig, por mis hijos e incluso por Karl y la muerte tan repentina y grotesca que tuvo.
Unas semanas más tarde miré por la ventana al patio exterior durante la madrugada y vi una silueta cojeante colocando clavos y sal alrededor de la casa. Salí de la casa cuando se fue, tomé una escoba y lo deseché todo. No dejaría que mi pasado me persiguiera aún allí.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro