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1: No hables con los turistas

Nicolás siempre pensó que mudarse a una isla tan pequeña y apartada había sido un error tremendo, eso de sacrificarse por amor se escuchaba mejor en las pelis. Ella podría ser la mujer más hermosa que hubiera conocido, pero eso no la hacía menos loca.

Valentina Merentes siempre fue Valentina Demente para sus amigos, ¡pero su belleza es una trampa que esconde su verdadera naturaleza! Que estúpido se sintió Nicolás cuando supo que no había vuelta atrás, que se había enamorado perdidamente de ella.

Entonces enciende la radio con intenciones de poner su mente en blanco y la programación de la noche suena de golpe. El programa sexual de rigor empieza a explicarle cosas que no le interesa saber y cambia de emisora, ahora unas mezclas extrañísimas de música religiosa tecno-pop le gritan que se arrepienta, pecador. Él maldice a la noche y se quema con el cigarrillo cuando se le cae de la boca, lo lanza por la ventana con rabiay efectivamente se arrepiente, pero porque era el último que le quedaba.

Piensa en Valentina, la loca de su mujer. En su boda en la playa y en sus amigos con cara de muertos cuando presenciaron el sí que dio inicio a la tortura que sería su vida. Tenía que haber escuchado a su madre y a su abuela, le advirtieron que estaba muy joven y era muy estúpido.

Ah, pero Nicolás no solo es eso, sino también muy orgulloso, de esos que no aceptan que su familia le diga qué hacer. Claro, él con veinticinco años ya sabe todo lo que tiene que saber sobre la vida. Tiene mujer, un hijo y un trabajo supuestamente estable. Se siente el rey del mundo.

Aprieta el volante con fuerza hasta que sus manos se ponen blancas, como las de un cadáver. Los paseos nocturnos al principio supusieron un alivio, más tiempo fuera de casa, pero con el tiempo cuarenta minutos se hicieron muy poco. Intenta dar todas las vueltas que puede sabiendo que en algún momento llegará a su casita llena de ecos de su bebé chillando y su mujer gritándole a él, a los dos.

Si siguiera viviendo en Buenos Aires podría haber inventado alguna excusa convincente, o irse de copas con sus amigos, o hacer cualquier otra cosa más interesante. Pero en Santa Eloísa no hay nada que hacer, por eso maneja y maneja de una punta de la isla a la otra. El coche se ha vuelto su mejor amigo, y la radio su amante. ¡Ojalá tuviera una de carne y hueso!

Hace rato la música cristiana se ha detenido, ahora la radio solo escupe sonidos que parecen los hijos entre una licuadora y una lavadora, los mismos con los que estaría bailando en una vida en donde quizás podría haber sido feliz.

—Si tuviera otra oportunidad, habría rechazado ese reto.

Tal vez él también se esté volviendo un poco loco, después de todo, solo los lunáticos hablan solos. Se siente estúpido pensando en el pasado, en que su vida se condenó porque Sebas lo retó a hablarle a la mujer bonita que estaba sola en la barra.

—Tiene la cara hinchada —dijo Sebas en ese momento—, seguro está con las defensas bajas.

Repite las palabras con la voz aguda burlándose de él o, mejor dicho, de sí mismo por ser tan tarado. En ese momento no fue nada más que una broma para pasar el rato, una noche de locura. Jamás iba a imaginarse que la enfermera con ojos llorosos terminaría dejándolo embobado.

Un ruido sordo lo arranca del pasado y le devuelve los pies a los pedales del automóvil. El vidrio delantero se ha astillado, ¿cayó algo de un árbol y no lo vio?

Reduce la velocidad y mira a su alrededor, esperando ver la respuesta señalada con flechas de neón en la carretera. En cambio se encuentra con un amasijo de tela blanca y cabello tirado en el suelo, retrocede para verla mejor y suelta un grito a la noche. El sueño que tenía se le quita de inmediato y abre la puerta, dejando el coche encendido.

«¡La puta madre, Nico! ¡Acabás de atropellar a una mina!»

Su mente retumba porque no puede creérselo, ¿cómo puede alguien tener tan mala suerte? Suplica a todas las deidades en las que no cree que al menos esté viva, el simple pensamiento de tener que lidiar con todos los trámites que generaría la idea contraria le causa náuseas. Entonces la escucha gimiendo, murmurando apenas y el corazón vuelve a latir. Se acerca a ella para ver si está bien y un pensamiento lo invade.

«Puede que no sea tan buena idea que haya quedado viva, ni que me vea la cara.»

Se mueve con lentitud, no entiende lo que dice la mujer, pero siente escalofríos. Mira hacia atrás, a su auto encendido y una sonrisa se dibuja en su rostro, aunque no lo quiera.

«Si la remato puedo arrastrarla a aquellos árboles y listo, así me ahorro más problemas.»

Pero, ¡¿en qué está pensando?!

Tiene sueño, hambre, está irritado y necesita una cerveza. De todos modos él no es mala gente, por más tentadora que suene la idea no es capaz de hacerlo. Escucha la voz de la tipa llamándolo y algo le eriza la piel, una sensación de familiaridad que lo deja helado.

—¿Valen? —pregunta volteando a mirarla, pero ya no está.

El suelo apenas ha dejado la impresión de que hubo algo apoyado en él, y un único mechón de cabello arrancado le deja saber que no estaba alucinando.

Nicolás se restriega los ojos e intenta enfocar la vista. No es un mechón, no hay nada allí, está viendo cosas.

Se sube al auto como si su vida dependiera de ello, porque en ese momento así lo considera, y arranca a toda velocidad. Busca más cigarrillos en la guantera, luego en el suelo por si se le cayeron en algún momento. Su corazón está acelerado y las venas de su cuello a reventar, en este momento desea estar bebido para así darle una explicación lógica a lo que acaba de ver.

Le atribuye la experiencia a la soledad, al sueño y a los recuerdos que estaba reviviendo. De seguro se quedó dormido manejando y su cerebro se puso a inventar disparates.

«Me estoy volviendo casi tan loco como ella. Como esos pibes que dicen que ven cosas desde el eclipse.»

Intenta sacar esa idea de su cabeza, echarle la culpa a las noches sin dormir es mucho más fácil que aceptar su aparente demencia. No quiere admitir que, en el fondo, teme haber sido empujado a ese estado por su vida matrimonial; aún más, por la misma isla.

Sabe que se ha sentido distinto desde que pisó el pequeño aeropuerto nacional, de seguro el frío le ha quebrado las neuronas.

Va disparado como una bala por el bosque, se ha tardado más de lo normal en salir de él, los nervios le han hecho ir en círculos. Todos los árboles son iguales, sombras con garras extendidas hacia su coche que intentan colarse a través de la ventanas. No sabe por qué, pero está asustado y se debate entre llegar a casa y soportar lo que día tras día trata de postergar; o quedar a merced de la casi-medianoche y las ramas que parecen garfios acechándolo.

Decide que, por primera vez en mucho tiempo, prefiere estar en su colchón junto a Valentina. Prefiere soportar el llanto del pequeño Matías si con eso puede deshacerse de esa sensación tan espantosa que le hiela la sangre. Al menos en casa tiene un radiador, podrá tomar algo caliente y dormir el susto de la noche. Solo tiene que guardar la calma y salir de allí, el resto será pan comido.

«¿Eso era una tumba?»

Las historias del viejo Arietti empiezan a revolcarse en su mente, pero sabe que no son más que cuentos estúpidos de un borracho, tienen que serlo. ¿Cómo podría haber un cementerio antiguo escondido entre los árboles sin que nadie se enterara ya? Piensa en la última vez que durmió sus ocho horas completas y no lo recuerda, debe ser por eso que ahora alucina.

Sigue manejando sin prestarle atención al hecho de que el reloj en el tablero se ha descompuesto. No quiere fijarse en lo que ocurre a su alrededor porque comenzará a creer los rumores. Ignora las risas infantiles y el balón cruzando el camino, no comete el mismo error de detenerse cuando escucha algo golpeando contra su auto, solo quiere llegar a casa. Cada vez extraña más el llanto de Matías.

Con rasguños en las puertas del vehículo y el parabrisas estrellado escapa de las garras del bosque y se encuentra a lo lejos con las primeras luces que le dan la bienvenida al norte de la isla, a lo más cercano a la civilización que encontrará allí.

Ríe con frenesí sin razón aparente, está temblando y posiblemente se desmayará en cualquier segundo.

Las historias no son más que eso, cuentos tontos de personas aburridas y tomadoras, de gente joven con demasiada imaginación. El error es de él por haberles dado el beneficio de la duda, más aún sabiendo lo supersticiosa y paranoica que es la gente de la isla. No existen los hombres-gato ni tipos sin ojos merodeando por ahí, así como él no atropelló a Valentina esa noche.

«No, por supuesto que no.»

La lluvia comienza a arreciar, empieza de golpe y las gotas gordas se estrellan contra el auto, furiosas. Activa los limpia parabrisas pero no tiene caso, debe detenerse y esperar a que mejore el clima. Las ansias de llegar a casa comienzan a disiparse, el miedo se desvanece y lo reemplaza el deseo anterior de tomarse una buena cerveza y escapar de la inevitable realidad de que su vida es una mierda.

Se detiene en una estación de servicio y trota a esconderse bajo techo. Cuando entra, una campana anuncia su llegada, mira de reojo a la caja pero no hay nadie atendiendo en el momento. Nico se pone a revisar las estanterías de dulces, las heladeras, hace lo que se le ocurra para matar el tiempo.

Toma un alfajor y ordena un café y un tostado al hombre con olor de dudosa procedencia que acaba de llegar a atender. La lluvia hace que sus voces suenen lejanas, casi como si provinieran del más allá. Intenta iniciar una conversación con él solo para matar el tiempo, pero el tipo desaparece detrás de una puerta, de seguro a dormir sentado en el retrete.

Él no soporta la idea de irse y la tormenta afuera le da la razón, así que vaga como un alma en pena por entre las dos estanterías y muerde el tostado con cara de asco. A este punto de la noche, no sabe qué es peor.

Es en este instante cuando Nicolás se da cuenta de que no sobrevivirá para ver el día siguiente: lo matará el aburrimiento, el sueño o las ganas de colgarse al llegar a casa.

Después de un rato la lluvia no ha amainado, y la campana vuelve a sonar. Nico no voltea, se ha sumergido de nuevo en sus propios pensamientos. El reloj de pared se ha detenido y la batería de su teléfono ha muerto, de todos modos no tiene sentido saber qué hora es si no podrá salir hasta que escampe.

Una voz femenina dice algo y él lo ignora, mira una sombra hacer el mismo recorrido que él cuando llegó. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Minutos, horas? La lluvia sigue y parece no terminar nunca.

—Che, ¿sabés cuándo pasa el próximo micro?

Toma un sorbo de su café y niega con su cabeza. Voltea a mirarla, lleva una maleta mediana y un boleto en su mano. Lo mira desde debajo del flequillo marrón empapado, está temblando incluso con la calefacción en la tiendita. Luce un par de años más joven que él, indefensa, con el vestido blanco pegado al cuerpo a causa de la lluvia.

«No lleva corpiño.»

—¿Vas al sur? —pregunta él con lo que pretende ser una sonrisa encantadora, por cumplir, aunque ya sepa la respuesta.

Ella asiente y sonríe también, buscando al encargado con la mirada.

—¿Sos de por acá?

—No, pero hace tres años que vine.

La conversación fluye y Nicolás poco a poco se relaja, termina regalándole la mitad de su café y comiéndose el tostado. La temperatura de la mujer sube y la de él baja, pronto ella deja de temblar y se encuentran en una discusión animada que podría despertar en cualquier momento al viejo maloliente, si es que el retrete no se lo tragó ya.

Para Nico es formidable conversar con alguien normal para variar, alguien de fuera de Santa Eloísa, que todavía no se ha contaminado por la manera de pensar del sitio. Adiós Valentina, Matías puede esperar, la chica bonita le interesa más. Piensa en sus deseos por tener una aventura, por vivir nuevas experiencias y una sonrisa ilumina su rostro.

—Con esta lluvia, lo mejor es que esperes a la mañana —dice contento—. Si querés, puedo llevarte a un hostal para que puedas dormir.

Se le olvida el sueño que tenía y las ganas de beber, también su intento por protegerse de la tormenta que apenas ha bajado un poco; quizás la noche pueda terminar de manera más interesante. Ella asiente con confianza a pesar de no conocerlo de nada, como si hubiera estado esperando esas palabras. Salen los dos, corriendo hasta su auto entre risas. Nico se siente, por fin, en la otra vida que tanto anhela.

—¿Y no tenés que llegar temprano a casa?

—Normal —contesta, encogiéndose de hombros—, vivo solo.

No le importa mentirle descaradamente, es su oportunidad y ella jamás tendrá que enterarse de eso. Son mentiras blancas para afrontar el día a día, si nadie se entera de que existen, ¿de verdad ocurrieron?

Dentro del vehículo la calefacción termina por crear el ambiente perfecto. Puede ser la noche, la lluvia, el cansancio, el café o todas esas cosas combinadas; lo cierto es que las miraditas y juegos no tardan en aparecer. Al principio siguen conversando como si no pasara nada, ninguno quiere saber demasiado sobre la vida del otro y terminan discutiendo sobre la isla. Los nombres no importan, tampoco los lugares de procedencia. Probablemente no vuelvan a verse después de lo que ocurrirá esta noche.

Ella ha decidido pasar una semana de vacaciones en la isla antes de que el frío comience a arreciar, él miente y le dice que el sur le parece hermoso. Nico aprende que los boletos de avión están muy baratos si los compras desde Buenos Aires, y un atisbo de esperanza llena su pecho: quizás esta no será la única turista bonita con la que pueda pasar un buen rato.

Se inventa la historia de que es biólogo y por eso vive allí, suelta que viaja cada dos días hasta el otro extremo para dejar una ventana abierta, por si las cosas resultan bien y en vez de una noche feliz tiene la posibilidad de pasar la semana. Ya inventará alguna excusa. Tiene suerte de que no le pregunte de plantas o animales.

Ella se abanica con una mano y arquea su espalda, la calefacción está haciendo efecto. Él tiene que concentrarse entre el sonido de la lluvia, la poca visibilidad y las distracciones en el auto para no chocar. Quizás no haga falta llegar al hostal, está más que claro que él no es el único que está pensando la interesante combinación que harían los gemidos de ambos.

Ríen, comparten miradas y roces, están en perfecta sintonía. ¡Qué casualidad tan agradable para Nico haberse encontrado una chica tan fácil y dispuesta!

En algún momento el teléfono comienza a sonar, Nicolás lo apaga irritado e intenta restarle importancia a la llamada. No quiere contestar las preguntas que le hace la extraña, las esquiva sin proporcionarle ningún dato relevante sobre su vida, miente descaradamente.

De todos modos ella debe estarlo imaginando.

La mira, reclinada en el asiento y con las piernas en el tablero. Duda que le importe, quizás hasta le agrade la idea de revolcarse con un hombre casado.

—¡Mirá! —grita incorporándose y señalando el camino— ¿Qué es eso?

El agua apenas deja ver a Nico, pero no le hace falta demasiado para darse cuenta de que hay árboles rodeándolo. Han dejado atrás la estación de servicio, el hostal y cualquier otra edificación.

«¿Cómo pasó esto?»

—¿No ves una mina ahí tirada? —insiste ella, sacudiéndolo por el brazo.

Detiene el auto como horas antes, pero al asomarse por el vidrio delantero no encuentra nada. Tranquiliza a la chica que había comenzado a hiperventilar. Ella se excusa culpando el sueño y la visión borrosa a causa de la lluvia. Intentan disipar la tensa calma, él busca la salida del bosque de nuevo pero a ella no parece molestarle la espera. Las risas nerviosas viajan de un lado a otro, una mano vuela hasta una rodilla y aumentan el volumen. Poco a poco va subiendo.

No sabe si es por sus largas pestañas o esos labios pintados de carmín, pero más temprano que tarde decide que está cansado de dar rodeos. Nicolás se encuentra a sí mismo reparando en detalles imperceptibles, como el violeta de sus uñas o la palidez de sus muñecas, tan traslúcidas que puede ver sus venas. En un segundo está más cerca, puede fijarse en sus pupilas dilatándose y comprimiéndose entre sus ojos azul claro. Ya no le hace falta escuchar su risa, ahora la saborea. El cerebro le pica, un gusanillo intenta decirle algo pero está demasiado ocupado en otras cosas. La lluvia deja de sonar, el bosque toma su lugar y se une a sus voces.

—¿Cómo te llamás? —pregunta ella en un hilillo de voz aguda.

—Nicolás

—Nicolás, Nicolás —gime ella una y otra vez.

La aventura sabe mejor allí, en el medio de la nada, con la mejilla pegada a la ventana y los asientos inclinados hacia atrás. Es más cómodo salirse de la monotonía, probar lo prohibido con todas las letras, aunque esté de pronto muriéndose de frío. Algo no anda bien, de hecho, parece que nada lo está. La sensación de saber que un paso en falso podría arruinar su vida como la conoce ciega a Nicolás, lo vuelve sordo ante las advertencias.

Sus sentidos están nublados por el sabor de la piel de la desconocida, por los mordisqueos que ella comienza a repartir por todo su cuerpo. Cada vez ella está más caliente, y él más frío. Si pudiera verse en el espejo retrovisor notaría los ojos hundidos en sus cuencas y los de ella volviéndose más brillantes. Es una lástima que sus párpados le tapen la visión, ha decidido dejarse guiar por el tacto. ¿O acaso será remordimiento de conciencia?

—Sabía que venir acá sería divertido.

No entiende por qué sigue empeñada en hablar, la calla con los labios porque no le interesa escucharla. La toca con la desesperación que cualquiera podría tener en su posición, no es su culpa que Valentina no quisiera acostarse con él después de que Matías naciera. ¡Él no fue el que cambió!

No tiene intenciones de conocer la vida de esta chica, de pensar en arrepentirse. No, no puede echarse para atrás. Pero la imagen de su mujer sosteniendo a Matías envuelto en la toalla al terminar de bañarlo amenaza con interrumpir su hilo de pensamientos.

¿A qué sabe? El gusto metálico en su piel le resulta extraño, el aroma dulzón de su cabello lo empalaga. Las uñas de la chica sin nombre se clavan en su nuca y lo atraen hacia sí, él se deja llevar como lo ha hecho el resto de la noche. Algo está sonando afuera, pero les resulta irrelevante. El suelo se mueve bajo las ruedas del auto.

No es eso, están acelerando.

¿Podría Nicolás estar un poco más consciente de lo que lo rodea? El motor comienza a sonar, las luces se encienden casi tanto como los pasajeros dentro del vehículo. Solo uno de ellos se percata de lo que ocurre, y una sonrisa aparece en sus labios carmín.

—Es una lástima que el piloto chocara justo antes de llegar al aeropuerto —susurra ella entre jadeos.

La voz ya no sale de su garganta, parece que viene de todos lados. Su cuerpo vibra y clava sus uñas en la piel del pobre infeliz, la resquebraja. Él grita, pero sus propias cuerdas vocales dejan de funcionar. Se escucha dentro de su cabeza, nada más.

Intenta salir. Abre los ojos y mira a su alrededor, las luces del auto están iluminando un cementerio casi hundido en la naturaleza. Un mausoleo se alza frente a ellos, una decena de tumbas pequeñas lo rodean. La chica bonita, fácil e ingenua tiene ahora el rostro de Valentina, escucha un llanto a lo lejos y el peso de la culpa cae de golpe; lo aplasta tanto que no siente su cráneo partirse cuando el auto choca contra el cemento.

Nicolás ha muerto sin saber que su destino había sido sellado cuando ignoró el reloj en el tablero de su auto contando el tiempo hacia atrás, un móvil sin batería sonando o el frío que destilaba de la piel de la desconocida.

Una decena de almas en pena se acercan a su cuerpo inerte, arrancando su esencia del mismo. Gritan, lo arañan con sus garras infernales; él intenta cubrirse los oídos pero ya no tiene manos para hacerlo, ya no podrá huir del arrepentimiento. 

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¿Has escuchado hablar antes de Nicolás?

¿Te has encontrado ya con los extraños turistas que suelen salir de noche?

¿Notaste todas las cosas extrañas que comenzaron a ocurrir desde el principio?

¿A ti ya te comenzaron a ocurrir algunas?

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