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El teléfono suena, no estoy soñando y tampoco es la alarma. Nuevamente es una llamada. Lo tengo cerca y palpo la mesita de noche hasta dar con él.

     Eloy.

     Por dios,  ¿cómo puede estar tan fresco este hombre, a las diez de la mañana que son? Apuesto a que el dinero que tiene es tan bueno que no provoca resaca, o más bien se debe que el vino que su dinero compra, y que será de reserva, no tiene tanto alcohol como el mío para dar resaca.

     Anoche, tras la cena a domicilio que pedimos Eloy y yo de pizza cuatro quesos, en la que encontramos afinidad mutua en especial por el rulo de cabra, se me fue la mano con la botella de vino. Dos botellas, pero eso no se lo dije. Lo que hice a solas en mi cama, tampoco.

     —Espero que sea muy importante lo que tengas que decirme, quedamos a las doce, hace solo seis horas —le digo riendo.

     —¡Lo hice, Romina, lo hice! —festeja como un niño pequeño.

     —¿En serio? ¿Has llamado a Sonia para decirle cómo te has sentido todos estos años desde que lo sabes? —le pregunto dando el bote en la cama que me despabila por completo.

     —¿Eso?, ni loco. Todavía necesito varias sesiones más de terapia para perderle el miedo. 

     Sonrío con él, ya no es ni la mitad del hombre desesperado que lloraba por su mujer la semana pasada. Admite, sin problema alguno, que todavía le cuesta decirle a Sonia ciertas cosas.

     —¿Has notado el gran paso que has dado? Ya puedes hablar sin esconder tus sentimientos por ella.

     —En realidad  temo más que saltes con una comparativa esa de las tuyas, sobre lo penoso que me vería arrodillado y suplicándole que volviese conmigo.

     —¿Todavía sigues pensando en hacerlo? —Mierda. Creo que de paso nada, o al menos no parece haberlo dado hacia delante. 

     —Cada vez menos, la verdad,  tengo la mente ocupada en otras cosas más interesantes que colapsan mi cerebro  —expresa con ilusión como si eso jamás se lo hubiera planteado antes.  Lo que me devuelve el alma al cuerpo, tan mal no lo debo de estar haciendo con mis consejos, ¿no?

    —Haces bien, cuanto menos espacio le des a los lamentos en tu día a día, menos ganas tendrás de martirizarte y acabarás por desterrarlos definitivamente de tu cabeza.

    —Ya, ya me quedó claro que necesito sustituir unas emociones por otras, porque para poder cambiar, no podemos seguir haciendo lo mismo.  

     —Algo así. Einstein estaría orgulloso de tu aprendizaje —digo riendo.

     —Y la compañia azucarera que lo puso en sus sobres, también.

     No he sabido hasta ahora lo que su risa me provoca tan temprano. Por lo pronto me revitaliza para afrontar mi peor día de la semana. ¿Ya he dicho que odio los viernes?

     —¿Y cuál era ese avance de hoy?

     —Estoy de compras. Pero creo que moriré en el intento —dice cambiando su humor de repente—, porque ahora mismo quiero cagarme en la madre que parió al que inventó los colores, ¿te puedes creer la cantidad de azules que hay si además los combinas en diferentes formas y textiles?

    Me río a carcajadas.

     —Estoy recién levantada porque alguien, que no podía dormir anoche, me tuvo hablando hasta las cuatro y pico de la madrugada, y no, Eloy, no creo poder hacer cálculos de probabilidad en este momento para saberlo.

     —Pues ya te lo digo yo, ¡son millones! Así no habrá quien acierte, joder. Creo que acabaré pagando a alguien para que lo haga por mí.

     —¿Otra vez con la casa? —pregunto riendo. Me hace gracia imaginarlo mientras se cuestiona si es mejor rayas o lunares para unas cortinas.

     —No, es para mi ropa.

     —¡No puede ser! —exclamo sorprendida para bien—, ¿al fin te has decidido a renovar tu vestuario?

     —Lo intento, pero esto es una puta locura, no sé qué me queda bien. Los pantalones tienen nombres kilométricos.

     Quiero reírme, pero lo que hago en realidad es asombrarme.

     —Espera un momento, ¿nunca te has comprado la ropa como para no saber eso?

     —¿Por qué iba a hacerlo? Cuando era niño tuve a las empleadas de mi madre, y luego en la universidad me fié del criterio de Sonia.

     —Te acomodaste, Eloy, llámalo por su nombre —le reprocho—. ¡no te das cuenta de que has vívido toda tu vida sin opinión propia!

     —No, eso no es verdad —contesta de inmediato—, o tú y yo no estaríamos ahora hablan... —Pero se calla para meditar sobre lo que decía.

     —Vamos, hombre, piénsalo, ¡si hasta para que hablases con alguien tuvieron que darte el teléfono de una psicóloga! Y ambos sabemos que por iniciativa propia jamás lo hubieras hecho.

     —¿Quieres ver cómo termino comprando ropa hoy en base a mi opinión? —pregunta indignado—, luego será culpa tuya si me multan por atentado contra la salud visual.

     —¿Qué? —contesto riendo—. Mira que eres exagerado.

     —Para exagerado, el nombre. Estos que tengo puestos se llaman más concretamemte Slim Fit Mid Blue Denim Wash.

     Me río a carcajadas. Que no se alarme, no es para tanto, y si ha conseguido meterse en unos Slim es porque puede, no todos los tíos pueden decir lo mismo y respirar a la vez.

    —Bien hecho, campeón. Ahora vete a la sección de camisas, jerséis y camisetas, y trata de combinarlo todo sin que te detengan por escándalo público.

     Y eso solo es el principio. Eloy no me deja colgar sin que antes le asesore con varios consejos. Yo tampoco es que quiera hacerlo, es divertido ir de compras con él.

  


     Las chicas y yo fingimos encontrarnos en la puerta del club. Hemos pasado la tarde juntas. Esta vez no hemos tenido que escondernos en bares alejados de Puerto Banús, nos ha bastado con la consulta de ginecología, puesto que era la primera revisión de Jazmín. Si Anika no hubiera insistido tanto en llevarla a ver a su ginecóloga, hoy no sabríamos que todavía no había pisado un médico en las diez semanas que tiene ya de embarazo.

     La primera reacción de Anika fue de enfado, le reclamó a Jazmín por no acudir al médico, sin embargo, cuando luego se tranquilizó, entendió que por falta de papeles, dinero e idioma, a parte de la influencia que tenía Mijail en la Costa del Sol, no tenía muchos lugares a los que ir.

     —Me he puesto un recordatorio para hacerte tomar el ácido fólico cada día —dice Anika dándome la espalda para que le abroche el vestido.

     Jazmín me mira al cerrar su taquilla, me pide en silencio que le diga algo, ella es incapaz. 

     Tirando de información confidencial, que solo yo sé de ella, la amenazo con contundencia.

     —Bien, Anika, o te relajas o Jazmín y yo nos vamos a vivir  juntas ahora que me echan y no volverás a saber del "bebé".

     —¿Cómo que te echan? ¿De dónde?

     La vez grave de Mijail hace eco en la pequeña sala, ¿para qué poner cámaras y escuchar lo que digan sus empleadas si solo le basta con  abrir la puerta cuando le salga de los cojones?

     El temor que sentimos las tres se manifiesta de diferente manera. Jazmín ha pegado tal bote que la paleta de maquillaje se le ha caído de las manos. Anika ha recurrido al sarcasmo y ha asegurado que vomitará. Yo todavía trato de asimilar en qué momento entró, por si hubiera podido oír algo de nuestra visita al médico. Aunque bien pensado, no veo yo que un hombre que tuvo que abandonar San Petersburgo, siendo un crío sin recibir apenas educación, y entrando luego a formar parte de organizaciones turbias en el manejo de dinero en el sur de España, haya tenido demasiado interés por informarse del beneficio que tiene el ácido fólico en el crecimiento del feto los primeros meses. Eso contando que pueda enlazarlo con que Jazmín está embarazada de él.

     Bajo su mirada, y su gesto despectivo, las chicas se apuran a salir de la sala.

     —¿Vas a decirme de dónde te echan?

     —Del piso. —No tengo por qué mentirle.

     —¿Y qué tienes pensado hacer? —pregunta impidiéndome el paso cuando ya me iba a empezar mi turno.

     —No te preocupes, mi culo y yo seguiremos viniendo a trabajar. 

     —Hablo de si ya tienes donde vivir,  porque yo podría… —me dice cogiendo mi brazo de manera tierna, mientras finge no haber oído mi sarcasmo.

     Evito el contacto, no puedo soportar que me toque.

     —¿Tengo que decirte mi domicilio porque lo estipula mi contrato?

     —Sabes que no.

     —Pues entonces entenderás que me calle la nueva dirección. —E insisto en querer irme, pero no me lo permite.

     Mijail cree todavía que puede hacerme cambiar de opinión y acorta distancia entre nosotros, y no solo eso, invade mi espacio personal cuando levanta mi cara por la barbilla. Su imponente metro ochenta y cinco no me da opción a irme.

     —Puedo averiguarlo, nena, no me hagas perder el tiempo.

     —Ya, pero hasta que lo hagas viviré en paz.

     —Todavía no me perdonas —afirma sin necesidad de hacerme la pregunta, puesto que ya conoce mi respuesta desde que me cayese de aquella barra.

     —No solo no te perdono. Mijail, sino que me sentaré a esperar para ver tu condena —me deshago de su agarre para decirle—: Creo que eso es lo que me retiene aquí, ver el cadáver de mi enemigo pasar.

     Y cuando sonrio por pensar en los refranes de Eloy, Mijail cree que me rio de él. Me sujeta por el pelo sin querer ya fingir nada. Me atrae hacia su propia cara.

     —Te lo dije aquel día del hospital y te lo repito cuantas veces quieras, nena. Tú y yo acabaremos juntos, y solo de ti depende que sea en la gloria mientras estemos vivos, o en el infierno de nuestra muerte.

     Mijail ni se molesta en besarme, tan solo me lame la cara desde la mandíbula al párpado, muy lentamente, lo que es peor, porque así se asegura de que el olor a tabaco de su boca quede impregnado en mí.

     Las chicas entran en cuanto lo ven salir para preguntarme… no, más exactamente para asediarme con sus erróneas conclusiones. Al menos lo hace Anika:

     —¿Qué coño os traéis vosotros dos? —Ella prefiere acusarme, no es capaz de ver que me froto la cara con toallitas higiénicas a falta de un estropajo que me arranque la piel a tiras—. Ese cerdo se ha ido de aquí colocándose bien la polla.

     Saberme todavía la protagonista de las fantasías eróticas que dominan los instintos de Mijail no me enorgullece en absoluto. Él ya dominó las mías una vez y no quiero que eso se pueda repetir.

     —No me hago responsable de lo pervertido que sea Mijail, ¡y deja de estar pensando que tenemos una relación o seremos nosotras quienes perdamos la nuestra!

     Siento que mi rostro, lamido por Mijail, arde. Perfecto, me miro al espejo para verlo, y si no fuera por el olor que aún puedo tragar, a perfume y tabaco, podría jurar que está limpio.

     —Deja tú de actuar de manera sospechosa con él y tal vez te crea —dice para marcharse a continuación, a golpe de melena.

     —Lo siento. —Jazmín habla y me acuerdo de su presencia—. A veces pienso que Anika está enamorada de él, y que esa hostilidad que le tiene no es más que su demostración de celos.

     —Cariño. —La consuelo con un abrazo—. De ser el caso, por la única que Anika sentiría celos de nosotros dos, es por mí y no por Mijail.

     Jazmín me mira sorprendida por la información. ¡Por favor, si solo tiene que ver cómo lo mira ella cuando coinciden! Hay asesinos confesos y reincidentes con miradas más inocentes y dulces que las de Anika a Mijail.

     —No lo sabía —dice contrariada.

     Pues verás cuando descubra las miradas que Anika le echa a ella.

     —Vamos, no sé qué locura pueda cometer hoy esta loca con las botellas.


     Cada sábado por la mañana la vuelta a casa tienen una nueva motivación. Acabado el viernes, que tanto odio, ya queda un día menos del fin de semana. Y anoche, en especial, fue una auténtica mierda que espero poder olvidar con mis próximas horas de sueño.

    La nueva discusión que tuve con Anika a cuenta de las botellas robadas y su despiste con las cámaras de seguridad del club, en las que podiamos quedar descubiertas, fue mi preocupación durante todo el turno, y francamente, estoy más agotada que cuando meneo el culo.

     Pero bueno, es sábado, y el buen rollo ha acabado por imponerse entre nosotras. Al salir del club  y sin poder estar más tiempo enfadada con ella, la invité a comer en la playa, y Jazmín nos acompañará como parte de la negociación de Anika para aceptar mi invitación.

     Ya en casa le mando un mensaje a Aurora en el que le digo que estoy subiendo por el portal, me tiene mal acostumbrada y quiero mis zapatillas cuanto antes, y por supuesto le he pedido también el desayuno a Tomás.

    Cuando llego a nuestra planta me hace gracia verlos ya en las puertas de sus casas. Espero que la vecina cabrona del C no salga para vernos reunidos a las ocho de la mañana que son.

     Las manos vacías de ambos me suponen un problema.

     —Estoy cansada y tengo hambre —les digo con gesto de queja infantil en la boca.

     —Eso ya no es novedad —asegura Tomás sonriendo.

     —Entonces habré hecho algo muy malo para que me castiguéis así.

     —Luego. —Aurora pone los ojos en blanco, apenada por mi show, jodidas gafas, ¡se ven de maravilla cómo los vuelve! —Tenemos una sorpresa que darte, el desayuno puede esperar.     

     —¿Y puedo mirar? No será nada asqueroso que tenga que tocar, ¿verdad?, ¿a qué huele?, ¿qué me vais a hacer comer?, seguro que lo adivino por el sonido.

     —Te dije que era malísima para recibir sorpresa, no tiene paciencia —le dice ella a Tomás.

     —Lo recuerdo de sus cumpleaños y por eso me divierte sorprenderla —contesta el otro riéndose de mí. Porque es tan cierto que no los dejo disfrutar de la espera de mis regalos.

    —Vamos, chicos —les digo yo—, no seáis malos y contádmelo ya.

    Y como la casa de Aurora es la que está más cerca, allá que entro sin ser invitada.

     Por lo pronto está tan cambiada que no parece la misma, el color serio de señora mayor, el beige pastel añejo, ha desaparecido de las paredes, casi que parece que la hubiera pintado yo en este siglo, los verde, naranja y blanco se distinguen en la entrada y el salón. Los muebles son tan blancos que no creo que Aurora soporte el reflejo del sol en ellos  por la debilidad de sus ojos, pero ¡a mí me encanta la luz!

     —Esa es la sorpresa, me voy a vivir con Tomás, tus maletas están en el dormitorio del fondo. La otra habitación te la he dejado para que hagas tus ejercicios, la barra la ponen la semana que viene. La cocina sigue siendo de gas, lo siento, y recuerda que no tengo aire centralizado, solo la consola del salón. Por lo demás, ni Tomás ni yo sabemos el resto de cosas que son tuyas, no hemos mirado en los cajones, pero si nos das permiso, mañana lo tienes todo aquí —me dice con un guiño de ojo falso. Esta ha visto lo que escondo para mis noches de soledad.

     —Ya la has hecho llorar, te dije que no lo soltaras así, mujer, ¿tú no respiras nunca?

     Y es verdad, con cada frase que decía Aurora se me iba encogiendo un poquito más el corazón en el pecho hasta que he terminado llorando, y no es por vergüenza de que haya visto mis juguetes sexuales, sino de felicidad.

     —¿Me vas a obligar a cambiar ahora, a la vejez? —le pregunta ella poniendo sus brazos en jarras—. A lo mejor ya te estás arrepintiendo de tener que soportarme, ¿no?

     —Has dicho soportarte, no caeré en tu trampa…

     He dejado a Tomás con la palabra en la boca cuando lo he abrazado para besarlo a continuación.

     Él me mira serio y, tras evitar sus primeras lágrimas, me dice con un beso suyo en la frente.

     —Tenía que agradecerte que te quedases aquí. Soportar a Aurora merecerá la pena.

     —Te he oído, el del audífono eres tú.

     Y Aurora calla cuando le beso la mejilla, como haría una auténtica hija.

     —Tú has compartido tu vida conmigo, era justo que yo te compartiera mi casa —comenta casi llorando.

     —De eso nada, que le vas a cobrar alquiler —agrega Tomás, desvelando el contrato no verbal que tendré con Aurora.

     —Cállate, o me vas a obligar a dormir en la otra habitación.

     Y cómo sé que discutirán como tanto les gusta hacer, los dejo a solas para descubrir mi nueva casa. La que pintada de colores me da la bienvenida a mi nuevo hogar.

     Mi teléfono:

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