Especial navideño 🎄
I hate accidents except when we went from friends to this
That's right, darling, you're the one I want
Paper rings ― Taylor Swift
Tres metros.
Sin importar desde qué ángulo lo observara, aquel árbol seguía midiendo tres metros. Simon estudió la brillante bola de cristal que sostenía en su mano derecha con una expresión de perplejidad y confusión ¿Cuántas más iba a necesitar para cubrir ese gigantesco pino? Tal vez una o dos docenas...
―Hacen falta bolas azules. ―Lyla, montada en la escalera de tijera, extendió la mano vacía hacia Simon―. Dame algunas.
Simon observó las cuatro cajas con adornos y reprimió un quejido. No entendía su sistema de organización. Los adornos no estaban ordenados por colores ni por formas, así que debía buscar una a una hasta dar con lo que le pedía.
―La caja amarilla ―le dijo Lyla.
Él no pudo contener el impulso de levantar ambas cejas. Las cuatro cajas eran amarillas.
―¿De verdad son necesarias? ―preguntó Simon.
«Por favor, di que no».
―Muy necesarias ―respondió ella―. ¿Deberíamos poner guirnaldas? ¿Tenemos guirnaldas?
―Lyla, compraste cuatro cajas de adornos. ―Simon amagó una sonrisa―. Estoy seguro de que debe haber guirnaldas.
Lyla se echó a reír y lo observó buscar las bolas azules en las cajas. No se había fijado hasta entonces que tenían el mismo color, lo que explicaba su tardanza. Presionó los labios y siguió observando su búsqueda afanada.
―Están ahí. ―Lyla señaló la segunda caja―. ¿Ya le dijiste a tu familia que iremos a la cena después de ver a mis padres?
―No he tenido tiempo. ―Extendió las decoraciones y Lyla, con mucho cuidado, las acogió. Puso la primera antes de escucharlo decir―: Reuniones y reuniones.
―Mis más grandes enemigos ―bromeó. Se paró de puntitas y la escalera tambaleó un poco. Simon se acercó para sostenerla―. ¡Mi héroe! ―lo alabó con una sonrisa socarrona.
Simon sacudió levemente la escalera, lo que provocó que Lyla gritara.
―Si me caigo, te vas a quedar sin novia ¿Eso es lo que quieres?
―No te vas a caer.
La mano de Simon se posó en la parte trasera de la pierna de Lyla, lo que provocó que diera un respingo. La sensación era cálida al tocarla directamente sobre la piel expuesta, cortesía del vestido rosa.
―No ayudas, pero tampoco dejas trabajar ―se quejó, aunque en su voz no había reproches.
Simon se echó a reír.
―Si no empezamos a tomarnos esto en serio, no acabaremos antes de la cena. ―Lyla colocó el último adorno que tenía en las manos, se frotó la espalda baja y suspiró―. No puedo creer que dejáramos la decoración del árbol para Nochebuena ―se cuestionó, aunque no sabía si a ella misma o a Simon.
―¿Te sorprende? ―repuso, burlón―. Tenemos un expertise en tardanzas.
―¡Pero nunca dejamos las decoraciones para el último momento! ―Comenzó a bajar la escalera―. Eso de que yo vivo en Croydon y tú en la ciudad nos está trayendo problemas de tiempo.
―Al Cesar lo que es del Cesar ―la atrajo hacia él al envolverle la cintura con los brazos―: pasamos más tiempo en Norbury que en nuestras residencias oficiales.
Lyla se echó a reír. Envolvió el cuello de Simon con sus brazos y le rozó la nariz con la suya. Los dos se quedaron en silencio, con sus bocas danzando entre el sí y el no; entre acercarse o alejarse. Lyla adoraba ese juego.
―Todavía nos quedan algunos huecos que llenar ―le recordó ella con una sonrisa ladeada.
―Hecho. ―La agarró con fuerza de la cintura y la levantó del suelo―. Dime donde.
Los gestos pícaros de Simon le provocaron a Lyla una estruendosa carcajada.
―Sé lo que estás pensando y no, eso no. ―Envolvió su cintura con las piernas―. Creo que lo que nos hace falta es concentrarnos en el trabajo o no lo terminaremos nunca.
―Solo estoy tomando pequeños descansos, tal como he venido haciendo los últimos años. ―Lyla silbó para advertirle de la cercanía al sofá, pero fue tarde. Simon se golpeó la corva con el borde y tambaleó. Por fortuna, logró recuperar el balance y evitar una caída―. ¿Ves? Acabo de tener un accidente en el trabajo. ¿Qué te cuesta darme un poco de cariño?
―Oh, pobrecito. ―Lyla hizo un mohín―. Dime donde te duele.
―Uf, la lista es larga. ¿Por qué no me revisas? ―Se dejó caer en el sofá sin soltarla―. Solo para descartar que me haya hecho un daño irreparable.
―¿Con o sin la intervención de las manos? ―Le rozó la barbilla con los labios―. Soy buena usando otras... cosas.
―No lo sé, descarada. ―Sonrió al notar que ella también lo hacía―. Sorpréndeme.
Pero la sorpresa no se la dio ella, sino el insistente tono de su teléfono celular cuya pantalla iluminada guio su atención hacia la pequeña mesa a su izquierda.
―Apuesto veinte libras a que es William ―dijo Simon.
―Cuarenta a que es Olive.
Ninguno ganó. Al estirarse y agarrar el teléfono, vieron que se trataba de una videollamada con Caleb.
―Hola, mocoso inoportuno ―lo saludó Caleb.
El menor de sus hermanos le devolvió el gesto con una sonrisa socarrona.
―Este mocoso inoportuno ha sido reclutado por la reina para reunir a sus tropas. Le informo que se acerca un batallón a sus líneas de batalla, su alteza.
―¿Cómo que un batallón? ―Simon se quitó a Lyla de encima―. ¿Ahora qué se le ocurrió a mamá?
―Tu suegra llamó para disculparse porque no podrá asistir a la cena de Navidad, por lo de su tobillo.
Simon asintió, frenético. Neri se había torcido el tobillo al caerse de una escalera mientras intentaba guardar las especias en los gabinetes superiores de la cocina. Los había llamado en la mañana para avisar que no podían viajar a la ciudad, así que ambos decidieron pasar primero a la casa de los Hastings y después al palacio.
―¿Has escuchado la frase de «si la montaña no va a la Mahoma, Mahoma va a la montaña»? ―le preguntó Caleb con una mueca divertida.
―En el caso de mamá sería «si la suegra no llega a la fiesta, la consuegra envía al batallón», ¿o me equivoco?
―La gente se vuelve sabia con los años. ―Lo que Simon interpretó como un «sí».
Lyla se atravesó y observó la pantalla.
―La casa de mis padres es relativamente pequeña. No sé si cabremos todos ¿No les molesta estar apretados?
―Para nada ¡Es Navidad! Nosotros llevaremos la cena. ¿Qué pueden traer ustedes: el vino especiado?
Lyla miró a Simon y este asintió.
―Perfecto, quedan apuntados. ―Caleb se inclinó sobre el escritorio e hizo una rápida anotación en el cuaderno frente a él.
Simon carraspeó.
―¿Mamá te tiene de secretario?
Caleb sonrió sin levantar la vista.
―Mágicamente se le olvidaron todos los empleados del palacio y ha decidido contratar los servicios de sus hijos. A William le ha tocado coordinar el viaje. Nos vamos en avión. ―Ralló la hoja con fuerza y miró a su hermano a través de la pantalla. Simon se percató de que estaba en su despacho gracias a la desorganización de su librero, cortesía de la descarada pelirroja que tenía casi mejilla contra mejilla―. Ya tengo que colgar. Todavía me falta llamar a Alex, a Madeleine y a tío Abraham. ¡Happy Crimble*, familia!
*Happy Crimble: forma en que los británicos se refieren a la Navidad
Lyla saltó del asiento en cuanto la llamada finalizó.
―¡Bien, arriba! Tenemos que terminar el árbol. ―Al percatarse de que Simon seguía sentado, lo agarró de la muñeca y tiró con toda la fuerza que pudo―. Simon, ¡levántate!
―No quiero. ―Esta vez él le sujetó la muñeca y la obligó a acercarse con suaves tirones―. Ya que la cena se trasladará a Croydon, tenemos un poco más de tiempo que podríamos perder.
―¡No! Debemos dejar el árbol listo antes de irnos.
―De aquí no me muevo.
Lyla se fingió alarmada, pero acabó cediendo a la carcajada. Era impresionante, y maravilloso, percatarse una vez más de lo mucho que Simon había cambiado en esos perfectos dos años de noviazgo. A veces le costaba creer que era la misma persona. De hecho, solían bromear constantemente diciendo que William y él habían intercambiado lugares.
Sonrió, orgullosa. Después de todo, Simon había cumplido cada una de sus promesas.
Se había deshecho de todas las cadenas que llevaba puestas y el mundo no había perdido a su príncipe perfecto, pero ella tenía al hombre: un ser humano que se permitía llorar cuando la presión externa lo abrumaba, que se tomaba descansos y se la llevaba de vacaciones los fines de semana. En su mundo lleno de prioridades, ella era la principal. No había transcurrido un solo día sin que le demostrara cuánto la quería.
Y Lyla estaba decidida a corresponderle con la misma intensidad.
―Simon ―Lyla lo miró con dulzura―. Mi parte favorita de la Navidad es decorar el árbol. Compláceme.
Se jugó una carta infalible: recorrer la curva de su garganta con el roce de las uñas. Simon era hombre a fin de cuentas, y Lyla era experta en tentar al heredero.
―Ah, bueno, está bien. ―Simon despegó los labios y cantó a todo pulmón―: I pick my poison and it's you!
Lyla lo acompañó sin importar cuanto pudiera desafinar. Lo único que les importaba era ser felices, y para eso no había que cantar bien, solo amar.
El mundo que los rodeaba desapareció de repente; incluso olvidaron las tareas incompletas. Simon se echó a reír cuando se le trabó la lengua al final del coro. Layla se levantó del asiento, lo agarró de la mano y le pidió que bailaran.
A muy pocas cosas Simon decía que no, pero a ninguna si la petición venía de su boca. Así, sin más música que la que ellos mismos cantaban, comenzaron a dar vueltas por la sala. No fue hasta pasada la media hora que decidieron dejar de tontear y terminar de decorar el árbol. Finalizaron con las cinco de la tarde encima y la calle oscura.
Lyla ya se había puesto la falda verde y la blusa negra de mangas largas. Se acercó a Simon, quien terminó de abotonarse la camisa blanca.
―¿Te gusta más este ―elevó unos pendientes de diamantes― o este? ―Le mostró unos de oro.
Simon agarró el reloj de la cómoda.
―¿Te vas a poner la bufanda? ―La señaló con la barbilla. La prenda estaba sobre la cama. Lyla asintió―. Los diamantes entonces.
Una vez que estuvieron listos, Simon le indicó al chofer que se dirigieran a la casa de los Hastings. El invierno estaba en su apogeo: las calles y las aceras se habían forrado de una nieve perfectamente blanca. Los edificios y los árboles secos brillaban por las luces de colores. Pasaron por debajo de tres arcos decorados que daban la impresión de transportarlos a una ciudad mágica.
Simon echó un vistazo a su acompañante; las luces brillantes se reflejaban en sus ojos color miel. En un parpadeo, su atención se desvió a ese punto blando y tentador que le encantaba. Dos años. Llevaban juntos dos años y parecía que se conocían de toda una vida. ¿Qué habría sido de él si no la hubiese conocido? ¿O si hubiera permitido que ella se fuera? Le dolía el mero pensamiento. Sacudió la cabeza. Se iba a asegurar de que algo así nunca pasara.
Simon frunció el ceño y observó que el coche doblaba hacia la derecha, en lugar de la izquierda.
―Ha tomado la calle equivocada ―le indicó al chofer.
Lyla le apretó la mano.
―Le he pedido que tome este camino. Quiero que vayamos a un lugar.
Simon levantó ambas cejas.
―¿A dónde vamos?
―Es una sorpresa. ―Le guiñó el ojo―. Estaciónese más adelante, por favor ―le dijo al chofer.
El coche se detuvo junto a la acera. Simon echó un vistazo al lugar a través y una sonrisa se asomó casi al instante. De ninguna manera podría olvidar aquel parque.
―¿Hay alguna razón para que mi nariz y yo tengamos miedo? ―le preguntó en tono jocoso.
―No. ―Lyla soltó una suave carcajada―. Quiero que demos un paseo antes de ir a la cena ¿Te parece bien?
Simon se remojó los labios y observó el inicio de la escalera. Un paseo implicaba extender el tiempo, y extender el tiempo significaba... Bueno, agonizar. Sus nervios no aguantarían tanto. Sin embargo, al voltear y ver el brillo de la ilusión en los ojos de Lyla, suspiró y asintió.
Bajó primero del coche, le tendió la mano y juntos comenzaron a subir las escaleras. La brisa helada calaba a través de la ropa, pese a que Lyla se había puesto unas medias negras y botines con el interior de lana gruesa. De cualquier forma, no importaba. La cercanía al cuerpo de Simon le proporcionaba un agradable calor que la hacía olvidarse del violento aire que se empeñaba en sacudir su pelo semirecogido.
―Se ve tan distinto con los árboles deshojados y el césped cubierto de nieve ―comentó Simon con su atención fija en el parque.
«Es cierto», pensó Lyla. Se veía un poco triste, y aún así estar allí le provocó una despampanante sonrisa. De no haber sido por lo que ocurrió en aquel lugar, ¿habrían corrido con la misma suerte? ¿El destino les habría permitido que se enamoraran? Ella quería pensar que sí. El lugar, el día... No importaba. Habían nacido el uno para el otro. Su parte más romántica estaba convencida.
―Aunque nos conocimos en mi taller, fue justo aquí donde nuestra historia comenzó ―rememoró Lyla.
Simon carraspeó para silenciar la carcajada, pero fue inutil.
―Cariño, ¡me golpeaste la nariz!
―¡Fue un accidente! ―Rozó la punta de la nariz fría de Simon con el dedo índice sin aminorar la marcha―. Lo curioso es que, quizá, si no nos hubiésemos topado esa noche, habríamos tomado rumbos distintos.
―Probablemente no. ―Simon llevó sus manos tomadas a su boca y la besó―. Habría sido diferente, pero con el mismo resultado. No imagino un futuro con otra persona que no seas tú.
Lyla suspiró. Le agarró las mejillas y lo besó, sacudidos por la brisa helada y la suave nieve que comenzaba a caer. Al apartarse, Lyla se distrajo mirando su encantadora sonrisa que tenía el poder de enloquecer los latidos de su corazón. Era tan feliz con solo verlo así. Tan feliz...
No quería que esa felicidad se acabara nunca. Añoraba una vida junto al hombre que quería, tener con él un hogar, hijos...
―Simon. ―Frotó sus mejillas con los pulgares―. Quería que viniéramos a este parque porque aquí hubo un cambio en nuestra historia. Lamento mucho lo de la nariz. ―El comentario hizo reír a Simon―. Sin embargo, lo que ocurrió después ha sido lo más maravilloso que ha podido sucederme. Llegaste a mi vida para ayudar a sanar mi corazón. Quería volver a enamorarme, pero en el fondo me daba miedo pasar por otra experiencia dolorosa. Estoy muy feliz de que fueras, eres ―corrigió―, la mejor segunda oportunidad que me ha dado la vida.
Simon recorrió la curva de su oreja con la punta de los dedos. Lyla cerró los ojos y se permitió sentir aquella caricia.
―Quiero darte algo ―le dijo ella sin abrir los ojos―. No puedo esperar a Navidad.
Cuando abrió los ojos, notó que Simon le concedía una sonrisa nerviosa.
―También pensaba darte el regalo de Navidad adelantado. De hecho, lo tengo justo aquí. ―Dio dos golpecitos en el pecho, en el lugar donde estaría el bolsillo interior del saco.
―Yo también. ―Logró abrir el bolso e introducir la mano a pesar de lo mucho que le temblaba―. Sé que no es lo usual, pero...
Simon arrugó el ceño sin abandonar la sonrisa.
―¿Qué no es usual?
Las mejillas de Lyla enrojecieron. Habría querido echarle la culpa al frío, pero el responsable era su nerviosismo. Podía sentir que sus manos sudaban incluso con los guantes puestos.
―Me has dado los dos años más maravillosos de mi vida, ¿lo sabías? ―Apretó la pequeña caja y, conteniendo el aliento, la sacó del bolso―. He crecido junto a ti como persona y como profesional. Has puesto el mundo a mis pies, tal como lo prometiste: y ese mundo eres tú. Quiero pedirte que me des el regalo de Navidad que he estado deseando pedirte durante todo el año. ―Abrió la caja sin dejar de temblar. Simon abrió los ojos al descubrir lo que contenía: un anillo de platino y oro―. Simon, ¿quieres casarte conmigo?
Simon no dijo nada mientras observaba el anillo, lo que inquietó a Lyla ¿Es que no pensaba hablar?
Para su sorpresa, Simon rompió el silencio con una carcajada.
―¿Me tardé mucho en pedírtelo? ―le preguntó con una sonrisa.
Las mejillas de Lyla enrojecieron aún más.
―¡No! Pero sé que no has intentado dar el siguiente paso porque quieres que continúe dando clases. Puedo enseñar de muchas maneras y sé como tu esposa estaré en una posición que me permitirá hacer cosas buenas.
―Entonces quieres casarte por los beneficios ―bromeó.
―¡No, tonto! ―Lyla se echó a reír―. ¿Me vas a contestar o no?
Pero no respondió. Metió la mano al interior del saco y extrajo un pequeño estuche de terciopelo rojo. Sacudió los hombros en un gesto juguetón, aunque su sonrisa rozaba la dulzura.
―Lyla Elizabeth Hastings, aceptaré casarme contigo ―extendió el estuche y lo abrió lentamente― si recibes este anillo.
Lyla jadeó, maravillada por aquella pieza espectacular. Se trataba de un anillo de diamantes blancos en los hombros y una piedra con una mezcla uniforme de naranja y rosa de talla princessa.
―Es un zafiro padparadscha ―le explicó Simon―, una piedra muy rara en la naturaleza, y en cuanto la vi pensé en ti. ―Le sonrió de una forma tan dulce que a Lyla se le humedecieron los ojos―. No hay dos como tú, aunque compartas la cara con Beatrix. ―Lyla se cubrió la boca con la mano para no echarse a reír―. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.
Lyla soltó un suspiro tembloroso al que reemplazó con una carcajada nerviosa.
―Sí. ―Intentó decir algo más, pero las palabras no le salían. Comenzó a saltar mientras se quitaba el guante izquierdo―. ¡Sí, quiero! ¡Quiero, quiero, quiero!
Simon sacó el anillo de la caja y lo deslizó por su dedo. Sus ojos se encontraron, pero ninguno dijo nada. Simon se quitó el guante derecho y el anillo se deslizó por su dedo anular. Le temblaban las manos y el corazón le palpitaba en la garganta. Cientos de ideas atravesaron su mente como perros rabiosos, provocando toda clase de disturbios en su pecho. Una extraña sensación lo invadió al observar sus manos y los anillos. No creyó que se sintiera de aquella forma: eufórico, sensiblero...
Y todo aquello valía la pena.
Valía la pena que se le alterara el pulso, se quedara sin aliento y le explotara el pecho de felicidad.
Por ella todo valía la pena.
Simon sonrió; Lyla imitó su gesto. Permanecieron en silencio observando los ojos del otro. Ni la brisa ni el frío que los arropaba era capaz de aplacar el calor que emanaba de los dos; un calor que provenía de ese amor que habían construido y preservado.
Se acercó a ella y la besó, conmemorando con broche de oro la noche que marcaría el inicio de una nueva etapa junto a ella. La helada brisa golpeaba sus mejillas, pero en aquel momento no importaba. Ni el lugar, ni la hora ni el frío.
Al separarse, Simon reposó su frente en la de ella. Su sonrisa no había menguado.
―Feliz Navidad, mi amor ―le dijo mientras rozaba el anillo de ella con la punta de los dedos.
Lyla sonrió, entrelazó las manos y le robó un beso.
―Feliz Navidad, mi amor.
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