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Epílogo.

Now that it's raining more than ever
Know that we'll still have each other
You can stand under my umbrella


Umbrella ― Rihanna


La taza rodó sobre la desordenada mesa y el oscuro café manchó los papeles que unos minutos antes Simon había ordenado con tanto espero.

―¡Lyla! ―refunfuñó mientras agarraba varias hojas del rollo de papel y secaba el café―. ¡Tienes tantas cosas en la mesa del comedor que parece todo menos una mesa de comedor!

Por supuesto, ella no lo escuchó. Apartó una de las sillas y a medida que limpiaba lo que había sobre la mesa los colocaba en ella. Por pura impaciencia observó que su reloj de muñeca marcaba que ya se habían pasado del mediodía por más de veinte minutos. Volvió a refunfuñar ¡Iba a llegar tarde a la reunión!

―¡Lyla! ―la llamó―. ¿Te falta mucho?

―¡Mientras más me presiones, más me tardaré! ―respondió desde el baño de la segunda planta.

Simon suspiró, observó los rastros del café y terminó sonriendo con resignación. No se podía esperar nada distinto de la convivencia con dos personas tan diferentes. Simon era ordenado, puntual y utilizaba los muebles según su funcionamiento. Lyla, por el contrario, era bastante desorganizada: tenía la ropa esparcida por la habitación, la mesa del comedor estaba a reventar con pequeñeces como sus maquillajes, las llaves del auto, una envoltura del chocolate que comió la noche anterior... ¡Y ni hablar de su talento para llegar tarde a cualquier lugar! Se ponía como loca en las mañanas, corriendo de aquí para allá, porque llevaba un retraso de mínimo veinte minutos.

Pero Simon la quería así: loca, impuntual y desordenada. Ante eso no había nada que pudiera hacer, solo resignarse y agradecer porque la tenía.

Y porque ella también lo quería.

Una vez que la mesa estuvo limpia, subió a ella lo que estaba en la silla y ordenó lo mejor que pudo. Volvió a suspirar. Podía escuchar los desenfrenados pasos de Lyla en la segunda planta, de modo que agarró una silla y se sentó.

Cruzó las manos sobre la superficie y continuó observando la propiedad donde, fielmente, pasaba los fines de semana con Lyla, y, a veces, uno que otro día en la semana. Su vida había cambiado bastante en el último año, aunque el cambio más pronunciado estaba en su corazón. Ahora era más feliz y palpitaba con más brío. Lo gobernaba un tremendo buen humor, se iba a la cama con menos preocupaciones y, para sorpresa de su familia, se tomaba pequeños descansos. Seguía siendo el príncipe de Gales y nunca fallaba a un compromiso, pero la balanza de prioridades se inclinaba más hacia sí mismo.

Recordó que una vez, en el pueblo de Hovelly, Lyla le había preguntado si era feliz. Sonrió ¡Cuánto había titubeado en ese instante! Deseó que le volviera a hacer la pregunta.

«Sí», le habría dicho. «Muy feliz».

Otra voz llenó su cabeza. Palmeó el bolsillo de su chaqueta, donde escuchó el crujido de un papel. Introdujo la mano y lo sacó: era una hoja blanca y arrugada doblada cuatro veces. La desdobló y observó su propia caligrafía.

El recuerdo de la voz de Phoebe llenó su mente.

«No seas tan equidistante. Diviértete un poco, disfruta la vida. Necesitas a alguien opuesto a mí, y yo necesito a alguien opuesto a ti. Necesitamos a alguien incompatible.»

Volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó una pequeña caja de terciopelo rojo, atada con una cinta blanca, que contenía un anillo de diamantes.

«Envíamelo como regalo», le había dicho, «cuando encuentres lo que aún ni siquiera sabes que estás buscando.»

Su boca se curvó por inercia y prosiguió a leer el contenido de su propia carta.

Querida Phoebe:

Esta noche he dejado a un lado mi título, mis prejuicios e imposiciones por primera vez en años para escribirte una carta. No echo de menos su peso: aunque sigue recargado en mis hombros, ya no me abruma tanto. He vuelto a disfrutar de la música y a escribir poemas de amor. Procuro cantar a todo pulmón de vez en cuando, a bailar y a mover los pies con desenfreno mientras trabajo. Supongo que mi tiempo como el equidistante de la familia ha llegado a su fin.

He contado la cantidad de compromisos a los que he llegado tarde en los últimos seis meses, desde que Lyla se convirtió de manera oficial y pública en mi pareja ¡Han sido catorce! Se me han perdido algunos calcetines y las camisas me quedan más ajustadas (en mi defensa, me resulta imposible no disfrutar de la comida que prepara). Mandé a colocar un piano en todas mis residencias y no me voy a la cama hasta haber tocado al menos una pieza. He vuelto a leer y ya descubrí nuevos poetas. Retomé todo aquello que en su momento me distraía, y ahora soy muy feliz. Mi único deseo es que tú también lo seas.

Tenías razón: lo que necesitaba era justamente todo lo opuesto a quien soy. Ahora que la encontré, me siento mucho más completo.

Gracias por haber sido una parte importante de mi vida. Ojalá que la vida te esté compensando por todas las buenas enseñanzas que dejaste en mí.

Simon dobló la hoja en dos partes más y la incrustó en la gruesa cinta que mantenía cerrada la caja. La observó como si se tratara de una gran revelación. Antaño, el anillo pretendía unirlo a una mujer que, si bien no amaba, le tenía el aprecio suficiente para creer que sabrían llevar un buen matrimonio. Ahora representaba algo totalmente distinto: una liberación, el fin a una tristeza que no llevaba en el rostro, sino en el alma.

Un nuevo comienzo.

Volvió a sonreír y se encaminó a la cocina.

―Señor Morris ―llamó al mayordomo. El alto hombre estaba ayudando a la cocinera a guardar la vajilla en los compartimentos de arriba―. Voy a salir dentro de unos minutos ¿Podría hacerme el favor de entregarle esto a la señorita Phoebe Gates en persona? La dirección está anotada aquí. ―Metió la mano en el saco y agarró un pequeño y estrujado papel.

El mayordomo aceptó con un asentimiento y una casta reverencia. Simon inclinó la cabeza y se devolvió a la sala, donde encontró a Lyla al final de la larga escalera.

―¿Me ayudas? ―Se dio la vuelta―. No puedo subirme la cremallera.

Simon se acercó y recorrió el largo de su tatuaje con el dedo índice. Lyla se estremeció, pero ya había hecho aquello muchas veces para saber que ya no temblaba de miedo, sino de placer.

―Te ves preciosa. ―Una vez que subió la cremallera, puso la mano en su vientre y la acercó con un pequeño tirón―. Haces que un hombre sensato, controlado y metódico como yo quiera mandar al carajo la reunión.

Lyla se sacudió ante su risa estridente. Volteó con lentitud y lo observó a ese par de traviesos ojos azules.

―A esta reunión no porque sé que es importante para ti.

Simon se quedó quieto para recibir el tierno beso. Tenía un maravilloso sabor a cariño y orgullo. Para ambos, era muy importante su relación, pero también cumplir sus sueños.

Y Simon estaba próximo a cumplir el suyo.

Lo cierto es que Lyla fue y seguía siendo su mayor inspiración. Su taller de pintura corporal ahora era una fundación a la que llamó «A mí no me calla nadie». Ahora no solo atendía a mujeres, sino a hombres, niños e incluso familias enteras. Como seguía dando clase en los días de semana, y con el aumento de las sesiones del taller, se dio cuenta de que ya no podía sola. De modo que contrató a varias voluntarias del mismo taller y pidió como requisito que se especializaran en terapia de dibujo. Ahora tenía en sus manos un inmenso proyecto que crecía día con día.

Su determinación inspiró a Simon a seguir sus propias aspiraciones. Así nació su fundación, «Mente Sana», dirigida a los jóvenes en esa complicada etapa de la toma de decisiones, con un definido enfoque en la salud mental.

―Ya estoy lista ―le anunció al apartarse―. ¿Nos vamos?

―Deberíamos habernos ido hace más de media hora. ―Le tendió el brazo―. Ya son quince eventos a los que me haces llegar tarde.

―Lo siento.

Se encaminaron hacia la puerta de entrada.

―Deberías. Has arruinado mi reputación.

Lyla se echó a reír. Simon, incapaz de controlarse, sonrió. Era muy fácil con ella.

Abrió la puerta de entrada y se detuvieron en el pórtico. La calle estaba húmeda y la lluvia, que no tenía intenciones de detenerse, cubrió el paisaje con un manto gris. El frío penetró por sus brazos desnudos. Se había olvidado de la chaqueta.

―Voy por ella ―anunció Simon, adivinando sus pensamientos.

Lyla se abrazó a sí misma mientras esperaba. A pesar del frío, el olor de la lluvia y el petricor era maravilloso. El otoño ya tocaba a sus puertas. Incluso los árboles ya habían comenzado a perder sus hojas y caían al suelo, formando una alfombra de múltiples colores.

La calidez de la chaqueta la cubrió. Un traqueteo metálico acompañó su regreso. Lyla lo observó con el ceño fruncido, pero, al descubrir el paraguas que sostenía sobre su cabeza, no fue capaz de contener la carcajada.

Se envolvió en torno al brazo que le ofrecía y se echaron a andar hacia el auto, cuya puerta se mantenía abierta gracias al chofer, con la seguridad de que si la lluvia le llegara a caer encima, Simon siempre le ofrecería un paraguas.

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