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Capítulo veinte.

―¡Gracias a Dios es viernes! ―masculló Wrenda, dejándose caer en el asiento del pupitre con un suspiro.

Lyla despegó los ojos de la pantalla de su computadora y la observó como si acabara de decirle que el rey Arturo Pendragon hubiera bajado de su caballo en el patio para reclamar su tierra.

―¿Es viernes?

Wrenda, que estaba tronándose los dedos, se incorporó y la observó extrañada.

―¿Qué día pensabas que era?

―No lo sé. ―Devolvió su atención a la computadora―. No he prestado atención al calendario.

Pero era una verdad dicha a medias. No quería prestar atención al calendario. El paso del tiempo era lento, lo que prolongaba una pesada agonía que ya llevaba varios días oprimiendo su pecho. Creyó que el trabajo, y el taller, serían suficientes para amortiguar los golpes de una despedida, aunque esta fuera inconclusa. Ella había dicho adiós; él, nada.

Observó a Wrenda de reojo. Estaba molesta con ella por algo que no tenía culpa: por distraerla mientras se esforzaba en no pensar. Pero ¿cómo iba a saber que se esmeraba en ignorar sus propios pensamientos? Nadie sabía que estaba pasando por una ruptura. Al final, no se hizo una sola publicación en la prensa sobre ella ni la habían señalado como la amante de Croydon. Tal vez Simon se hizo cargo. No tenía sentido que otro escándalo saliera a la luz cuando no había nada que proteger. Su silencio lo dejó muy claro.

Aún así, hubiese preferido una palabra. Los silencios de Simon dolían más que un golpe; dolían mucho más que Robin. Era fácil de comprender el motivo: lo mucho que quería Simon no podría jamás asemejarse a lo que alguna vez sintió por Robin. Por Simon sentía un amor indescriptible; una pasión que la quemaba. Creyó, por un corto y precioso instante, que había conseguido al hombre de su vida.

Su burbuja de felicidad reventó con el alfiler de ese filoso silencio.

Es que eso era lo más que la desesperaba ¿Por qué no podía decirle algo, cualquier cosa? Siquiera una mentira, una palabra incoherente, una excusa nebulosa... ¿Por qué había escogido el silencio? ¿Por qué siempre debía callar lo que sentía?

¿Por qué?

¿Por qué?

¿Por qué?

Estaba cansada de los «por qué».

―Me aburro muchísimo en el inicio de clases administrativo ―comentó Wrenda, incomodada por la falta de conversación―. Prefiero dar las clases que planificarlas.

―No tengo problemas con la parte de planificarlas, solo que el tiempo nunca me da, y como tengo el taller...

―Claro, lo tuyo es diferente. Lo mío es la falta de ganas.

Lyla la miró.

―¿Ya te sientes cansada de ser maestra?

Wrenda se echó a reír.

―No, claro que no. Supongo que mi falta de ganas se debe a otras cosas.

―Mm. ―Le dio a guardar al archivo y después envió los documentos al correo de la biblioteca para que los imprimieran―. Debo buscar unos papeles que envié a impresión ¿Por qué no vienes conmigo y hablamos en el camino?

―No, no, déjalo. ―Wrenda sacudió la mano―. Puedo con mis asuntos.

―¡Vamos! ―Sonrió con picardía―. De paso saludamos a Frederick ¿No quieres?

El sonrojo en las mejillas de su compañera respondieron que sí, de modo que ambas se marcharon del salón rumbo a la biblioteca.

―¿Tienes problemas con tu ex esposo? ―aventuró Lyla mientras cruzaban el pasillo.

―No, para nada. Nos divorciamos en buenos términos, compartimos la responsabilidad del niño y se encarga de pagar una manutención cada mes sin fallar. ―Movió la cabeza―. Mi problema no es con él.

―¿Entonces? ―Subieron la escalera en forma de ele.

―Verás... ―Juntó los dedos y descansó las manos contra el vientre―. Me estoy viendo con alguien desde hace unos meses. Ha sido paciente, comprensivo y muy atento. Sabe que todavía estaba pasando por el divorcio y que no estaba lista para entrar en otra relación.

―¿Por tu hijo o por ti?

―Por los dos ―respondió―. Emocionalmente no estaba preparada.

―Pero ahora sí ―intuyó Lyla.

―Sí. ―Asintió―. El problema es mi hijo. Su padre tiene una pareja y no está contento con esa situación. Cuando regresó de su semana con él, me prohibió que yo saliera con alguien que no fuera su padre. No sé cómo introducir a esta persona en nuestra complicada dinámica familiar ¿Debería pedirle orientación a un psicólogo?

―¿Brandon no estaba viendo a uno?

―No. ―Volteó a verla―. ¿He hecho mal? Su padre y yo hablamos con él y no había tomado tan mal la separación. Al principio se resistió un poco, porque le daba miedo no ver a su padre, pero después de un tiempo se calmó y no consideramos necesario que fuera a un psicólogo.

―Creo que la primera movida es que hables con Brandon. Tiene once años y siempre me pareció un niño muy maduro. Si la situación persiste, tal vez lo conveniente sea buscar asistencia. ―Se detuvieron frente a la puerta de la biblioteca―. ¿No has pensado en algo que esta persona y tu hijo tengan en común? Podrías utilizarlo para que compartan tiempo juntos. Normalmente, mientras más cosas en común tengamos con una persona, más afines somos con ella.

―Pues... Él es un coleccionista de arte pop, y a Brandon le gusta el dibujo. ―Una idea repentina iluminó el semblante de Wrenda―. Lyla, cariño ¿Hay alguna posibilidad de que podamos asistir a uno de tus talleres?

―Pero es de pintura corporal ―le dijo levantando una ceja y después la otra.

―¡Lo sé! Pero arte es arte, ¿no? ¿No das talleres para la familia?

―No ―pero al decirlo, recordó la propuesta de Levi y Vivian sobre expandir el taller y permitir que hombres, niños o el núcleo familiar participaran de las sesiones. Incluso le vino a la memoria aquella mujer, Audrey, que deseaba traer a su hijo a una. Recordaba haberle prometido pensar en un día familiar.

Lyla intentó agarrar el pomo de la puerta, pero los dedos se le resbalaron. Miró al techo e imaginó que venía algo más: unos hilos divinos que presentaban ante ella distintos eventos ¿Era aquello una señal de que lo correcto era expandir el taller? ¿O solo meras casualidades?

Audrey.

Vivian y Levi.

Y ahora Wrenda.

Tal vez no eran casualidades, sino señales. La idea de expandir el taller y de ayudar a mucha más gente la llenó de ilusión. Sonrió.

―No todavía ―se retractó. Abrió la puerta de un tirón―, pero pronto.

Al entrar, vieron a Frederick junto a la fotocopiadora ordenando los papeles.

―Esto tiene pinta de ser tuyo. ―Se los entregó y Lyla los recibió con una sonrisa―. ¿Es la planificación de las clases del mes?

―Lo son ―respondió con una sonrisa de orgullo.

―¡No puedo creerlo! Vas a entregarlas en la fecha que corresponde, ¡y del mes entero!

Lyla lo golpeó en el brazo con los papeles mientras reía.

―Soy una mujer responsable con su trabajo.

―Claro. ―Frederick hizo un gesto burlón―. La que nunca llega tarde, la que todo entrega a tiempo...

―He puesto mis prioridades en orden.

Frederick rio, asintió y después sonrió. Fue todo cuanto pudo disimular. Su mirada se desvió hacia Wrenda y la sonrisa se ensanchó con timidez. Wrenda le correspondió de la misma manera. Lyla sentía que sobraba.

―Bueno ―retrocedió dos pasos―, ya debo irme. Pondré los planes en una carpeta y se los entregaré a Maura ¿Nos vemos en el almuerzo?

Ambos respondieron con un escueto «por supuesto» y se marchó. Lyla contuvo el impulso de echarse a reír en sus caras ¿Estaban intentando disimular? Porque, de ser así, su fallo era estrepitoso. Aunque Wrenda se había esforzado en hablar en clave, evitando mencionar el nombre de Frederick, le resultaba más que evidente de que hablaba de él ¡Incluso él le había dicho varios meses atrás que esperaba que Wrenda le diera pronto una oportunidad! Deseaba de todo corazón que pudieran sobreponerse a los obstáculos. Hacían una bonita pareja.

Lyla se sostuvo de la puerta, sintiéndose de pronto agotada. Ese dolor seguía apretando su pecho con una crueldad inexplicable ¿Por qué no la dejaba ya? ¿Es que acaso no sabía que la estaba asfixiando? ¿Cómo iba a continuar con su vida si a cada rato sentía que el peso de su ausencia la aplastaba? Aquello era casi cruel. Cuando por fin había vuelto a abrir su corazón, le fue imposible sostenerlo ante una nueva caída. Esa herida tardaría mucho tiempo en sanar, sino es que la vida entera. Un amor de esa magnitud, una pasión como esa, no se podría desprender de ella tan fácilmente.

«Tienes que poder», se recriminó con lágrimas en los ojos. «Es tiempo de seguir adelante».

Abrió la puerta y recorrió el camino de regreso a su salón casi arrastrando los pies. Se abrazó a los papeles y clavó la mirada al techo, a la presencia divina que la observaba.

―Por favor ―suplicó en un susurro―. Te lo suplico, ayúdame.

Pero, a pesar de su fe, no podía dejar todo en manos de Dios. Acudió a su memoria un proverbio chino: «Da a un hombre un pescado y comerá un día. Enseña a un hombre a pescar y comerá el resto de su vida.»

Tenía que poner de su parte. Le quedaban muchas metas y sueños por alcanzar, y no podía hacerlo con la cabeza baja. La escuela, el taller... Ocupar su tiempo, y su corazón, en algo que la hacía feliz, se convertiría en la cura para su dolor.

Una vez que llegó al salón, agarró su teléfono y le escribió un mensaje a Levi:

Envíame la propuesta del taller.

La satisfacción burbujeó en su pecho. Estaba ansiosa por ver crecer algo que ella misma había construído. Ver el recogido de los frutos después de tantos esfuerzos estaba segura de que valdría la pena. Esperaba ―o deseaba, más bien― que fuera suficiente para aplacar el dolor en su corazón, aunque en el fondo añoraba que el remedio para curar su mal se apiadara de ella.

Sacudió la cabeza. «Es tiempo de seguir adelante», se repitió. Con ese peso en su alma, regresó al trabajo.

Simon golpeó el andamio de acero con el pulgar. El sonido del choque contra el metal rebotó por el salón de demostraciones. Una maqueta bastante elaborada se exhibía en el centro mientras dos estudiantes terminaban de montar la torre de una catedral.

―Es la Catedral de Canterbury ―le explicó el coordinador académico al percatarse hacia dónde se había desviado la atención de Simon. Asintió a modo de agradecimiento―. Los estudiantes prepararon la maqueta el año pasado y exhibimos la mejor durante el Open Day.

―Es preciosa, señor Bardhan ―comentó Phoebe junto a él con una sonrisa.

Simon intentó sonreír. No quería opacar su felicidad. Era más que evidente de que era el lugar al que tanto deseaba pertenecer, y no era capaz de arruinárselo.

Lo había llamado casi una semana antes para que coordinaran la visita a la universidad. Simon había olvidado por completo la promesa que le hizo al terminar su relación: que la ayudaría a ingresar a la Universidad de Cambridge. Aceptó de inmediato, no solo porque no faltaba a una promesa, también porque le guardaba un gran cariño y quería que cumpliera sus metas.

Además, una distracción no le vendría mal. Cualquier cosa que lo ayudara a calmar un poco el cataclismo dentro de su cabeza era bien recibido.

―El término inicia en octubre ―explicó el coordinador―. He revisado los documentos de admisión y todo parece en orden. Solo nos falta la entrevista. ―Le extendió a Phoebe un sobre blanco―. Sus documentos personales.

―¿Cuándo podremos hacer la entrevista? ―preguntó Phoebe.

―Tendría que revisar la agenda. ―Simon levantó las cejas. El coordinador, al fijarse en su gesto, esbozó una sonrisa nerviosa―. O podríamos hacerla justo ahora ¿Estará disponible?

Phoebe observó de reojo a Simon. Lo conocía lo suficiente para saber que había intervenido en el brusco cambio de planes, aunque no se hubiese percatado del modo.

―Por mí encantada.

Hora y media después, Phoebe abandonó la oficina abrazada al sobre.

―¡Entré al departamento, Simon! ―Saltó a sus brazos―. ¡Voy a ser arquitecta! ¡Estoy tan feliz!

Simon la recibió con una genuina sonrisa de felicidad que, por desgracia, decayó demasiado pronto. Ni siquiera podía mantener un gesto alegre, y pensar que antaño era un experto en disfrazar cualquier emoción ¿Qué se había roto dentro de él? Quiso soltar una risa amarga. Vaya pregunta absurda...

―Estoy convencido de que no necesitabas mi intervención. ―Le ofreció el brazo y juntos emprendieron una caminata lenta por los corredores de la universidad―. Eres una mujer brillante.

―No quería que vinieras para que movieras las fichas por mí. Confío en mi intelecto. ―Se aferró a su brazo con fuerza―. Quería que estuvieras conmigo en este proceso. Eres la persona que más cree en mí.

―¿No le gusta a tu padre lo que escogiste como profesión?

―Sigue un poco renuente a la idea, porque pensaba que me convertiría en abogada como él hasta que tú y yo nos casáramos, pero sé que con el tiempo lo haré cambiar de opinión. Deseo esto con todas mis fuerzas, y cuando la gente me vea triunfar, no tendrán más remedio que aceptarlo.

Simon tragó saliva. No quería pensar en ella. Santo Dios, de verdad que no quería, pero simplemente no podía evitarlo. Echaba de menos ese espíritu persistente que la caracterizaba, su risa contagiosa, su ingenio, su olor... Echaba de menos tantas cosas que lo ponían enfermo ¿Cómo iba a desprenderse de su recuerdo?

―También quería saber cómo estabas ―la escuchó decir. Simon se aferró a la conversación con una necesidad que rayaba en la desesperación―. Independientemente de que nuestra relación terminara, te guardo mucho cariño y me gustaría conocer lo que has estado haciendo todo este tiempo.

La observó de refilón con un gesto curioso.

―Has visto los periódicos ―elucubró.

Phoebe se delató con una carcajada.

―No puedes culparme. Te conozco y eres la persona más cuidadosa con la que me he relacionado. Me sorprende todo lo que he estado leyendo sobre ti y la amante de Croydon.

El corazón de Simon dio un doloroso salto.

―Ya no existe la amante de Croydon ―masculló con amargura.

―Pero existió, y eso es lo sorprendente. Debió ser una madre tierra, porque un terremoto de tu magnitud es casi imposible de aplacar.

Recordó el eco de su risa cantarina. Lyla habría encontrado gracioso ese comentario.

―Es que ella era una fuerza de la naturaleza también ―comentó, desganado. Le pesaban las piernas. Un deseo abrumador de desplomarse lo invadió de repente.

―¿Era? ―preguntó, angustiada.

―Dejé que se fuera.

Phoebe frunció los labios. Continuaron el recorrido en silencio, observando de vez en cuando el vaivén de la gente. Un montón de ruidos inconexos acompañaron al murmullo de las hojas. Era una tarde de verdad preciosa. El sol estaba puesto sobre sus cabezas y el césped festuca brillaba como esmeralda líquida. Era uno de los favoritos de Simon: soportaba los climas extremos ―tanto fríos como cálidos― y los pisoteos, dos características que él no poseía. Simplemente ya no soportaba nada.

―¿Sabes por qué me tardé tanto tiempo en decidir venir e inscribirme a la universidad?

Simon negó con un movimiento de cabeza.

―La parte más difícil de querer algo, o de desearlo con todas tus fuerzas, es el miedo. ―Ambos se miraron de reojo―. Todos en mi familia son abogados. Estaba casi escrito que yo también lo sería. Sin embargo, mis intereses estaban en la arquitectura. Querer cumplir con las expectativas de los demás es aterrador. Es una decisión que va a cambiar tu vida para siempre: ¿hago lo que los demás esperan o lo que me hace feliz?

Se detuvieron en la entrada de la universidad, donde el chofer los esperaba con la puerta abierta. Phoebe soltó el brazo de Simon y le frotó los antebrazos con cariño.

―Sí quería verte para saber cómo estabas, y he encontrado a un hombre muy diferente al que creía conocer. Me parece que la vida te dio la medicina que necesitabas para curar tu mal, pero, como el hombre terco que eres, le has dicho que no la necesitas porque no estás enfermo. Dicen que por amor nadie se muere, pero a veces se les olvida que del amor nadie sale ileso, y eso es casi una sentencia de muerte. ―Apretó sus antebrazos―. Sé sincero, no conmigo sino contigo: ¿la dejaste ir porque era lo correcto o porque tenías miedo?

Simon despegó los labios y soltó el aire de golpe. Intentó pedirle que no lo obligara a pensar más. Su cabeza no aguantaría otra violenta intromisión de recuerdos. Pero allí estaban otra vez, intactos, las miles de memorias que se habían quedado con él. La calidez de su piel, la textura de su cabello rojizo ―un color que lo obligaba a fijar su atención en ella―, el eco de una risa, la curva de su sonrisa, el murmullo seductor al decir su nombre, la forma en que una mirada suya lo volvía fuego líquido, derretido bajo sus pies.

La había dejado ir para que cumpliera sus sueños, porque quería verla realizando todas las metas que tenía pendiente, y su título tarde o temprano los truncaría.

¿Para eso tenía tanto poder? ¿De eso le servían sus títulos? ¿Es que no había nada que pudiera hacer más que resignarse a que debían estar separados si quería que fuera feliz cumpliendo sus sueños?

¿Y de verdad había permitido que un título lo sumergiera a la infelicidad por el resto de su vida? ¿Así de débil era que algo intangible ejercía poder sobre él como si fuera una triste marioneta a merced de un titiritero sin alma? Se había quedado callado mientras su gran verdugo levantaba el hacha por encima de su cabeza.

¿Estaba a tiempo de evitar la sentencia?

Phoebe sonrió ante la centelleante determinación que descubrió en su mirada.

―Regresaré a casa por mi cuenta. ―Le dio un beso en la mejilla―. Tengo a alguien esperando por mí. ―Señaló al auto blanco estacionado al otro lado de la calle―. Quiero pensar que saldrás de aquí a enfrentarte a esa fuerza de la naturaleza que sacudió tu centro. ―Frotó su brazo―. Por favor, no pierdas lo que más amas por el miedo o por satisfacer a los demás. Nadie va a agradecer que sacrifiques tu felicidad, y francamente no lo vale. Solo tenemos una vida y hay que vivirla con una sonrisa.

«Solo tenemos una vida», fueron las palabras que se repetían en su memoria mientras la veía marcharse. Incluso cuando subió al auto y la perdió de vista, su voz continuó taladrando su cabeza. «Solo tenemos una vida». ¿Y cómo quería vivirla: como un príncipe o como un hombre? ¿Acompañado de la soledad de una corona o con ese fuego que emanaba de su espíritu? ¿Sumergido bajo el ruido de las voces parlamentarias o el sonido de su estrepitosa carcajada?

La prerrogativa se resumía en una única pregunta: ¿Quería pasar el resto de la vida solo o con Lyla?

Y la respuesta llegó con la caricia de la brisa.

Sus pies, con la vitalidad repentinamente recuperada, se encaminaron hacia el auto. Le pidió las llaves al chofer. Necesitaba conducir, tomar el control. Sus propias manos lo guiarían hacia la respuesta de su pregunta.

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