Capítulo once.
―Mm. No hay nada como el té inglés.
Julian, el vizconde Iverson, inhaló el líquido caliente y sonrió. La taza blanca contrarrestó fuertemente con su piel acaramelada, resultado de largas horas bajo el sol.
―Pudiste haberme pedido una copa de coñac ―Simon esbozó una sonrisa― y lo único que se te antoja es un té.
―No sé qué tiene de especial, pero el té que preparan aquí es el mejor que he probado en toda mi vida.
Un bufido captó la atención de los dos.
―Los nobles y sus caprichos ―Sam, el chofer de Simon, agarró uno de los pasteles circulares de la bandeja y lo olfateó―. No sé qué es esto.
―Es chokladboll, inculto ―respondió Julian con una mueca burlona―. Es un postre de Suecia.
―¿Y eso de chokla-lo-que-sea, qué es?
―Son bolitas de cacao y azúcar. ―Tras una pausa, añadió―: ¡Ah! Y vainilla.
Sam observó el postre con escepticismo. Al final, sacudió los hombros y le dio una mordida. No hizo expresión alguna mientras lo degustaba.
―Está bueno ―decidió con un asentimiento.
―Debe ser el primer postre extranjero de los que he traído que te guste. ―Y haberlo conseguido dotó de orgullo a la voz de Julian―. Tu paladar es el más exigente.
―No es exigente. ―Se acomodó los pantalones y tomó asiento―. El tuyo es exótico.
―Mm. ―Sonrió con picardía―. Si vieras que tanto. Con lo que me gustan las rubias ―se frotó la barriga― y en Suecia las había por doquier.
―Las hay en todas partes ―apostilló Simon―. Son bastante comunes.
Sam tosió para ocultar una carcajada.
―Que jodidos debe ser temerle al fuego pero que te gusten las llamas, ¿eh?
Julian aprovechó la intervención para abundar en el tema.
―Simba, ¿es cierto que tienes una amante? ―Agarró la tetera y sirvió otra taza―. Ya entiendo por qué la tertulia dos siglos atrás era un entretenimiento. La curiosidad y el té saben muy bien juntos.
Sam alabó su ingenio con una carcajada; Simon, con una mirada ceñuda. Julian y Simon se conocían desde pequeños. Su padre era un conde, aunque la fortuna de su título era menor que la mayoría, y Julian portaba el título de vizconde por cortesía. Desde que tenía uso de razón, Julian le dio el apodo de «Simba», por ser el hijo de un buen rey, y con el tiempo Simon comenzó a llamarlo Pumba. Evidentemente, Sam se ganó después el mote de «Timón» en cuanto comenzó a relacionarse con ellos de manera más... «íntima». Aunque era su chofer, Simon lo trataba más como un amigo. Y así permaneció en el grupo, tanto así que Julian extendió el lazo de amistad.
―Yo no tengo una amante ―decretó Simon.
―Pero podría tenerla pronto ―masculló Sam con la boca llena. Había agarrado otro postre.
―¡Por favor! ―Simon rezongó―. Me conocen bien. No voy por la vida teniendo amantes. Mucho menos dejando pruebas.
―Pero si vieras de lo que te has perdido... ―le susurró Sam a Julian.
―¿Qué? ―Julian se inclinó.
―La semana pasada vino de visita una peculiar aparición. Una mujer. ―Hizo una pausa dramática―. A visitar a Simon.
―¡No ―Julián exageró la voz―. A Simon nunca lo visitan mujeres.
―También me sorprendió. ―Asintió.
―Los estoy escuchando ―dijo Simon, en vano. La conversación siguió.
―¿Y qué pasó? ―preguntó Julian antes de llevarse la taza de té a la boca.
―La aparición misteriosa lo llevó al jardín, y ve a saber qué le dijo o que le hizo, porque al regresar al palacio estaba más blanco que un papel.
Simon tragó el alambre de púas que tenía en la garganta, y como era de esperarse perdió la voz. Ese jardín... Ya no podía verlo como un espacio tranquilo y liberador sin que abriera sus fauces y le grita el nombre «Lyla Hastings». No sabía si le estaba agarrando odio o temor, y no solo a él, sino a todos los espacios y personas que se la recordaban. Lo que tenía esa mujer para cubrir tanto terreno en poco tiempo era un auténtico misterio. Hasta había conseguido que sus hermanos fraguaran un engaño masivo para darle la tarde libre y que así pudiera recibirla. Que ellos cayeran bajo sus trucos de hechicera era comprensible, pero él... ¿Dónde quedaba su sensatez? ¿En qué cajón y con qué llave se la habían guardado?
Los odió a ambos por socavar en su memoria y hacer que pensara en ella.
Estuvo esperando esa reunión desde que supo que Julian volvía de su viaje. Una reunión con amigos era lo que necesitaba para evitar pensar en... ¿Cómo la había llamado Sam? Una peculiar aparición.
Una aparición que no había visto en más de una semana ¿Quién diría que su petición de no enviar a sus primos a la cárcel iba a requerir tanto papeleo? Y ni siquiera estaba seguro de estar tomando la decisión correcta. Tal vez estaban premiando a un ladrón. Tal vez se estaban aprovechando de la bondad de Lyla para salir impunes del delito. Ante la duda, lo mejor que pudo hacer fue pedir que los investigaran.
Creyó que con eso era suficiente y que podría volver a la seguridad de la distancia. Era una pena que Lyla no estuviera dispuesta a permitir que reconstruyera las fronteras. Cada vez que le llegaba un mensaje, una piedra recién puesta caía a sus pies.
Observó la palma abierta de su mano. A varios días de su reunión, todavía podía percibir el calor del contacto con su piel. Todavía recordaba el olor de su perfume, el vaivén de la seda roja de su pelo, la dulce aunque tórrida miel de su mirada... Y lo mucho que le había costado recordar como respirar. Hasta su errático corazón le había fallado, pulsando, el muy difícil, a un ritmo doloroso. Incluso ahora, después de días, sus manos le sudaban y se le acortaba la respiración al descuidarse y pensar en ella.
―Me voy de viaje y Simba se pone a cazar leonas ―bromeó Julian.
―¡No estoy cazando leonas! ―se defendió el aludido―. Dejen de esparcir chismes que para eso ya tengo a la prensa.
―Mm ¿Y de dónde sacó la prensa que tenías una amante?
Simon intentó tajear la conversación, pero en cuanto Sam abrió la boca, le relató punto a punto lo que había acontecido durante los pasados meses. Más que chofer, parecía un reportero de chismes.
A pesar de que sus desgracias eran el centro de la conversación, la escena en sí era comiquísimas: dos hombres completamente opuestos comían postre y bebían té recién preparado mientras se contaban los escándalos. No había grandes diferencias entre un noble y un trabajador después de todo, no al menos cuando al cotilleo se refería.
―¿En serio me usaste para cubrir el incidente con tu nariz? ―Julian movió la cabeza con fingida decepción―. Que fea actitud, Simba. No puedo creer que mancharas mi reputación para pulir la tuya.
―No seas tan exagerado. ―Simon frunció los labios para contener una carcajada―. De todas formas, nadie me creyó.
―¿Y no piensas decirnos qué, o mejor dicho quién, te puso morada la nariz? ―Sam enarcó la ceja derecha. «Desgraciado», masculló Simon en su mente. «¿Por qué tú puedes y yo no?».
―Eso es algo que solo nos compete a mi atacante y a mí. ―Resopló―. Y a mi padre, por supuesto.
―Bah. ―Julian dejó la tasa en la mesa―. Detesto que me digan información a medias. De ahora en adelante, limitaré mis viajes. ―Dibujó una sonrisa sardónica que acompañó a la mirada traviesa―. Que Simba esté cazando leonas no es algo que se vea todos los días.
Simon hizo ademán de propinarle un golpe, pero se devolvió al asiento al ver que Rachel ingresaba a la habitación.
―Ya está lo que me pidió, pero antes de que se me olvide, su hermana me pidió que le recordara que debe escoger el traje para la gala de aniversario de Prohibido callar. ―Al percatarse de que no estaban a solas, Rachel sonrió a los invitados y asintió―. Milord. Señor Hackley. ―Saludó al chofer con una sonrisa más amplia.
Sam se hundió en el sofá con las mejillas coloradas.
―Señorita Canning.
Simon tosió para disimular la carcajada; Julian, como era de esperarse, no.
―¿Qué tienes para mí? ―preguntó Simon para salvar al pobre chico antes de que la cara le explotase.
―El niño se llama Ollie y fue diagnosticado con autismo severo hace poco. Los padres lo han puesto en unas terapias que son muy costosas y no pueden ser pagadas a plazos.
Si debían pagar cantidades elevadas de un solo tajo, eso explicaría las medidas poco éticas que fueron adoptadas por la pareja, aunque de igual manera no eran justificables.
―¿Qué hay de los padres?
Rachel consultó su tableta:
―Perdieron el empleo antes del diagnóstico. Trabajaron en una pequeña floristería hasta que cerró por problemas con los permisos. Los dos están hasta el tope de deudas. Dejaron de pagar algunas cosas por las terapias del niño y hay una orden de embargo para el departamento. Llevan meses sin pagar aunque han prometido varias veces que al fin de mes pagarían.
―¿A quién le corresponde tanta tragedia? ―curioseó Julian.
Simon agitó la mano.
―No intervengas.
―Estoy en medio de la conversación. ―Descansó la pierna en su regazo―. Además, estás violentando un montón de derechos al discutir el perfil clínico y socioeconómico de un menor y sus padres. ―Acomodó ambos brazos en el respaldo del sofá―. ¿Eres William, por casualidad? Porque no estás actuando muy... tú.
―Y tú estás actuando muy abogado.
―Lo que soy. ―Asintió pausadamente.
Simon sacudió la cabeza.
―Es un asunto que tengo bajo control.
―Bueno, si de algo te sirve, conozco una clínica que ofrece terapias para niños autistas que ayuda a conseguir asistencia económica a padres y niños de bajos recursos. Trabajé con ellos en un caso.
Simon se rascó la barbilla.
―¿Puedes conseguirme una cita por teléfono?
―Claro. ―Julian sacó el teléfono del bolsillo interior del saco―. ¿Para cuando?
―Para hoy. Ahora mismo si es posible.
Julian silbó.
―Te has vuelto más exigente, Simba. Tal vez, en lugar de cazar leonas, una de ellas debería cazarte a ti.
Al día siguiente, tuvo todo resuelto: el papeleo, una cita presencial pautada con la clínica, la reunión con los abogados y uno que otro personal de la organización. Solo quedaba notificar a Lyla, hablar con sus primos y, al final, consultar con Olive la decisión que quería tomar. Conociéndola tan bien, sabía que iba a conmoverse con la historia del pequeño y acabaría por ceder. De todas maneras, no quería ―no podía― decidir por ella. Su hermana tendría la última palabra.
En la mañana del viernes, decidió cambiar el orden de sus acciones y visitó el despacho de su hermana que, tal como sus personalidades, era muy distinto al suyo. Todo era blanco, gris claro y oro rosa. Los únicos pintos de color que sobresalían a simple vista eran los dos ramos de rosas amarillas en la mesa blanca pegada a la pared gris.
―¿El incendio llegó a esta parte del palacio?
Simon se detuvo de golpe en medio del despacho, un poco sorprendido y aturdido.
―Nunca vienes a mi despacho a menos que sea por una emergencia ―explicó Olive con una sonrisa divertida. Lo invitó a sentarse con un movimiento de la mano―. Habría pensado que eras William si...
Un soplido caliente le revolvió el cabello que cubría la oreja derecha de Simon. Se dio la vuelta en el asiento y contempló un rostro idéntico al suyo a menos de dos pulgadas de su mejilla.
―Hola, primor ―lo saludó su hermano. Simon se hundió en su asiento cuando le revolvió el cabello―. Mi niño bonito recordó que sus hermanos tienen despacho. ―William fingió un gemido de terror―. ¿Se te ha quemado la oficina?
―No. ―Esbozó una sonrisa socarrona―. Yo cuido muy bien mis cosas.
―Ajá ―musitó con escepticismo―. Lo que el señor diga.
―¿Puedo ayudarte en algo? ―le preguntó Olive.
―¿Otro cambio de agenda? ―Los ojos de William brillaban con su habitual picardía―. Me resulta divertido ver que la gente ni sospecha que estoy tomando tu lugar.
―No ―respondió con firmeza. Recordó los documentos en su mano y los descansó sobre las piernas cruzadas―. Se supone que crecimos y somos adultos responsables.
Hubo un breve silencio que William y Olive rompieron con una sonora carcajada.
―¿Y si le decimos a mamá que la idea de intercambiarnos surgió por una idea tuya, adulto responsable? ―le recriminó William, limpiándose las lágrimas con el dorso del dedo índice. Todavía se sacudía por el remanente de la carcajada.
―Eso fue hace años. ―A Simon se le pusieron las orejas coloradas―. Ya crecí. Maduré.
―Cállate, limón agrio. ―Olive le sacó la lengua―. «Ya crecí, ya crecí» ―imitó pobremente la voz de Simon―. Si a eso viniste, saca tu trasero de mi asiento y adiós. Estamos ocupados.
―Necesito consultar un asunto contigo. ―Simon abrió la carpeta negra en el preciso instante en que alguien tocó la puerta―. Nunca vengo y cuando lo hacen interrumpen ―masculló, irritado.
A la voz de «adelante», Evangeline, la asistente de Olive, entró a la oficina con un ramo de rosas amarillas. Olive se desplomó en el asiento con una expresión que rayaba en el fastidio.
―¡No lo pongas ahí! ―gritó Olive, haciendo que Evangeline se detuviera delante de los otros dos ramos―. Si quisiera estar rodeada de flores, daría un paseo por el jardín.
―¿Quién te está mandando flores? ―preguntaron Simon y William a la vez.
―Isaac. ―Se cruzó de brazos y observó las rosas de reojo―. Tuvimos un pequeño desacuerdo.
―Te ha enviado tres arreglos ―puntualizó Simon―. Yo no lo catalogaría como «pequeño».
―No importa. ―Sacudió la mano. Simon creyó que era para zanjar el tema, pero era una indicación a Evangeline de que se llevara las flores―. Hablaré con él después.
William y Simon se miraron de reojo y una confirmación silenciosa tensó a ambos: los dos se habían percatado de la chispa de tristeza en la mirada de su hermana.
―Fea. ―William rodeó el escritorio y se detuvo detrás de la silla. Descansó las manos en los hombros de Olive―. ¿Te podemos ayudar en algo?
Olive, con la mirada en sus papeles, suspiró.
―No ―respondió, vacilante―. Isaac ha intentado llevarme a cenar unas tres o cuatro veces este mes, pero me encuentro muy ocupada con la red de apoyo y la gala de aniversario. Es un hombre muy comprensivo, pero supongo que tiene sus límites y nos está costando un poco de trabajo encontrar un balance.
―Isaac sabe perfectamente lo complicado que es salir con alguien como nosotros ―William empleó un tono pausado y relajada, ideal para mantener tranquila a su hermana―. Es normal que le moleste de vez en cuando no poder tener una salida normal. Nos ha pasado a todos desde este lado del charco.
―Lo sé. ―Olive suspiró―. Es que no es la primera vez que peleamos por lo mismo.
―Los dos necesitan hablar ―aconsejó Simon―. Pasada la pompa y el beato, estas son las cosas que debemos enfrentar por pertenecer a la familia real.
―Lo sé ―repitió Olive, desganada―. Hablaré después con él. Es lo mismo que mamá me recomendó.
«Mamá» debía ser un hechizo de invocación, porque a los pocos segundos la puerta se abrió y la reina consorte entró absorta en la larga lista de cuatro hojas que llevaba en la mano.
―El cabeza de avispa de lord Pargan ya envió sus disculpas porque no asistirá a la gala dada una enfermedad en su familia, y solo puedo decir que lo único que lamento es que haya alguien enfermo. ―Hizo un rayón en la hoja con fuerza―. No lo soporto.
Anna levantó la mirada del papel y observó a sus hijos como quien estudia un escalamiento.
―¡Ah, no! ―masculló de repente―. Si están planeando hacer yo qué sé, ¡háganme el favor de romper filas ahora mismo!
―Simon vino de visita ―respondió Olive―. No siempre nos reunimos para planear un caos.
―Ajá. ―Achicó los ojos durante un instante y después relajó la postura―. Julian confirmó su asistencia a la gala, pero su padre no. Qué pena. ―Tachó el nombre con una amplia sonrisa.
―Te pone muy contenta revisar la lista de los que asistirán, ¿verdad? ―preguntó William.
―Sí ―admitió la reina consorte―, y no lo niego. Lord Pargan es igual que el padre de Julian: un clasista irritable que asiste a los eventos a podrir la leche. Si no fuera porque estoy casada con tu padre... ―Hizo una mueca lastimera―. La soltería tenía sus ventajas. Bueno, ¡como sea! ―Se aproximó al escritorio y le tendió las hojas a Olive―. Ahí tienes la lista actualizada.
―Gracias, mamá.
Anna recostó las manos en el espaldar del asiento de Simon y suspiró, como si al haberse liberado de los papeles se hubiese quitado un peso de encima. Observó a sus hijos uno a uno.
―Con esas caras, eso de «no siempre nos reunimos para planear un caos» la verdad no me lo creo.
―Nos quejábamos de la vida palaciega y de lo trágico que es no poder salir a cenar tranquilamente con tu novio ―respondió William.
Anna achicó los ojos.
―¿Estás intentando decirme algo?
―Te estaba contando la tragedia de Olive.
Anna se concentró en su hija.
―¿Siguen los problemas con Isaac?
―No hemos hablado.
―Mm. ―Rodeó la silla vacía junto a Simon y se sentó―. Muy bien, abramos sesión.
―¡Solo vine a hablar con Olive! ―se quejó Simon.
―Ya les di suficiente espacio a los tres para que resolvieran sus problemas, pero es necesario que intervenga aunque sea un poquito. Si algo he aprendido es que la comunicación abre muchas puertas y es esencial en cualquier relación.
―Psicología con la reina consorte, curso uno: hablen mucho, suelten las lenguas... ―William se hundió por los hombros ante la mirada fija de su madre.
―Pues lo dirás a broma, pero sí. ―Anna asintió―. La vida en una familia real puede ser muy hinchahuevos, así que uno debe ¡apretar! ―Cerró el puño con fuerza. Simon y William se pusieron rígidos―. Pero también debemos saber en qué momento soltar. ―Abrió la mano y sus hijos varones suspiraron, aliviados―. De lo contrario, vamos a acabar en una peligrosa bola de nieve que sigue rodando y rodando hasta que damos de frente con un muro y nos desmoronamos.
Los tres estaban centrados en su madre, de modo que Anna lo aprovechó para seguir hablando:
―Creo que es importante que Isaac y tú se sienten a hablar ―empleó su voz más dulce―. Cada uno debe expresar sus sentimientos de acuerdo a los zapatos que utilicen. Isaac no proviene de una familia noble y toda esta pompa puede abrumar. Te lo digo por experiencia.
Simon se tensó en cuanto los ojos verdes de su madre se enfocaron en él.
―Voy a anotar en tu agenda el pasadía familiar que estoy organizando con tu tía Alice. Ya está apartado en la de tu padre.
―Pero...
―Estás demasiado ocupado y comienzas a desesperarme ¡Eh! ―Levantó la mano y detuvo su intento de rebatir―. Haré de cuenta que no has intentado llevarme la contraria.
―Mamá, tengo muchos compromisos. Necesito saber cuándo se hará con antelación.
―Me vuelves a rebatir y te confisco la agenda.
Sus hermanos sonrieron para contener la carcajada, pero Simon bufó. Se sentía como un niño regañado. Y lo que era aún peor: sabía lo mucho que lo desequilibraría perder su agenda.
William abandonó el humor cuando su madre lo miró.
―¿Has hecho las paces con la universidad?
―Aún lo estoy pensando ―respondió con timidez.
―No quiero que te presiones, testarudo.
―Voy a tomarme un descanso mientras lo pienso. Estoy buscando un proyecto en el que involucrarme. Olive me estaba ayudando con eso.
―Tengo en agenda varias opciones que podrían gustarte ¿Te las muestro?
William se rascó la barbilla mientras meditaba. Asintió.
―Maravilloso. ―Anna se puso de pie―. Ven conmigo. Aprovechemos para hablar a solas.
―Permiso, mis primores. ―William rodeó el escritorio y le ofreció el brazo a su madre. Ambos se marcharon murmurando sobre algo que Simon no lograba entender, pero que a ellos les causaba gracias.
―¿Y de qué querías hablarme? ―preguntó Olive, todavía detrás del escritorio.
Simon observó los estantes de libros, organizados por color ―muy distinto a él que los ordenaba según el alfabeto― y buscó en su cabeza las palabras apropiadas.
―Es tan raro... ―la escuchó susurrar.
Simon devolvió su atención a Olive, quien lo miraba de forma atípica, como si tuviera enfrente a un desconocido.
―¿Qué es raro?
―Tu actitud. ―Cruzó los brazos sobre el escritorio―. Siempre me pides que vaya a tu despacho cuando quieres hablar conmigo.
―Ah. ―Simon se removió, incómodo―. Bueno, tiene que ver con Prohibido callar.
Simon le explicó a detalle la situación de Lyla, sus primos y el niño, cómo se relacionaba con el robo ―de lo último ya estaba enterada― y los planes que tenía para solucionarlo. Olive asintió al final del relato.
―¿Lo aceptas? ―le preguntó Simon y ella volvió a asentir, aunque no le sorprendía―. Te prometí que no intervendría en tus asuntos con Prohibido callar.
―No lo haces. ―Sonrió, tranquilizadora―. Solo quieres ayudar. Te diré que haremos: voy a reunirme con sus primos y nuestros respectivos abogados presentes para firmar un acuerdo ¿Anotaste el contacto de la clínica que te recomendó Julian? ―Simon asintió. Olive también lo hizo al encontrarlo en los documentos―. Tengo el puesto perfecto para ambos y podré tenerlos cerca. Voy a vigilarlos muy bien hasta que paguen la última libra que robaron. Me atrevería a ir más allá: por el bien de ese niño, sus padres deberían tomar terapia. Conozco un buen recurso que podría intervenir en este caso.
Simon no pudo evitar sonreír. Eran tan distintos, pero al mismo tiempo tan similares... Y le encantaba ver lo fácil que tomaba las riendas de una situación. Su amabilidad a veces podría engañar a la gente, pero era aguda de pensamiento y rápida a la hora de la acción.
―Supongo que puedo dejar el asunto en tus manos ―aceptó Simon. Un punzante orgullo adornó su voz.
Olive sonrió.
―Lo tendré bajo control. Poner a la gente en cintura es mi verdadera vocación. ―Batió las pestañas―. Además, te libras de un conflicto de interés.
Olive lo atacó con una sonrisa burlona. Simon comprendió el mensaje oculto al instante.
―No hay nada que cause un conflicto de interés entre Lyla y yo.
―Ajá.
―Nada de «ajá». ―Se puso de pie―. No lo hay.
―Ajá.
Simon esquivó la conversación al abandonar el despacho de su hermana.
Pasado el mediodía del sábado, Simon llegó a Croydon.
―¿Es aquí? ―le preguntó Sam desde el asiento del conductor.
Simon observó la entrada principal del nuevo edificio donde Lyla había establecido el taller. El estacionamiento multipisos estaba detrás y el salón que alquiló se ubicaba en el tercer piso. Intentó divisarla por la ventana. Nada.
―Sí, es aquí ―respondió―. Ve por la parte de atrás. Hay una entrada mucho más discreta en el estacionamiento.
Pero ni bien terminó de hablar, un destello de seda roja lo deslumbró.
―Para ―le indicó a Sam.
La encontró saliendo por la puerta principal mientras se acomodaba un bolso gris que se le resbalaba por el hombro. Arrugó la nariz y se rascó la ceja con el dedo anular. Simon se llevó la mano al pecho, donde sintió el palpitar de su frenético corazón; una nueva manía que no tenía intenciones de dejar, al parecer. Cerró la mano derecha en un puño e imaginó que agarraba por una correa a su deseo por abrir la puerta y acercarse.
Lyla sonrió. No a él, sino al conductor del auto que se acababa de detener en la entrada. Un hombre bastante alto rodeó el coche y se acercó a ella. La sonrisa de Lyla se amplió. Era evidente que su llegada la llenaba de alegría. El hombre la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza. Duraron así unos cuantos segundos.
Al separarse, el corazón de Simon dejó de latir.
Porque Lyla acababa de besar al hombre que seguía abrazándola como si el mundo pudiera colapsar en cualquier momento.
Tal vez el mundo que colapsó fue el suyo. Eso podría explicar el calambre que sintió en el pecho. La fatiga. El ardor. La penosa sensación de desasosiego. Su saliva al tragar se convirtió en ácido. Apartó la mirada de la escena y escupió una maldición ahogada.
Entonces... ¿Lyla tenía pareja? ¿A qué se había debido todo aquello en el jardín, entonces? ¿Un engaño? La posibilidad encajó las garras venenosas en su alma ¿Acaso habrá despertado su interés a propósito para conseguir un beneficio? Porque, de ser así, vaya que lo había conseguido. Le había ofrecido un maldito paraguas que acabó cobijando a su familia.
Una adusta carcajada escapó de su boca.
―Bien jugado, señorita Hastings ―musitó con amargura.
La fuerza de voluntad lo traicionó y volvió a mirar hacia el edificio. La pareja se dio un último beso antes de entrar al auto e irse. La sonrisa de felicidad en el rostro de Lyla lo perforó profundo como la punta de un diamante. Su expresión evidenciaba cariño, y uno muy profundo.
Simon se desplomó en el asiento bajo el peso abrumador de la decepción.
―Volvamos al palacio.
Sam lo observó con extrañeza a través del espejo retrovisor, pero no le dijo nada. Se limitó a asentir y a poner el auto en marcha.
Habría querido decir que la imagen de Lyla y ese hombre se quedó atrás junto con la ciudad, pero no. Para desgracia suya, tanto el recuerdo como el dolor lo acompañaron de regreso.
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