Capítulo dos.
Simon deslizó la punta de la pluma por el papel, plasmando su firma en el último documento que tenía pendiente. Sobre la superficie contó tres carpetas de firmas faltantes, la mayoría de informes de presupuesto que debía discutir con su hermana.
―Olive dijo que dejaría para mí el itinerario de la red de apoyo que está manejando. ―Simon movió las hojas sueltas que tenía en el escritorio. Se detuvo un instante y soltó un suspiro ante el desorden. Golpeó la madera con el bolígrafo de manera insistente―. Rachel, ¿sabes dónde está?
La mujer, alta y esbelta con el cabello rubio atado en un moño, se abrazó a la carpeta roja que traía en las manos. Probablemente no sabía nada.
―No he visto nada, mi señor, y llegué temprano para ordenar los documentos a los que les faltaba su firma.
―Me dijo anoche durante la cena que la había dejado sobre mi escritorio ¿Puedes ir y preguntarle dónde exactamente?
La puerta crujió al abrirse por el esfuerzo. Al levantar la vista, vio a su hermana con un montón de papeles en la mano.
―¿Me buscabas, hermanito?
Simon le indicó a la mujer que se marchara con un movimiento de cabeza. Rachel se despidió de Olive con una sonrisa y la congració diciéndole lo bonito que le quedaba el vestido. Lo cierto es que pocas cosas no le quedaban bien. Nunca lo decía en voz alta, pero su hermana era preciosa, una combinación mágica entre su padre y su madre. De palidez de porcelana, como su madre, le deslumbraban dos grandes ojos azules, heredados de su padre, que compartía con él y con William. Una larga melena negra le caía como cascada por los hombros. Solía imitar su altura por los tacones que utilizaba. Cuando sonreía, a Simon le costaba decir a ciencia cierta de quién había heredado el gesto.
―A ti no, a los papeles. ―Simon señaló el escritorio con el bolígrafo―. ¿Dónde los dejaste?
―Los dejé por ahí, pero después me los llevé porque tenían un error. ―Olive movió la silla para sentarse y puso los papeles sobre sus piernas―. Si preguntas por el itinerario significa que asistirás, ¿no es así?
―Siempre voy, gruñona.
―Este evento es muy importante para mí y necesito a mi familia. Es el tercer año consecutivo que estoy a cargo de la red de apoyo. He conseguido incluir tres grupos nuevos ¿Sabes con quién me veré hoy? La chica de la pintura corporal.
Simon la miró fijo, como intentando descubrir en sus gestos si bromeaba o decía la verdad.
―¿Qué chica de la pintura corporal? ―Se inclinó hacia adelante y presionó los brazos sobre el escritorio―. Fea, ¿qué piensas hacerte?
Olive se echó a reír.
―Supongo que no viste la lista de los grupos de apoyo que añadí. ―Comenzó a rebuscar en los papeles que descansaban en su falda―. Es una chica que enseña a las mujeres a hacer arte en sus cuerpos. Ha hecho cosas hermosas sobre cicatrices provocadas por un evento de violencia doméstica. ―Al encontrar lo que buscaba, levantó el papel y se lo extendió―. Son algunos de sus proyectos, los que más llamaron mi atención.
Simon apenas se fijó en lo que tenía en las manos. Algunas fotografías mostraban a una mujer de pie con la ropa interior del mismo color de su piel mientras otra, una pelirroja que estaba de espaldas, pintaba sobre su cuerpo.
―No voy a meterme en las decisiones que tomes ―extendió la fotografía por la mesa hasta acercársela de vuelta―, pero a mí esto jamás me ha parecido arte y tampoco lo veo como una terapia. Creí que el fin de crear esta red de apoyo era canalizar grupos y organizaciones que ayuden a las víctimas de violencia a superar el evento traumático ¿Cómo es que desnudarse y pintarse el cuerpo les ayudará?
―Insensible de mierda, ¿por qué no puedes abrirte a otras posibilidades? ―Olive ordenó los documentos, amparándose en un silencio momentáneo mientras se aseguraba de tenerlos todos―. Lo que esta chica hace es fantástico y ha conseguido ayudar a muchas mujeres. Me entrevisté con ella personalmente antes de tomar la decisión de incluirla. Es una persona con mucho tacto humano.
―No juzgo su capacidad humanitaria ni sus buenas intenciones, solo cuestiono...
―La forma en que hace arte.
Simon inclinó la cabeza.
―Ya te dije lo que pienso.
―También dijiste que no ibas a meterte en mis decisiones, y yo ya la admití. ―Se puso en pie―. En una hora saldré con tu hermano.
―¿Cuál de los dos? Tengo otros hermanos.
―El que llegó en tercer lugar. Papá me está obligando a llevarlo para que se incorpore en el servicio social ―sonrió, divertida, y Simon supo al instante que lo siguiente no iba a gustarle―, así que lo convencí de que fueras conmigo también. Que maldita perra afortunada soy, escoltada por mis hermanos trillizos.
Simon cerró la mano en torno al bolígrafo, centrando en la fuerza del movimiento la ansiedad que le generaba ese abrupto cambio de plan. Las alteraciones a su agenda perfectamente ordenada traían a la vida aquella sensación tan desagradable que se le manifestaba al instante como una opresión en el pecho.
―¿Por qué tengo que pagar por la imposición de papá?
―Porque necesito que controles a tu compañero de vientre cuando se ponga cachondo. ―Olive levantó los hombros, consternada.
―También es tu compañero de vientre y no veo que intentes controlarlo.
―¡A mi ninguno me hace caso, ni siquiera tú!
―Porque yo no doy problemas, no como...
La entrada a gritos fue aparatosa por la vociferada que dio, volviéndolo imposible de ignorar. Incluso si ambos hubiesen tenido los ojos tapados, habrían sabido de quién se trataba por el sonido ensordecedor de su voz. No era capaz de hacer una entrada sin llamar la atención.
―Simon says, Simon says! Always do what Simon says! ―William dio golpes contra la puerta con ambas manos abiertas, imitando el ritmo de la canción infantil―. Simón dice: buenos días, amargados.
Simon imaginó que, a pesar de la distancia, lo estrangulaba.
―Hola, primor. ―William sonrió al tiempo que rodeaba el escritorio. Se detuvo junto a él. Se inclinó hacia su hermano y le pinchó las mejillas con los dedos―. ¡Que niño tan bonito tengo!
Simon lo apartó con un empujón.
―Le diré a mamá que no te dejas dar amor. ―William volteó hacia su hermana con los brazos extendidos―. ¡Fea, justo a quien quería ver!
Olive frenó el avance al levantar la pierna y presionar el tacón en la barriga de William.
―¡Atrás! ―masculló―. Un paso más y lo enterraré en tu hombría.
Se alejó hasta casi rozar la pared, presionando ambas manos en la entrepierna.
―Mi hombría tiene un valor sentimental para mí.
―Lo sabemos ―replicaron sus hermanos.
―¿Qué quieres de mí? ―quiso saber Olive.
―El viejo me dijo que tenía que irme contigo, así que quería saber qué planes tienes para hoy. Tenía pensado salir esta noche.
―¿Otra noche de copas, Cachondo?
―¿Qué pasa contigo? Pareces novia celosa. ―Movió algunos papeles del escritorio para sentarse en el borde―. Hoy traen a mi bebé. Quiero ver cómo quedaron sus modificaciones. No sé si tienes otros planes para mañana, pero ni tú ni papá me incluyan. Tengo pendiente una reunión de grupo para el examen final.
―¿Todavía no fracasas el año? ¿Y ese milagro?
―No, primor. Estás hablando con uno de los mejores estudiantes del ramo. Ya quisieras tú manejarte tan bien como yo en esta mi doble vida.
Simon golpeó con insistencia la superficie de madera con el pulgar. Allí, compartiendo los tres la misma habitación, le fue más evidente que nunca las marcadas diferencias entre ellos. Mientras a él le gustaba la formalidad y usar trajes negros, grises y azules, a Olive le gustaba vestirse partiendo de la teoría del color, combinando como nadie todo aquello que utilizaba. William era una combinación de ambos y al mismo tiempo de ninguna.
―¿A qué hora tenemos que irnos? ―preguntó Simon―. Tengo la agenda a reventar.
―¿La agenda o los pantalones? ―William alzó las cejas.
Olive se echó a reír, y Simon torció la boca con descontento.
―Que par de dos ustedes, eh ―musitó, cruzándose de brazos sobre el escritorio.
―Trío de tres ―lo corrigieron sus hermanos.
―A mí no me incluyan esta vez que no somos iguales.
―A ti la soltería te hizo daño, ¿verdad? ―le dijo su hermana al tiempo que comenzaba a ordenar los documentos.
―Bebita ―la interrumpió William―. Lo que lo tiene así es la sequía.
―¡Odio que me llames bebita!
―Bebita. ―William le lanzó un beso al aire.
Olive hizo ademán de lanzar los papeles, pero la voz del mayor los interrumpió.
―¡Bueno, ya, por Dios! Un poco de decoro.
―Perdón, abuelito. ―William se puso de pie―. Voy a ducharme y a hacer otras cosas que por decoro no puedo mencionar ¿Los veo en la salida, mis preciosos hermanitos?
―Tienes veinte minutos ―le advirtió Olive.
William la miró como si le acabara de decir que Rusia cabía en el estacionamiento del palacio.
―¿Y tú crees que veinte minutos me dan para hacer todo lo que tengo pendiente?
―Está bien. Te doy media hora y es mi última oferta.
―¿No podemos regatear?
―No.
―Tirana controladora.
Simon se atragantó la carcajada hasta que lo vio salir.
―¿Sabes que se va a tomar como una hora, verdad?
Olive movió los hombros.
―Lo iré a fastidiar en veinte minutos. No me gusta llegar tarde y no permitiré que me atrase por su rutina de dandi.
―Te advierto que yo tampoco puedo quedarme mucho tiempo. Tengo una reunión en la tarde a la que no puedo faltar.
―Siempre tienes reuniones.
―Lo siento, Fea. Ya estaba programada en la agenda.
Olive rasgó la carpeta con las uñas. Centraba su mirada en él cada tanto. Lo vio ordenar el escritorio con el gesto serio que solía acompañarlo.
―¿Has vuelto a hablar con Phoebe?
Simon la miró, ladeando los labios.
―No.
―Entonces, ¿es definitivo?
―Sí.
―¿No la extrañas?
―A veces.
―¿Cómo compañera de cama o como compañera de vida?
―¿Tengo que responder?
Olive hizo una mueca, indicándole que preferiría no abundar en la respuesta.
―¿No se han vuelto a ver desde que se separaron hace cinco meses?
―¿Quieres llegar a algo con tanta pregunta?
―No, no sé. Es que me sorprendió cuando nos avisaste que se iban a separar. Supongo que estoy esperando a que me digas uno de estos días que han decidido volver.
―Eso no va a pasar.
―¿Por qué?
Simon la escrutó con la mirada. No tuvo que hacerle un análisis exhaustivo para comprender sus planes. La romántica empedernida creía en los amores verdaderos e incondicionales como nadie más en la familia.
―No estábamos enamorados ―aseguró Simon.
―¿Y por qué duraron dos años?
―¿Por qué haces tantas preguntas?
―¿Por qué no me contestas? ―demandó Olive con impaciencia.
―¿Por qué no vas a molestar a tus otros dos hermanos?
―¿Por qué esquivas mis preguntas?
Simon la miró fijo, sin decirle nada, comprendiendo que uno de los dos tenía que ceder o la discusión jamás acabaría. Decidió que debía ser él.
―¿A dónde iremos? ―Agarró el bolígrafo plateado y lo acomodó en el lapicero―. ¿Queda lejos?
―Dos horas.
―¿Quieres que me comporte de manera especial?
La confusión se dibujó en el rostro de su hermana.
―Es tu proyecto ―le recordó Simon―. Yo no tengo voz ni voto. A todo le diré que sí, siempre que entiendas que es la decisión correcta.
Una sonrisa de contentura se le formó a Olive.
―No creo que necesites que te dé indicaciones de como comportarte. Ya lo sabes hacer ¿Me podrías ayudar con el Cachondo? Sé que se pondrá a coquetear y no quiero incomodar a nadie.
―Está bien. ―Asintió―. Mientras William se prepara, voy a cambiarme el traje. No me dará tiempo de hacerlo antes de la reunión.
―Estás bien así.
―Prefiero algo más formal.
―¿Más? ―dijo ella como si le costara creer que fuera posible.
―Siempre se puede ser más formal. ―Le guiñó el ojo.
―¿Por qué no puedo decirle a una mujer que se ve guapa si se ve guapa? ―William introdujo las manos en los bolsillos―. Estás siendo ridícula.
Simon observó a Olive, quien se encontraba a su derecha, y la escuchó suspirar. Estaban formados por orden de nacimiento: primero Simon, después Olive y finalmente William. El más pequeño de los tres ―con minutos de diferencia, claro estaba― sacó las manos de los bolsillos y se rascó la barbilla. No solía advertirlo en voz alta, pero le molestaba que fuera considerado un conquistador empedernido. Quizás su mala reputación había nacido por una constante interpretación errónea de sus intenciones. Mientras Simon prefería reservarse gran parte de sus opiniones, pues así se aseguraba de equivocarse lo menos posible, William abría la boca y esperaba que todo el mundo entendiera las cosas a su manera. Para un hombre que le gustaba hacer cumplidos y animar a la gente, el mundo susceptible en el que vivían se estaba convirtiendo en su más grande enemigo.
―Porque no, Cachondo ―respondió su hermana―. Estas mujeres practican la pintura corporal para avivar el estrés que el sexo masculino generó en ellas y no necesitan a un acosador.
―Quieta ahí, Fea, que yo no acoso a nadie. ―Fácil de ofender como nadie, William se acomodó el saco al tiempo que erguía la postura―. Soy un simple mortal que admira el arte y la belleza.
Sus dos hermanos lo miraron fijo con aspecto severo.
―Pero me voy a controlar ―admitió, rendido―. Tampoco voy por la vida incomodando con mi boca floja, a la que sí sé controlar, no como mamá.
Olive le dio un codazo cuando notó el acercamiento de Evangeline, su asistente.
―Mis Altezas, la señorita Hastings está en medio de una clase. Indicó que podían pasar si lo deseaban.
―No, gracias ―le dijo Simon. Con la mirada fulminante que le dio su hermana, enderezó su postura―. Pensándolo mejor, sería una experiencia interesante ¿Segura que no importunaremos?
―Para nada, mi señor. ―Evangeline señaló las escaleras―. Por aquí.
Cuando pasó frente a ella, Olive le dio un golpe en la espalda a William.
―Te controlas, Cachondo. Primer aviso.
Simon se interpuso entre ellos.
―Ya vas por el quinto, Fea. ―Señaló el camino con la barbilla―. Cálmate y muéstrame el maravilloso arte de la pintura corporal.
Las escaleras eran tan estrechas que tuvieron que subir uno a la vez. Arriba, Simon vio dos puertas a la izquierda y una a la derecha. La recepción parecía incluso más pequeña que la de abajo, tanto que, apenas habiendo cuatro personas, casi se rozaban con el codo.
Evangeline señaló la primera puerta a la izquierda.
―Es aquí.
Simon le permitió a Olive que pasara primero, no solo porque era la encargada de la red de apoyo, sino también para hacerle compañía a su inquieto hermano.
―Disimula un poco o la dictadora se dará cuenta ―le susurró. Simon fingió que se ajustaba la corbata―. Sigue el ejemplo de tu hermano mayor.
―Ni tan mayor. ―William arqueó la ceja derecha―. Naciste antes por pocos minutos.
―Pero soy el mayor ―recalcó con una sonrisa.
Olive los observó con los ojos azules empequeñecidos y al instante ambos se apresuraron al interior. A Simon le pareció que debía medir unos cuatro metros de ancho y unos cinco o seis de largo, bastante pequeño para las seis personas ―diez, si se contaban a ellos mismos y a Stella―, las mesas, sillas y cajas de materiales. En medio del salón, una mujer se encontraba de pie sobre una base de madera, vestida con un pantalón corto y un top que igualaba su tono de piel. Estaba pintada como una galaxia hasta el ombligo; los colores morados, rosas y azules se mezclaban en un perfecto degradado. De rodillas, una pelirroja sostenía un aerógrafo con pintura blanca mientras dibujaba los halos. A Simon le vitorearon los ojos por la manera en que iba vestida: con un conjunto deportivo rojo y amarillo. El sujetador le llegaba pocos dedos debajo de los pechos, dejando ver el tatuaje que le recorría la columna vertebral. Fijó su atención en los detalles y no tardó en darse cuenta de que se trataba de un árbol de cerezo. La longitud del tallo se ocultaba debajo del pantalón.
William le dio un codazo.
―¿No que yo era el cachondo al que tenían que controlar, compañero de vientre?
Simon enserió la mirada.
―Temo que te has confundido.
Evangeline se acercó a la pelirroja.
―Disculpe, señorita Hastings. Los príncipes ya llegaron.
La pelirroja sacudió el aerógrafo con violencia.
―Dame un momentito, cariño. ―Le dio un golpe a la caja roja―. Maldita porquería.
Evangeline levantó la mirada, sonriéndoles a los tres como si estuviera apenada. Simon miró de reojo a William, quien abrió la boca para decir algo, pero a último instante se arrepintió.
La pelirroja se puso de pie.
―¿Alguien tiene otro aerógrafo?
El resto de las mujeres negó con la cabeza.
―¿Teníamos que traer uno? ―preguntó una de ellas.
―No, Emma, tranquila. Es que el mío no está funcionando bien. ―Retrocedió un par de pasos―. De todas formas, lo que quería mostrarles son las diferentes formas en que pueden pintar un cuerpo, porque ya hablamos de las pinturas ―su voz era suave, aunque un poco ronca, melosa... Simon no pudo escoger una descripción precisa, pero poseía una fuerza hechizante. Demandaba ser escuchada―. Para nuestra próxima lección, sí les voy a pedir que traigan las pinturas porque haremos una dinámica muy interesante. Vamos a diseñar una indumentaria completa. Puede ser un vestido o un conjunto de pantalón y camisa. Vaya, hasta un pijama si quieren. Eso nos permitirá utilizar diferentes técnicas ya que será un proyecto complejo.
Un ronquido se escapó de la garganta de Simon, atrayendo la atención de las mujeres. No supo que había sido él hasta obtener toda aquella atención indeseada, incluida la dura mirada de diamante de su hermana.
Con un movimiento parsimonioso, casi como a cámara lenta, la pelirroja se volteó.
―¿Ocurre algo, Su Alteza?
Simon esquivó la taladrante mirada de su hermana al tiempo que intentaba fijarla en las gotas de miel que la pelirroja tenía por ojos. Hubo un interesante combinado de gestos en su rostro que llamaron su atención, como la forma que tenía de fruncir el ceño y sonreír a la vez. No era una sonrisa divertida, pero tampoco de enfado. Era más bien un gesto que esperaba una respuesta.
―No ―le dijo―. Lamento haberla interrumpido. Prosiga.
La pelirroja levantó la ceja izquierda y después la derecha en un gesto que no le había visto a nadie hacer.
―No, por favor, si tiene algo que decir, dígalo. ―El aerógrafo que sostenía en su mano comenzó a temblar por la desmedida presión del agarre. Simon tuvo la sensación de que estaba sopesando si debía, o podía, utilizarlo como proyectil―. Para nosotras es un honor tenerlos aquí.
Simon afirmó su postura. Si era una respuesta sincera lo que estaba buscando, pues eso tendría.
―Verá, es que mi padre es pintor. Lo he visto desarrollarse en el arte y alcanzar complejidades que me cuesta encontrar en la pintura corporal.
La pelirroja volvió a realizar el movimiento de las cejas.
―Ah. ―El aerógrafo comenzó a moverse con mayor rapidez en su mano―. ¿Por qué no le ve complejidad?
―El cuerpo ya tiene forma, pliegues y textura. En un cuadro, el pintor debe crearla. Es su deber concederle realismo.
―¿Y la pintura corporal no presenta las mismas premisas?
―¡Claro que sí! ―musitó Olive, de repente, como queriendo poner fin a la discusión que se estaba cocinando a fuego lento―. Toda expresión de arte es compleja y apasionante. Disculpe a mi hermano ―dijo, dirigiéndose a la mujer.
La pelirroja montó su mejor sonrisa, pero Simon pudo percibir el fingimiento con un rápido vistazo. No comprendía por qué, pero le divertía los gestos contradictorios: mientras se esmeraba por sonreír, sus ojos, que se habían transformado en metralletas, intentaban acribillarlo de cualquier manera.
―No se preocupe, Su Alteza ―consiguió decir ella. La voz melosa había desaparecido. La manera en que hablaba le recordaba a los alambres de púas―. Aquí respetamos las opiniones de otros. Fue así como me criaron.
―A nosotros también ―convino Simon.
―Es evidente ―zanjó la pelirroja.
Olive soltó una carcajada nerviosa.
―¡Las presentaciones! ―recordó al instante―. Ella es Lyla Hastings. Está encargada de este grupo de apoyo. Además, es maestra de tercer grado. ―Simon asintió, comprendiendo al instante que su profesión le confería aquel tono demandante―. A mis hermanos de seguro los conoces. Él es Simon, el príncipe de Gales ―señaló al aludido― y él es William, duque de Edinriver.
Al voltear hacia él, Olive lo encontró rodeado del resto de las mujeres. Simon atragantó una carcajada cuando observó el rostro iracundo de su hermana.
―Simon, haz algo con tu compañero de vientre.
―No, déjelo ―interrumpió Lyla―. Hay dos muchachas que son nuevas y aún les cuesta relacionarse con el sexo masculino. El príncipe William parece simpático.
―Demasiado ―admitieron sus hermanos.
―Pero al menos no le temen ―señaló Lyla, sorprendida. Recorrió el metal del aerógrafo con las uñas―. De hecho, las veo bastante cómodas con su compañía.
Simon le convino la observación con el levantamiento de las cejas. Cualquier cosa podría ser dicha de su hermano, menos negar que poseía la habilidad de hacer sentir cómodo a cualquiera.
―Señorita Hastings ―Olive puso fin a la pesquisa―. ¿Cada cuánto tiempo ofrece el taller?
―Los sábados de cada semana ―respondió ella, algo distraída. Simon la observó traquetear con el ajustador del aerógrafo. El instrumento no estaba en buen estado. Su prolongado tiempo de uso era evidente―. Se me imposibilita otro día, por la escuela.
―¿Y a cuántas mujeres atiende?
Simon estiró el cuello. Siempre había odiado esa parte del proceso: el interrogatorio, una fase que muchos utilizaban para ganar el favor de su hermana.
«Impresiónela, señorita Hasting».
―Ocho, pero hoy se fueron dos ―se mostró decepcionada al decirlo―. Es un edificio compartido y contamos con poco estacionamiento.
―Y está bastante alejado del centro de Londres ―puntualizó Olive.
«Londres», pensó Simon. Condujo su atención al reloj de su muñeca. La hora de la reunión se acercaba, pero no el final del interrogatorio. Cada pregunta generaba otra. Olive era, sin espacio a dudas, incansable.
―... pero, aunque no contamos con uno, sé dónde adquirirlos ―respondió la pelirroja a una pregunta que no había escuchado ser enunciada. Simon levantó las cejas.
―¿Adquirir qué? ―indagó. Simon se remojó los labios. Había hablado sin pensar.
Ambas mujeres se concentraron en él, Olive con un gesto exasperado y la pelirroja como si estuviera a punto de escupir el improperio más vulgar de su repertorio.
―Material de pintura ―respondieron al unísono.
De pronto, su potestad y autoridad como heredero quedó opacado por el poderío femenino y la violencia que emanaba de sus penetrantes miradas.
―Ah ―musitó quedamente.
Olive disimuló un suspiro.
―Entonces, ¿conoce los requisitos para pertenecer al programa?
La pelirroja asintió, volviendo a jugar con el ajustador. Después, apretó y aflojó los dedos del gatillo y la boquilla ¿Qué demonios le pasaba con ese aparato?
―Olive ―Simon la llamó―. ¿Podemos hablar un instante?
Vio en sus ojos el impetuoso deseo de negarse, pero los buenos modales obraron a su favor. Su hermana asintió y se retiraron del taller.
―¡Ya verás como me pondré cuando lleguemos a casa! ―masculló ella de repente. Estaba tan molesta que lo dejó frío―. Ahora dime qué quieres.
―Tengo que irme o llegaré tarde a la reunión.
―¿Es así como justificas tu comportamiento?
Simon se golpeó el muslo derecho con los dedos. Esa era la principal razón por la que siempre medía sus palabras con un gotero: para evitar cualquier inconveniente. El que fuera. Era muy cauto a la hora de medir las repercusiones y equivocarse le sentaba como agua helada. No podía ―ni debía― cometer errores. Un rasgo como ese no estaba permitido para un hombre como él. Se debía a su título y a su buena reputación libre de escándalos. Así debía mantenerse: el heredero perfecto de nombre intachable.
Rebajar sus méritos a una discusión con alguien como la pelirroja era inaceptable. Ella podía explotar si así lo deseaba; era libre de presiones y perfeccionismo.
Él no.
No podía.
Lo más prudente era marcharse.
―Si he obrado mal, te ofrezco una disculpa, pero es imperioso que me retire. Sabes que nunca llego tarde a mis compromisos.
Olive resopló con resignación.
―Daré por terminada la reunión ―zanjó ella―. ¿Será posible que permanezcas callado un instante mientras hablo con ella?
―Callado y firme como la guardia.
Algo llevó a su hermana a observarlo con escepticismo, pero no dijo nada. Ingresó al pequeño salón y Simon la siguió después de ajustarse el saco. Su vestimenta impoluta solía distinguirse como uno de sus sellos personales. Puntualidad y buenos modales siempre acompañaban la ecuación.
Abandonó el arreglo personal tras anudar mejor la corbata. Cada uno de sus esfuerzos fueron en vano. Tuvo la desgracia de comprenderlo muy poco después.
El ruido del burbujeo fue acompañado por un grito de terror. Una lluvia blanca cayó sobre Simon, manchando el saco y la corbata gris. El líquido era pegajoso y por el olor le fue sencillo detectar que se trataba de pintura. No muy lejos de él, escuchó el inconfundible sonido del aerógrafo.
Y como no podía ser de otra manera, la pelirroja lo sostenía con una expresión de espanto. Sus mejillas estaban moteadas de blanco.
―¡Demonios, lo siento! ―La pelirroja le entregó el aerógrafo a la persona más próxima, agarró un paño y se acercó―. Se quita con agua.
Pero el paño estaba seco, así que, al frotar la solapa, la pintura se extendió hasta el chaleco y la camisa.
Simon se tensó.
―¡Lo está empeorando! ―Se apartó con brusquedad―. Ponga un poco de distancia o me hará decir cosas que no deseo.
―Pagaré la tintorería. ―Lanzó el paño hacia la persona que sostenía el aerógrafo y prosiguió de inmediato a intentar quitarle el saco―. Mi cuñado es contable en una y...
Lo que pasó después conmocionó la habitación: Lyla se congeló y Olive palideció.
―¡Tintorería mis cojones! ¡No hay manera de arreglar esto a tiempo! ―Simon, jadeando, volteó hacia sus hermanos con la mirada encolerizada―. Nos vamos ¡Nos vamos ahora!
No hubo manera de contener aquella bestia airada, ni valiente que lo intentara, mucho menos los hermanos. El príncipe de Gales nunca perdía el temple, ni la paciencia ni el decoro. Así que, con un pesar que opacaba sus brillantes ojos azules, Olive se retiró sin despedirse y William, que parecía de pronto más pequeño, metió las manos en los bolsillos y siguió a sus hermanos.
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