Capítulo cuatro.
―¿Cuándo? ―insistió Simon.
Rachel se abrazó a la agenda y lo observó con poca discreción, a lo que Simon hubiese sonreído si la conversación poseyera un tono más ameno y menos urgente.
Sostenían una relación bastante agradable y había una considerable confianza entre ellos. Ese solía ser el requisito al que más puntapié le había puesto a la hora de escoger una secretaria. Debía poner en ella su confianza y el manejo de su tiempo. Por fortuna, Rachel cumplía a cabalidad con esos requisitos.
―Hace dos semanas, mi señor ―respondió. Hizo una mueca―. Indicó que estaba tramitando algo urgente, pero no especificó de lo que se trataba.
Simon golpeó el escritorio con el bolígrafo de forma insistente. El ritmo aumentó a la par que su exasperación.
―¿Le preguntaste cuál era ese «trámite urgente» que estaba realizando?
―Por supuesto. ―Simon agrandó los ojos. Quería que ampliara su respuesta―. No ha contestado.
Simon movió la cabeza. Si era por disgusto, frustración o ansiedad no estaba seguro.
Ya tenía suficiente con sus responsabilidades, que apenas le permitían respirar, y ahora debía añadir las de su hermana. Olive en definitiva no pudo elegir peor momento para aceptar ese viaje. De modo que, mientras ella realizaba la visita anual a Mónaco, España, Suecia y Dinamarca, Simon y William estaban obligados ―tal como la misma Olive les había dicho mientras los apuntaba con el dedo― a dividir las responsabilidades.
A William le tocó la «buena vida»: bailes, reuniones, cenas y eventos conmemorativos. Todas aquellas actividades donde su carisma y buen humor aportarían un ambiente ameno hasta la reincorporación de Olive.
La muy desgraciada le asignó la tarea más demandante: la administración de Prohibido callar.
Si había algo que no quería volver a hacer en su vida, era involucrarse con las mujeres cobijadas bajo el paraguas del grupo de apoyo de su hermana. Bueno... tenía que ser justo: no deseaba relacionarse con una sola.
Esa condenada pelirroja.
En sus casi veintiún años, nunca conoció el significado o el impacto de la palabra «tarde». Era puntual, cuidadoso y discreto. No esperaba menos de las personas con las que debía relacionarse. Y si había algo que la pelirroja era...
Pues ninguna de las tres, a decir verdad.
Los había hecho esperar antes de entrar en el salón, no tuvo control de sus instrumentos y tampoco fue discreta al acercarse para, supuestamente, ayudar a limpiar el traje, cuando en realidad lo dejó en peores condiciones. Se vio en la obligación de volver al palacio a cambiarse.
¡Era la primera vez que llegaba tarde a un compromiso!
―...y el señor Vane ha pedido una reunión con usted cuanto antes.
Simon observó a Rachel ¿Había estado hablando todo el tiempo que estuvo recordando el desagradable encuentro con esa mujer? ¿Conocía su nombre, a todas estas? Le pareció recordar que su apellido era Hastings.
―¿Quién es Vane? ―preguntó él.
Rachel lo observó con evidente preocupación.
―El contable de Prohibido callar.
¡El contable! ¿Cómo demonios lo pudo olvidar tan pronto si se habían reunido dos días atrás?
―¿Para qué solicitó la reunión?
―Parece que la presidenta de una de las organizaciones ha entablado una denuncia por fraude y malversación de fondos.
Simon se puso rígido.
―¿Va a demandarnos?
―No. Bueno, no lo sé. El señor Vane no especificó.
―Llámalo y pídele una cita tan pronto sea posible ―ordenó de forma apresurada―. Olive me matará si regresa y se encuentra un absurdo como ese.
―Tiene espacio para mañana a las seis de la tarde, una hora antes de la cena ―dijo Rachel con la mirada centrada en la agenda―. En media hora debe salir. Hay una reunión pautada con el comité escolar de la Primaria Howard. Sobre la orientación de salud mental.
―¿No me reuní ayer con ellos?
―Ese era el comité de la Primaria Prim...
―Rachel ―Simon masculló su nombre con voz lastimera―. ¿Cuántas escuelas más debo visitar?
Rachel pasó algunas hojas de la agenda.
―Dos más después de Howard.
―Está bien. ―Suspiró con resignación―. ¿Es mi último compromiso para hoy?
Deseó no haber preguntado, de ese modo se hubiese ahorrado los eternos minutos siguientes en los que recitó una larga barbaridad de eventos para los que no conseguía concentrarse. Mientras hablaba, Simon se llevó la mano derecha a la garganta. Su pulso estaba errático ¿Podía explorarle el corazón por estrés? Porque sabía que era lo suficientemente fuerte para soportar la ansiedad. Por desgracia, no contaba con un pozo sin fondo. Mientras más responsabilidades adquiría, mayor era la opresión en su pecho.
Se recostó del espaldar y respiró profundo. La presión de su mano aumentó sin darse cuenta, así como el incesante golpeteo del pie contra el piso. Su pecho no paraba de subir y bajar de manera frenética. Esperaba que su respiración no se escuchara escandalosamente entrecortada.
―Rachel ―la llamó con mayor rudeza de la necesaria―. Ve por... ―Tragó saliva―. Ve por té antes de mi reunión.
―Como usted ordene, pero recuerde que tiene media hora.
«Tal vez ahí está el problema», pensó mientras la observaba marcharse. Quería dejar de recordar por una vez, porque supuso que dos era pedir demasiado. Con una sola vez que pudiera olvidar quien era, que tenía un título y que su vida estaba regida por un estricto itinerario, podría darse la dicha de decir que fue libre. Una hora. Un día. Con eso bastaba. Cualquier breve instante que no tuviera responsabilidades o compromisos le sabría a gloria.
Pero si él no podía, entonces sus hermanos sí.
Ya había perdido la cuenta de los años que llevaba asumiendo sus responsabilidades y deberes como heredero. Aceptó de buena manera las limitaciones a las que tendría que someterse. Era su obligación, un papel al que estaba sentenciado desde su nacimiento. Conociendo tan bien a sus hermanos, ninguno de ellos habría soportado la presión que cargaba en sus hombros, de modo que esa era también una responsabilidad de la que debía hacerse cargo.
A veces, en muy contadas ocasiones, se cuestionaba si podría con ello el resto de su vida, cuando el peso de su título constantemente lo aplastaba. Se remojó los labios y observó la pequeña cicatriz en la palma derecha.
Tenía nueve años. Sus hermanos y él corrían por el jardín del Palacio de Caster, la residencia oficial de la familia, pese a las advertencias de su madre. Había llovido el día anterior, pero pedirle prudencia a tres niños de nueve años y uno de cuatro carecía de lógica. Simon tropezó con una de las piedras del camino y cayó. Acabó con moretones en los codos y rodillas, pero la peor parte se la llevó su palma. La punta filosa de una piedra le hizo un corte tan profundo que con el tiempo se convirtió en una cicatriz.
El accidente pudo haber sido peor ¿Y si se hubiese golpeado la cabeza? ¿Y si hubiera muerto? El pensamiento fatalista no le había invadido la cabeza hasta los quince años, cuando sus lecciones incrementaron y las primeras grandes pruebas como heredero comenzaban a presentarse. Era un muchacho que en pocos años debía participar activamente del servicio social, que debía casarse, tener un heredero. No podía morir antes.
Se levantó de golpe del asiento. De pronto, el encierro de la habitación comenzó a sofocarlo, lo que no podía contener mayor ironía: su despacho tenía el espacio suficiente para albergar ―al menos― unas cincuenta personas sin tocarse. No, lo que lo sofocaba estaba en su cabeza. Sus pensamientos, obligaciones e imposiciones ¿Cuanto faltaba para que Olive volviera de su viaje? Tres semanas... Apenas podía lidiar con sus responsabilidades ¿Cómo iba a soportar las de su hermana?
Si tan solo pudiese quitarse el título a tirones como hacía con la ropa.
Se marchó del despacho sin pensarlo y corrió hacia su habitación con toda la discreción de la que pudo hacer alarde. Se detuvo en mitad de la escalera imperial ¿De verdad estaba pensando en escabullirse cuando tenía una reunión en menos de media hora? Aferró la mano a la fría baranda de mármol. No supo cómo, pero convenció a sus pies de que retomaran el camino por el que había venido.
Una voz lo llamó al pasar frente a la puerta entreabierta de la gran sala.
―¿Tengo que pedirle una cita a tu secretaria para hablar contigo? ―El estado de ánimo de Caleb adquirió un abrumador parecido a la cicuta.
Simon chasqueó la lengua. Metió las manos en el bolsillo de su pantalón y entró a la habitación morada.
―Si hubiéramos tenido una reunión pendiente, Rachel no habría dudado en avisarme.
Caleb cerró de golpe el libro en su regazo.
―Te olvidaste.
―No. ―Inclinó la cabeza con los ojos entrecerrados―. ¿Olvidar qué?
―No lo sé. Tal vez se suponía que ayer nos encontraríamos en la cancha de tenis para practicar antes de mi insignificante juego la semana próxima.
Simon soltó un gemido exasperado.
―Perdóname, letrado. Incluso tengo que agendar una pausa para respirar de tan apretado que tengo el itinerario.
Caleb arqueó la ceja ―lo que era irónico, porque era el único de los cuatro que no guardaba parecido físico con su padre, pero dominaba a la perfección el arte de la arqueada― y al instante su ánimo de cicuta se redujo a manzanilla.
―Practiqué con Liam. ―Estudió a su hermano mayor con una mirada intensa y detallada―. ¿Vas a salir?
―Tengo una reunión. Estoy esperando que Rachel me traiga el té que le pedí.
―¿Y después?
Simon observó por encima de su hombro hacia la puerta, asegurándose de que nadie rondara la entrada.
―Es posible ¿Quieres ir conmigo?
―Si lo termino antes de que te marches. ―Levantó el libro.
Simon se sentó junto a él y le pasó el brazo izquierdo por los hombros.
―¡Hombre, lárgate de mi espacio personal! ―Se apartó de él como quien le huye al ébola―. Sabes que no me gusta la pasada de brazos por los hombros.
―Lo sé ―respondió Simon con picardía―. ¿Por qué crees que lo hago cada vez que puedo?
Caleb se levantó del sofá.
―Lo vuelves a hacer y dejaré de cubrirte las espaldas.
―Bueno, como quieras. Las amenazas son innecesarias.
Su hermano menor entrecerró los ojos.
―¿Saldrás otra vez sin la guardia?
―Solo la llevo cuando voy contigo.
Caleb asintió con complicidad. Era el único de sus tres hermanos que sabía que, una vez cada varios meses, se escapaba de noche sin guardia ni compañía para dar una vuelta por la ciudad. Ese era su único instante de libertad y hacía mucho tiempo que no se daba ese peligroso gusto.
―¿No te preocupa que algo pueda suceder cuando sales sin la guardia?
¡Vaya! Pero si al chico lo que le faltaba era la lupa, la pipa y la cervadora para convertirse en Sherlock Holmes, porque la mirada inquisitiva y la voz demandante eran dos parafernalias que ya poseía.
―Tomo mis precauciones.
―Lo sé, es solo que a veces me cuestiono las repercusiones si algún día te ocurriera algo. ―Caleb se aferró al libro con ambas manos―. Conociendo a mamá...
Se volvería loca, por supuesto, pero al mismo tiempo sabía que lo comprendería.
―Y ni hablar de papá ―continuó su hermano menor―. Sabes que no le gusta que salgamos sin seguridad.
―Lo sé, letrado, lo sé.
―¡Simon! ―la peculiar voz aguda de Rachel demandó su atención―. ¡Detesto que me pidas un té para deshacerte de mí!
―¿Y esa confianza, señorita Canning? ―musitó Simon en tono burlón.
―El chofer te está esperando. Nos iremos a la reunión sin el dichoso té o llegaremos tarde.
Y ese fue el detonante de su partida apresurada.
A sus dieciséis años, aquella mujer a la que con tanto cariño llamaba mamá, había asumido la importante labor de enseñarle a conducir a tres adolescentes.
Resultó que fue un evento trascendental para los tres. Simon descubrió la libertad que podía sentir cuando conducía para él mismo, y no carreteado por un chofer; Olive concluyó que, con lo ocupada que siempre tenía las manos o el montón de llamadas que hacía durante la ruta, conducir no le servía de mucho y William... Bueno, se encontró de pronto con un futuro repleto de adrenalina, velocidad y las manos sucias. Causó mucha consternación en la familia cuando decidió estudiar mecánica automotriz a escondidas del ojo público.
La cuenta precisa desde la última vez que condujo apareció en su mente como si fuera un letrero con luces neón. Había salido de paseo nueve días después de que Phoebe le dijera que no al compromiso. A partir de entonces, se sumergió de lleno en sus responsabilidades. La necesidad de sentirse libre no lo había agobiado tanto desde entonces, cuando tuvo que reordenar todos y cada uno de los planes de su futuro.
Condujo por horas, hasta que la oscuridad se volvió tan densa que las luces de los faroles parecían las estrellas de un cielo inmenso en negrura. Recorrió el volante con la palma mientras observaba la ciudad que despertaba. No reconocía las calles estrechas ni los edificios, pero tuvo una vaga sensación de que sabía donde estaba. El ambiente crepitaba familiaridad y ardía como una llama baja.
La gente recorría las aceras, absueltos en conversaciones amenas ―lo dedujo por los semblantes alegres y las carcajadas― mientras sostenían una bebida caliente de la que bebían cada vez que se acordaban. Lo invadió una punzada de envidia. Si supieran lo afortunados que eran...
Simon se estacionó cerca de una placa donde daba la bienvenida a Queen's Garden. Mientras que las calles y las aceras estaban concurridas, el parque se encontraba solitario y tranquilo. Justamente lo que necesitaba.
Apagó el coche, se acomodó la sudadera y después se envolvió el cuello con la bufanda gris. El ruido de la música inundó sus oídos al abrir la puerta. Bajó del auto y comenzó a andar por los caminos de grava del jardín.
Se escuchaban aplausos frenéticos y gritos de fiesta. Aunque no era precisamente el tipo de música que acostumbraba a escuchar, tampoco le desagradaba. La distancia hacía que el ruido fuera menos desconcertante. De hecho, el sonido de sus pasos sobresalía más que los mismos instrumentos. A medida que avanzaba, le costaba cada vez más distinguir una voz de otra.
Simon ocultó las manos en la sudadera e inspiró el aire con un toque campestre. Era posible que heredara de su madre el gusto por encontrar paz entre flores, arbustos y árboles. La naturaleza era una fiera que el hombre se esforzaba por dominar. Crecía donde quería, cruzaba los límites y, aunque la encerraban en una maceta, sus raíces tenían la fuerza suficiente para romperlas.
Él la comprendía.
Las plantas en maceta no alcanzan su máximo potencial.
De pronto, volvió a tener ocho años y a sentir una desesperación alarmante al descubrir que la maceta de su haya común estaba rota.
―¡Mamá! ―entró gritando al salón donde la reina consorte, sentada en el sofá junto a su marido, degustaba su segunda taza de té de la mañana―. ¡Mi maceta está rota!
La llevó al invernadero casi a rastras y allí, al observar la maceta, su madre sonrió.
―No es nada. ―Anna buscó unos guantes, dos palas y dos rastrillos―. Sus raíces han crecido mucho y no cabe más en esa maceta.
―¿Tendremos que buscarle una más grande? ―Se llevó las manitas al cuello de su camisa―. Yo también he tenido que ponerme algo más grande.
―Claro, porque has crecido. ―Al terminar de ponerse los guantes, le extendió al niño el par más pequeño―. Quizás somos como el haya. Llega un momento en que nuestras raíces crecen tanto que ya no cabemos en la maceta y no nos queda otra opción que romperla.
―Pero sin la tierra, ¿el haya ya no crecerá?
―Crecerá ―le revolvió el cabello. El niño se echó a reír― porque lo sembraremos en el bosque donde pertenece.
―Mamá, si yo fuera un haya, ¿dónde debería sembrarme?
Su madre esbozó una sonrisa, recogió las faldas de su vestido amarillo y se agachó.
―Donde tú quieras. Tu papá y yo siempre respetaremos el lugar en el que decidas plantar tus raíces.
Simon levantó la mirada al cielo. Su mayor desgracia era que no tenía lugar donde plantar raíces. Estaba obligado a cambiar de maceta cada vez que se rompía, pero nunca a establecerse. Su lugar era rotar de compromiso en compromiso ¿Cómo sería su vida si pudiese pertenecer al bosque en compañía de otros árboles? La corona podía ser solitaria y el desolado y callado parque se lo confirmaba.
Lástima que el silencio tenía la particularidad de durar tan poco...
―¿Y es confiable? No estoy en condiciones de caer como tonta en la misma imbecilidad.
Era la voz de una mujer, y por extraño que pareciera le sonaba muy conocida. Sus pasos se medían por el ritmo del taconeo. Simon levantó la cabeza y detalló su silueta al subir las escaleras. Hablaba por teléfono.
―Está bien, hablaremos de eso mañana. Voy de camino a mi apartamento. ―La escuchó reír―. No seas tonta, salí a comprar tampones ¡Tampones, no condones! Bien, hasta luego. ―Sacudió la cabeza, colgó la llamada y guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón.
Simon se ajustó la capucha del abrigo y encogió los hombros. La mujer se acercaba a su ubicación y lo último que deseaba era que lo reconociera.
Pero quien la reconoció fue él.
La pelirroja del taller.
Estaba abrigada a más no poder con un abrigo y cazadora, jeans largos y tacones negros. Una cartera blanca le colgaba del hombro izquierdo y cargaba una bolsa de papel en la mano derecha. A pesar de la descomunal población de Inglaterra, tenía que, justamente, encontrarse con ella ¡Qué grandes huevos tenía la suerte para jugar así con él!
La pelirroja debió advertir su extraña presencia. Pasó junto a él con el ceño fruncido y los hombros cuadrados. Apuró el paso. Simon la dejó avanzar. Mientras más pronto se marchara, más seguro estaría.
Sin embargo, pensó en cuán evasiva había estado en las últimas semanas respecto a los reportes de presupuesto que seguía sin entregar. Su nariz de sabueso ―que había captado el dulce olor a flores de su perfume― olfateó una sospecha que lo mantenía intranquilo.
¿Y si esa mujer abusaba de la confianza de su hermana? ¿Y si les estaba robando? ¿Cómo podría permanecer impasible ante una duda como esa?
―¡Oiga! ―le gritó al tiempo que comenzaba a caminar hacia ella―. Aguarde un minuto.
La pelirroja dio un respingo, pero no se detuvo. Su andar se volvió frenético a medida que apuraba el paso.
―Necesito que usted y yo hablemos. ―Simon continuó avanzando. La pelirroja se aferró a la correa de su bolso.
―¡Déjeme en paz!
―No se ponga tan a la defensiva que no voy a hacerle daño. ―Simon levantó el brazo por encima de la cabeza para quitarse la capucha. La pelirroja debió percibir el movimiento como una amenaza, porque al instante se dio la vuelta y le estampó el puño en la nariz―. ¡Cristo redentor!
―¡Qué Cristo ni que nada! ―Lo empujó en el pecho―. ¡No se le ocurra ponerme una mano encima!
―No puedo. ―Simon se presionó la nariz con ambas manos―. ¡Tampoco es que quería! ―aclaró de inmediato al verla precipitarse hacia él con el puño derecho levantado―. Mi intención era hablar con usted.
―¡Váyase al demonio! ―Se dio la vuelta y echó a andar tan rápido como podía.
―¡Señorita Hastings!
La pelirroja se detuvo. Se giró hacia él con una mueca de pánico.
―¿Cómo sabe mi apellido?
―Supongo que no me reconoce. ―Simon apartó las manos y observó en ellas pequeñas manchas de sangre. Perfecto, ¡era justo lo que le faltaba! Masculló algo tan apresurado que ni siquiera él mismo lo entendió―. Visualice la sangre como pintura blanca y lo recordará.
Le bastó con centrar su atención para darse cuenta. Aunque el incidente con el aerógrafo había ocurrido varios meses atrás, fue una experiencia poco grata para ambos, de modo que fue muy sencillo enfocar los ojos, detallar sus gestos duros y antipáticos y reconocer al príncipe de Gales en un periquete.
Y acababa de darle un puñetazo en la nariz.
La pelirroja hizo una mueca como si hubiera acabado de inhalar el aserrín del manzanillo de la muerte.
―¡Usted tiene la culpa! ―se apresuró a decir―. No debe, bajo ningún concepto, acercarse y hablarle de esa forma a una mujer, mucho menos tomando en cuenta que el parque está vacío.
―Lo sé. ―Simon tocó la punta de la nariz. No le dolía tanto como aparentaba el sangrado, pero ciertamente dolía. Le palpitaba―. Me disculpo por eso.
Simon retrocedió y se sentó en uno de los bancos más próximos. El sonido de los tacones le advirtió del acercamiento de la pelirroja. Al levantar la cabeza, la descubrió observándolo fijamente.
―Si no le duele hoy, le dolerá mañana ―musitó casi con diversión―. Tengo por aquí... ―Rebuscó en su bolso hasta encontrar un paquete de pañuelos―. Supongo que bastará.
Simon se apartó en cuanto acercó el pañuelo de papel a su rostro.
―¿Qué hace? ―le preguntó, desconcertado.
La pelirroja parpadeó.
―Pues no lo voy a borrar del planeta con un pañuelo de papel, eso es seguro ¿O es que teme que lo contagie de algo con el contacto?
―No estoy acostumbrado a que me toquen mujeres desconocidas ―aseguró con una sonrisa burlona.
―Iba a limpiarle la sangre, pero si prefiere llegar con esa pinta a su casa, me parece perfecto. ―Guardó el pañuelo en el bolsillo de su cazadora y devolvió el paquete a su bolso―. Le recomiendo que vaya a un hospital, aunque no parece que le haya roto algo.
―Sería contraproducente. ―Estiró la mano hacia ella y la pelirroja, con una sonrisa, sacó el pañuelo de la cazadora y se lo extendió―. No sé si pueda percatarse que mi atuendo, si tuviera boca, gritaría «discreción».
―¿Ha escapado de casa? ―Parecía sorprendida―. ¿No trae guardia ni nada? ¿Lo tiene permitido?
―No tenía planeado que una mujer me atacara en el parque.
―No sabía que era usted, y aunque así fuera, lo habría golpeado igual. Me asustó. ―Sacó el paquete del bolso y le ofreció uno limpio―. Si no quiere ir a un hospital, mi apartamento queda cerca. Puede ir y lavarse la cara, aunque le advierto que tendríamos que ir caminando. Dejé allá el coche.
―Traigo el mío. ―Simon se puso de pie y caminó hacia la dirección por la que había venido. No escuchó sus tacones detrás de él―. ¿Viene?
Se echó a correr para alcanzarlo.
―¿Usará esa información en mi contra? ―Simon la observó de reojo. Le llegaba exactamente a los hombros, con tacones, por lo que intuyó que sin ellos era bastante pequeña. Eso, o la altura heredada de su padre le estaba pasando factura―. Le debo los reportes financieros y mis respuestas han sido escuetas, así que...
―A mí no me debe nada ―la interrumpió―, sino a mi hermana. Para desgracia suya, le iría mejor si su deuda fuera conmigo. Olive le ha puesto un empeño magnánimo a Prohibido callar y no permitiré que ninguna persona perjudique ese sueño.
―No quiero perjudicarla, se lo prometo. Estoy intentando resolver un problema interno. Si me diera más tiempo...
Simon gruñó. La nariz le palpitó con fuerza.
―Tiene un buen brazo, la felicito. ―Se pasó el pañuelo por la nariz―. Le caería de maravilla tanto a mi madre como a mi tío Abraham, pero me vería en la obligación de apartarla de mis hermanos y primos. No me gustaría que aprendieran a golpear así de bien.
Al llegar al auto, Simon abrió la puerta del pasajero y esperó a que entrara. La pelirroja se negó.
―Déjeme conducir ―demandó ella.
Le debía doler bastante, porque no puso reparos en entregarle las llaves del auto, que había adquirido el año pasado, a una completa desconocida. Simon entró por el lado del pasajero, y en menos de diez minutos, la pelirroja se detuvo frente a la puerta roja número nueve de una larga hilera de casas adosadas.
―Póngase bien la capucha por si a alguno de mis vecinos se le ocurre asomarse.
La suerte los besó en las mejillas. Se escabulleron al cálido interior de la casa sin ser vistos. Simon se quitó la capucha y la observó deshacerse de los tacones en la entrada. Su estatura disminuyó considerablemente, como si fuese un clavo que se enterraba en la madera por la fuerza del martillazo. Simon apartó la mirada discretamente para no echarse a reír.
Simon observó, a través de la ventana que daba a la calle, un destello cegador que lo obligó a cerrar los ojos.
―¿Qué ha sido eso? ―preguntó, alarmado.
Lyla se acercó a la ventana y observó el exterior con los ojos achicados.
―Debieron ser mis luces ―respondió―. Se supone que encienden al detectar movimiento, pero creo que están dañadas.
Simon asintió. Sus movimientos fueron lentos, poco convencido. Lyla torció la boca y corrió las cortinas.
Allí de pie, Simon detalló la comodidad de una habitación bien iluminada. Era, de hecho, bastante acogedor, con las paredes blancas y cremas, el sofá azul oscuro y las mesas y el escritorio marrón. Una de las paredes estaba enteramente cubierta por fotografías familiares, pero la considerable distancia le impedía verlas a detalle. Y a decir verdad, sentía la suficiente curiosidad para avanzar un par de pasos con todo el disimulo del que podría hacer alarde y...
―A ver esa nariz.
Simon levantó el pecho al escucharla. No supo en qué momento se había apartado de su lado, ido por el botiquín y regresado, pero ahí estaba. Incluso se había quitado la cazadora y el abrigo. Un estampado gris sobre su camiseta negra decía «PODRÍA ESTAR EQUIVOCADA» y abajo, en letras más pequeñas, seguía: «pero lo dudo...».
―Recuerdo haber escuchado que usted es maestra ―Simon retrocedió en cuanto ella se acercó―, no enfermera.
―No le haré una operación de corazón abierto. ―Estiró la mano, con la que sostenía una gaza húmeda, hacia la nariz. Simon volvió a retroceder―. Válgame, ¿es que los hombres mientras más títulos tienen más cobardes son?
―Somos precavidos. ―Le quitó la gaza―. Puedo hacerlo yo.
―Enseño a niños de ocho años. Le aseguro que tengo experiencia de sobra curando heridas.
―Bien por usted. ―Se internó en la sala buscando un espejo―. Bonito lugar, pero ¿no tiene espejo?
―En el baño. ―Pasó corriendo junto a él―. Deme un segundo.
Aunque no se consideraba experto en el lenguaje femenino, sabía que ese «deme un segundo» significaba «tengo mi ropa interior desparramada en el suelo». Algo debía aprender al tener una hermana, después de todo.
―Puede pasar ―le indicó la pelirroja―. Mientras se limpia, iré por una compresa fría. Le ayudará con la inflam... ―su voz se acortó con el golpeteo a la puerta.
Simon dio un brinco.
―¿Esperaba a alguien, gran demonio, y por eso me ofreció venir? ―Pese a que podría estar enojado, su voz temblaba por el nerviosismo. No podía pasarle que, por un descuido, y un maldito puñetazo, esa condenada pelirroja lo pusiera en un aprieto como ese.
―¡Cállese y entre al baño! ―Lo empujó para apurar su paso. La puerta del baño resonó con fuerza al cerrarse―. ¡Haga menos ruido!
¿Qué culpa tenía él de querer cerrar la puerta cuanto antes? Ninguna, y aún así allí estaba: encerrado en el baño de una casa ajena que pertenecía a una mujer que ni siquiera recordaba su nombre.
Simon se enderezó al escuchar la voz de un hombre. Los dos se enfrascaron en una rápida conversación que no pudo entender. La curiosidad volvió a clavar sus descaradas garras en él, y demás estaba decir que detestaba sucumbir a esos bajos instintos. Pero bueno. La noche no estaba yendo como había planeado.
Abrió un poco la puerta y paró la oreja.
―La llamada pudo haber bastado, ¿no te parece? ―le recriminó la pelirroja a su acompañante.
―Me quedé sin batería. Además, no me molesta el desvío. Pero quítate de enmedio, petardo, que me estoy muriendo del frío.
―Pensé que solo venías a darme la noticia.
Silencio. Portazo. Silencio otra vez ¿Se habrá id...?
―No creo que necesites un abogado ―dijo el hombre. Simon puso los ojos en blanco y suspiró. A esperar, qué remedio―, pero en caso de que sí, ya hablé con un colega y me recomendó un buen amigo suyo.
¿Abogado? ¿Pues en qué lío estaba metida?
―Chulo, muy chulo ¿Podríamos hablar de esto mañana?
―De acuerdo. Mi último informe es que ya se le entregó la querella al suplidor y supongo que no queda nada antes de que sepamos cómo procederá.
―¿Y has sabido algo de Ronna y Floyd?
―Los estamos buscando.
―Bueno... Salúdame a Tristan.
Simon escuchó un beso ¿Habrá sido en la mejilla o en la boca? Se apartó de la puerta al oír sus pasos acercándose. Abrió el grifo, agarró agua con las manos y se remojó la cara.
Escuchó la puerta abrirse.
―Yo sé que usted no tiene una buena opinión sobre mí por lo que ocurrió con el aerógrafo, y también sé que la situación ha empeorado con el puñetazo, ¡pero no sabía que mi hermano iba a llegar tan de repente! Esto es igual de contraproducente para mí como lo es para usted.
Simon la observó con la cabeza inclinada. Las gotas del agua se deslizaron por su mandíbula y cayeron en el lavamanos.
―Mire ―agitó las manos antes de aceptar la toalla que la pelirroja le ofrecía―, hasta cierto punto puedo olvidar lo del aerógrafo, a pesar de que me hizo llegar tarde a una reunión por primera vez en mi vida. A un hombre de mi posición se le puede perdonar casi cualquier cosa, entre ellas una tardanza. Pero esto ―señaló su nariz con el índice― no es tan sencillo de resolver como cambiarme de traje.
La pelirroja se cruzó de brazos y clavó la mirada en el suelo, apenada.
―De lo primero sí la culpo ―continuó―, pero no de lo segundo.
―¿Tendrá repercusiones en el taller?
Simon se secó la cara con mucho cuidado.
―Ya veremos.
Estiró la mano hacia ella y, sin necesidad de palabras, la pelirroja le extendió las llaves del auto.
―Buenas noches, señorita Hastings.
La miró, se miraron, ambos envueltos por un silencio que no era cómodo, pero tampoco placentero. La pelirroja esbozó una nerviosa sonrisa.
―Buenas noches, Su Alteza.
El príncipe de Gales abandonó la tranquila residencia en Croydon y se dirigió sin demora hacia la ciudad. La luz roja del semáforo se reflejó en el parabrisas.
Sonrió.
―Lyla Hastings ―recordó su nombre.
Sacudió la cabeza y continuó su camino.
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