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Capítulo catorce.

Vivian, su asistente, atrajo la atención de Lyla, quien observaba atenta a una de sus estudiantes mientras pintaba el ojo de una serpiente en el brazo de la modelo, al decir su nombre.

―Ha llegado un hombre. Dijo que tiene algo para ti.

A Lyla se le aceleró el pulso al reconocerlo. No traía la vestimenta acostumbrada, pero era uno de los guardias de Simon. Entró al salón con un pequeño ramo de seis rosas rojas. Las mejillas de Lyla imitaron su color y este fue en aumento a medida que los murmullos de expectación, sorpresa y curioseo acaparaban el espacio.

―¿Quién te ha traído flores? ―preguntó una de las muchachas con una sonrisa bobalicona.

―Creo que alguien tiene un pretendiente ―comentó otra.

―¡Basta! ―masculló Lyla. Aceptó el ramo y despidió al guardia con un asentimiento y una sonrisa―. Probablemente fue alguien de mi familia.

Podría ser una excusa creíble si a su familia le gustaran las flores ―a su madre le daban alergia y a Beatrix le daba pereza cuidar de ellas―, pero por suerte ninguna de ellas sabía tanto de su vida personal. Apartó esos pensamientos y se concentró en inhalar las rosas. La punta de la nariz rozó algo delgado y filoso. Era una nota, una bastante larga, que contenía un mensaje escrito en tinta azul, líquida por la apariencia, con una caligrafía pulcra y elegante. Decía:

Perdona a un alma solitaria, de pronto le da con aferrarse a un recuerdo: el de una mirada, un susurro, un desvelo...

Es mi forma de decir que te echo de menos.

He cortado seis rosas, una por cada día que no nos vemos. Si alguna de ellas te hace pensar en mí, habré encontrado consuelo.

Y como firma había un dibujo diminuto de un paraguas.

Presionó la nota contra los labios y aprisionó un grito. Era un buen momento para encontrarse a solas. Podría ponerse a saltar, a gritar y a cantar, aunque desafinara y, probablemente, acribillaría los oídos de toda la calle. Pero, por desgracia, se encontraba en el taller rodeada de varias mujeres que esperaban por su aprobación.

―¡Lo están haciendo excelente! ―las felicitó―. Todo muy bonito.

―Pero si acabo de trazar una línea donde no debería ―se quejó una.

―Y los ojos de mi serpiente parecen de gato ―se quejó otra.

El resto de las muchachas se echaron a reír.

―Lo lamento ―se disculpó, sonrojada―. A ver, veamos cómo podemos mejorarlo.

Lyla se acercó a la mujer que pintaba ojos de serpiente. A simple vista, sí que tenían más aspecto de gatos que de reptil, pero no minimizaba el trabajo tan bonito que estaba realizando. El pecho de la mujer estaba pintado con detalles bien cuidados que se asemejaban a los pelos de un felino.

―¡Pero si estás haciendo algo tan bonito! ―musitó, contenta―. Con la práctica conseguirás mejorar los ojos, no te preocupes. También me tomó un tiempo aprender.

El aerógrafo tembló en la mano de la mujer. Lyla observó que llevaba el cabello rubio recogido a la prisa, una blusa gris rasgada en el codo y unas profundas y oscuras ojeras que se traspasaban a través del maquillaje. Lo que más le llamó la atención es que no la miraba a los ojos.

―¿Quieres tomar un descanso? ―le sugirió, preocupada. Tenía un aspecto cansado.

La mujer negó con la cabeza.

―Quiero hacer esto. Es... ―suspiró profundo, como si algo le doliera―. Es la primera actividad que realizó por iniciativa desde... Desde mi divorcio.

―¿Te gustaría hablar al respecto?

La mujer observó a la modelo, que seguía con los ojos cerrados ―sobre los que había dibujado los ojos de serpiente―, y después agachó la cabeza.

―Los ojos son un reto para mí ―comentó.

―Puedo repasar contigo la técnica, si gustas ―le dijo, animada―. Estoy para ayudarte, Audrey.

Audrey esbozó una sonrisa cansada.

―No acostumbro a ver fijamente los ojos. Mi esposo... ―el recuerdo la hizo temblar―. Me daba terror mirarlo a los ojos. Si lo hacía fijamente y por un tiempo prolongado, él... ―Tragó saliva e hizo silencio.

Lyla no la presionó. Era consciente de su historia: estuvo casada con el hombre que le dio dos hijos, y por alguna razón su marido creyó que eso los convertía a los tres en su propiedad. Los reprendía a base de golpes y gritos. La última golpiza, a su hija menor, le provocó una fractura en el brazo. El hospital activó el protocolo y Audrey decidió, finalmente, aceptar la ayuda. Se había unido al taller hacía tan solo tres semanas. Imaginó que de ahí provenía su dificultad con los ojos.

―¿Cómo son tus hijos? ―curioseó Lyla―. ¿Se parecen a ti?

La primera sonrisa auténtica se asomó en el pálido rostro de Audrey.

―Sí, son casi idénticos, salvo por el niño que sacó un parecido a su padre.

―¿Y sus ojos?

Audrey negó.

―Los dos heredaron los míos, verdes.

―Perfecto. ―Se estiró y agarró el paño mojado de la mesa de materiales―. Borra los ojos de tu serpiente y dibuja los de tus hijos. Estoy segura que mirarlos no te genera miedo alguno.

―No. ―Sacudió la cabeza―. Mis hijos, y el arte, son las únicas cosas que me calman. Me habría gustado traerlos conmigo. Les encantaría el lugar.

―Mm. ―Lo meditó con los ojos entrecerrados―. Quizá uno de estos días podríamos organizar un día familiar. Voy a pensarlo bien y te aviso.

Al verla de mejor ánimo, Lyla aplaudió, contenta, y gritó:

―¡Muy bien, quiero ver esas bocas!

―¿Bocas? ―preguntaron algunas de las muchachas.

Lyla se congeló con las manos juntas.

―La consigna son las bocas ―les dijo.

―Son los ojos ―le recordó Vivian.

―Oh, ¡oh! ―Carcajeó al recordarlo―. Lo siento, sí ¡Los ojos!

―Parece que alguien ha dejado la cabeza en las nubes ―comentó sardónica una de las muchachas.

―¿Que no ven que está atontada? Denle unos minutos y se le pasará.

Y ciertamente la euforia se le pasó a los pocos minutos, pero no la sonrisa entontecida ni el buen humor, que duró hasta después del taller.

―¡Hasta el sábado! ―se fue despidiendo de ellas en el estacionamiento mientras guardaba sus cosas.

―Debo encargar nuevos materiales ―le comentó Vivian una vez que estuvieron a solas. Agarró la mochila gris de Lyla y la guardó en el maletero―. Hay muchas mujeres en el taller, lo que es bueno, pero tal vez son demasiadas para un solo día ¿No has pensado en expandir el calendario?

Lyla descansó la mano en la puerta del maletero y la observó.

―¿Ofrecer el taller otro día además del sábado? ―Negó con la cabeza ante el asentimiento de su amiga―. No puedo. Ahora estoy de vacaciones, pero en un mes comenzarán las clases, y los domingos son sagrados. No puedo. ―Volvió a negar con la cabeza.

―¿Y si buscamos a alguien más? ―Vivian chasqueó los dedos― Puede ser una de las muchachas que ya pasaron el año en el taller. Lyla, esto le vendría bien al proyecto. Tenemos que ajustarnos al crecimiento que ha estado teniendo.

―No lo sé. ―Hizo una mueca de preocupación―. Una ayuda extra vendría muy bien, pero no me sentiría cómoda dejando toda una clase en manos de una extraña.

―¡Por eso! Las muchachas son las mejores candidatas. Tú las conoces mejor que nadie. ―El entusiasmo de Vivian mareó un poco a Lyla, pero se repuso con una sonrisa―. Y ya que estamos... Levi y yo hemos estado trabajando en una propuesta para ti.

―¿Qué propuesta? ―Cerró la puerta del maletero.

―El taller nunca ha tenido nombre oficial, de modo que los trámites se han hecho con el nombre provisional de Lyla's Bodypainting Studio.

―Ajá. ―Comenzaba a impacientarse.

―No sé si lo recuerdas, pero cuando nos conocimos y hablábamos, los tres ―dijo para incluir a Levi―, nos dijiste que el taller representaba para ti una forma de impedir ser silenciada. Entonces se nos ocurrió que podría... ¡Oh, pero antes...!

―¡Vivian! ―la interrumpió―. Esta conversación parece que va a tomar tiempo ¿Qué piensas si Levi, tú y yo escogemos una fecha, nos reunimos y discutimos al respecto?

―¡Es excelente! ¿Qué te parece ahora? ―Pero antes de que respondiera, Vivian sacó su teléfono del bolsillo y llamó a su compañero―. ¿Levi? Sí, tenemos que reunirnos, ahora. Es por la propuesta.

Colgó la llamada después de unos cinco o seis «ajá».

―En tu casa en veinte minutos ―le dijo.

Lyla sonrió, burlona.

―Supongo que es una suerte que no tenga nada pendiente.

―Por suerte. ―Una sonrisa divertida le curvó la boca a la rubia al divisar el ramo de rosas a través del cristal―. Eres una experta en guardar secretos, ¿eh? Aunque parece que al destinatario no le gusta el anonimato.

―Oh, no, le encanta. ―Se echó a reír―. Nunca he conocido a un hombre tan discreto como ese.

―Entonces no creo saber de quién se trata. No conozco a ningún hombre discreto, salvo a Levi. ―La observó con los ojos entrecerrados―. ¿Es Levi?

―Por Dios, ¡no! ¿Cómo se te ocurre? No mezclo lo personal con el trabajo.

Pero mientras se subía al coche y despedía a Vivian con un movimiento de la mano, como indicando que podía adelantarse, Lyla cayó en la cuenta de que ya había estado mezclando lo personal con el trabajo desde que comenzó a acercarse a Simon. Se mordió el labio y observó el edificio. No sabía si la estaban inquietando los arrepentimientos. La escuela y el taller eran muy importantes para ella y se había prometido evitar a toda costa cualquier cosa que pudiera poner una o ambas cosas en peligro. Simon desestabilizaba todo.

Pero no de una manera negativa.

Se llevó la mano y recorrió el contorno de su boca. Todavía sabía a él; todavía lo sentía poseerla de una manera tan gallarda, posesiva... y de alguna manera también dulce. Nadie la había besado así antes, ni se había sentido tan tierno.

Sonrió como tonta, una tonta entontecida, una tonta entontecida y entontada. Aferró las manos al volante y aceleró. Se echó a reír: no había encendido el auto. Introdujo la llave y arrancó después de oír el motor.

Estacionó frente a la casa. Al otro lado de la calle encontró el auto de Vivian y el de Levi. Abrió la puerta y les gritó:

―¡Estaciónense un poco más adelante! No quiero problemas con los vecinos.

Mientras esperaba, abrió el maletero y apiló sus pertenencias en tres grupos para bajarlas. Acababa de agarrar dos cajas cuando su teléfono sonó. Las devolvió al maletero y lo sacó del bolsillo. Lyla dio un respingo al ver el nombre de Simon en la pantalla. Dio un rápido vistazo a la calle. Vivian y Levi aún no habían bajado de los autos.

Se aclaró la garganta antes de responder.

―Bienvenido a la línea caliente ¿Quiere hablar con alguien en específico?

Una carcajada ronca atravesó la línea.

―Pues me gustan las pelirrojas que tengan el cabello atado en una cola de caballo y que lleven vestidos verdes.

Lyla se congeló y dio un vistazo al vestido verde que llevaba puesto.

―Sabía que eras príncipe, pero no adivino.

―Tengo una magnífica vista. No he tenido que bajar la ventana del auto para atender los detalles.

Lyla abandonó la seguridad de la parte trasera del auto y peinó la calle.

―Cerca. No, no, ese no es. Uf, muy cerca... ―Lyla se echó a reír. Debía parecerle una tonta mientras daba vueltas de aquí para allá, tratando de encontrarlo―. Ahora tengo ganas de bajar la ventanilla e izar una bandera.

―¿Usas el auto de siempre? ―preguntó, desesperada por una pista. La calle estaba repleta de vehículos.

―Te ves muy bonita con ese vestido. La oscuridad, que siente celos, intenta opacarte.

Lyla levantó la cabeza. Se había alejado del poste de luz frente a su casa.

―¿No vas a decirme dónde estás estacionado? ―Lyla suspiró al ver que Levi y Vivian se acercaban―. Oye...

―Tenía pensado darte una sorpresa. Lo siento, debí preguntar si estarías ocupada después del taller.

―Entonces, ¿has estado conduciendo dos horas para visitarme?

―Estoy considerando hacer el viaje en avión.

―No hay vuelos a Croydon desde la ciudad. ―Hizo silencio y después sonrió―. No estarás pensando en usar el avión de tu familia, ¿verdad? Eso sería lo menos discreto que has hecho hasta la fecha.

―Puedo adquirir uno privado. O pedirle prestado el de Julian. De momento, la discreción en mi familia... No lo sé. Tenemos un concepto diferente.

Lyla contuvo la risa. Le hizo una seña a Vivian para que se acercara y le lanzó las llaves.

―Entren. Ya voy. ―Se apartó por precaución―. Estaba libre después del taller, pero me surgió una reunión repentina.

―Me suena familiar ¿Dónde he visto una situación así antes?

―Haciéndote el tonto, ¿eh, príncipe?

Simon se echó a reír.

―Solo he llamado para desearte buenas noches. Cuando termines tu reunión, nos pondremos de acuerdo para vernos.

―Noooo. ―Hizo un mohín―. Es que después de ese viaje de dos horas, no me parece justo que te vayas. Te tomaste la molestia en vano.

―No ha sido en vano. ―Por alguna razón, Lyla lo imaginó sonriendo―. Te vi, aunque sea a la distancia. Me conformo con eso.

Si no fuera consciente de que la estaba observando, se habría puesto a dar saltitos.

―¿Podrías esperar un poco más? ―Lyla tragó saliva, esperando que con eso su voz se tranquilizara―. No creo que la reunión dure mucho. Y yo, la verdad...

―¿Ajá?

Lyla volvió a peinar la calle.

―Aquí, aquí ―susurró por el teléfono.

Algo tiró de su corazón y condujo su atención al auto negro, estacionado dos espacios antes del de Levi. La ventanilla trasera estaba a medio bajar.

Era suficiente indicativo.

―Si me esperas unos minutos, prometo prepararte algo de cenar. A la comida no se le debe decir no.

―Ni al ofrecimiento gentil de una dama.

―¿Es un sí ? ―preguntó, esperanzada.

―Es un «por supuesto» ―respondió con entusiasmo.

Lyla cerró de golpe la puerta del maletero y se encaminó hacia la casa. Podría bajar sus pertenencias al día siguiente. En el umbral, se dio la vuelta y observó el entorno. No había nadie. Lanzó un beso hacia el auto y sacudió la mano.

―¿Vas a dejar el arreglo de rosas en el auto? ―le preguntó Vivian al verla entrar.

Lyla se congeló.

―¡Mis rosas! ―El teléfono se le resbaló de las manos, pero logró atraparlo a tiempo. Le estaban sudando las manos. Le dio a cancelar la llamada, porque le había marcado a alguien sin querer, y bloqueó el teléfono.

―Dame las llaves. ―Levi se levantó de la silla del comedor donde se habían instalado―. He dejado una carpeta en mi auto y puedo traerlas.

Lyla miró a Vivian y esta le lanzó las llaves a Levi, quien al instante abandonó la casa.

Al voltear hacia Vivian, esta le sonreía.

―¿Estás segura de que no es Levi? No me molestaría. Se me hace un buen hombre.

―Lo es ―asintió, encaminándose hacia la cocina―, pero no es mi hombre.

―Mmm ¿Ya declaraste a tu pretendiente como tuyo?

―En esas estoy. ―Batió las pestañas―. Es un hueso duro de roer, pero yo tengo buenos dientes.

Vivian se echó a reír. El teléfono de Lyla sonó, advirtiendo de que tenía un mensaje. Era Simon.

Conque un hueso duro de roer, ¿eh?

Lyla tembló. Antes de que pudiera preguntarle cómo había escuchado la conversación, él respondió:

Me marcaste sin querer. Colgué al darme cuenta.

Lyla se mordió el labio y escribió:

Te morderé en cuanto te vea.

La respuesta no tardó:

Lo espero con ansias.

―¡Qué calor! ―masculló de pronto, dejando el teléfono sobre el gabinete―. ¿No es cierto? Esta noche está caliente.

―Caliente estarás tú. ―Vivian la observó, extrañada―. Esta es la noche más fría en todo el verano.

Lyla musitó un débil «oh» y masculló por lo bajo «estúpido Simon». Se preguntó cómo iba a concentrarse en la reunión sabiendo que estaba esperándola al otro lado de la calle. En otra circunstancia, ese conocimiento la habría puesto histérica y habría llamado a Rumer al instante. Ya había sucedido, a pesar de saber que Robin estaba en la cárcel: constantemente entraba en pánico al ver un auto desconocido estacionado cerca de su residencia.

Presionó las manos en la estufa y suspiró. Últimamente comparaba su entorno con Robin, y saberlo de pronto la hizo sentirse frustrada y molesta consigo misma.

―Aquí tienes ―anunció Levi al entrar.

Lyla volteó y corrió, de manera discreta o tanto como podía, para arrebatarle el arreglo de seis rosas rojas.

―Lyla tiene un pretendiente ―musitó Vivian, entre burlona y contenta.

Lyla se ocultó detrás de las flores cuando Levi la observó, sonriendo.

―Bueno, bueno. El mundo ha de estar llegando a su fin. No creí que viviría lo suficiente para esto.

Lyla se aseguró por inercia de que el teléfono no tuviera una llamada activa. Tampoco tenía mensajes. Inconscientemente volteó a la ventana e intentó ver el auto, pero estaba lejos. El marco de madera no lo enfocaba. Así que, mientras Simon esperaba pacientemente a que su reunión terminara Lyla debía luchar contra las ganas de salir corriendo e invitarlo a pasar.

Puso las rosas en una esquina de la cocina y se acercó al comedor.

―¿Rumer ya sabe que tienes pretendiente? ―curioseó Levi.

Lyla se mordió el interior de la mejilla. Su hermano mayor se había dado a la tarea de conocer en persona a todo hombre con el que tuviera contacto, y eso incluía a Levi, de modo que sabía cómo iba a reaccionar ―o al menos tendría una idea― al enterarse de que se estaba viendo con alguien.

―Lo sabrá a su debido momento. ―La sacudió un escalofrío. Su madre y Beatrix ya estaban enteradas. No podría ocultarlo por mucho tiempo ni a Rumer ni a su padre aunque así lo quisiera―. Háblenme del taller.

Lyla los observó sacar un montón de papeles y expandirlos por la mesa redonda.

―Hemos estado organizando el informe de este mes, que lo enviaré mañana ―puntualizó Levi―, y nos ha ido de maravilla. Creo que es algo más que evidente, tomando en cuenta que has tenido que hacer tres sesiones los sábados para atender a tantas mujeres. He entrevistado a algunas de las participantes para colocar sus testimonios en las promociones y hemos encontrado...

―¿No has pensado en expandir el taller? ―Lyla levantó una ceja y después la otra ante la pregunta de Vivian. Ya se la había hecho en el estacionamiento―. Que no sean solo los sábados.

―Has desarrollado un proyecto maravilloso ―continuó Levi―. Le has proveído a estas mujeres una herramienta de empoderamiento a través del arte. La piel es la vestimenta más frágil que usamos y cuando está maniatada, perdemos un poco la autoestima.

―Mmm. ―Lyla cruzó los brazos sobre la mesa―. Esa frase la utilicé en la propuesta para entrar a Prohibido callar ―les recordó.

―Lo sé, ¡es magnífica!

―Y cierta ―puntualizó Vivian―. Te has involucrado tanto en el proyecto que no has sido capaz de ver sus frutos. Las caras que entran al taller no son las mismas al salir. Estas mujeres han encontrado un espacio seguro donde gritar, porque...

―A ellas no las calla nadie ―musitaron los dos.

Lyla parpadeó, estupefacta.

―¿Por qué están recitando las palabras que utilicé en la propuesta?

―Porque queremos proponerte que expandamos el taller.

―Y no nos referimos a llegar a más mujeres ―dijo Vivian.

―Cada año, en Inglaterra, el porcentaje de víctimas de violencia de género aumenta en ambos sexos. ―Levi le pasó una hoja con gráficas y estadísticas―. He leído testimonios de hombres que han ido a poner una denuncia y la policía se ríe en sus caras, porque, como sociedad, estamos acostumbrados a que el hombre es el agresor, el sexo fuerte, y le restamos importancia a que estos eventos también pueden ser experimentados por varones.

―Y, también ―Vivian, al igual que su compañero, dejó frente a Lyla un papel―, en las cifras vemos tanto a madres como padres solteros cuyos hijos han quedado atrapados en este círculo vicioso de la violencia. Lo que queremos proponerte...

―Si aceptas... ―aclaró Levi.

―Es que ampliemos el taller para hombres y niños e incluso terapias para la familia entera.

―Hemos desarrollado hasta el marco teórico de la propuesta ―Levi parecía de verdad entusiasmado― a raíz de la terapia de dibujo que nos contaste hace unos años.

Lyla asintió. La terapia de dibujo era una herramienta que facilitaba la expresión de emociones. La había utilizado durante su recuperación, porque se le hacía más sencillo dibujar su dolor que hablarlo. El taller no había nacido como un mero deseo. Poseía una base científicamente comprobada.

―Es que solo puedo hacerlo los sábados ―musitó, preocupada, pero no desencantada con la idea.

―Podríamos contratar a otros talleristas ―ofreció Levi―. Por supuesto, deberán poseer ciertas cualificaciones, como una especialización en terapia de dibujo o terapia del arte. Le tenemos el ojo puesto a una academia que ofrece un curso al respecto. Ofrece seis horas de contacto y se dedica a especializar artistas en la terapia del arte.

―Sigo pensando en que podría ser una de las muchachas que más tiempo lleva con nosotros ―habló Vivian―. Si alguna está dispuesta, puede tomar esta especialización.

―Supongo que para dar el taller a hombres habría que contratar a alguien más ―dijo Levi―. Desde luego, las contrataciones serán aprobadas por ti ―miró fijamente a Lyla―. ¿Qué te parece la idea?

Lyla se echó hacia atrás en la silla y respiró profundamente.

―Me gusta mucho. ―Asintió―. Pero necesito tiempo para pensarlo a detalle. Jamás imaginé que el taller pudiera expandirse tanto y tan pronto.

―¿Hay algo en particular que te esté preguntando?

Lyla casi se sintió aliviada de que Vivian hiciera esa pregunta.

―Me da un poco de miedo traer gente nueva. Ya ven lo que pasó con Ronna y Floyd. ―El recuerdo le provocó un escalofrío―. Quiero mucho al taller y no me gustaría llevarlo al declive por impulsar grandes ambiciones.

―Aún creo que es un proyecto maravilloso que puede mejorar ―Levi sonrió con timidez―, pero si no quieres tocarlo, estaré de acuerdo. Los tres hemos trabajado codo a codo casi desde su fundación y solo queremos que le pasen cosas buenas. Al taller y a ti.

Lyla les apretó las manos, enternecidas por sus palabras.

―Sé que es así. Solo necesito que me dejen pensarlo con calma, ¿les parece? ―Ambos asintieron―. Debo primero compaginar mis dos grandes pasiones, el taller y la escuela, porque si llegaramos a expandirnos y ofrecer sesiones en días de semana y algo sale mal, mi trabajo se vería afectado, y aún necesito saber si me ha subido la evaluación de maestra.

―Lógicamente. ―Asintió Vivian.

―Tengo la propuesta en digital ―le dijo Levi―. En cuanto quieras leerla, me avisas y te la envío.

Un asentimiento y dos vasos de agua después, Lyla estaba cerrando la cortina y abriendo la puerta para despedir a sus amigos. Los estuvo saludando con la mano hasta que ambos autos desaparecieron de la vista. La calle, como era costumbre a esa hora, se encontraba desierta y silenciosa. Apenas se podía escuchar el susurro de la brisa o el ronroneo de las hojas. El viento pasó su lengua fría por los brazos desnudos de Lyla. Se los frotó mientras bajaba los tres escalones de la entrada.

Sus pies, acompañados por el taconeo, incrementaron la marcha hacia el auto negro metálico que permanecía estacionado al final de la calle. La puerta se abrió; Lyla se echó a correr. Su boca se curvó al tiempo que se impulsaba a los brazos abiertos que esperaban recibirla.

La noche fría desapareció y ocupó su lugar la cálida protección de una bienvenida. Simon respiró pegado a su oído y después suspiró, complacido, antes de separarse un poco y anclar la mirada en sus ojos como miel tibia.

―También te eché de men... ―Simon la silenció al robarle un beso que prolongó durante largos segundos. De pronto, al recordar donde estaban, Lyla se separó―. Mejor entremos.

Lyla le agarró la mano y lo hizo andar hacia la casa. Simon entró primero. Lyla echó un rápido vistazo a los alrededores y suspiró, aliviada, al encontrar todo en calma.

Cerró la puerta y volteó justo a tiempo para verlo quitarse el saco con lentitud mientras recorría la habitación con la mirada.

―Soy un masoquista, por lo que veo. ―Simon se dio la vuelta con una sonrisa traviesa―. De vuelta a la escena del crimen.

Lyla imitó la sonrisa.

―La escena del crimen está a diez minutos.

―Pero arrastraste el cuerpo del delito hasta aquí.

―Oh, no. ―Se acercó a él y le recorrió el pecho con la mano por encima de la camisa―. Ese cuerpo vino solito.

Se apartó tras guiñar el ojo y se dirigió a la cocina. A Simon le tomó quince largos segundos reponerse. Recorrió el mismo camino que ella dando traspiés.

―¿Qué te gustaría cenar? ―preguntó ella al abrir el refrigerador.

―No tengo un paladar exigente.

―Yo sí. ―Lyla agarró una jarra de agua―. Tengo los ingredientes para hacer conchas rellenas de carne y queso.

―Bien. ―Al levantar la mirada hacia él, Lyla lo vio remangándose―. ¿Por dónde empezamos?

Lyla alzó ambas cejas, sorprendida.

―Eso no está bien ―refutó―. No puedes ser encantador, elegante, educado y, además, saber cocinar. ―Abrió los compartimentos superiores y sacó dos vasos de cristal en los que vertió agua―. Alguien me está tendiendo una trampa.

―Te la has tendido sola. ―Aceptó el vaso de agua y sonrió al observar su expresión perpleja―. Lyla, Lyla, Lyla. ―Sacudió la cabeza lentamente, disfrutando del momento―. Sé identificar la falsa inocencia. Juego esa carta todo el tiempo.

―¿A qué te refieres?

―Sabes a lo que me refiero. ―Y se apartó de ella mientras bebía del vaso.

Lyla esbozó una sonrisa pícara que intentó ocultar detrás del vaso, pero a Simon no se le escapó. Lyla era coqueta por naturaleza, sin proponérselo, de modo que, cuando se lo proponía, se exponía fácilmente, no sin antes quemar todo a su paso.

Y Simon era el único recibiendo el impacto de esa hoguera.

Lyla abrió el refrigerador, devolvió la jarra y comenzó a sacar los ingrediente y después las conchas y las cazuelas.

―No tengo nada para beber que combine con la comida ―estudió Lyla, observando el interior de los compartimientos―. Qué aburrido sería brindar con agua.

Älskare.

Lyla frunció el ceño.

―¿De qué estás...? ―hizo silencio al ver que hablaba por teléfono.

―Sí, ese. ―Simon se dirigió a la puerta de entrada―. No te quejes tanto, Sam. Julian trajo varias botellas. ―Un muchacho castaño apareció detrás de la puerta en cuanto Simon la abrió. Llevaba una botella de vino negra en la mano―. Pide una habitación en el hotel. Te avisaré cuando puedas recogerme.

―No me estás pagando lo suficiente.

Simon se echó a reír, aceptó la botella y lo despidió con la promesa de subirle el sueldo.

―Ya no tienes que preocuparte por el agua aburrida ―dijo Simon con la botella en alto.

―¿Era tu chófer?

―Sam. ―Asintió―. Es discreto.

―Te tutea.

Simon levantó la cabeza ―había estado leyendo la etiqueta de la botella― y la descubrió sonriendo.

―Dada tu apariencia recta, parecía tan poco probable que fueras así de cercano con tus empleados. ―Lo apuntó con el índice sin dejar de sonreír―. Me provoca un gran placer estar equivocada.

―Se lo debes a mi madre. ―Sonrió con timidez―. Aunque es reina consorte, nunca dejó de comportarse como plebeya en la privacidad del hogar.

El semblante de Lyla se iluminó.

―Cuéntame más. ―Se dio la vuelta y puso el horno a calentar―. ¿Cómo es tu familia?

La palabra «familia» transformó el rostro de Simon, como si fuera un niño al que le ofrecieran chocolate. Lyla lo encontró dulce. Probablemente, Lyla fuera la niña y Simon el chocolate.

―Somos una familia como cualquier otra. Bastante grande ―puntualizó con una sonrisa.

―Para la gente es bastante peculiar. ―Agarró la cacerola, la llenó de agua y echó las conchas después de encender la estufa. Puso la cacerola en la hornilla caliente―. Son los primeros trillizos en la casa real.

―Los embarazos múltiples atraen la atención de las personas.

Cuando Lyla volteó a verlo, Simon tenía las cejas levantadas. Le sonrió con fingida inocencia.

―Me preguntaba cuando lo mencionarías.

―Creo que merezco saber la historia, ¿o no, señorita Hastings? Porque no sé en qué momento pueda confundirla con la otra señorita Hastings.

―Para eso mi hermano diseñó un «Programa de detección de gemela». ―Señaló con el índice la pequeña gaveta de la que Simon agarró un sacacorchos―. Beatrix y yo lo volvíamos loco, tanto que le pidió a nuestros padres que adoptaran a otro niño para que dejáramos de molestarlo ¡Pero ya nos reivindicamos! ―se defendió ante la carcajada de él―. Una madura con la edad.

―Nunca supe qué edad tenías. ―Se escuchó un «plop» al descorchar la botella―. Si tuviera que indagar en ese dato con todas las personas que conozco, no acabaría nunca.

―Sé que tienes veintiuno. Es un detalle de dominio público. ―Abrió la puerta superior del gabinete y le entregó dos copas. Simon, muy diligente, comenzó a servir el vino oscuro―. Yo cumplí los veinticuatro hace unas semanas.

―¿Mmm? ―La sorpresa, evidente en su voz, hizo sonreír a Lyla―. ¿Eres mayor que yo?

―Por tres años. ―Asintió―. ¿Te molesta?

―No ―afirmó con seguridad. Lyla se percató de la sonrisa de soslayo―. No me molesta para nada.

Lyla encendió otra hornilla, puso la sartén y echó la carne a baja temperatura. Simon no esperó instrucciones. Apagó la cacerola con las conchas y vació el agua en el fregadero.

―Van abiertas y bocabajo. ―Lyla le propinó un codazo en el costado al escuchar el murmullo pícaro―. Las conchas ―especificó―. En la bandeja.

―Sí, maestra.

Tontearon un rato más hasta que la cena estuvo, finalmente, en el horno.

―Ya solo queda esperar ―dijo Lyla, complacida.

―Perfecto. ―Simon agarró ambas copas―. Brinda conmigo.

―Me puede ese tono autoritario ―musitó ella con un levantamiento de cejas. Simon se sacudió por la carcajada. La observó atentamente mientras aceptaba la copa―. Supongo que no lo puedes evitar.

―Gajes del oficio. ―Levantó la copa, pero Lyla puso la suya sobre el gabinete―. ¿No quieres?

―No quiero tomar antes de cenar. Juzgo al vino por cómo se fusiona con la comida. Y además...

―Bien. ―Simon le tendió la suya y la colocó junto a la otra―. ¿Además qué?

Lyla recorrió el borde del gabinete con el dorso de la mano. Su mirada estaba fija en los ojos de ella, lo que provocó que Lyla tragara saliva.

―Estoy previniendo los peligros. Se empieza con una copa, luego con otra, y cuando menos me lo espero, tú y yo... ―Aunque dejó de hablar, Simon comprendió el mensaje a la perfección.

―¿Sientes que corres peligro conmigo? ―Dio un paso hacia ella sin pensarlo, de forma automática, como si su propio cuerpo le estuviera suplicando por ese acercamiento.

―Define «peligro».

Su voz sugerente puso a Simon a temblar.

―Peligro eres tú ―musitó con la boca seca.

La tensión que emanaba de ambas miradas disparó una dolorosa punzada en la barriga de Simon, que acabó llegando un poco más abajo. «Carajo», masculló en su mente mientras tragaba saliva.

―Entonces... ―Respiró profundo para reponerse―. ¿Cómo pasamos el tiempo?

Lyla fingió que consideraba sus opciones, aunque sabía perfectamente lo que quería.

―Quiero saber... cosas ―musitó, sugerente―. ¿Tener hermanos trillizos es similar a ser gemelos?

―Supongo. ―Simon asintió, no como respuesta a la pregunta, sino como una aprobación a la distracción―. William y yo somos prácticamente idénticos, al menos en la parte física, y nos confundían todo el tiempo.

―¿Se intercambiaban?

Simon intentó no sonreír, pero falló.

―Bastante ―admitió―. Queríamos saber si nuestra madre podría saber quién era quién.

―Supongo que la idea fue de William. ―Pero en cuanto frunció los labios para no echarse a reír, lo entendió―. ¿Tuya?

Simon se fingió ofendido por el escepticismo en su voz.

―De todas formas, abandonamos ese truco hace algunos años. Por nuestras responsabilidades ―añadió.

―Beatrix y yo también lo hacíamos, hasta que dejó de ser divertido.

―Nunca deja de ser divertido ―protestó Simon, lo que la hizo reír―. Lo divertido y lo correcto no siempre van de la mano, ese es el problema.

―Para nosotras sí era un problema. ―Torció la boca, irritada―. A ver, no éramos las únicas gemelas en la escuela, pero sí las que más se parecían. Idénticas hasta en la voz.

―Si lo sabré yo ―murmuró él.

―No voy a negar que nos divertía muchísimo tomar el lugar de la otra y hacerle bromas a nuestros amigos, pero después de un tiempo pasamos de ser dos a ser una. Nos llamaban «las gemelas». La gente consideraba que lo más interesante de nosotras, y nuestro rasgo de personalidad más importante, era que compartíamos una cara. ―Suspiró y al cabo de unos segundos cruzó los brazos―. Fastidia un poco cuando estás en pleno crecimiento. Así que comenzamos a tener amigos por separado y omitíamos que éramos hermanas gemelas mientras los conocíamos. Queríamos ser solo Lyla o Beatrix, ¿se entiende?

―Bastante. ―Asintió con parsimonia―. William y yo tenemos la fortuna de poseer una personalidad muy diferente, lo que hace que la gente nos identifique con facilidad.

Lyla lo observó en silencio. Ciertamente, eran fáciles de identificar por el carácter tan distinto. William era un vivaracho bromista y Simon era comedido. Pero William no tenía el poder de hacerla temblar, suspirar o embobarse con una palabra. Así que, mientras él hablaba, Lyla reposaba la espalda en el refrigerador y estudiaba sus gestos. Se veía relajado, más tranquilo, como si se hubiese quitado el peso de su título que acostumbraba a descomponerlo.

―¿No te encanta el olor mientras reposa? ―la pregunta de Simon provocó que Lyla frunciera el ceño―. El vino ―aclaró él.

―No acostumbro a dejarlo reposar. No me da la paciencia. ―Se agachó un poco e inhaló por encima de la boca de la copa―. Huele muy dulce.

―Entonces... ―Lyla se recostó en el borde del gabinete en cuanto Simon se acercó―. ¿Te gusta el vino?

Había algo oscuro y seductor en su voz, que había enronquecido de repente, y Lyla se vio imposibilitada a moverse. Intuyó que así debía sentirse una serpiente ante un encantador. Pronto lo tuvo delante, observándola con aquellos diamantes perforadores. Lyla tragó saliva. Le había nacido una repentina sed incontrolable.

―Me encanta ―respondió.

Simon sonrió; Lyla jadeó. Recordaba, ahora vagamente, una situación similar, pero también opuesta: ella sonriendo y él jadeando, durante aquel día que había tomado la decisión de tentarlo. El juego acababa de invertirse.

«Las pelirrojas no tememos a las llamas». Entonces, ¿por qué temblaba ante la expectativa de quemarse?

―Es un vino de Suecia ―explicó Simon, levantando la copa―. Directamente de la cosecha del príncipe Ulric, un apasionado del vino.

―No lo conozco.

Simon volvió a sonreír; una sonrisa ladeada y coqueta.

―Abre la boca.

Lyla no puso reparo. Esbozó una sonrisa pícara y despegó los labios lentamente.

―Inclina la cabeza hacia atrás, un poco más, así. ―Simon levantó la copa por encima de Lyla y vertió, con extremo cuidado, el líquido oscuro en su boca. Lyla lo tragó con una sonrisa. Los ojos de Simon refulgieron, imitando el tinte casi negro de la bebida―. ¿Qué te ha parecido?

―Dulce. ―Limpió una pequeña gota que se le había escapado por la comisura derecha con la yema de los dedos―. Más.

Cálido, dulzón y denso, el líquido se deslizó por su garganta, dejando a su paso un marcado sabor a arándanos. Lyla deslizó la lengua por los labios y evitó sonreír al obtener de él la reacción que buscaba: la boca de Simon se abrió y respiró de forma entrecortada.

―Más ―le pidió. Le vibraba la voz por la ronquera.

Simon obedeció, pero su mirada siguió el camino de la gota rebelde que se resbalaba por su garganta y se perdía, la muy descarada, entremedio de sus pechos.

Simon bebió dos grandes tragos del oscuro vino con una dificultad indescriptible. Sí, era dulzón, pero también caliente. Estaba caliente ¿El vino o la habitación? O... O tal vez lo estaba él, quien de pronto empezó a sudar. Intentó desanudar la corbata sin dejar de beber cuando, de pronto, recordó que no la llevaba.

Lyla le arrebató la copa en cuanto quedó vacía.

―Deja que yo te ayude.

Lo sujetó por el cuello de la camisa y lo acercó con un tirón, pero nada tiró con tanta fuerza como su sonrisa. No solo era preciosa: era diabólica. Sabía que lo tenía en su poder y así lo demostró al deshacerse de los primeros dos botones con lentitud, acariciándole el pecho con la punta de los dedos.

―Lyla ―susurró con la voz estrangulada―. Lo estás empeorando.

La desgraciada presionó las palmas abiertas en el pecho de él. Las movió hacia los hombros y las deslizó lenta, muy lentamente, hasta alcanzar sus manos.

―Normalmente no paso de los besos o el manoseo en la primera cita. ―Le agarró las manos y las puso en su cintura―. Me gustas mucho. ―Presionó los labios en los de él―. Pero...

―No te sientas presionada. ―Simon le sonrió tranquilizador―. Soy un hombre que tiene mucha paciencia.

―Uf, lo sé. Tu paciencia desestabiliza mis nervios.

―Ya me ocuparé de ellos. ―Le rozó los labios con los suyos―. Acostumbro a hacerme responsable de mis asuntos de cuerpo presente.

Lyla lo observó, enternecida, y enseguida le escocieron los ojos. Suspiró y agachó la cabeza, pero Simon, al sujetar su barbilla, la obligó a mirarlo.

―¿Qué es esa repentina tristeza que veo en tus ojos? ―Recorrió su mejilla con el pulgar―. ¿He dicho o hecho algo que no debía?

―No, no ―aseguró al instante―. Lo has hecho todo bien. Me has dado la noche más feliz en mucho tiempo.

―¿Entonces?

―Es que eres el primero desde... ―Tragó saliva―. Me daba un poco de miedo no estar lista para otra relación. Pero claro, no lo sabes y...

―Tiene algo que ver con el tatuaje en tu espalda, ¿no es así?

Lyla entrecerró los ojos.

―¿Has estado espiándome? ―le cuestionó.

―Te lo he visto el día que nos conocimos, cuando vilmente me arruinaste el traje ―aunque intentó sonar jocoso, sus gestos eran serios―. Creo que lo entiendo.

Lyla tragó saliva y tembló. Por la expresión preocupada en su rostro imaginó que Simon se había percatado.

―El tatuaje siempre llamó mi atención, pero más lo hizo tu respuesta violenta cuando alguien se acerca a ti y lo percibes como una amenaza. Y has hablado del miedo a una nueva relación. Si sumamos estos datos y los comparamos con el trasfondo del taller, que atiende a víctimas de violencia doméstica...

La suavidad y calma de su voz acarició la dolorosa cicatriz en su alma que, aunque estaba sanada, acostumbrada a doler cada tanto.

―No tienes que contarme si no quieres. ―Lyla levantó la mirada. Esos ojos... Dios santo, podrían cortarle la respiración a cualquiera. Refulgían con un candor que la hizo sentirse cómoda, tranquila... Y protegida―. Pero quiero que sepas que siempre te escucharé.

Lyla suspiró. Una débil sonrisa se asomó en su boca. Simon tenía una postura relajada al igual que sus gestos. Ladeó la cabeza y la observó, y Lyla no pudo evitar perderse en su mirada. Algo en su pecho hizo «clic», lo sentía. Estaba en el lugar correcto, en el tiempo correcto y con la persona correcta.

Así que, más relajada, le contó su experiencia, un poco temerosa de encontrar un cambio en su cálida mirada. Pero eso nunca sucedió. Simon la escuchó con atención, dándole suaves caricias en la mano con el pulgar, quizá queriéndole recordar que la apoyaba. La hacía tomar pausas cuando el recuerdo la abrumaba al borde del llanto y comentaba cualquier tontería que le provocaba una carcajada, lo que alivió un poco el dolor.

Habló hasta que se le secó la garganta. Simon le sirvió otra copa y Lyla bebió de ella con calma, mientras sentía la mirada de Simon fija en sus expresiones.

―¿Lo has perdonado?

La pregunta la hizo temblar. La copa se sacudió en su mano.

―No lo sé.

―Perdonar es un acto opcional y a la única persona que debe hacerle un bien es a ti.

Lyla bajó la cabeza y se enfocó en el pequeño hueco entre su cuerpo y el suyo.

―No... ―la voz se le quebró al instante. Tragó saliva y esperó que fuera suficiente para recomponerse―. No me he detenido a pensar si lo quiero perdonar o no. Simplemente seguí adelante e intenté olvidar.

―¿Y lo conseguiste?

Un débil quejido fue su respuesta.

―No puedo olvidar. ―Achicó los ojos en cuanto las lágrimas amenazaron con desbordarse―. Me asaltan los recuerdos en esos instantes donde estoy vulnerable. O cuando algo muy bueno sucede, sin percatarme comienzo a hacer comparaciones.

Intentó mirarlo, pero la culpa y la vergüenza se lo impidieron. Incluso había comparado a Simon con Robin a pesar de ser tan diferentes.

―¿Te cuento algo? ―Simon le cubrió las mejillas con las manos y levantó su rostro. Sus ojos buscaron los de ella, que estaban cubiertos por una quebradiza capa de preocupación―. Cuando éramos pequeños, a mis hermanos y a mí nos visitaba un psicólogo cada semana. Nos ayudaba a lidiar con la presión social de nuestra posición. Había algo que siempre nos decía: perdonar no es lo mismo que olvidar.

Simon la sintió temblar, y a pesar de que intentó apartarle la mirada, se aseguró de mantener sus mejillas bien tomadas.

―Perdonar es el fin de una batalla. ―Acarició las mejillas con el pulgar, un gesto que esperaba fuera conciliador―. Es entender que ya nada es modificable, pero que hay una vida por delante y metas que cumplir. Lyla. ―Simon quebró el último espacio que los separaba―. Perdonar es querer más a tu futuro que a tu pasado.

―¿Cómo perdonar a alguien que me ha dejado un recuerdo de su rabia en la piel? ―Estalló en lágrimas que rompieron su voz, mutilada por el dolor en su alma―. Ese hombre al que tanto quise, me golpeó hasta casi matarme. Me dejó tirada en el suelo como si no valiera nada ¿Cómo se perdona algo así? ¡No se lo merece!

―Él no. ―Lo abrumó, como punzadas en el pecho, la tristeza en su mirada. Deseaba hacer algo, cualquier cosa, para aliviar su dolor―. Pero tú sí. Mereces sanar. No vas a olvidar lo que te hizo, pero puedes avanzar y dejar la rabia en el pasado. Eres una mujer maravillosa y no mereces quedarte con el dolor.

Aquello hizo que Lyla estallara en un llanto desgarrador, y Simon entendió que, en aquel instante, lo que ella necesitaba era mucho cariño y un abrazo en el que refugiarse. La cubrió con los brazos y decidió darle ambas.

Lyla lloró, resguardada en su pecho, hasta que le ardió la garganta y necesitó un poco de agua. La hizo a un lado y llenó uno de los vasos. La pelirroja lo aceptó y bebió un par de sorbos en medio de hipidos. Simon hizo un amago de sonrisa. Llanto e hipo... De pronto parecía una niña.

―¿Mejor? ―le preguntó con suavidad.

Lyla asintió. Agarró una de las servilletas del rollo plateado y se limpió la nariz.

―Odio llorar ―musitó a modo de berrinche.

Simon soltó una carcajada por lo bajo.

―¿Sabes cuál es el remedio universal que mi familia utiliza para aliviar las penas?

―¿Cuál?

Lyla dio un respingo cuando la sujetó de la muñeca y tiró de ella hacia la sala, un jalón brusco que no llegó a lastimarla.

―Bailar ―susurró cuando ambos cuerpos chocaron.

Lyla se echó a reír mientras ponía la mano izquierda en su espalda. Simon comenzó a deslizarse con ella por la estancia a un ritmo elegante y parsimonioso. Estaban mejilla contra mejilla. Lyla suspiró al sentir la calidez de su aliento rozando la base del cuello.

―Es la primera vez que bailo sin música ―comentó ella―. ¿Deberíamos...?

Pero la pregunta quedó opacada bajo lo que creyó era un imposible.

La voz de Simon, ronca y profunda, repiqueteó en el hueco entre sus cuerpos que comenzaron a moverse al ritmo de la desconocía melodía que tarareó antes de cantar:

―Hay una oscuridad en esta noche y unos ojitos tiernos que me miran. ―Lyla carcajeó ante el cosquilleo que su respiración cálida le provocó. Le pareció que su voz había temblado al intentar contener la risa, pero continuó cantando―: Veo surgir destellos de tu pelo, oigo tu voz que es como agua bendita.

Lyla tembló. Podía sentir la vibración en su pecho por la cercanía. Era un delirio, pero también un deleite, escuchar a un hombre como ese cantar, con tan potente voz que le salía sin esfuerzo, pero que se intensificaba por el hueco entre su cuerpo y el suyo.

―Y yo que no creía en milagros, tú has venido a bendecir mi día. ―Lyla se aferró a él con las uñas y una palpitante inquietud en cuanto Simon se apartó para mirarla a los ojos―. La búsqueda que he llevado por años se terminó cuando llegaste a mi vida.

Dios santo, esos ojos... Un hueco hasta el centro de la tierra tendría menos profundidad que ellos, pero también menos candor. Sus manos estaban a reventar de buena suerte, porque un hombre como ese no se encontraba en cada esquina.

«Estoy perdida».

―¿De quién es esa canción? ―curioseó ella, aferrándose a una distracción.

―Mi madre la escribió para nosotros. ―Simon se remojó los labios―. Nos la cantaba para hacernos dormir.

―Es preciosa.

Lyla separó los labios y respiró de forma entrecortada. La mirada de Simon se posó en ellos y resolló.

Je veux t'embrasser ―musitó él con la voz ronca por el repentino éxtasis que descubrió en su turbulenta mirada.

―¿Y qué carajos significa eso?

Simon estalló en carcajadas ante su pregunta, sin apartar sus ojos de su boca.

―Te lo mostraré.

El beso, posesivo y casi violento, los arrojó a ambos contra la frialdad del refrigerador. Lyla tuvo que aferrarse a él para no desaparecer a sus pies, derretida o en pedazos, porque no podría salir ilesa de una pasión como la que estaba consumiéndolos a ambos. Lo aceptó, gimiendo, mientras sus manos emprendían el peligroso camino hacia el dobladillo del vestido.

―¿Tienes límites en la primera cita? ―preguntó Simon, respirando con dificultad.

―Tengo. ―Simon se separó y estudió sus gestos con expresión torturada, a lo que Lyla no pudo evitar sonreír―. Pero seguramente esas manos podrían hacer que se me olviden.

―¿De verdad? ―Se acercó a su boca, sonriendo, y le rozó los labios con los dientes. Lyla dio un respingo acompañado de una carcajada nerviosa cuando sintió el toque de sus dedos por debajo de la falda―. ¿Así?

―Mmm, más arriba. ―Los dedos de Simon se deslizaron por la cálida suavidad del interior de sus muslos―. Cerca, cerca... ¡Oh!

Simon la tocó por encima de la tela de su ropa interior. Lyla arqueó la espalda violentamente y encajó las uñas en sus brazos, jadeando. Le ardieron las mejillas, le falló la respiración... Se vio en la obligación de despegar los labios y boquear con desesperación. Simon le sonrió de forma diabólica y apretujó un resuello en su boca temblorosa al besarla. Lyla volvió a reír con nerviosismo. Se le habían entumecido los pensamientos, no así el cuerpo, que se sacudía, se arqueaba y temblaba.

Lyla exhaló con brusquedad en cuanto Simon abandonó su boca e inició un lento, húmedo y cálido descenso por su mentón y la base del cuello.

―¡Dios mío! ―gritó Lyla.

El eco de la risa maliciosa de Simon rebotó en el hueco de su garganta.

―No me molesta que seas creyente. ―Volvió a escalar hacia su boca―. Pero si vas a gritar un nombre ―Simon se arrodilló y puso las manos en las caderas, levantó el dobladillo del vestido y encajó los dedos en la tira de la ropa interior―, la verdad prefiero que sea el mío.

Lyla tembló mientras sentía que la pequeña prenda abandonaba sus piernas.

―Tal vez sea un buen momento para decirte que... ¡Oh! ―Lyla rio, nerviosa, al sentir que la cálida respiración la golpeaba entremedio de las piernas―. Es que a mí nunca me han hecho sexo oral.

Simon se detuvo y la observó. Cada pequeña parte de su cuerpo latía de placer y expectación, y ahora también de sorpresa.

―¿Nadie?

Lyla negó con la cabeza.

―Francamente, me parece un desperdicio. ―Aunque no le había quitado la mirada de encima, Simon se las ingenió para separarle las piernas con las manos―. Un verdadero sacrilegio. ―Temblando como una miserable hoja, Lyla se agarró del refrigerador cuando Simon le sujetó una de las piernas y las descansó sobre el hombro―. Puedo remediarlo.

«¿Remediar qué?» Si cuando su lengua invadió la húmeda hendidura, lo que hizo fue despedazarla, deshecha bajo la calidez de su toque. Sus grandes manos la sujetaba desde la cintura mientras la devoraba, la exploraba, la conquistaba, y para ella, que nunca había experimentado un placer tan excitante como ese, estaba a dos respiros de romperse como un cristal bajo los pies de ese hombre.

Gritó su nombre con desesperación. Un dolor punzante le nació en el vientre. Se presionó con manos temblorosas. Sin pensarlo, las condujo al instante al ensortijado pelo negro de su amante desatado.

―¡Simon! ―masculló su nombre sin aliento.

Lo sintió gruñir contra su carne. Lyla se sacudió, gimió, tembló...

Su amante desatado eligió ese momento para incorporarse, agarrarla de la cintura y devorar su boca.

―¿Dónde está tu habitación? ―preguntó sin apartarse de su boca.

―¿Mi habitación? ―Lyla rio―. ¿Le tienes miedo al sofá? Está más cerca. ―Encajó los dedos en su pelo negro y tiró con suavidad―. Además, no me has dejado jugar.

Simon la acompañó en las risas pícaras, dando traspiés hacia el sofá, al tiempo que Lyla tiraba insistentemente de los botones de su camisa.

―¿Qué planeas hacer conmigo? ―La respuesta dejó de importar en cuanto lo empujó, cayó al sofá y se le subió encima―. Trátame con cariño.

―Mucho. ―Sonrió con picardía. Quitó los primeros botones de la camisa, luego un tercero y después hasta haberse deshecho de todos―. Por favor, hazlo tú también.

La respiración de Lyla se cortó al encontrar un brillo de ternura en sus ojos azules. Simon descansó las manos en sus mejillas y la atrajo hacia él para besarla. Ese gesto tenía el poder de despejar sus inquietudes. Libre de temor o nerviosismo, dejó que su boca le mostrara una danza erótica que imitaron sus cuerpos.

Simon gimió contra su boca y sus manos se fueron desviando poco a poco a su cintura, a la que aferraba mientras seguía el ritmo de sus cuerpos al frotarse. Lyla jadeó y soltó un quejido placentero. Teniendo las manos libres, inicio un sinnúmero de caricias que fueron aumentando la intensidad. Recorrió la suavidad de su pecho y el pequeño monte de su barriga y se detuvo al encontrar el cinturón. Lo desabrochó, embriagada por el placer.

Lyla introdujo la mano y recorrió su miembro palpitante, logrando arrancarle un gemido de agonía, como si estuviera muriendo. No era difícil entender por qué: ella también ardía por el deseo que los consumía a los dos. Lo añoraba tanto que la mareaba ¿Cómo había nacido una pasión tan desmedida? ¿Estaba lista para dar rienda suelta hacia un punto de no retorno?

Se apartó de él y lo observó a los ojos, oscurecidos por el deseo, y tragó saliva. Sí, estaba lista. Quería estar con él.

Sonrió y se puso de pie.

―Ven. ―Lyla retrocedió de espaldas mientras hacía señas con el índice para que lo siguiera―. Si es que crees poder conmigo.

Simon se puso de pie, decidido, y avanzó hacia ella con una sonrisa perversa. Era una vista maravillosa: recorriendo el pasillo hacia su habitación con la camisa abierta, la mirada encendida y las comisuras levantadas en un gesto pícaro.

Al llegar a la habitación, Simon la sujetó de la cintura y tomó inmediata posesión de su boca. Lyla le colgó los brazos al cuello y se estrujó contra él. De pronto y de forma brusca, Simon se separó con una expresión de dolor.

―¿Qué pasa? ―preguntó Lyla, alarmada.

―No traigo preservativos conmigo ―confesó con voz lastimera.

Lyla esbozó una lenta sonrisa conciliadora.

Bibbidi-Bobbidi-Boo ―musitó a modo de broma.

Retrocedió hacia la mesa junto a la cama, abrió el primer cajón y sacó un paquete rectangular.

―¿Tomas la píldora anticonceptiva? ―preguntó Simon, curioso.

―Para regular el periodo. ―La lanzó al aire, por ahí... En ese momento no importaba―. El estrés del taller y la escuela me estaba matando.

―Oh. ―Se le iluminaron los ojos―. Supongo que eso resuelve el probl... ―Se le acortó la voz y su mirada se dilató.

Lyla se deshizo del vestido mientras hablaba, lo que provocó que Simon se distrajera considerablemente, una tarea que resultaba sencilla. Lo puso duro al momento. Su piel lechosa tenía una apariencia como de seda, pero los pezones rosados parecían las cerezas de un pastel, y él moría de hambre. De su piel, de su contacto, de su olor... Qué fácil era querer todo de ella.

Simon avanzó; Lyla tembló. Clavó los ojos azules en los detalles que, a medida que se acercaban, se hicieron más evidentes: la capa de pecas pequeñas que la arropaba hasta el ombligo, los dos lunares debajo del pecho izquierdo, el monte abundante coronado por los pezones rosados erectos. Ningún otro cuerpo desnudo le parecía tan maravilloso...

Cuando encontró sus ojos color miel, Simon quedó hecho pedazos. Encontró una vulnerabilidad desgarradora que se mezclaba con el deseo. La boca se le secó y dio un paso. Después otro. Y otro. En cuanto la tuvo de frente, sus cuerpos tomaron la iniciativa, como movidos por inercia. Simon se aferró a ella mientras la besaba y Lyla, temblorosa, le arrancó a tirones la camisa.

Lyla se tensó al sentir las manos de Simon en su espalda. Cerró los ojos con fuerza y descansó la frente en su pecho.

―¿Puedo verla?

―B-bueno... ―hizo ademán de voltearse, pero se detuvo―. No se ve. La he cubierto con un tatuaje.

Simon esperó a que se diera la vuelta. Era precioso: las ramas y las flores arropaban gran parte de su espalda y el tallo lleva la espalda baja. Recorrió los detalles con el dorso del dedo índice. De pronto sintió la protuberancia, la piel levantada, de lo que era una profunda y larga cicatriz. Lyla se tensó.

―Eres preciosa, ¿lo sabías? ―Se acercó hasta que su pecho sintió el calor de su espalda―. Por fuera eres una beldad, y por dentro maravillosa. ―Recorrió el hueco de su garganta y los hombros con los labios―. Voy a cuidarte.

Lyla jadeó. Las cálidas manos de él la rodearon y acariciaron su vientre cada vez más abajo, avivando la llama latente que ardía en su interior. Se arqueó al sentir sus dedos rozar su parte más sensible, que ardía y palpitaba a la espera del desborde.

―Por favor... ―su voz se redujo a un tembloroso murmullo.

Simon le dio la vuelta y la llevó a la cama. Permaneció de pie y Lyla contempló, sentada sobre la cama, como iba quitándose los pantalones y los calzoncillos. Tragó saliva al ver su erección. No había pensado en la desnudez de un hombre en mucho tiempo, pero la de Simon era incomparable. Un pálpito doloroso atacó a su vientre.

Una sonrisa coqueta fue apareciendo poco a poco en la boca de Lyla. Se echó hacia atrás y abrió lentamente las piernas. Simon aceptó la invitación con una sonrisa y un acercamiento cauteloso, como si lo hubiesen tirado de una correa invisible. Cuando estuvo sobre ella, Lyla lo recibió con un beso que le quitó el último aliento que tenía en las reservas. De modo que, cuando se le aferró a la cintura con las piernas y lo hizo darse vuelta de repente, Simon separó los labios y jadeó. Levantó las cejas ¿Cómo es que, simplemente así, de un momento a otro la tuvo encima? Era difícil controlar las palpitaciones de un miembro que parecía tener mente propia.

―Mi casa, mis reglas ―musitó. Se inclinó y, sin dejar de mirarlo, le pasó la lengua por el abdomen. Simon se arqueó―. Sí, yo también sé jugar.

―Eres una descarada ―masculló. Un tono oscuro erotizó su voz.

―Mm. ―Mordió la parte baja del ombligo―. No sabes cuanto.

Simon dio un respingo cuando la mano de Lyla lo recorrió entero, un delicioso incentivo que ella interpretó como una aprobación. Mientras lo despertaba, su boca siguió recorriendo el abdomen duro de Simon, mordiendo aquí y allá, hasta sobrepasar la marcada uve de su pelvis.

Lo tomó en su boca. Su gemido de placer la sacudió. El fuego dentro de ella la estaba devorando sin piedad. Lo deseaba. Lo deseaba más de lo que creía posible. Pese a la turbulenta nubosidad por el placer, que llenó de tinieblas su mente, Lyla se sentía maravillosa, disfrutando de la intimidad con un hombre como Simon que se preocupaba por ella, no solo por obtener placer.

Sus miradas se encontraron; ambas respiraciones, descontroladas e impacientes, hacían martillar su corazón a una prisa desquiciada. Lyla se le subió encima.

―He de dejar una cosa muy clara entre nosotros. ―Simon apretó los dientes cuando la mano de ella lo sujetó con más fuerza. Lyla se acomodó sobre él. Los músculos de su cuerpo se contrajeron ante la espera―. Fuera de aquí, eres un príncipe y tu autoridad es absoluta. Pero aquí, mi señor ―su sonrisa coqueta se intensificó―: aquí mando yo.

Lyla aferró las manos en el abdomen de él y arqueó la espalda, mientras su cuerpo se acostumbraba a la invasión. Jadeó, deshecha, y conquistada. Simon la sujetó de la cintura, no supo si para darle un soporte o para controlarse a sí mismo. Lo podía sentir en su interior, ansiando el mismo derroche de locura que ella.

Comenzó a moverse lentamente, todavía con las manos en el abdomen de Simon, y él, que la sujetaba de las caderas, siguió el movimiento con la mirada. Su rostro, siempre sereno y metódico, estaba desfigurado por los efectos de una pasión incontrolable. Lyla no pudo evitar sonreír. Sentía un gran poder al ser capaz de desarmar a un hombre de su resistencia.

Pero ese hombre también tenía un poder sobre ella, y como amante era experto. La agarró con más fuerza y aumentó el ritmo de las embestidas. Ya no era capaz de mirarlo. Su mirada había quedado en blanco, como su mente. Cerró los ojos, arqueó la espalda y disfrutó de ese dulce, cálido y húmedo tormento.

«Más, más, más».

El ronco gemido de Simon se acalló al incorporarse, apretarla contra él y aprisionar uno de sus pechos en su boca. Lyla tragó saliva ―no tenía fuerzas ni para gritar― y enterró los dedos en su pelo. Simon extendió la tortura al otro pecho.

Lyla reunió fuerzas para gritar su nombre.

Una ronca carcajada brotó de Simon. Al levantar la cabeza, se cruzó con la mirada oscurecida de Lyla.

―Así me gusta ―musitó, rauco, con los dientes apretados―. Mi nombre suena muy bien cuando lo gritan tus labios.

Lyla sonrió antes de poseer su boca. Gimió pegada a él, presagiando el final. Debió sentirlo también, porque de pronto le enterró las uñas en la cadera y embistió con más fuerza. Ninguno apartó la mirada del otro. Querían verse estallar: aquella sonrisa coqueta en ambos rostros así lo evidenciaba.

Y finalmente pasó.

Cayeron sobre la cama como peso muerto, la respiración desquiciada y el pulso alborotado. Una capa de sudor abrazaba ambos cuerpos que vibraban extasiados. Simon se tumbó de costado y la observó ―ella acostada bocarriba― mientras boqueaba para recuperarse.

¿Podría alguien recuperarse de algo así? Nunca antes se había sentido tan satisfecho en su vida, y la persona que había saciado su hambre era la que menos se esperaba. Aún así, no habría querido encontrar a alguien diferente en el otro lado de la cama.

Lyla se incorporó de repente.

―¿No huele a quemado?

Ambos abrieron los ojos de golpe.

―¡Se quema la cena!

A Simon le pareció un poco cómico verla correr desnuda hacia la cocina con auténtica desesperación. Se levantó de la cama de inmediato, se puso el pantalón y agarró la camisa.

―¿Se quemó? ―le preguntó una vez que llegó a la cocina.

―Algunas conchas.

―Ten.

Lyla, quien tenía un tenedor en la mano derecha y escarbaba entre las conchas, levantó la cabeza y se percató de que le ofrecía su camisa. Simon levantó ambas cejas y, sin disimulo alguno, hizo un recorrido visual por toda su desnudez. Sus mejillas se enrojecieron, pero aceptó la prenda y se la puso.

Simon se frotó las manos.

―Vamos a salvar la cena. ―Abrió el grifo del fregadero, se lavó las manos y se las secó con el papel toalla―. Si no, puedo pedirle a Sam que nos compre algo.

―¡Oh, no! ―Lyla sacudió la cabeza―. No voy a perder la comida. Puede salvarse.

―Perfecto ―musitó cerca de su oído. Lyla tembló―. Después de todo, la comida no fue lo único que se quemó esta noche, y ya ves: estamos intactos.

Lyla soltó una carcajada por lo bajo.

―Lo tomaré como un reto personal. ―Lo observó por encima del hombro con una diabólica, aunque seductora, sonrisa―. Veremos qué tan «intacto» quedas la próxima vez.

―Ese es un reto que acepto con todo gusto. ―Recorrió la curva de su hombro con los dientes y le dio un suave mordisco al lóbulo de su oreja.

La mayor parte de la cena pudo salvarse. Lyla sirvió el vino y Simon la comida. Las luces tenues del comedor añadieron un toque romántico a la velada. Simon la hizo hablar la mayor parte del tiempo, y Lyla no se había percatado hasta que su plato quedó vacío. Al de él aún le quedaban tres conchas.

―Me has sacado todo tipo de información ―se quejó ella.

Simon sonrió oculto por la copa.

―Podrás preguntarme lo que quieras en nuestra próxima cita.

―¿Lo prometes?

―Lo prometo ―le aseguró él.

―Perfecto. ―Asintió con complacencia. Había aprendido que Simon no rompía promesas.

La conversación se extendió después de la cena, mientras lavaban la vajilla. Simon le contó que durante las reuniones familiares en casa de sus abuelos maternos, sus hermanos y él acostumbraban a lavar los platos, de modo que tenía experiencia.

Se pasaron de regreso a la sala, cada uno con otra copa de vino. La bebida, que no era tan suave como el olor dulzón aparentaba, los embobó un poco y se reían de cualquier tontería. Las horas pasaron como vuelo de ave, y por entre las cortinas comenzaron a penetrar los primeros vistazos del amanecer. Lyla se quedó dormida, con la copa vacía en la mano, mientras Simon le contaba cómo se había hecho la cicatriz en la mano.

La observó durante un lapso desconocido; el tiempo no avanzaba mientras la contemplaba. Un mechón rojizo le dividía en dos la mejilla. Contuvo el impulso de recorrer la textura de esa seda roja; no quería sobresaltarla. Tampoco quería marcharse, pese a ser consciente de que debía haberse retirado hacía horas. Por primera vez en su vida, haber hecho lo contrario de lo que debería no le provocó ese punzante dolor en el pecho que acostumbraba a enloquecerlo.

Simon le quitó la copa y la dejó junto a la de él, también vacía. No quería dejarla dormida en esa posición tan incómoda, y menos en el sofá, pero apenas era capaz de levantarse sin que le temblaran las piernas. Si la llevara en brazos al dormitorio, la dejaría caer con toda seguridad.

La acomodó en el sofá y la cubrió con el saco. Lyla ni se inmutó. Ese sueño profundo haría que un oso le tuviera envidia. Simon sonrió y recorrió la suavidad de su mejilla con el dorso de los dedos. Se inclinó sobre ella y le dejó un beso en la frente. Lyla se movió quedamente, dejó caer el brazo izquierdo en su estómago y se abrazó a él. El cuerpo de Simon se relajó al instante. Se sentía tan bien...

Pronto, los párpados comenzaron a pesarle, como si dos diminutos duendecillos saltaran sobre ellos. No pudo luchar mucho tiempo contra ese abrumador sueño: se quedó profundamente dormido con el dulce olor que emanaba de la calidez de Lyla.

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