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5. Una sorpresa

—¿Qué haces aquí?

—Imaginé que estarías retorciéndote de desesperación. Por lo que pedí un pequeño permiso en el trabajo, y me vine a hacerte compañía.

Judith había estado demasiado ocupada con Anthony antes de la ruptura. Todavía no la había podido visitar durante todo aquel tiempo.

—¿Qué? ¡No es verdad! Además...

—¡Deja de protestar! Vengo a socorrerte. Por otro lado, quería echar un vistazo a tu nuevo apartamento —Canturreó. Luego frunció los labios—. ¡Y yo pensando que te alegrarías de verme!

Se echó en sus brazos.

—¡Que sí que me alegro, loca! Es que llevo unos días un poco torcidos.

La separó un poco para interrogarla.

—¿Por qué? ¿Tuviste otra vez problemas con aquel gilipollas?

—¡No! Gracias al cielo está a bastantes kilómetros lejos de mí.

—¡Oh! Me asustaste.

—¡Pero pasa, por favor! —La ayudó con el equipaje—. ¡Madre mía! Parece que lleves a un muerto aquí adentro —protestó Eleanor, con el peso excesivo de la maleta que estaba cargando.

Judith bajó la voz, en un susurro.

—Me cargué a Anthony, por cabrito. Lo descuarticé, y lo llevo conmigo para disfrutar de mi obra de arte.

—¡No seas tan cínica!

—Oyeeee, pues podría ser.

—No tienes agallas para convertirte en una asesina.

Puso los brazos en jarra.

—¡Y tú qué sabes! Desde que no nos hemos visto, me volví más osada.

—Yaaaa. —Negó—. Venga. Te enseñaré la habitación de invitados.

Llevaron hasta ella las maletas.

—¡Qué cuca! Pequeña y cuca.

—No puedo permitirme un apartamento más grande.

—Lo sé. Este mola. Sabes cómo decorar las estancias para que una se sienta como en casa.

—Me alegro de que te guste. Deshaz el equipaje. O tu ropa acabará arrugada como un acordeón.

—Voy. ¿Me ayudas?

Eleanor tenía una pereza descomunal. Por eso se había echado en el sofá para ver cualquier película y tener unos momentos de relax.

—Y yo pensando que ya habrías encontrado a otro que te mimase —dijo Judith, sacando las cosas para meterlas en las cajoneras y en el menudo armario que había allí.

—No. Todavía no quiero. No sé si querré.

—¡Vamos, mujer! Yo mandé a mi ex al infierno y ya he tonteado con varios.

—¿Y... ?

Judith chasqueó la lengua con disgusto.

—No encuentro ninguno que me guste.

—Ya veo.

—Por lo pronto, planeo tener una aventura. Una, que dure lo que yo quiera. Una que sucederá aquí. Así, luego no tendré que encontrármelo y lamentarlo. No le diré de dónde soy.

—¿Vas a jugar con los sentimientos de alguien?

—Y a la vez, buscarte pareja. ¿Qué te parece?

—¡Ah no, no! Paso de ese rollo tuyo de las aventuras.

—¡Pero qué anticuada! Ya ves qué dura un puñetero novio, a estas alturas.

—Porque nos equivocamos —reconoció Eleanor.

—Y estás convencida de que algún día acertarás...

—Pues sí. ¿Por qué no? Y si no, soltera también estaré bien.

—¿Tú? —Se rió—. Eres de esas personas que necesitas tener otra complementaria. ¡Como si no te conociera!

Sí que la conocía demasiado. Eleanor siempre había aspirado a tener alguien a su lado que la hiciera feliz. Que le diera un cálido abrazo en las noches de invierno, reconfortándola. Que se acordara de los días más importantes y tuviera detalles con ella. Era una eterna romántica.

—Está bieeen. ¡Me pillaste! —Se encogió de hombros—. Aunque no hay suerte.

Judith le colocó un mechón perdido detrás de su oreja.

—Déjame a mí. No hay retos que no pueda superar.

—Me estás dando miedo.

Aquella soltó una carcajada.

—Seré buena. —Enseñó la palma de su mano—. Lo prometo.



Dejaron todo en su lugar. Judith llevaba un equipaje muy completo. La había dicho que, al menos, se quedaría como mínimo una semana entera. Quería olvidar bien olvidado a su ex. No quería regresar a Illinois con los ojos bañados en lágrimas, como se había ido de allí. No quería huir. Tampoco derrumbarse. Quería regresar con la cara bien alta afirmando que Anthony ya no significaba nada para ella. ¡Iba a lograrlo! Por encima de todo. Superarlo.

Cumplieron con la tarde de sofá, película y manta. Afuera hacía frío. Y Judith tampoco sentía la necesidad de variar los planes de su amiga.

—Entonces, no hay nadie... —largó, cuando los créditos finales empezaron a desfilar.

—No.

Kenneth no llegaba ni a ser un amigo cercano. ¿Para qué contarle que existía? Rezaba porque no apareciera de la nada y se montase otro lío. Todo podía suceder. Con él, nunca se sabía. Era como si lo llevase pegado al geolocalizador de su teléfono móvil, completamente localizable. Si no, ¿cómo podía saber en cada momento dónde estaba? Se rió de su propia tontería. Eso era básicamente imposible.

—Vaya... ¿Y qué tal te va en el trabajo?

—Muy —bien Sonrió—. Encantada. Conoces mis gustos por la lectura. Por su aroma. Porque estoy donde quiero estar...

— ...Lejos de Aspen. De tu familia. ¿Por qué te marchaste? ¡Que le den a Brian! No hacía falta irse tan lejos.

—¿Y tú? ¿A Illinois?

— Anthony es de Illinois. ¡No pienso abandonar aquella preciosa por culpa de ese gilipollas! Me da penita que tuvieras que verte obligada a abandonar la tuya por culpa de ese capullo, y que ahora te encuentres tan sola.

—No estoy del todo sola.

Judith ladeó la cabeza, intrigada.

—¿Ah no? ¡Ay, que me vas a confesar algo que me va a gustar! ¿Quién es ese que te quita el sueño? ¡Cuéntame!

—No es lo que piensas.

—Espera... ¡Ahora sí que me perdí!

—Henrietta. La señora Harris, mi anciana vecina, me cuida como si fuera su hija.

—¿Qué? ¿Una ancianita está cuidando de ti? ¿No te da vergüenza abusar de la solidaridad de una persona mayor a la que, más bien, deberías de cuidar tú, de ella?

—Lo hago cuando puedo.

—No lo pongo en duda. Y me alegro. Aunque discrepo en que no es la mejor compañía para un futuro feliz.

—A corto plazo, me hace sentir acompañada. Dejar de ser una forastera en este enorme lugar.

—¡No lo discuto, pero... ! Bah, déjalo. Vayamos al grano. —Asintió—. Voy a ponerte guapa.

—¿Qué? ¿Para qué?

—Vamos a salir. ¡Una salida de amigas!

—¡Pero no me apetece!

—Hay que cazar, querida. Las presas no vienen solas a caer en la trampa.

«Si ella supiera», mencionó la vocecilla interior de Eleanor, recordando al insistente Kenneth. Le entró un tremendo escalofrío al pensarlo. ¡Para nada lo veía como su próxima pareja! Pero, y si...



Judith echó un vistazo al repertorio de ropa del armario de su amiga.

—¡Este! —Se lo colocó por delante del cuerpo para ver cómo le quedaba—. Este te tiene que quedar divino.

—Hace frío, Judith. ¿Quieres que pille una neumonía?

—¿Vas a enfrascarte dentro de unos simples vaqueros?

—¿Por qué no?

Echó otro vistazo al ropero, encontrando unos ajustados.

—Estos, entonces. Si no marcas curvas, ¿crees que vas a impresionar?

—No busco impresionar. ¡Y, por favor, sal de mi cuarto y déjame ir a mi aire! Ponte lo que quieras y deja que me vista como me apetezca.

Su amiga dejó escapar un exagerado suspiro.

—¡Me rindo! No puedo contigo.

Eleanor sonrió, victoriosa.

—¡Fantástico! —Acompañó a Judith hasta la puerta para que saliera—. Y ahora, ¡fuera! Deja que sea yo quien elija.

—¡Que ya me voy! Pesada...

Sacó unos vaqueros azules un poco desgastados. No es que lo estuvieran. Ya los había comprado así, ciñéndose a la moda. Se colocó un jersey negro de cuello vuelto debajo, y encima, un jersey de punto, un poco ancho, dejando un hombro al descubierto, en un color rojo vino. Luego se calzó unas botas negras de medio tacón cubano —debajo se colocó unos calcetines negros, altos, de lana—. Se miró en el espejo del armario. No es que fuera la mujer más sexy del planeta con semejante conjunto. Pero estaba perfecta para salir. Solo le faltaba sacar el abrigo negro entallado, una de aquellas bufandas originales que había comprado en unos grandes almacenes, a juego con el jersey de cuello vuelto, y lista. No... Lista todavía no. No podía salir a la calle sin peinar y sin maquillarse. Porque desentonaría con el resto.



—A ver... Da la vuelta entera. ¡Vale! ¡Estás increíble a pesar de ir tapada hasta las orejas! —soltó Judith, agregando un tonillo crítico, ladeando la cabeza—. Te felicito.

Ella se había puesto una falda corta de color verde botella, al que había conjuntado con un suéter azul marino, un poquito descotado que tapaba con un fular a juego. Unos leotardos oscuros y unas botas altas eran el toque final de su vestimenta. Cargaba en su brazo con un chaquetón negro entallado.

El aroma al agua de colonia de ambas se mezclaba en la atmósfera, creando un aura agradable.

—¿Nos vamos, preciosa?

—No sé...

—¿Te vas a rajar ahora? —Se mordió el labio inferior, impaciente—. Coge el bolso y larguémonos antes de que te arrepientas —propuso Judith, metiéndole prisa.

—Ya voy... —murmuró Eleanor. No muy conforme del cambio drástico de la tranquilidad, a la locura.

Eleanor respiró tan hondo como pudo. Iba a salir de su zona de confort, y temía que no le pudiera gustar el cambio. Cruzó los dedos involuntariamente. Su amiga era un verdadero peligro, literalmente. Mucho más, porque volvía a estar soltera y con ganas de guerra.

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