3. Henrietta
Se lo tomó en serio. Se ponía el reloj tan temprano que, cuando sonaba, la confusión hacía que lo apagara y continuase dormitando. Luego recordaba para qué lo había puesto a esas horas y saltaba, automáticamente, de la cama, acelerada. ¡No podía ponerse en plan remolón si lo que quería era cumplir con sus nuevas metas!
Salió a la calle. Los transeúntes empezaban a llenar las calles, así como el tráfico. Tenía que ir esquivando demasiados obstáculos. Tomó la decisión de cambiar su ruta, dirigiéndose hacia la zona verde más cercana para mayor tranquilidad.
El camino se alargó demasiado. Aquella mañana tampoco es que se hubiera propuesto alargar tanto la carrera siendo novata. Por lo que tuvo que detenerse, inclinándose hacia adelante para apoyar las manos en las rodillas, en busca de aliento.
—¿Estás bien? ¿Necesitas que te lleve a urgencias?
«¡Ay no!», dijo su subconsciente.
Se incorporó, todavía medio mareada para enfrentarse a quien la estaba hablando. Al que le era demasiado familiar su voz.
—Estoy bien. No es necesario. Gracias —largó, intentando respirar, huyendo de que tuviera que devolverle cualquier favor, más tarde.
—No es molestia. Puedo llevarte. Voy a por el coche y...
—¡No! No. ¿Lo ves? —Se irguió, exagerando la pose—. ¡Estoy perfecta!
—Vaaale. Si tú lo dices...
— ...Lo aseguro. —Miró su reloj de pulsera—. Y llevo prisa.
Kenneth negó, bufando como un felino.
—¡Siempre con prisas! ¡Siempre comiendo horas! Pareces el conejo blanco de Alicia.
—¿Qué dices? —Resopló—. ¡Tonterías!
—¡Huyes! Siempre huyes.
—Te seré franca: eres un peligro.
—¿Yo?
Eleanor echó a correr.
—Nos vemos —gritó, algo más lejos, levantando la mano para despedirse.
—¡Espera!
No le hizo caso a Kenneth. Voló hacia casa, llegando a esta casi asfixiada. Con tal de no tener que volver a hablar con él, haría lo que fuera. ¡Era demasiado calcado a su ex! Eso le daba muy mala espina, y pocas ganas de congeniar con aquel individuo que parecía saber, en todo momento, su ubicación. ¡Ni que tuviera un GPS personalizado, sincronizado con algún tipo de aparatillo que ella tuviera pegado a su culo! Comenzaba a convertirse en un verdadero fastidio.
Estacionó su pequeño vehículo unas calles más abajo. No era tan fácil dejar el coche bien bien aparcado en aquella zona tan céntrica. No dejó de mirar a sus espaldas por si el tal Kenneth continuaba siguiéndola. ¡La estaba volviendo paranoica! ¿Por qué se empeñaba en no dejarla en paz? Tragó saliva, enfurruñada. ¡Sí! Se estaba convirtiendo en un incordio. Como esa maldita espinilla que le daba por salir en la punta de la nariz, el mismo día que había plan de chicas para salir de caza. ¡Una tragedia!
No fue una jornada fácil. Algunos de los pedidos parecían haberse traspapelado. Tuvo que empezar de nuevo, copiando una larga lista que tendría que haber sido mandado ya mismo. Luego, algún que otro cliente había tenido un comportamiento muy riguroso con un pedido, que no parecía haber llegado por problemas de distribución de la propia editorial. ¡La cabeza le estallaba! Suerte que regresaría a casa, para comer, haciendo una breve pausa en un día así de torcido. Lo reiniciaría por la tarde deseando que todo pudiera cambiar, si no quería acabar loca.
Se encontró con la señora Harris que bajaba con un par de recipientes herméticos de plástico.
—¿Qué tal te fue la mañana, cariño? —preguntó, bordando la ternura en cada una de sus palabras.
—¡Ayyy señora Harris! ¡Fatal! —confesó, con cara de pocos amigos—. No está siendo un día acertado.
Le entregó los dos recipientes. Luego, la abrazó.
—Tranquila, cielo. Tu ángel de la guarda está aquí. —Se separó un poco de ella para mirarla a los ojos, aún sujetándola por los hombros con una dulzura insuperable—. Te preparé algo muy rico. Jambalaya y tarta de calabaza. Estoy aprendiendo a cocinar recetas nuevas y escapar de las tradicionales que terminan por aburrirme. Esta es un poquito fuerte. Pero te servirá para coger, fuerzas para la tarde. No le puse demasiado picante.
Eleanor abrió los ojos de para en par. ¡Picante! No quiso renunciar a ello, por poco que le agradase el picante.
—¿En serio? ¡Ay, pero qué delicia! Ya estoy salivando.
La hizo reír.
—Me alegro.
—Quiero compensárselo.
—¡No, querida! No es necesario.
—¡Pues claro que lo es! Usted lleva cuidando de mí desde que me mudé aquí. Tengo mucho que agradecerle.
La anciana acarició sus cabellos, conservando todavía el carácter tan amable que la caracterizaba.
—Estabas tan sola y triste... No podía dejarte así. Y sigues sola. —Negó—. Tienes que buscar amigos.
—Mi amiga vive lejos —murmuró, apenada, bajando la mirada hacia el suelo. Levantó la vista, cambiando bruscamente de humor—. Y vendrá pronto a visitarme.
—¿De verdad? —formuló con cara de sorpresa y alegría.
Ella asintió. Por un lado le hacía mucha ilusión que Judith la visitara. Por otro, todavía no estaba preparada para una salida con chicas, y conocer a chicos. Su amiga era impetuosa. Después de su ruptura había decidido encontrar pronto a otro chico que la hiciese compañía en su nuevamente solitaria vida. Eleanor todavía no estaba preparada para empezar con otra relación. Recordó que todavía tenía que responder a la señora Harris. La había dejado a la espera, frente a ella.
—Sí. La semana que viene.
—Tienes que presentármela.
—¡Hecho! —aceptó, asintiendo.
—Vale. —La señora Harris se quedó reflexiva durante unos segundos. Al instante reaccionó—. Pero muévete. ¡Anda! Anda. ¡O llegarás tarde!
—¡Ya voy! —respondió, feliz de tenerla en su vida. De hacerla sentir tan bien. Como si ejerciera de segunda madre, o abuela, para ella—. Esta noche nos vemos.
—Tranquila, mi niña. Llegarás a casa demasiado cansada del trabajo.
—¡No importa! Un trato, es un trato.
La señora Harris sonrió. Una sonrisa que, en el fondo, parecía más triste que alegre. Su vida no es que fuera un camino de rosas. Su soledad no era, para nada, agradable.
—¡De acuerdo! Acepto.
Esperó a que la anciana subiera los peldaños. Ellas dos eran dos almas solitarias. Ni sus hijos se acordaban de ir a visitarla! O de llenar la casa con voces infantiles que la hicieran sentir joven. ¿Por qué no podían dedicarle algo de tiempo? Que vivieran en otro lugar, no les eximía de hacer feliz a una abuelita a la que, sabe Dios, cuántos años le quedarían de existencia en este mundo. ¡Poco iba a costar hacerla feliz! Suspiró, apenada. Imaginándose, en un futuro como ella. ¡Tenía que dejar de pensar! Eso la ponía mucho peor de humor.
Al entrar en el apartamento se tropezó con un par de cajas que todavía le quedaban por arrojar al contenedor. Cajas con objetos entre los que había encontrado una foto suya con Brian que había usado como marca páginas, y que había estado allí, metida, hasta que sacó el libro, se abrió y esta, cayó al suelo. La había estado mirando un par de veces, hasta que su parte sensata la había gritado que se deshiciera de ello. Estuvo tentada de abrir la caja nuevamente, despegando el precinto que la sellaba.
—¡No! —se gritó, a sí misma—. ¡Esta etapa ya voló! No guardaré cosas que no me sean útiles. Que me obliguen a retroceder... ¡Nunca! —fue rezando, acercándose hasta el sofá para dejar el bolso y la chaqueta. Tenía que ser fuerte, constante...; rencorosa con aquel que «la había hecho pasar las de Caín».
Los recipientes que había dejado sobre la mesa mientras se quitaba la chaqueta olía divinamente. "No le puse demasiado picante". ¿Qué cantidad sería esa para ser soportable, o aceptable? Aquel delicioso aroma amenazaba con borrar cualquier duda sobre ello, cogiendo ambos recipientes, ansiosa, dirigiéndose hacia la cocina para emplatarlos. Iba salivando por el camino.
Mientras comía, echó un vistazo a sus redes sociales. Respondió a los whatsaps de su familia; la que le quedaba tan lejos, tristemente. Ahora, más que nunca, los echaba de menos. Sobre todo cuando se sentía enferma, o simplemente, cuando quería hablar con su madre de cualquier problema, y que ella la reconfortase con un abrazo. Además, le encantaría ver a su sobrina Grace. Ya contaría con cinco añitos. Hablaría por los codos, desde luego. Ver sus gracias, su carita de ángel. Jugar con ella... Todavía no había podido hacer un viaje a Aspen, coincidiendo con ellos. No. Aún no había sido capaz de regresar a Aspen, aunque fuera para un simple fin de semana. Los recuerdos la amarraban a su nueva ciudad. El miedo a encontrarse con su ex marido. Sus críticas. Su desprecio. Aunque estuviera con otra mujer. «¿Todavía estaría con ella?». Hacía mucho que había perdido toda información sobre él. Cosa que, por otro lado, agradecía. Unos largos años que habían sido como pasar por el peor virus mutado de la historia. Somatizando cada uno de aquellos malditos años pasados, con él, y que continuaban torturándola como si fuera ayer mismo.
¡La Jambalaya estaba deliciosa! A pesar de que, según la señora Harris era la primera vez que la cocinaba, le había salido estupenda. No picaba demasiado. ¡También era una novedad para ella porque aún no había probado aquello! No era una receta típica de la zona. Eleanor sabía cocinar al estilo tradicional, el que su madre le había enseñado. Recordó a su hermana Kinsley. La recordó por la tarta de manzana que tan rica le salía. A pesar de no superar con creces la de la señora Harris, tampoco es que se quedase corta. Sonrió como una boba. De repente le estaban viniendo a la cabeza recuerdos de su niñez. Cuando se les había ocurrido bañar a Alfred, el gato de rayas grises que se acercaba por la casa en busca de cocina. ¡Parecía que se hubieran metido en un zarzal, por tantos arañazos como llevaban! Menuda bronca les metió su madre! No quería que metieran animales callejeros en casa para que no la llenasen de pulgas. A ellas les daba absolutamente igual. Y, al final de cuentas, terminaban por adoptar a alguno de ellos. Alfred se había acabado quedando durante el resto de su vida gatuna, allí, a pesar de las miles de protestas de Margaret. Ahora, sería incapaz de meter un animalillo en casa. Por mucha compañía que hiciera, el piso era de alquiler, y el casero lo tenía terminantemente prohibido. ¡Nada de animales! O se largaría a la calle. Negó. ¡Normas! Muchas normas... ¡Y poco tiempo de atención para cualquiera que irrumpiese en su vida! Bajó la mirada hacia el plato que estaba casi vacío. Tenía que acabar de comer. De zamparse la porción de tarta de calabaza que la estaba llamando tentativamente. Tenía que pensar menos en todo aquello que la provocaba un despliegue de sentimientos que conseguían ponerla al borde del llanto. No podía regresar al trabajo con los ojos rojos, e hinchados.
No olvidó la promesa de la señora Harris. Después del trabajo, subió un piso más para llegar a su casa. Llamó a la puerta.
—¿Sí?
— ¡Soy Eleanor! Su joven vecina —canturreó, riéndose ella misma de la descripción que se había encasquetado. ¡Ya quisiera regresar a los veinte años! O a los dieciocho. A una juventud que no le fuera restando energías.
La escuchó arrastrar los pies, a una velocidad nada rápida. A su edad, sus movimientos eran lentos y tranquilos.
—¡Hola cielo! —la saludo, cogiéndola de la mano, con cariño. Las arruguillas que se agolpaban en sus ojos cansados, y en las comisuras de sus labios resultaban entrañables. Un atisbo de sabiduría—. ¡Pasa! ¡Pasa!
—Gracias.
—¿Ya te tomaste la merienda? —fue parloteando.
—Es casi la hora de la cena. ¡Y no quiero engordarme como un pavo navideño!
Su comparación hizo reír a la anciana.
—¡Pero qué ocurrencias tienes, hija! Si estás tan delgada que tendrías que pasar dos veces para verte.
—¡No es verdad!
—¡Discrepo!
Eleanor resopló, enfadada. Se le pasó al instante. No podía enfadarse con ella. Era incapaz. Su dulzura no lo consentía.
—Vengo para ayudarla, ¿recuerda? A devolverle el favor. Su comida estaba deliciosa.
—Me alegro, cielo. Pero no era necesario. De verdad. Debes de estar cansada.
—Un poco. Nada importante —mintió.
La anciana asintió.
—Bien. ¿Qué cosas crees que podrías hacer por mí, y yo no puedo, por mis limitaciones?
Eleanor no tardó en recitar toda una lista de tareas en las que podría necesitar de su ayuda. La señora Harris (Henrietta) volvió a asentir, dándole toda la razón. La muchacha sabía perfectamente en qué cosas necesitaba de alguien más joven para ejecutarlas.
Se pusieron a ello, No se quedarían esa tarde, todas hechas. Tarde-noche, puesto que Eleanor solía salir bien tarde de su trabajo.
No dio tiempo para hacer muchas cosas. Quedaron pendientes algunas tareas que ella haría, otro día. «Sin quererlo, ni beberlo» se habían hecho las diez de la noche. Era hora de regresar a casa, ponerse las zapatillas de ir por casa y meterse en la cocina para hacer la cena. ¡Esta vez sí estaba más que cansada! Aunque feliz. Ayudar a la señora Harris la hacía sentir bien. Familiar. Feliz.
—¿Ya te vas?
—Mañana trabajo.
Henrietta sonrió.
—Lo sé. Pero tu compañía es tan buena que me resisto a que te vayas —confesó, cantarina.
—Volveré en otro momento. Por eso no se preocupe.
La anciana la abrazó.
—Eres como mi hija. Y te adoro. Espero que nunca tengas que mudarte de este edificio. Al menos, mientras yo viva —agregó, junto a un suspiro.
—Yo también la aprecio mucho, Henrietta. Otro día seguiremos con lo que queda pendiente. Entonces, aprovecharemos para charlar otro rato.
—Magnífico —Aplaudió.
Después de cenar, Eleanor charló un poco con Judith. Ella le contó vida y obras de su existencia desde que Anthony la dejó. Se había comparado con ella: «ambas tuvimos muy mala suerte. No volverá a suceder. Todo tiene que cambiar. Aunque sea lo último que haga».
Eso sonó bien melodramático. Aunque tenía razón. Todo eso tenía que cambiar. Y con ello, incluso el que Kenneth desapareciera del mapa. Al menos, de su radio de acción diario, si es que eso podía ser posible. ¡De acuerdo! Tal vez estuviera pidiendo demasiado.
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