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99. Una decisión sencilla

De no haber visto en los últimos tiempos suficientes criaturas de otros mundos como para un par de vidas, Deathmask habría afirmado con convencimiento que la joven que conducía junto a él de verdad era un ángel enviado a salvarle de sí mismo. La miró, preguntándose por enésima vez si aquello era real o aún soñaba dormido sobre el cúmulo de escombros: conducía sin prisa, logrado su objetivo de sacarle de la finca, con los ojos fijos en la carretera y una mano sobre la rodilla del caballero siempre que el cambio de marchas se lo permitía.

Parecía una visión sobrenatural, tan oportuna como necesaria, una aparición de cabello oscuro y ojos verdes... pero no era nada de eso, sino una mujer. Una mujer que había desafiado las leyes del Santuario por él -tal como él mismo había hecho por ella anteriormente-, porque le amaba.

—¿Dónde se supone que vamos ahora, gatita? —preguntó, asomando la cabeza por la ventanilla, feliz como un crío al que llevan de vacaciones.

—Donde queramos, guapo. De momento, descansaremos en Palermo y luego decidiremos qué hacer —dijo ella, con una sonrisa.

El hotel en el que Kyrene había reservado habitación, sencillo y discreto, estaba convenientemente alejado de las zonas turísticas y engalanado acorde a las inminentes fiestas navideñas con guirnaldas y luces, como el resto de la ciudad en aquellos días. Un recepcionista de gruesas gafas negras y acento cerrado les hizo entrega de la llave y les indicó cómo llegar al ascensor, no sin antes desearles una feliz estancia y ofrecerles unos cuantos folletos con los lugares más conocidos de la región que Kyrene aceptó con un "grazie" casi inaudible.

—Vamos, Death. Necesitas descansar —dijo, tomándole del codo con suavidad cuando las puertas del habitáculo metálico se abrieron ante ellos.

Él se dejaba guiar, todavía extrañado de verla junto a él y sin terminar de creerse que estuviese allí en vez de en algún lugar ignoto con Shura. Ella introdujo la llave electrónica en la ranura y entraron en la estancia, decorada al estilo contemporáneo: impersonales cuadros de flores con la firma de un autor desconocido, cortinas y moqueta en tonos beige, un sofá azul marino y dos camas individuales unidas para formar una superficie de casi dos metros de ancho.

—¿Te gusta la habitación? Ahora vas a darte una ducha y luego saldremos a comer algo, a menos que prefieras que nos lo suban aquí —propuso ella mientras se agachaba para desatarle los cordones de las zapatillas deportivas.

—Kyrene, ¿por qué te tiemblan las manos de repente?

Ella miró sus palmas y después el rostro del italiano, un tanto avergonzada.

—Hay ratos en que aún no controlo bien mi cuerpo; secuelas de haber estado semanas sin manejarlo, supongo...

—¿Sí? Conduciendo no se te notaba...

—Será que ahora estoy cansada...

—¿Has puesto en peligro mi nariz nueva? —bromeó él.

—Bueno, tú no te enfades si en vez de una caricia te arreo un bofetón por sorpresa; ya sabes: secuelas de una posesión divina —le siguió el juego ella.

—Haré por no ganármelo...

—Entonces, a limpiarte.

Le precedió en dirección al aseo y abrió el grifo de la ducha, comprobando la temperatura con cuidado antes de cerrar la puerta para dejarle a solas. Él se desnudó y suspiró profundamente al encontrarse bajo el chorro, que Kyrene había ajustado casi al máximo, como a él le gustaba –"rutina arrancapieles", solía llamarla ella cuando se bañaban juntos-; tras un mes de manguerazos helados en el diciembre de Sicilia, estar a su aire rodeado de vapor era el paraíso.

Saga le había abroncado por no utilizar el cuarto de baño de Aldaghiero, cosa que Afrodita y él hacían sin problemas: no entendía que para el antiguo santo de Cáncer aquello era una profanación que le provocaba una incomodidad inexplicable y que prefería congelarse el trasero al amanecer que entrar en esa zona privada y vedada a los alumnos. Pero ahora, por fin, podía relajarse como era debido y su mente volvía a disfrutar de la claridad que no había tenido en las horas previas, gracias a Kyrene.

Era la de siempre, a pesar del radical corte de pelo y las nuevas cicatrices. Era la de siempre y le elegía a él por encima de cualquier otro hasta el punto de obviar su pánico a volar para rescatarle, como si ella fuese la amazona y él un civil en peligro, reflexionó mientras se masajeaba el cuero cabelludo con un champú cuyo prospecto prometía "suavidad extrema con aroma a naranjas amargas" y se frotaba el cuerpo con tal vigor que, en efecto, mudaría la epidermis si insistía un poco más.

Le amaba, de eso no había duda. ¿Por qué si no se habría arriesgado a sacarle del aislamiento decretado por Shion? Pero había reservado una habitación con camas independientes... Bueno, eso podía ser política del hotel; algunos no tenían ya camas dobles, no significaba que ella no quisiera dormir junto a él... al fin y al cabo, llevaba su anillo y se habían besado. Solo necesitaban hablar un rato y... joder, estaba pensando tonterías porque llevaba demasiado tiempo de abstinencia; cualquiera creería que había decidido honrar sus votos a aquellas alturas, ironizó para sí mismo, aclarándose el jabón del pecho. Tal vez un desahogo físico le ayudase, unas pocas sacudidas y estaría listo antes de que Kyrene se diese cuenta de que tardaba más de lo habitual, pero en realidad tampoco le apetecía; la montaña rusa en la que había pasado los tiempos recientes le había dejado exhausto en tantos sentidos que no conseguía saber siquiera lo que deseaba... aparte de quedarse junto a ella, ahora que se habían reencontrado.

Por fin, salió del baño con una toalla a la cadera y la vio junto a la ventana, perdida en la contemplación de la ciudad a través del cristal con una enorme tristeza que no le pasó inadvertida; preocupado, se acercó para abrazarla por detrás, apoyando el mentón en su hombro y aspirando el aroma a sándalo de su nuca, anhelado y familiar.

—Esta vez el camino ha sido largo, ¿eh, gatita? —ella asintió— Y, sin embargo, aquí estamos... Siempre quise enseñarte mi país, pero no pensé que sería en estas circunstancias...

—Han pasado tantas cosas que a veces no sé ni quiénes somos, Death...

Él buscó en su cerebro una réplica ingeniosa, sin éxito. Quizá estuviesen simplemente cansados, como ella había dicho, pero a pesar del beso y de las palabras cariñosas, habría que ser idiota para no percibir el aura de incertidumbre que los envolvía ahora que Kyrene había dejado a un lado la máscara de salvadora sonriente y se mostraba vulnerable y desorientada.

—He matado a veinte personas. He dejado huérfanos y viudas, he sembrado el desastre y no me arrepiento. ¿En qué me convierte eso? —preguntó ella, inmóvil.

—En una mujer valiente que actuó pensando solo en impartir justicia.

—Soy una asesina, nada me diferencia de ellos...

Deathmask respiró hondo y la hizo girarse para mirarla cara a cara:

—No vuelvas a hablar así de la chica que quiero, ¿te enteras? Esa gentuza y tú sois de planetas distintos. Te dejaste llevar por un poder que te dominaba e hiciste una pequeña limpieza, sin más. Tú misma lo dijiste: hay que tener en cuenta las vidas que has salvado, eso es lo importante.

—¿Y si he empeorado todo? ¿Y si he creado más criminales?

—Sabes que eso no es así, Kyrene. Aunque digas que no te arrepientes, te conozco lo suficiente como para saber que estás llena de remordimientos. Estos meses han sido tan intensos que apenas has tenido tiempo de pararte a respirar y, ahora que por fin vives un instante de calma, se te está viniendo todo encima de golpe; por eso no lo ves con claridad, pero le has hecho un gran favor al mundo.

Ella apoyó la frente en el pecho del caballero mientras tomaba aire.

—Quería ser fuerte para cambiarlo y para que estuvieses orgulloso de mí.

—Yo siempre estoy orgulloso de ti, gatita —replicó él, acariciándole el pelo.

Los dos se quedaron en silencio abrazados frente a la ventana durante algunos minutos hasta que ella se separó con un ligero sobresalto:

—¡Mierda, casi lo olvido! Afrodita me ha contado que necesitas friegas en las piernas cada día —cambió de tema, abriendo su maleta para sacar un tarro de aceite.

—No le creas, es un exagerado. ¿No has visto que ya no uso las muletas, gatita?

—También me dijo que dirías eso, pero deja que te cuide un poco, anda. Si empeoras me sentiré culpable.

Ante aquel argumento, Deathmask no pudo hacer otra cosa que obedecer y estirarse en el sofá. Kyrene se sentó a su lado, le tomó las piernas y las colocó sobre las suyas, lista para dar comienzo al tratamiento; después templó el aceite frotando entre sí las palmas y las aplicó sobre las rodillas, muslos y pantorrillas del joven, trazando círculos como había hecho con Eugenia semanas antes, hasta que la piel absorbió el fluido casi por completo.

Contra su costumbre, Deathmask se mantuvo en silencio durante todo el masaje. Las manos cálidas y menudas que tantas veces le habían acariciado volvían a tocarle, de un modo inusual pero no por ello menos placentero y, no obstante, la intimidad física con ella resultaba extraña tras la ausencia y el conflicto; su cabeza y su cuerpo respondían al agradable contacto con mensajes contradictorios que no conseguía procesar, excitándole y desconcertándole a partes iguales. Lo único seguro era que la sangre empezaba a agolpársele en un punto concreto, marcando un revelador bulto bajo la toalla que trató de camuflar cruzando las manos sobre el vientre.

—Bueno, pues ya está, guapo. Hay que mantener los avances que has hecho durante todo este tiempo... Ahora, a comer —dijo ella, inclinándose para dejar el recipiente en la mesa de centro.

Él bajó las piernas y la atrajo hacia sí rodeándola con el brazo. Bajo ningún concepto se levantaría luciendo aquella orgullosa erección que la toalla apenas alcanzaba a cubrir. No era el momento de abalanzarse sobre ella como habría hecho en el pasado; los dos estaban heridos por dentro, debían ir poco a poco.

—Muchas gracias, gatita. Enseguida me visto, pero déjame tenerte así un minuto —pidió, cerrando los ojos y reclinando la cabeza en el respaldo—. Hace una eternidad de la última vez que nos echamos juntos...

Kyrene no opuso resistencia y se dejó cobijar en su pecho, apoyándose en su hombro y cruzándole el antebrazo por la cintura. Si por ella fuese, detendría el tiempo en aquel instante.

—Un minuto nada más y luego, a comer...

—Sí, un minuto.

Despertó sobresaltado, mirando a ambos lados hasta lograr orientarse: ya no estaba en la escuela de Sicilia, ni encerrado en el calabozo, ni de guardia en un maldito árbol de Rath Cruaghan: se encontraba junto a Kyrene en un sofá amplio y mullido y ella aún dormía recostada en él, con el flequillo sobre los ojos y la boca entreabierta, tal como la había recordado noche tras noche.

Se incorporó sigilosamente y advirtió que estaban cubiertos por una gruesa manta de cuadros; supuso que ella la habría tomado para resguardarles del frío en algún momento de aquella siesta de un minuto que se había alargado varias horas, según indicaban la altura del sol y su obvia trayectoria descendente.

Era libre. Los dos lo eran. De algún modo, ella se las había arreglado para tomar la decisión perfecta para ambos en el momento oportuno. El pasado la había dañado tanto como a él, pero quizá su condición de civil la dotaba de cierta perspectiva de la que carecían los jóvenes criados en el santuario y educados en la fe de Atenea desde la infancia: una perspectiva que le permitía darse cuenta de que su futuro común estaba en otro lugar, reflexionó mientras abría su maleta en busca de ropa limpia.

Había logrado rescatar sus escasos efectos personales de entre los escombros, agradeciendo al universo que hubiesen quedado protegidos bajo una gran placa de escayola desprendida del techo durante su arrebato destructivo. Tras partir hacia Campofelice di Fitalia con tan solo una bolsa de mano, el Santuario le había ido haciendo llegar el resto de sus cosas -que él no se molestó en desembalar-, entre las que se contaban algunos recuerdos, ropa, películas y libros, pero no el televisor ni el lector de DVD, así que ahora su vida cabía en las tres maletas que cargó en el coche de alquiler cuando Kyrene le propuso marcharse juntos.

Ella parecía necesitar un poco más de descanso, así que la acomodó en el sofá, la tapó y le besó la frente y la nariz antes de entrar en el cuarto de baño. Regresó pocos minutos después vestido otra vez con el vaquero y la camisa que a ella más le gustaban y sonrió al verla observar el entorno con aire somnoliento.

—Eh, gatita —susurró, sentándose a su lado—, ¿tienes hambre? Porque yo me comería un buey y no es broma...

—¿Cuánto rato hemos dormido...? —preguntó ella, al tiempo que se frotaba un ojo.

—Pues a ver... —miró su reloj de pulsera— Son las siete de la tarde, así que todo el día.

—Madre mía... eso explica muchas cosas, empezando por cómo me ruge el estómago. ¿Qué tal las piernas? ¿Te duelen?

—Qué va, están perfectas; de hecho, debería agradecértelo, pero no sé si es correcto hacerlo como a mí me gustaría... —se aventuró, acercándose un poco.

—Sería muy correcto, pero primero deberíamos cenar.

Bueno, no era un rechazo sino un aplazamiento, pensó él, levantándose; no podía culparla por no querer arrojársele encima de repente después de todo lo que había sucedido. Al fin y al cabo, cada uno llevaba su ritmo y seguro que no tardarían en sincronizarse de nuevo.

—Vámonos, estoy listo.

—De acuerdo, hombre guapo... ¿Cuál es tu restaurante preferido en Palermo? —preguntó ella, sonriendo y atusándole el pelo.

Él le ofreció el brazo y abrió la puerta de la habitación, recuperando parte de su habitual aire despreocupado.

—Cualquiera en el que te tenga sentada enfrente, gatita.

—Bueno, pues tú eliges de todos modos.

Abrigados hasta las orejas, caminaron sin prisa, distrayéndose gracias a la iluminación festiva y la alegría que se respiraba en el ambiente y habituándose a su mutua compañía tras la larga e incierta separación y las horribles vivencias de aquel otoño que ya expiraba.

—¿Te acuerdas de cuando fuimos a patinar sobre hielo la navidad pasada? —preguntó él, llevándola de la mano por callejuelas cada vez más estrechas.

—¿Que si me acuerdo? ¡Me caí tantas veces que pensé que jamás podría volver a caminar y tú estuviste a punto de matar a un chavalín! —respondió ella entre carcajadas.

—¡Se lo estaba ganando a pulso el muy anormal...! Pero fui un caballero y contuve mis impulsos... Ah, mira, este es el sitio. A ver qué te parece.

Kyrene se adentró en el establecimiento y echó una ojeada, satisfecha con la elección de Deathmask: velas en las mesas, luces suaves, música tranquila; el restaurante ideal para una cita, o para una reconciliación.

—Pide tú, a mí me vale cualquier cosa —dijo mientras se quitaba el gorro y el abrigo y los dejaba en el respaldo de la silla.

—Entonces, prepárate, porque vas a alucinar... —replicó él, sonriente.

Un camarero alto y espigado se acercó enseguida para hacerles algunas sugerencias y tomar nota de los platos que compartirían, todos senza cipolla*, según las instrucciones de Deathmask, que recordaba que Kyrene odiaba aquella hortaliza.

—Dejando aparte el masaje, tampoco te he dado las gracias todavía por sacarme de allí... —comenzó en cuanto volvieron a quedarse solos, buscando su mano sobre el mantel y acariciándola con precaución.

Ella permaneció unos segundos en silencio, meditando su respuesta. No hacía falta ser un gran detective para darse cuenta de que su serenidad era una fachada que intentaba ocultar la mezcla de emociones que se agitaban en su interior.

—No tienes por qué dármelas; lo he hecho tanto por ti como por mí. Cuando volví a Rodorio y no te encontré, yo... me desesperé. Quería haber hablado contigo en el hospital y no podía, llegué a casa y tampoco estabas, nadie sabía nada de ti... —dijo, revelando un ligero deje de angustia con las últimas palabras.

El camarero les llevó una jarra de agua, refrescos y pan tostado. Kyrene aguardó a que se marchase para continuar, pero Deathmask se le adelantó:

—Me habría gustado esperarte; no me lo permitieron. Shion fue tajante en eso.

—Lo sé; Afrodita y Saga me lo contaron todo: vuestro castigo, el exilio, las cosas hirientes que te dijo... Y quiero pedirte perdón, porque de no haber sido por... por lo que hice, tú no habrías pasado por esto. Lo siento de verdad, Death.

—No tiene importancia; puedo vivir sin ser el caballero de Cáncer. De hecho, ya soy un desertor, si nos ceñimos a las definiciones: se me prohibió salir de la escuela y míranos, cenando en Palermo como dos tortolitos...

Ella sonrió sin apartar la mano. Los dedos del italiano rozaban los suyos, tamborileando de cuando en cuando contra el anillo de plata.

—Bueno, solo eres un desertor si no regresas...

—¿Y qué hay allí para mí, gatita? Si he de elegir entre tú y Atenea, creo que ya sabes la respuesta; siempre la has sabido —aseguró él, clavando en ella sus intensos iris azules.

—Yo nunca pretendí que dejases la orden dorada, Death...

—Y yo no la habría dejado por mi propia voluntad, pero las cosas han sucedido así, Kyrene, y no puedo cambiarlas. Shion no tiene ningún derecho a imponerme unos votos arcaicos y absurdos, ni a anular mi capacidad de decidir por mí mismo si un ser humano merece mi protección, por mucho que él sea el líder del santuario. Si lo miro en retrospectiva, quizá tenga incluso que agradecer a la irlandesa loca que volcase el tablero de una patada...

—¿A qué te refieres?

—Al modo en que todo esto nos ha abierto los ojos... cuando era niño, mi maestro administraba su justicia sobre nosotros porque era fuerte, solo eso, y a base de recibir golpes, yo también compré esa definición: si me volvía más fuerte que él, podría escoger mi propio concepto de justicia y aplicarlo. No es de extrañar que las aspiraciones de Saga me resultasen tan interesantes unos años después, ¿no crees?

—Claro que no. Solo eras un chiquillo maltratado y confundido.

—Como tú, gatita; los dos lo éramos. Pero Aldaghiero me convirtió en lo que soy y ahora, con casi treinta años, todavía no sé si sentir asco u orgullo de mí mismo. Me he pasado la vida persiguiendo un ideal inalcanzable, vanagloriándome de poseer un poder tan inmenso que no podía evitar "daños colaterales" cuando lo ejercía en las misiones que me encomendaban. La muerte a mis manos me parecía un magnífico final para todos los seres débiles que tuviesen la desdicha de provocar mi ira.

—Y cuando habías logrado superar esa idea y recuperar tu honor, llegué con Morrigan para desestabilizarte...

—Mirémoslo así: me obligasteis a plantearme dónde estaba mi lealtad. No supe ver lo que te estaba sucediendo y tampoco quería averiguarlo, porque me harían entregarte y yo solo deseaba protegerte a cualquier precio. Y en el momento en que lo tuve delante, ya era tarde y desconocía el trasfondo del conflicto, la guerra antigua entre Atenea y Morrigan. La mitología me había enseñado que ningún dios es tan bondadoso como presume, pero no sospechaba que podríamos estar en medio de una venganza personal hasta que la propia Morrigan nos lo contó...

>>Mi objetivo eras tú: tu seguridad, tu bienestar. Lo único que sabía de la otra diosa era que te había invadido y te impulsaba a asesinar y masacrar, convirtiéndote en una desconocida para mí, en algo que tú siempre dijiste aborrecer, así que me escapé y fui a buscarte: quería sacarla de tu cuerpo como fuese, recuperarte con vida y sana. Pero entonces apareció Shura, que en teoría había sido enviado para reducirte, posicionándose del lado de la enemiga... y estabais juntos, te besó y yo... —la miró de nuevo mientras el camarero depositaba varios platos entre ellos, anunciándolos por sus nombres (arancine, chuletas, pidoni, sfincione**) sin que ninguno de los dos rompiese el contacto visual— tuve celos y envidia, pero también creí que él sería una mejor compañía para ti. Más digno de tu amor, más centrado, sin este agujero cerebral que...

La voz del caballero se estranguló. Bebió un trago de agua y carraspeó, con dificultades para continuar.

—Death, te equivocas en eso. Te juro que jamás he sentido nada por Shura más allá de la amistad... o del deseo físico, como cuando estuvimos en Atenas.

—Lo sé, Kyrene, pero ponte en mi lugar: había sido incapaz de intuir lo que pasaba, de impedir que Morrigan te sedujese, de evitar vuestra huida... había fracasado en mi intento de cuidarte y de repente él estaba contigo, leal y sólido como una roca. Dispuesto a matar a la mismísima Atenea por ti. Cuando te dije que renunciaría a ti si querías estar con él, que solo quería verte bien, era cierto.

—Y aun así me pusiste el anillo cuando desperté, so bobo.

—Bueno, era mi última pataleta, como un "jódete, Shura"... —sonrió él al recordar aquello— y me ha salido bien, porque estás aquí, conmigo...

Ella entrelazó los dedos con los de él. Su palidez contrastaba con el bronceado de la piel masculina, en la cual aún se distinguían los contornos borrosos de la alianza trazada con rotulador, y eso le hizo esbozar una mueca de felicidad: era evidente que no había querido eliminarla del todo durante la ducha.

—El santuario pretendía mantenerme cautiva con la excusa de protegerme de un posible retorno de Morrigan. Me prohibieron salir del pueblo y me asignaron una escolta que me seguía a todas partes. No he podido ni ir al baño en paz desde entonces. Me insinuaron que, si me resistía, hablarían con la policía para contarles que yo soy la responsable de... ya sabes —dijo ella, bajando el tono progresivamente.

—Espera, entonces... ¿tú también has huido...? —se sorprendió él— Pensé que te habías marchado sin más...

Kyrene sonrió con sencillez.

—Supongo que es una constante en mi historia... No pensaba quedarme allí, separada de ti para siempre... Si tú estabas de acuerdo con ese arreglo, quería oírlo de tu boca. Por eso vine.

Él enarcó una ceja; por primera vez desde su reencuentro, su característica expresión cínica le adornó el rostro.

—O sea, que ahora somos dos prófugos del santuario...

—Así es. No puedo volver a Rodorio, ni quiero.

—Qué casualidad, porque yo tampoco quiero. No ser un caballero dorado me hace sentir mucho más libre...

—Es paradójico, ¿verdad? Prefiero esta libertad y me alegro de que pensemos igual..., porque me preocupaba haberte destrozado la vida al sacarte de la escuela —concordó ella.

Él le ofreció una arancina en un gesto cómplice.

—Esto son unas buenas bolas de arroz y no la mierda nipona que nos ponían en el hospital...

Ella masticó y asintió antes de responder:

—Dos fugitivos huyendo sin rumbo, pero juntos. ¿Vendrás conmigo?

—Ah, gatita, esa decisión es sencilla: siempre, donde quieras.

*Senza cipolla: sin cebolla.

**Recetas clásicas de la gastronomía de Palermo. Las arancine son bolas de arroz rellenas de ragú, queso y guisantes, empanadas y fritas. Los pidoni son pequeñas empanadas (lo que en el resto de Italia se conoce como "calzoni"). El sfincione es su versión del pan de pizza, alto y esponjoso.

¡Y ya estamos casi al final! Madre mía, comencé a subir este fanfic el 24 de junio, coincidiendo con el cumpleaños de Deathmask, y el tiempo se ha pasado volando... En fin, como todos los días te doy las gracias por tu apoyo y tu compañía y te emplazo a leer el capítulo de mañana, "Micetta". ¡Será un honor verte allí!

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