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97. La libertad de Kyrene A.

Los días transcurrieron con sus correspondientes noches, pero Kyrene no obtuvo noticias de Deathmask: no pasaba por la taberna, no se lo encontraba en el mercado, no había luz en su templo y sus compañeros parecían no saber nada de él ni de Afrodita o Saga cuando les preguntaba. Parecía que la tierra se los hubiese tragado y ella comenzaba a impacientarse.

Marin y Shaina le daban largas; Aioria, siempre agradable, se mostraba evasivo, e incluso Aldebarán contestaba con monosílabos y evitaba bajar a su local, como si de repente se hubiese convertido en una apestada. Solo consiguió interceptar a Milo en el pueblo un atardecer; paseaba sonriente junto a Camus, pero la saludó con una parquedad que la desconcertó, teniendo en cuenta la intimidad con la que se trataban durante sus últimas jornadas en el hospital.

—Milo, por favor, ¿has oído algo de Death y los demás? —imploró.

El griego miró a ambos lados antes de responder en voz baja:

—No, Kyrene, y es mejor que no nos vean juntos —dijo, señalando a la pareja de soldados que la seguía como rémoras en torno a un tiburón.

—Milo, sabes que es importante para mí...

—Y te contactaré si me entero, pero no te conviene que sepan que te relacionas con nosotros. Hazme caso. El Santuario prefiere que no te demos información acerca de su personal.

Kyrene se alejó, cabizbaja y escoltada por su séquito. Todos los guardianes la conocían: habían celebrado alegrías y ahogado disgustos en la taberna desde los tiempos de Giorgos, se habían fundido las pagas en las noches de póker y habían pacificado o agravado conflictos entre los lugareños cuando el consumo de alcohol se les iba de las manos. Advertían con claridad la melancolía de la camarera que tantas rondas les había servido y, aunque cumplían las órdenes a rajatabla sin preguntar siquiera por qué debían vigilarla, verla languidecer no dejaba de ser preocupante.

Ella hablaba poco y comía menos. Ni siquiera habría dormido en condiciones de no ser por algunos somníferos que Rumiko le había escondido en el bolso antes de su marcha, como una abuela dando dinero a su nieta a espaldas de los padres, gracias a los cuales navegaba durante catorce o dieciséis horas por día en un mundo onírico donde se reencontraba con Deathmask, libre y dueña de sus decisiones antes de regresar cada noche a la realidad repleta de silencio y tristeza que la esperaba tras la barra.

Las horas de vigilia eran, por tanto, pocas, pero duras. Se había habituado de tal forma al control de Morrigan que le costaba manejar su cuerpo con precisión y no era raro que derribase una botella por accidente o se le resbalasen las jarras al llenarlas, haciéndola sentir torpe y desgarbada. Intentaba no pensar demasiado en ello, pero al mirarse en el espejo quedaba fascinada por las cicatrices de la sien y el pecho: eran las pruebas tangibles de que todo -su frenesí vengativo, la lucha contra Atenea, la estancia en el síd- había sucedido, pero la chica que habitaba su reflejo... ¿quién era en realidad? ¿La ladrona fugitiva, la camarera enamorada de un guerrero, la furia justiciera? Y ahora que había regresado a casa, ¿qué clase de vida era esa en la que no podía elegir dónde ir ni con quién estar, ella, que siempre se había valido por sí misma sin tutela de nadie? ¿Dónde estaban los caballeros contra los que había luchado aquella noche? Las preguntas la acribillaban y ella no encontraba respuestas que apaciguasen su angustia.

Pese a sus reticencias, Eugenia logró sacarla de su encierro en una ocasión para invitarla a su casa, donde Aglaya y Sofía la esperaban con una opípara cena y todo tipo de ideas para distraerla que ella acató sin entusiasmo. De allí salió tan apesadumbrada como al principio de la noche, con un peluche en forma de conejito, las uñas pintadas de un rosa fucsia incomprensible y un nuevo corte de pelo, rasurado en nuca y sienes.

Consiguió aguantar todavía un par de semanas en ese limbo, pero por fin su inquietud pudo más que la prudencia y una mañana pidió a los centinelas que la acompañasen al mercado a comprar flores.

—Son para Atenea. No tardaré, os lo prometo. Las dejo en la puerta y regresamos a la taberna —aseguró, con convencimiento.

Ellos se encogieron de hombros; que la camarera se volviese piadosa era una buena noticia, así que esperaron con paciencia mientras ella solicitaba un ramo de varias especies y lo llevaba, como una "miss" desubicada, hasta la entrada del santuario.

Otros dos guardias custodiaban el acceso, armados con lanzas que cruzaron entre sí en cuanto la vieron acercarse.

—¿Qué quieres, Kyrene? —preguntó uno de ellos.

—He venido a dejar estas flores para Atenea —respondió, esbozando una sonrisa llena de encanto y arrodillándose junto a la verja—. Su misericordia aligerará mi corazón.

Los cuatro soldados la observaron arreglar el ramo, colocando al milímetro cada flor como una acólita obsesionada con agradar a su deidad de cabecera. Había otras muchas ofrendas allí, junto con las canastas de fruta y cartas que los rodorienses habían depositado cuando supieron que Atenea había visitado la aldea con la esperanza de que le fuesen entregadas en agradecimiento por un favor o como simple muestra de devoción. Entre tantos regalos, Kyrene permanecía postrada con el rostro cubierto por el flequillo, aparentemente concentrada en orar sin moverse ni siquiera cuando las puertas de forja comenzaron a abrirse con un chirrido.

Con el rabillo del ojo, vio que unos cuantos sirvientes del santuario se disponían a salir cargados con voluminosos fardos que debían llevar al pueblo y, para ello, tenían que atravesar aquellas hojas.

Era el momento.

Apoyó en tierra la rodilla izquierda y la palma derecha, como un corredor listo para lanzarse a la pista y esperó hasta que vio un hueco entre dos jóvenes altos que portaban a medias una enorme caja. Sigilosa, aprovechó para tomar impulso, estrelló las flores en la cara del vigilante que tenía más cerca y pasó entre los chicos y bajo el bulto que cargaban, echando a correr hacia el interior con tal agilidad que todos tardaron algunos segundos en entender lo que había sucedido.

—¡Kyrene! ¡Detente y vuelve aquí! —gritó el escolta al que había estampado el ramo, agitándolo como si lo hubiese cazado al vuelo en una boda.

Ella ignoró la orden. Avanzando con toda la velocidad que las piernas le permitían, se adentró en el recinto en busca de alguna cara familiar. Frente a ella, la larguísima escalera que conducía a las cámaras del patriarca y de la diosa la esperaba. El esfuerzo sería titánico, pero valdría la pena, porque no se marcharía de allí sin algo de información sobre Deathmask. No aguantaría ni un día más aquel clima de opresión y secretismo.

Sin embargo, su carrera no duró mucho, porque sus vigilantes la alcanzaron en unas pocas zancadas y se abalanzaron sobre ella; uno la derribó de un violento empujón y el otro la asió por el jersey para levantarla, colérico.

—¡¿Te das cuenta del jaleo en el que podrías meternos a todos?! ¡Maldita irresponsable!

Ella pugnó por liberarse, retorciéndose y pateándoles. Consiguió encajarle a uno la rodilla entre las piernas y sonrió al escucharle farfullar en un griego tan malsonante que habría sonrojado al mismísimo Hades, pero estaba demasiado cansada por la escasez de alimento para luchar con eficiencia y pronto la redujeron, sujetándole ambas manos a la espalda.

—¿Quién te crees que eres? ¿Qué pretendías?

—¡Dejadme, joder!

—¡No seas cría! ¡Vas a buscarnos un lío!

—Es una civil y debéis tener cuidado con vuestras formas —dijo una voz suave, pero contundente.

—Señor Dohko, perdónenos, pero ella... —intentó explicarse uno de los guardias, atribulado ante la presencia del caballero de Libra, que acababa de aparecer por allí con su habitual traje de dos piezas y sombrero cónico, cargando un gran saco de arroz al hombro.

—La conozco y respondo por ella, así que la vais a soltar ahora mismo.

—No podemos hacer eso, señor, tenemos órdenes del patriarca... —insistió el otro, con un deje de preocupación.

—Asumo la responsabilidad por completo, también ante el patriarca. Obedecedme, por favor, y dadnos un poco de privacidad.

El tono de Dohko era incontestable, a pesar de su escasa estatura. Los guardias se retiraron hasta la puerta, mascullando entre ellos, y Kyrene quedó libre para frotarse en el vaquero las palmas, llenas de rasguños.

—¿Estás bien, Kyrene? —quiso saber él, examinándola con discreción.

—Sí, solo un poco magullada.

—Bien, ¿y a qué se ha debido esta estampida?

Ella desvió la mirada, pillada en falta, pero sin avergonzarse.

—He venido a averiguar qué pasa con Deathmask.

Dohko reflexionó durante unos instantes y finalmente la tomó del brazo y empezó a caminar con ella en dirección a los jardines.

—Él no está aquí.

—Dohko, por favor... me estoy volviendo loca —suplicó ella, con los ojos húmedos.

Él continuó andando con un semblante tan sereno que, por primera vez, Kyrene fue consciente de que aquel hombre de verdad era casi dos siglos y medio más viejo que ella.

—Ven conmigo, yo te lo contaré. Pero sentémonos primero, porque no te va a gustar.

Taciturna y sombría, Kyrene tardó más de media hora en reunirse con sus vigilantes, que aguardaban en la puerta con caras de pocos amigos. Regresaron a la taberna como les había asegurado y, encerrada en su dormitorio hasta la hora de abrir, pasó la tarde dando vueltas al relato de Dohko y tratando de controlar su ira, que crecía por minutos.

Tras conducirla a una zona apartada y depositar su saco en el suelo, el caballero de Libra había enviado a un sirviente en busca de Afrodita y Saga, que habían llegado al Santuario tres días antes y la saludaron con genuina alegría al verla sana y despierta. Incluso Saga dejó de lado durante unos minutos sus habituales pullas para abrazarla con afecto, desconcertándola y haciéndola reír. Pero nada podría haberla preparado para las revelaciones que vendrían a continuación.

Deathmask estaba exiliado en Sicilia, atrapado en la casa en la que había transcurrido su infancia entre golpes y malos tratos. Había tenido que repararla él mismo con la sola fuerza de sus manos, ayudado por sus dos amigos, y aguardaba la inminente llegada de algunos candidatos a caballero seleccionados por el Santuario.

Aquello no era un castigo, era una venganza cruel.

No solo eso, el maldito Shion se había asegurado de separarles con un plan idóneo: él no podía regresar a Rodorio y a ella le impedían dejar el pueblo. ¿Quién se creía que era aquel vejestorio rehidratado para decidir sobre sus vidas? De acuerdo, Deathmask había incumplido sus votos, pero ¿acaso no lo hacían todos sus compañeros? Milo, Camus, Marin, Shaina, Aioria, Afrodita y Shura, que ella supiera, sin ir más lejos, dejando aparte los rumores que le relacionaban a él mismo, tan patriarcal y mayestático, con su querido amigo Dohko... Su autoridad moral para prohibirles relacionarse era bastante cuestionable, desde el punto de vista de Kyrene; por no hablar de lo desmesurado del castigo de Deathmask con relación a sus faltas... ¿no se rumoreaba que algunos de los dorados habían llegado a cometer alta traición? Y allí estaban, portando sus armaduras y defendiendo sus casas con orgullo, como si nunca hubiesen metido la pata.

Deathmask tenía la manía y la fama de hacer las cosas a su manera, sí; pero Kyrene A. no se quedaría atrás. Había sido criada como una ladrona, era buena escondiéndose y ahora esas habilidades jugarían a su favor una vez más, se dijo, caminando por la casa como un león enjaulado. Si Shion creía que un par de soldados podían retenerla, estaba muy equivocado.

Ordenó sus cosas con meticulosidad y redactó un par de notas que guardó en la caja registradora cuando bajó a la taberna algunas horas más tarde, pidiendo disculpas a los guardias con su mejor sonrisa:

—Lo siento, chicos. Hoy me pasado de la raya. Vosotros solo cumplís órdenes por mi bien y yo me he puesto muy testaruda. Espero no haberos causado problemas. ¿Por qué no brindamos para hacer las paces? —propuso, plantándoles delante sendas pintas de cerveza fría y espumosa.

—No debemos beber durante el servicio —rehusó el del ramo, que no se fiaba.

—Lo sé, pero yo os guardaré el secreto. Es lo mínimo que puedo hacer después de la tontería de esta mañana, ¿no creéis?

Ellos se miraron entre sí, dudando de qué hacer, pero terminaron por aceptar la tentadora oferta; por supuesto, a aquella ronda le siguieron todas las necesarias para dejarlos fuera de combate -tan borrachos que no conseguían despegar la frente de la barra- y un par más para asegurarse.

—Eh, ¿no queréis otra? Va, no aguantáis nada —se burló ella cuando todos los clientes se hubieron marchado, comprobando que no podían ni hablar—. Bueno, si tan mal estáis, podéis dormir la mona aquí esta noche... Pero recordad, es un secreto: no se lo digáis a nadie o quedaréis fatal...

Echándoles una última ojeada, subió de nuevo a la vivienda, recogió una gran mochila y se despidió del que había sido su hogar y del rincón del patio en el que había enterrado a Bull un año antes. Demostraría a Shion que ni él ni la mismísima Atenea podían jugar con el destino de los demás a su antojo. Prefería volver a ser una fugitiva y vivir en las sombras que dejar que la convirtiesen en una prisionera, por mucho que su celda fuese segura y tranquila: la libertad era su bien más preciado.

¿De verdad alguien creía que la tesalonicense iba a dejarse retener sin más? No creo que hubiese muchas dudas al respecto de la temeridad de esta mujer, pero por si acaso alguien se plantea qué pasará en el siguiente capítulo, os dejaré solo el título para abrir boca: "Cruzaría el mundo para reencontrarte".

¿Referencia a Drácula? ¿Casualidad? Ah, quién sabe... mañana, uno de mis capítulos favoritos. ¡Gracias por llegar hasta aquí!

Quizá nunca llegue hasta este capítulo, pero me apetecía dedicárselo a @DannaL1342 por dar una oportunidad a mis historias y ser siempre tan considerada y amable. Lo mejor de atreverme a compartir mis escritos con el resto del mundo es poder conocer a gente tan fantástica. 

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