95. La escuela de Sicilia
A pesar de tratarse de un castigo, quizá los tres jóvenes habrían sido capaces de encarar la situación como estudiantes que comparten piso en los años universitarios, pero Deathmask, sumido en su propia miseria mental desde antes de poner un pie en el avión, pasaba cada una de sus horas en silencio, tan desalentado y melancólico que sus compañeros llegaron a preocuparse seriamente por él.
Despertaban antes del amanecer; un gallo cantaba a lo lejos, replicado enseguida por otros y avisándoles de que era hora de levantarse. El italiano era el primero en salir del saco de dormir que había colocado en el suelo de la sala principal y, siempre abatido como un zombi, preparaba el desayuno para los demás, que se permitían el sencillo lujo de descansar durante otros quince minutos.
—Death, tienes que comer algo tú también. No puedes sobrevivir a base de café —solía insistir Afrodita mientras repartía servilletas y tenedores ayudado por Saga.
—No necesito más comida. Tengo energía de sobra.
—¿Estás bien?
—Yo siempre estoy bien.
—Salvo cuando estás mal, y eso es todo el tiempo, porque eres un cenizo —la voz de Saga zanjaba el tema para tomar asiento en torno a la mesa de la cocina, iluminada por la luz brumosa del alba.
Dedicaron las primeras jornadas a trabajar en el patio, que despejaron de maleza antes de redistribuir las antiguas baldosas partidas para dar de nuevo forma al mosaico del suelo. Fueron necesarias seis cajas más de material, que el Santuario les hizo llegar a través de los emisarios que les visitaban una vez a la semana, para dejarlo aceptable. Las columnas que lo rodeaban fueron las siguientes en quedar reparadas, en la medida en que se lo permitieron las piezas que se conservaban, y después el jardín fue también objeto de las atenciones de los tres caballeros, que se esforzaban sin descanso hasta mediodía, momento en el cual el italiano se retiraba, apoyado en una muleta, para cocinar mientras los otros dos se daban la primera ducha del día.
Si en su vida diaria Deathmask no era el más dicharachero de la orden, ahora parecía la víctima de una lobotomía especialmente encarnizada. Afrodita y Saga entendían su situación y la comentaban entre ellos en voz baja cuando se aseaban en el cuarto de baño privado que había pertenecido al difunto Ottavio Aldaghiero, buscando un modo de apoyarle, ya que animarle se había revelado una tarea imposible.
El trayecto hasta Campofelice di Fitalia -tren a Atenas, avión a Palermo, taxi hacia la aldea- había sido tranquilo y libre de incidentes. Deathmask había fingido dormir para no responder preguntas incómodas, Saga hizo uso de la medicación habitual que le permitía soportar los vuelos y Afrodita iba pertrechado con dos novelas, una monografía sobre la vegetación del sur de Italia y el discman de Milo, que Mu les había entregado tras recuperarlo del piso de Saga arriesgándose a un arresto.
Una vez se hallaron en la paupérrima aldea, Deathmask bajó del taxi -cuyo conductor había necesitado veinte minutos adicionales y seis tandas de indicaciones para ubicar la finca, que no aparecía en su GPS- ayudado por sus inseparables muletas en tanto sus amigos se hacían cargo del escueto equipaje y del pago, dándole unos segundos para observar, sobrecogido, la silueta familiar de la casona donde habían transcurrido sus años como aprendiz.
El hambre, el dolor, el ensañamiento, las noches al raso, las palizas, las burlas. Todo volvía a su cabeza de repente con tal nitidez que le mareaba, combinado con los restos de los cosmos de su maestro y de Morrigan -perceptibles aún por los tres recién llegados- y el inconfundible aroma de la muerte. Necesitó apoyarse en Saga durante un momento antes de empuñar el cierre de la oxidada verja y abrirlo de un golpe seco para cederles el paso, con el rostro desencajado.
—Habrá que arreglar este sendero —comentó Afrodita, cargado todavía con el manual de botánica que había ido hojeando todo el camino.
—Si solo fuera el sendero... —dijo Saga, mirando a su alrededor con franco desagrado— Oye, ¿esto siempre ha estado así?
Deathmask no respondió ni se detuvo. Algo llamaba su atención a lo lejos, junto a la casa. Trastabilló un par de veces hasta llegar al patio y se quedó quieto, con las manos temblorosas sobre los agarres de las muletas.
—Death, ¿qué ocurre? —preguntó Afrodita.
Los dos trotaron para alcanzarle y entonces, flanqueándole como si fuesen sus escoltas, lo vieron. Saga le rodeó los hombros y le estrechó; Afrodita le asió el brazo como si temiese que fuese a caer. Frente a ellos, semioculto entre la hierba y sirviendo de hogar y alimento a todo tipo de insectos, yacía el cuerpo de Ottavio Aldaghiero, predecesor de Deathmask en el puesto de maestro de la Escuela de Sicilia.
—Joder... ¿había que dejarlo ahí, de recuerdo? —se quejó Saga, tapándose la nariz.
—El patriarca ordenó que no se diese aviso a las autoridades civiles cuando Shura le comunicó que su muerte no había sido natural —explicó Afrodita.
—Pues Shurita podría haberse tomado la molestia de sacar la basura —insistió el griego.
—La idea era enviar soldados a limpiar, pero luego pasó lo que pasó...
De pie entre ellos, Deathmask continuaba en silencio, con los labios contraídos en una mueca de odio y tristeza; solo reaccionó cuando Afrodita tiró de él con suavidad para conducirle al interior de la casa. Impávido, se dejó llevar, soltó su mochila en la sala y se dirigió a un cobertizo del cual sacó una pala herrumbrosa y carcomida por el paso del tiempo.
—¡Death! ¡Suelta eso, te vas a hacer daño!
—No te oye; está en shock —dijo Saga, impidiendo a su amigo ir tras el italiano.
Pasó toda la tarde cavando hasta que la oscuridad le obligó a encender un farol para alumbrarse, pero logró su objetivo: su antiguo maestro se pudría ahora bajo tierra, en una tumba improvisada rematada por dos estacas atadas con un pedazo de cordón mugriento recuperado de sus propias botas, las mismas con las que tantas veces le había pateado en las interminables jornadas de entrenamiento.
—Bueno, ¿ya os habéis instalado?
Afrodita y Saga, que estaban extendiendo los sacos de dormir en la estancia que funcionaba como sala de estar y cocina, le miraron de hito en hito, pasmados al verle entrar cubierto de tierra y sudor, renqueando sobre una muleta y con la pala al hombro.
—Casi. Íbamos a sacar unas cuantas latas para cenar, así que ve al baño a ducharte —sugirió Saga, rebuscando entre sus bultos hasta dar con una bolsa llena de víveres.
—Sí, tengo que asearme, pero no será ahí.
—¿Y dónde lo harás, si puede saberse?
—Fuera, como toda la vida. El baño bueno era del maestro.
—Como si era del Dalai lama, ni de coña vas a lavarte al aire libre, Death, joder, ¡estás convaleciente y hace frío!
—Impídemelo —musitó Deathmask al tiempo que daba media vuelta para volver fuera.
—No me toques los huevos —dijo Saga. Su mano le detuvo, aferrándole el bíceps—. Tu maestro ha muerto, has heredado su cargo, lo has enterrado y seguramente te habrás meado en su cráneo aprovechando que nadie te veía. Por mí, bien. Pero ahórrate el drama, porque todos estamos jodidos y juntos en esto por mucho que tú te lleves la peor parte.
El italiano le miró a los ojos con aire desafiante; daba la impresión de que iniciar una pelea le parecía un plan inmejorable, pese a llevar las de perder.
—Saga, aquí no eres el patriarca ni el jefe de nada. Yo soy el director de esta escuela y pongo las normas; y la primera de ellas es que el maestro se ducha fuera, porque me gusta pasear la minga desde primera hora. Así que no me toques los huevos tú a mí.
Afrodita se acercó para poner paz, interponiéndose entre ambos.
—Saga, déjale. Necesita algo de tiempo. El shock, ¿recuerdas?
Desde entonces, Deathmask apenas había abierto la boca ni vuelto a hacer ostentación de su papel como cabeza de la casa: madrugaba, cocinaba, trabajaba y volvía a cocinar, taciturno y lúgubre. Por las noches, Afrodita, que ya había recuperado por completo la funcionalidad del brazo, le obligaba a sentarse en uno de los butacones verdes y se arrodillaba frente a él para darle friegas en las piernas usando su propio regazo como apoyo mientras Saga recogía los restos de la cena.
—De haber podido quedarte más tiempo en el hospital, Atenea te habría curado las piernas del todo —dejó caer el sueco en una ocasión con las manos en torno a la pantorrilla de su compañero de armas, cubierta de cardenales que formaban un siniestro arcoíris.
—Hay que admitir que usar su cosmos para estabilizarnos y transportarnos a Japón fue un buen detalle —comentó Saga, secando un plato con un raído paño de algodón.
—Me impresionó que su personal nos estuviese esperando allí con los helicópteros preparados —concordó Afrodita.
—Tenía todo calculado, llegar en un medio pilotado por civiles no levantaría sospechas.
—Y lo hizo a pesar de la peligrosidad de su propia herida, atendiéndonos antes de preocuparse de sí misma.
—Así fue. ¿No os parece un gesto digno de toda una diosa? Atenea va desplegándose por completo en la señora Kido...
—Desde luego. ¿Verdad, Death? —preguntó Afrodita. El aludido masculló algo que sonaba similar a un "meh"— Nos puso a salvo en cuanto tuvo ocasión y solo entonces se marchó al Santuario para recuperarse, sin avisar a nadie salvo a Shion. Y, aunque no podía arreglar sin más las heridas que nos infligieron los Trí Dée Danann, nos ayudó a sanar.
—Incluso colaboró en la curación de Shura y Kyrene... hasta que ese pirado salió por patas, claro —dijo Saga, que acababa de terminar de ordenar el menaje, vocalizando con dificultad a causa del elástico que sostenía entre los dientes para recogerse el pelo.
Afrodita se volvió hacia él, molesto, pero el griego le increpó sin darle tiempo a intervenir:
—¿Por qué me miras así? Death ya es mayorcito, no hace falta que le edulcoremos la realidad. ¿A que no?
—Meh.
—Podrías ser un poco más diplomático, Saga...
—Y tú un poco menos metomentodo...
—¡Deja de ir de jefe!
—¡Deja tú de ir de angelito!
Las discusiones entre Afrodita y Saga solían extenderse incluso después de que Deathmask se arrebujase en su saco y pusiera en práctica sus dotes de interpretación para hacerles creer que dormía. Era la única forma de evitar las pesadillas que le sacudían en cuanto se rendía al sueño, pero sus compañeros eran conscientes de que fingía la mayor parte del tiempo: sus ronquidos falsos no tenían ni el tono ni la potencia de los auténticos.
Conforme se acercaba el final de la restauración de la escuela y, con él, el momento en que Deathmask se quedaría solo a la espera de sus nuevos aprendices, la inquietud de Saga y Afrodita iba en aumento. Sabían que, por resignado que pareciese, su compañero era un polvorín listo para saltar por los aires a la menor provocación y temían que su habitual actitud rebelde le granjease consecuencias fatales por parte del santuario.
Durante su última noche juntos, que celebraron con una barbacoa improvisada en el patio, Saga trató de aplacar sus propias dudas iniciando una conversación con Deathmask, que se afanaba en controlar las brasas sobre las cuales había colocado verduras, un costillar y varios cortes de carne capaces de hacer salivar a una piedra y asentía con la misma apatía que si estuviese recibiendo la charla motivacional de un gurú.
—No te la juegues, Death; no hagas gilipolleces. El ego es secundario aquí... —le recordó, pasándole una cerveza.
—¿Ego? ¿Quién ha hablado de ego?
—Sabes a qué me refiero. No pongas los huevos encima de la mesa y haz lo que Shion te ha ordenado.
El italiano le miró con una ceja arqueada y dio la vuelta a un par de pimientos rojos. Había dejado de necesitar las muletas y cocinaba con el torso expuesto y un vaquero desgastado, sin preocuparse por las posibles quemaduras.
—Tú me conoces mejor que nadie; ¿acaso no soy un esbirro extremadamente obediente, Saguita?
—Sí, lo eres, pero también tienes facilidad para interpretar las cosas a tu manera, como el mismísimo diablo. Y lo que te estoy diciendo es que, si te lo montas bien y le bailas un poco el agua, Shion terminará por perdonarte y te permitirá volver al santuario.
—¿Crees que tengo interés en volver a ese lugar? ¿En calidad de qué?
—Death, sé que esto no es fácil para ti... Shion y Atenea te han impuesto el peor de los castigos posibles: te han separado de tu armadura, tu casa, tus compañeros, tu novia...
—¿Qué novia? ¿La que me abandonó para tirarse a Shura en Irlanda?
—¡La novia con la que pasabas todas las mañanas en el hospital, idiota! ¡Esa por la que te has jugado la vida!
Afrodita destapó su botellín y se acercó a la barbacoa con una fuente para sacar las verduras.
—Kyrene no te habría dejado por Shura. Era Morrigan quien hablaba por su boca —intervino.
—No quiero pensar en ella. Al fin y al cabo, no la veré más.
—¿Por qué estás tan seguro? Saga tiene razón: haz lo que Shion te ha pedido y entrégale un candidato. Seguro que te manda llamar de regreso y podréis estar juntos...
—Ni siquiera hace falta que seas un cabrón de maestro como fue Aldaghiero contigo y los otros... Ahora tú diriges esto y puedes gestionarlo como mejor te parezca... pero lo de ducharos todos al aire libre mejor óbvialo, anda.
—Solo tienes que mantener un perfil bajo durante un tiempo, hasta que se apacigüen los ánimos...
Deathmask comprobó el punto de la carne y chasqueó la lengua antes de dar un largo trago a su cerveza.
—Dita, vamos a dejar el tema. Ella prefirió a Shura. Seguramente tengan planes para reencontrarse en algún sitio y...
—¿Te lo ha dicho ella? ¿Y si no es así? ¿Y si te espera en Rodorio?
La imagen de Kyrene tras la barra de la taberna se hizo presente en su mente por un instante, con sus vaqueros desgarrados, jersey negro, el pelo suelto y su habitual mueca malhumorada. Kyrene, que le sonreía como si nadie más en el mundo importase, que le había recordado que hasta los villanos como él merecían una segunda oportunidad... Kyrene, con la que jamás volvería a reunirse.
—¡He dicho que no quiero hablar de ella! —bramó, blandiendo un tenedor en cuyo extremo bailaba un entrecot y evitando una vez más pronunciar el nombre de la joven— ¡Cuanto antes acepte la mierda que me ha tocado, mejor para todos... y eso incluye olvidarla!
—Insisto —dijo Afrodita, sereno—, ¿te ha dicho ella que está con Shura? Porque la conozco lo suficiente para estar seguro de que es a ti a quien quiere.
—Aunque eso convierta su cerebro en un misterio para la ciencia —apostilló Saga.
—¡Mierda! ¿Queréis comer carne o carbón? ¡Porque si me desconcentráis no quedará nada aprovechable en la parrilla!
—Está bien, está bien —accedió Saga, levantando ambas manos en señal de paz—. Prohibido mencionar a Lady Bostezos esta noche. Mañana nos marcharemos, así que ahora vamos a divertirnos juntos, sin más. Por cierto, ¿cómo has conseguido que las brasas tiren con tanto brío? Parece que estuviéramos en el mismísimo infierno...
Deathmask sonrió. Su rostro semejaba una máscara siniestra a la luz rojiza de las llamas.
—Fácil: mojé en el vodka de Afrodita la última camisa del desgraciado de Aldaghiero y la usé como impulsor.
—¿La última...? —preguntó el sueco, intrigado.
—Llevo todo el mes quemando sus cosas; voy a borrar su memoria de la tierra, como si jamás hubiese existido. Su castigo consistirá en ser olvidado por el mundo. Cuando yo muera, su legado se perderá para siempre. Eso me da algo de paz.
Afrodita asintió; comprendía a la perfección aquella necesidad de ajustar cuentas con el pasado. Apuró su cerveza y la arrojó al cubo de basura, encestando sin dificultad.
—Prométeme que estarás bien, Death. Mantendrás la cabeza fría y te cuidarás.
—Joder, Dita, que sí, te lo prometo. ¿Por qué no confías en mí?
—Porque te conozco y sé de lo que eres capaz.
—En serio, Death —dijo Saga—, sé un poco sensato. Quiero verte de vuelta por el Santuario. Sabes que te aprecio.
—Dilo bien: me adoras —se jactó el italiano.
—Te adoraré más cuando me llenes el plato, cabrón melodramático...
No te mentiré, escribir todas las consecuencias de la lucha sobre los guerreros me ha resultado apasionante. Me gusta narrar qué les ocurre después y explorar el modo en que se relacionan entre sí y con lo que conservan tras haber dejado tanto atrás. Mañana veremos cómo lo lleva Kyrene en el capítulo titulado "Prisionera".
¡Gracias!
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