91. Los conflictivos
El frescor de la hierba en la espalda.
Los ojos, guiñados por el sol.
Una brizna recorriendo la planta de su pie hasta provocarle una carcajada nerviosa.
Necesitó colocar la mano a modo de visera para lograr distinguir la silueta de su amiga, cuyo rostro mostraba una expresión pícara mientras le hacía cosquillas con el tallo de una margarita.
—Eh, ¿qué haces? —preguntó, de buen humor, incorporándose y arrancando a su vez una flor para defenderse.
—¡No vale! ¡Tú eres mayor! ¡Tienes casi doce años!
La pequeña se levantó para huir a la carrera.
—¿Cómo que no vale? ¡Ven y sabrás lo que es bueno!
Las dos estaban descalzas. Podía ver sus tobillos desnudos y su vestido estival, estampado a rayas blancas y azules, arremolinándose en torno a sus rodillas con cada zancada. La brisa agitaba su cabello desordenado y le refrescaba la piel. Apretó el paso, alcanzó a la chiquilla y la derribó, picándole los costados sin darle tregua.
—¡No...! ¡Basta, basta! ¡Se lo diré a mamá! —la oyó chillar, retorciéndose de risa.
—Te he visto, Lía, has empezado tú —se dejó oír una voz melodiosa con un deje risueño.
—¿Ves? ¡Hasta mamá me da la razón! —se jactó la otra.
—Porque la tienes, pero no abuses. Si juegas a lo bruto con tu hermana, tendré que regañarte.
"Mamá" llevaba un sombrero de paja decorado con flores silvestres que ellas mismas habían escogido y colocado una a una, alternando colores y especies en un abigarrado montón hasta que no cupieron más. Leía una novela de cubiertas desgastadas en cuyo lomo apenas se distinguía ya el título, impreso en letras plateadas desvaídas por el tiempo, y masticaba una cereza, con la espesa melena castaña recogida en una sencilla coleta baja. Junto a ella, un hombre de ojos verdes y nariz aguileña rascaba un trozo de madera con una navaja de hermosas cachas de carey. Las virutas salían despedidas formando pequeños rulos con un sonido característico que las niñas habrían encontrado gracioso de no haber estado concentradas en trepar a un olivo.
—¡Hijas, os vais a hacer daño! —advirtió, afable— Venid a comer algo y luego seguís.
La mayor, que había conseguido sentarse en una rama, soltó las manos y les saludó colgada por las rodillas, con la falda formando una campana alrededor de su torso.
—¡A Kyrene se le ven las bragas! —se mofó la más joven, señalando la ropa interior de su hermana, que lucía un osito con semblante gruñón y la leyenda "I hate Mondays".
—¡No la provoques! ¿Quieres que vuelva a enseñarnos el trasero? —rio el padre.
—¡Papá! ¡Yo ya no hago esas cosas!
La aludida saltó hábilmente, se sacudió unas cuantas hojas de la cabeza y del vestido y corrió hacia el grupo para tomar asiento junto al mantel de cuadros sobre el cual los adultos habían dispuesto recipientes con frutas variadas, nueces, queso y pan recién cortado.
El frescor de la hierba en las piernas.
Los ojos, entornados por el sol.
Dientes de león entre los dedos de los pies y malvas en el pelo de su madre. Faltaba alguien más, pero no conseguía recordar quién. Una persona importante, a quien ella amaba.
—Te prometí que seríamos hermanas y que viviríamos en una buena familia... Ahora, mis padres son tus padres y te quieren —dijo a la pequeña mientras tomaba un puñado de uvas y trataba de engullir todas a la vez.
—Pero Eudor y Olympia están muertos.
—...Y ya sabes trepar...
—Yo también estoy muerta.
Kyrene abrió la boca. Un trozo de fruta resbaló de sus labios. Lía tenía razón. Estaba rodeada de muertos.
—Debes regresar, Kyrene. ¿Me oyes? ¡Vuelve, por favor!
El moderno complejo hospitalario ocupaba una superficie de más de doscientos mil metros cuadrados -según los planos originales- repartidos en cinco edificios dispuestos entre zonas ajardinadas por las cuales los pacientes podían deambular en cuanto su estado lo hacía posible, lejos del ajetreo de la vida en Tokio. Disponía también de dos helipuertos, un restaurante gestionado por un creativo chef francés de renombre mundial, boutique para quienes quisieran adquirir regalos para un familiar o amigo enfermo, tiendas de ropa y complementos e incluso un salón de estética.
Construido por el señor Kido al poco de recibir de Aioros de Sagitario el encargo de criar a la bebé que salvaría el mundo, constaba de tres plantas por edificación, completamente equipadas para proporcionar a sus adinerados clientes los más sofisticados tratamientos. Oncología, cardiología, medicina estética, geriatría, enfermedades raras... El magnate y su nieta se habían encargado de reclutar a los mejores profesionales de la salud en diversas especialidades para ofrecer cuidados punteros que les reportaban jugosos beneficios, de los cuales gran parte se destinaba a la beneficencia.
De hecho, las dos primeras plantas del bloque D alojaban solo personas sin recursos, que recibían atención gratuita una vez la Fundación Graad aprobaba su solicitud. Eran pacientes que, debido a su precaria situación, solían necesitar de estancias largas, durante las cuales no era extraño que la propia Saori Kido se entrevistase con ellos para asegurarse de que mejoraban y ayudarles en los demás aspectos de sus vidas, consiguiéndoles vivienda o empleo. La presidenta de la fundación, reconocida filántropa pese a su juventud, entraba de incógnito -camuflada bajo una peluca oscura y con grandes gafas de sol-, acompañada por su fiel asistente y hombre de confianza, Tatsumi, y despistando a la nube de fotógrafos que solía buscarla si se filtraba la noticia de que estaba en el país.
Pero la zona más peculiar de aquel hospital era la planta situada justo encima de las solidarias: la 3-D, a la cual solo se podía acceder mediante un ascensor privado cuya contraseña cambiaba cada medianoche para proteger la intimidad de los internos, o a través del helipuerto, previo consentimiento escrito de la señora Kido. Aunque la opinión pública desconocía aquello gracias a los estrictos contratos de confidencialidad firmados por todo el personal, se decía que allí se atendía a héroes de guerra y miembros de organismos humanitarios internacionales heridos en acto de servicio.
Tras varios años vacía y sellada, la planta 3-D albergaba desde hacía un par de semanas a siete jóvenes extranjeros, trasladados en varios helicópteros desde un lugar no especificado con lesiones de tal gravedad que había llegado a temerse por sus vidas. Los sanitarios más experimentados habían sido convocados para atenderles en jornadas maratonianas, con una consigna enviada por la señora Kido a través de Tatsumi -"sálvenlos a cualquier precio"- y la promesa de un bono de seis cifras en la próxima paga.
Los primeros días fueron extenuantes. Cirugías, curas, exámenes y revisiones se alternaban en un ciclo interminable con el único objetivo de cumplir la orden de la dueña del hospital. Por suerte, lo peor había pasado y "los siete misteriosos", como se les conocía en la planta, ya estaban fuera de peligro, según se explicaba en los informes diarios sobre su estado que Tatsumi recogía para reenviar a la joven. Ella tardó una semana en poder personarse en el hospital, retenida fuera del país por asuntos que exigían su atención, pero a partir de entonces sus visitas fueron frecuentes -primero diarias, después algo más espaciadas para permitir a los enfermos descansar- y, tras ellas, todos los pacientes mejoraban invariablemente de un modo inexplicable que alguna enfermera llego a calificar de "milagroso".
Los pasillos eran un hervidero de rumores acerca de la identidad de los seis hombres y la mujer que ocupaban las suntuosas habitaciones individuales y a quienes sus cuidadores solo conocían por extraños apelativos que -se especulaba- no eran sino nombres en clave. Se decía que habían sido rescatados in extremis de una misión organizada por una agencia secreta estadounidense, que eran espías traicionados por un compañero y torturados por sus captores o que habían sido los únicos supervivientes de un operativo antiterrorista, pero nadie sabía a ciencia cierta qué o quién los había machacado con tal saña.
Uno de los más graves a su ingreso había sido el conocido como Saga, un atractivo varón griego, alto y atlético que había hecho suspirar a media plantilla. Había necesitado varias transfusiones y dos cirugías urgentes para reparar los preocupantes daños internos ocasionados por sus heridas, pero también presentaba una extraordinaria fortaleza gracias a la cual fue el primero en ser dado de alta y devuelto a su desconocido lugar de residencia, con órdenes estrictas de llevar una vida tranquila.
Estaba también Aldebarán, el enorme brasileño tan agradable, guapo y risueño que todas las enfermeras discutían por ser ellas quienes le practicasen las curas que precisaba en pecho y piernas. A su marcha, había recibido abrazos y besos suficientes para hacerle ruborizarse y tantas cajas de bombones que un celador se ofreció a cargarlos por él en el helicóptero.
El más descarado y simpático era un tal Milo, otro griego cuyo divertido acento al hablar inglés arrancaba carcajadas a las encargadas de cuidarle, que jaleaban sus bromas pícaras y le servían doble ración de postre a cambio de que les tararease alguna canción de su tierra natal, lo cual él solía hacer al oído, con la voz ligeramente enronquecida. Su atractivo rivalizaba con el del joven de la habitación de al lado, el sueco que preguntaba con genuina curiosidad acerca de las especies que poblaban el jardín y cuyo brazo y costado habían sido reconstruidos con tal cantidad de clavos y placas que le costaría pasar un control de seguridad sin sonar como un camión dando marcha atrás.
La chica era la tercera griega del grupo. Había llegado en coma y los sanitarios tuvieron que reparar el hueso temporal a toda velocidad para comenzar a trabajar en el hombro izquierdo, que no ofrecía demasiadas esperanzas. Ahora, con parte de la cabeza rapada y una cicatriz en forma de "c" decorándole la sien, continuaba inconsciente en la cama de su soleada habitación con vistas al patio de arces, haciendo honor al apodo de "bella durmiente" que le había puesto un auxiliar.
Y después estaban los conflictivos. Rumiko, la jefa de enfermeras, los había bautizado así porque, cada uno en su estilo, eran con diferencia los más intratables de aquella partida de pacientes.
El español parecía haber nacido de nalgas y pasado sus primeros minutos de vida colgando del cordón umbilical a juzgar por su mal humor, pero a nadie le extrañaba su actitud teniendo en cuenta que seis cirujanos habían pasado dieciocho horas con él en un quirófano tratando de resituar sus órganos internos de un modo que recordase al estándar de un ser humano sano. Al igual que su compañera, había ingresado en coma, con las constantes vitales tan débiles que el primer médico que le atendió proclamó que nada podría salvarle y, a pesar de haber recuperado la consciencia justo tras la primera visita de la señora Kido, no había abierto la boca excepto para responder a preguntas sobre su historial clínico o dar las gracias en un hosco murmullo cuando se le servía la comida o se le limpiaban los puntos que mantenían de una pieza las dos mitades de su mejilla izquierda. Curiosamente, había sido tomado por japonés al principio, dado el alias que figuraba en su ficha, y resultó que, a pesar de su pasaporte europeo, sí que hablaba el idioma con pulcritud y corrección. Su rictus crítico y su ceño fruncido eran los rasgos característicos de su rostro, hermoso a pesar de la amplia cicatriz que le marcaría de por vida.
Junto a su habitación se encontraba la del italiano, cuya nariz había sido reconstruida por un prestigioso cirujano plástico que se jactaba de haber operado a los herederos de las coronas de medio continente. En su caso, lo más problemático eran las piernas, pero la operación, algunas semanas usando muletas y una rehabilitación cuidadosa lograrían que caminase con soltura, siempre y cuando obedeciese las indicaciones médicas. Desde que le subieron a la planta, había insistido en hacer todo a su manera: quería afeitarse él mismo y lo intentaba con tal ahínco que no había día en que no necesitase una tirita; exigía que le dejasen llevar su propia ropa -en la primera entrevista con la señora Kido, solicitó que le enviasen una camisa y un pantalón específicos y, desde que le fueron entregados, los usaba en todo momento-, y, sin atender a las enfermeras, que le suplicaban que se quedase quieto y en reposo, cada mañana se sentaba en su silla de ruedas, se acomodaba en el regazo varios libros -que también había pedido a la joven dueña del hospital, presentándole una lista manuscrita- y se metía en el dormitorio de la chica griega, sin salir más que para dormir y realizar sus ejercicios a las órdenes de Ayumi y Ryoichi, sus estrictos fisioterapeutas.
Entre el personal había cierto desacuerdo acerca de la relación entre la bella durmiente y el italiano: algunos opinaban que formaban pareja; otros, que eran compañeros de comando y que él se sentía culpable porque ella se había sacrificado para protegerle. Pero nadie, fuese cual fuese su teoría, podía evitar enternecerse ante la dedicación con que el joven -obstinado, desagradable y parco en palabras con todo el mundo, aunque sin llegar al extremo del español- le leía sin descanso página tras página, sosteniendo la mano inerte de la chica entre las suyas.
Rumiko nunca olvidaría la delicadeza con el que el conflictivo conocido allí como "D.M." había acariciado la cicatriz que cerraba la sien de la griega cuando detuvo la silla de ruedas por primera vez junto a la cabecera de su cama. Con dedos trémulos y una expresión de profunda angustia, había examinado los puntos en busca de cualquier signo de infección y después había llamado a gritos a la enfermera de guardia, ordenándole que consiguiese un peluquero profesional para arreglar el desastre que los de urgencias, centrados tan solo en salvarle la vida, habían perpetrado en la melena castaña a base de tijeras y cuchilla. No aceptó excusas ni demoras hasta que el estilista dio forma de nuevo al cabello de la chica cortándoselo a la altura de los hombros y, tras guardarse uno de sus mechones en el bolsillo sin preocuparse de lo que pudieran pensar, volvió a requerir a la enfermera para acordar con ella la innegociable entrega diaria de tres girasoles con los que decorar la estancia.
El sueco y el otro griego se le unían muchas mañanas, convirtiendo aquel dormitorio en su cuartel general improvisado. A veces se les oía hablar en voz baja y tono preocupado; otras, la conversación parecía más superficial e incluso alguna carcajada se escapaba de la garganta de Milo. El tal "D.M." peinaba a la bella durmiente, le limaba las uñas y le susurraba al oído como si en cualquier momento ella fuese a sacarse el tubo que la ayudaba a respirar para responderle. El segundo conflictivo, en cambio, no se sumó en ningún momento, alimentando los rumores acerca de su condición de traidor que había vendido a todo el equipo.
¿Veis como no iba a matarlos a todos? Que hubo quien me escribió al privado pidiendo spoilers porque pensaba que iba a organizar una masacre... ¡pero si yo soy toda paz, amor y finales felices! O eso me gusta pensar...
Gracias por el apoyo que me has proporcionado y que me ha animado a seguir subiendo esta historia cuando me daba por pensar que a nadie le interesaba. Con tus votos, comentarios y opiniones me has ayudado a convencerme de que merecía la pena el esfuerzo, así que, de nuevo, GRACIAS.
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