90. Donde el amor no te alcance
Este capítulo es más largo de lo habitual; habría podido dividirlo en dos, pero finalmente opté por subirlo del tirón, porque pasan bastantes cosas importantes para el desarrollo de la trama. Espero que lo disfrutes y que me perdones por el tocho.
Yomotsu, lúgubre y oscuro, no era un lugar del agrado de la actual encarnación de Atenea. De haber podido elegir, habría preferido seguir luchando en el bosque, pero la situación era crítica, así que, en cuanto notó la energía de Deathmask a su alrededor tratando de transportarla, la potenció con la suya propia y se dejó llevar, lista para continuar el combate sin la barrera interpuesta por Morrigan.
No perdió un segundo en dialogar: tan pronto llegó y vio a la irlandesa dispuesta a poner fin a la vida del cuarto guerrero, lanzó contra ella su báculo con tal rabia que le atravesó el hombro izquierdo unos centímetros más arriba del corazón, logrando que le soltase con un alarido de dolor. Él se desplomó, agotadas sus fuerzas, pero aún tuvo tiempo de felicitarla con el pulgar hacia arriba por su entrada en escena. Por su parte, Morrigan se incorporó y asió el arma, arrancándola de su cuerpo en el mismo instante en que Atenea se precipitaba hacia ella para volver a atacarla.
—¡No matarás a ninguno de mis hombres!
—Te dije que venía por ti, pedazo de boba... ¡Ellos son solo un señuelo!
—¿Qué más da? Vas a morir, Morrigan. Sabes que no puedes sanar tan rápido los daños causados por un dios a pesar de tu poder de regeneración...
—¿Lo dices por esta herida...? ¿Acaso crees que no lograré vencerte con el brazo derecho? —se jactó Morrigan, arrojando al suelo báculo y escudo y agarrando la espada con la mano sana— ¡Nada me privará del placer de masacrarte!
Atenea le dirigió una mirada cargada de odio. Estaba tan molesta y cansada de cháchara que no pensaba en otra cosa que en acabar con ella. Recuperó su báculo y lo esgrimió, confiada en su recién adquirida ventaja y cruzándolo repetidamente con la espada de Morrigan, que se conducía con una destreza casi imbatible. Luchó con denuedo, asistida por los recuerdos de sus encarnaciones anteriores, que regresaban a su mente como olas, hasta que la enemiga logró sortear su defensa y hundirle por sorpresa la hoja en el vientre, retorciéndola con saña y gritando de júbilo.
—Buen combate, Atenea... Ahora, querida, dame lo que me pertenece y muere.
La diosa griega cayó sobre las rodillas. Una bocanada de sangre brotó de sus labios al tiempo que sus ojos adquirían un matiz vidrioso.
—No te preocupes. Yo no te dejaré tirada como tú hiciste conmigo, Atenea. Sé que has traído la vasija. Vamos al bosque para que puedas devolvérmela —dijo Morrigan, asiéndola por el cabello con desprecio y envolviendo a todos los presentes en su energía para hacerles regresar al claro.
Desorientada y dolorida, pero consciente, Kyrene se vio transportada desde Yomotsu a un extraño paisaje que sin embargo logró recordar, sin saber bien por qué, y cuyos detalles se le grabaron a fuego en la memoria: Shura -cubierto de sangre e irreconocible, excepto por los característicos cuernos de su yelmo- estaba herido y tirado en el suelo y, a unas decenas de metros, otros cuatro caballeros de oro resistían como podían, espalda contra espalda, los golpes de tres enormes figuras que les acorralaban entre escandalosas carcajadas, jaleados por el graznido de una docena de cuervos.
—Tu tiempo es limitado. Entrégamela —exigió Morrigan a su adversaria en cuanto se materializaron, empujándola y abandonando a Deathmask en el suelo junto al español.
—Me matarás haga lo que haga, así que no te daré esa satisfacción —replicó Atenea, postrada, protegiendo la lesión con una mano.
—¡Señora Atenea! —gritó Aldebarán al apercibirse de la presencia de su diosa— ¡Hay que ayudarla, está herida!
—¡Es su justo castigo por atacar a Morrigan! —la voz de Dagda semejaba un trueno, poderosa y rotunda— ¡Ninguno de vosotros se acercará! ¡Debe consumar su venganza!
—¡No mientras nosotros conservemos un hálito de vida! —lo desafió Afrodita, con el brazo en alto y una de sus rosas preparada.
—¡Eso puede arreglarse! —replicó Lugh, usando su lanza como un ariete contra el sueco.
Morrigan oteó un instante el conflicto entre caballeros y deidades, cuyo desenlace podría tardar todavía en llegar, pero sería irremediablemente favorable a los Tuathá, y sonrió de medio lado antes de volver a centrarse en Atenea, que estaba empalideciendo a causa de la pérdida de sangre. Su propio aspecto no era mucho mejor, teniendo en cuenta que cada latido de su corazón hacía que el fluido vital manase a borbotones, pero saldaría su cuenta pendiente. Sujetó de nuevo la cabellera de la enemiga arrodillada para forzarla a exponer el cuello y elevó la espada, ansiosa por asestar la estocada final.
—Ríndete, Atenea.
—¡Jamás haré tal cosa!
—Vamos, estás sola y acabada.
—Las dos estamos solas, Morrigan.
—¿Es que no sabes contar? Yo tengo cuatro aliados, cinco rehenes y muchas ganas de decapitarte.
—No... Mis caballeros no deben pagar por mis errores del pasado...
—Entonces no tienes más opción que devolverme lo que me pertenece.
Kyrene asistía a aquel diálogo presa en su propio cuerpo, apesadumbrada y exhausta. El dolor del hombro izquierdo era tan intenso que no habría podido soportarlo sin el bálsamo de la energía de Morrigan y mantenerse consciente le resultaba cada vez más difícil, atrapada bajo la losa inconmensurable del alma divina que ella había revitalizado con su sacrificio. Sin embargo, debía moverse, retenerla... resistir de algún modo... quizá fuese un ser insignificante, pero nunca se había rendido a la fatalidad; había sobrevivido a la muerte de sus padres, al secuestro y las palizas de la banda, al ataque del hijo de Keelan, a los años de robar para subsistir y a la desgracia de sus seres queridos, todo ello sin dejarse aplastar por nada ni nadie, y ahora no sería diferente aunque se hallase en un conflicto entre diosas. Se sentía agotada, sí, pero también iracunda y harta de que esas figuras con poderes inimaginables manejasen el destino de la humanidad según sus caprichos personales. Aquella idea continuó dando vueltas en su cabeza hasta que poco a poco la desesperación se impuso sobre el resto de sus emociones, impulsándola a intentar de nuevo apartar el brazo de Morrigan y a gritar en su interior con tantas ganas como si las abofetease con sus palabras:
—¡Sois gilipollas profundas... las dos! ¡Vuestra imbecilidad va a llevar a la humanidad a una hecatombe!
El asombro creció hasta invadir los rincones más apartados de la extraña dimensión en la que se encontraban. Morrigan y Atenea se miraron, conscientes de que ambas percibían su voz. Sin saber cómo, Kyrene había conseguido resonar a través del cosmos de la diosa que portaba, haciéndose audible para todos en un esfuerzo insostenible e interrumpiendo la discusión. Y no solo eso: de algún modo, el pulso de la irlandesa parecía temblar, haciendo vibrar la espada con una mínima titilación que llamó la atención de las dos rivales y que consumió a la griega hasta hacerle creer que su espíritu se despedazaba.
—El error... ahí está el error... —balbuceó, en un gemido agónico.
—¡Kyrene, no es momento de hacer idioteces! ¡Guarda silencio y honra nuestro pacto! —exigió Morrigan, ahogándola en su energía para recuperar el total dominio de su extremidad.
—¿De qué error estás hablando? —quiso saber Atenea.
Kyrene trató de sobreponerse y responder; ni ella misma entendía qué había hecho para lograr ser escuchada. Era como si sus pensamientos fluyesen a través del aire sin más, pero no duraría demasiado: se sentía al límite de su resistencia, desintegrándose poco a poco.
—De poner nuestra confianza en los dioses, sean cuales sean... En realidad, los seres humanos solo nos tenemos a nosotros mismos. ¡No merecéis nuestro amor, ni mucho menos nuestra fe!
—Cállate, Kyrene. Este asunto no es de tu incumbencia —dijo Morrigan, marcando con el filo de su arma una línea rojiza en la delicada piel de Atenea.
—¿No lo es? ¡Usas mi cuerpo! ¡Estáis a punto de matar al hombre que amo y a sus compañeros! ¡No os importamos una mierda! —sollozó Kyrene mientras volvía a tirar con todas sus fuerzas para desviar la espada, consiguiendo un ínfimo pero claro movimiento.
—¿La oís? ¡Kyrene está viva! —exclamó Afrodita, que luchaba denodadamente junto a Aldebarán contra Dagda; su brazal izquierdo había sido traspasado por la lanza de Lugh y la sangre goteaba por el borde metálico dejando a su paso un rastro que se unía al de la herida del costado.
—Sí, pero ha decidido no durar mucho, ¿habéis visto el diámetro de esos ovarios? —murmuró Milo, admirado, mientras trataba de aturdir a Ogma.
—Deben de tener su propio campo gravitatorio —sonrió Saga.
—Solo espero que, sea lo que sea lo que intenta, no provoque aún más la ira de las diosas —intervino Aldebarán.
—Claro, sería una pena estropear el clima, con lo bien que lo estamos pasando... —ironizó Milo.
—Os burláis de nuestra devoción, nos enfrentáis para divertiros...
—No es así, verás... —trató de explicarse Atenea.
—¡Tú eres la menos indicada para hablar! ¡Llevas una existencia lujosa mientras tu santuario se llena de niños y adultos que sufren por ti! No te preocupa que se trafique con vidas en tus propias narices. Eres inmadura y egoísta. Deberías pedir perdón y devolverle a Morrigan su alma si quieres estar a la altura de tu título.
Morrigan se llevó la mano a la cadera, con dificultad pero manteniendo su actitud altanera.
—¿Ves? Incluso mi anfitriona está de mi parte a pesar de ser griega. ¿No te da vergüenza?
—Y tú, Morrigan... comprendo y comparto tus motivos, pero no podemos arrasar la Tierra para consumar tu venganza. Sabes que, si matas a Atenea, todo el Santuario irá a buscarte. El Olimpo se implicará. Iniciarás una guerra de proporciones cósmicas que se llevará por delante a millones de seres humanos. Por favor... sé que te estoy pidiendo mucho, pero considera por un momento la posibilidad de indultarla. Demuéstrale tu grandeza y tu generosidad, por favor. Pon fin a esto como la gran guerrera que eres: siendo clemente con el enemigo.
Tirado sobre la hierba achicharrada, Deathmask esbozó algo que recordaba a una sonrisa, orgulloso de ella. Aquel discurso franco y descarnado carecía de la sutileza de la auténtica diplomacia italiana, pero desde luego contenía todas las ideas que ese par de locas necesitaba oír, se dijo, aguantando el dolor que recorría cada nervio de su cuerpo.
La joven quedó en silencio tras su perorata, asfixiada por la esencia de Morrigan, que se enredaba a su alrededor igual que si quisiera acabar con ella por siempre. Sin embargo, la presión cedió poco a poco mientras la diosa reflexionaba durante unos instantes. Kyrene se había arriesgado a enfurecerla para hablarle con total sinceridad, como una aliada, y quizá tuviese razón. Había soñado durante siglos con sellar el alma de Atenea en la misma vasija en la que aquella perra inmunda se había llevado un fragmento de la suya, pero ¿calmaría así su ánimo? ¿Debía dar comienzo a un conflicto que atraería todo tipo de catástrofes sobre los seres humanos? ¿De qué modo beneficiaría la guerra a la Isla Verde, cuyos habitantes se habían visto obligados a tratar de prosperar sin su protección y tutela? Si caía en una espiral de venganza, nada la diferenciaría de la deidad que la había atacado por la espalda una vez. Sería indigna de su rango, una deshonra para su panteón y cómplice de una matanza inútil. Involucraría a sus compañeros en una guerra que les era ajena y que no tenía la certeza de vencer.
Aún arrodillada, Atenea mantenía los ojos cerrados, procesando el mensaje de la griega. No era la primera vez que alguien la ponía en su sitio con descaro. Sin ir más lejos, su bienamado caballero de Pegaso, perseverante y honesto hasta el extremo, lo había hecho en diversas ocasiones, infundiéndole humildad y coraje. En efecto, había sido egoísta, caprichosa y mimada, pero también sabía escuchar y no podía ignorar el mal que había hecho agrediendo a Morrigan por motivos tan mezquinos que se sonrojaba con solo recordarlos. A su alrededor, por otra parte, el balance no era demasiado favorable a sus intereses: sus heridas eran peores que las de su contrincante y la media orden dorada que la precedía había caído o estaba a punto de hacerlo. Pedir refuerzos a Shion sería irresponsable teniendo en cuenta que Morrigan contaba con tres colaboradores y tras recuperar su poder gracias al alma de Kyrene era probable que pudiese convocar al resto del panteón de Tír na nÓg, mientras que ella dudaba incluso de lograr enviar un mensaje al Santuario desde aquella dimensión a caballo entre dos mundos.
Ella era la diosa de la estrategia y la guerra justa, no de la ira, y había sido su envidia la causante de la situación en la que se encontraban. Debía admitir la realidad y apaciguar a Morrigan por el bien de sus caballeros y de la humanidad, aunque ello implicase tragarse su orgullo.
—Tu portadora ha hablado bien —atinó a decir por fin, con un ligero poso de resentimiento—. Es hora de que enmiende mi acción y te pida disculpas por mi intromisión en tu territorio, Morrigan. Por favor, Saga, Milo, Aldebarán, Afrodita: detened el combate.
La irlandesa parpadeó, impresionada, e hizo un gesto a sus compañeros para que atendiesen la misma solicitud, no sin cierta desconfianza. El silencio se extendió por el claro en cuanto el altercado cesó y los caballeros dorados pudieron descansar y evaluar sus lesiones, cuya importancia habría matado a un ser humano normal. Los Tuathá se dispusieron en actitud defensiva a su alrededor, preparados para contenerlos si hacían el ademán de auxiliar a su diosa, pero ninguno de los cuatro jóvenes estaba en condiciones de seguir presentando batalla por más que su honor les impidiese rendirse.
Atenea esperó hasta estar segura de que habían obedecido y entonces juntó las manos y concentró en ellas su cosmos, que emitía una cálida luz áurea. Cuando las separó se dejó ver sobre ellas una vasija de barro cocido en cuya superficie estaba grabado su sello con caracteres griegos. Con gesto ceremonioso, la abrió y extendió los brazos, entregándosela a Morrigan.
—Firmemos la paz con esta ofrenda, Morrigan.
La aludida depuso la espada, recibió el recipiente y posó los dedos en la abertura. Al instante, un resplandor plateado surgió y la envolvió, elevándola del suelo. Su silueta se iluminó hasta que sus contornos fueron indistinguibles; su cabello ondeaba mientras la luz se fundía con su piel y las hojas de los árboles se agitaron como en una tormenta inminente, al tiempo que todos los cuervos crascitaban formando un coro desafinado y lúgubre.
—Gracias, Atenea. Estando ya mi ser completo de nuevo y dado que aún es Samhain, no necesito un medio físico para moverme entre las dimensiones. Kyrene, tu cuerpo ha sido una excelente envoltura y tu alma me dio la fuerza que necesitaba cuando me encontraba débil; gracias por todos tus actos de generosidad y valentía, en especial este último. No lo olvidaré —aseguró mientras apretaba la vasija entre los dedos, reduciéndola a polvo—. Atenea, como ves, desisto de llevar a cabo mi venganza y, en señal de buena fe, muestro mis palmas vacías y declaro mi intención de lograr la paz.
Kyrene notó una corriente de energía invadiéndola; se anudaba al alma de Morrigan y la liberaba del vínculo que habían compartido durante semanas, el que la había sometido contra su voluntad y le había permitido conocer el poder casi absoluto y la locura que conllevaba. Parecía que una parte de sí misma se desgarraba, como si algo tirase de ella en direcciones opuestas hasta romperla. Escuchó la despedida de Morrigan, feliz, pero no tuvo ocasión de responder, pues enseguida su cuerpo se precipitó, pesado e inerte, y su cabeza impactó contra el suelo. Lo siguiente que percibió fue la calidez de la sangre al derramarse y su familiar sabor metálico en la boca.
Deathmask la vio caer y se arrastró hacia ella, cargando toda su masa corporal en los brazos. Aunque había dejado de sentir cualquier cosa desde la cintura hasta los pies, se las arregló para aproximarse hasta que pudo extender la mano y rozar de nuevo la mejilla de Kyrene, cuya mirada se había perdido en algún punto del infinito. Quiso llamarla por su nombre, pero su garganta solo produjo un gruñido grotesco. Lo último que vio antes de cerrar los ojos, exhausto y dispuesto a abandonar aquella dimensión, fue la tenue sonrisa que curvó los labios de la joven. Al menos, había podido decirle todo lo que había estado guardando.
El vientre de Atenea sangraba como el de una mujer mortal, sumiéndola en un abismo de dolor. No en vano la diosa se encarnaba en un ser humano para experimentar los mismos placeres y tormentos que sus fieles, con excepción del amor carnal. Sin embargo, todavía tenía por delante un largo camino antes de poder retirarse a su Santuario para recuperarse: debía firmar el armisticio con Morrigan y asegurarse de que accediese a partir para siempre si quería obtener una paz duradera.
Frente a ella, la irlandesa mostraba ahora la apariencia que le atribuían las leyendas, libre de las limitaciones físicas impuestas por el cuerpo de Kyrene: su cabello era del color de las llamas, sus ojos semejaban jades pálidos y su piel reflejaba la luz lunar, blanca y lisa como un bloque de mármol. Levitaba con una sonrisa, disfrutando de su recién recuperado poder, hermosa y terrorífica.
—Mis compañeros han de volver a Tír na nÓg —anunció, levantando ambos brazos hacia el firmamento, que se abrió como hendido por un relámpago para que la barca de cristal descendiese hasta posarse entre ellas en el claro.
Atenea asintió. Lugh, Dagda y Ogma se acercaron y subieron a bordo sin siquiera mirar a su adversaria; era evidente que todavía le guardaban rencor por su ofensa contra una de los suyos. Morrigan comenzó a murmurar en su lengua con los párpados cerrados, como en trance, y la nave se elevó, perdiéndose entre las nubes con los tres dioses sin que nadie se lo impidiese.
En cuanto los Trí Dée Danann dejaron la dimensión creada por Morrigan durante el Samhain, Atenea se dirigió hacia los cuatro caballeros que aún seguían conscientes para pedirles que emprendiesen el camino de regreso hacia la entrada de la gruta, pero ellos se negaron con cortesía, pues consideraban que dejarla sola con la enemiga que le había traspasado el estómago de una estocada seguía siendo demasiado arriesgado.
—Aldebarán, por favor. Agradezco vuestra preocupación, pero he de encargarme de las condiciones de la nueva paz entre el norte y el sur —dijo Atenea, orgullosa de sus valerosos defensores—. Estáis exhaustos y no debéis interferir. Llevaos a los demás con vosotros.
—Lo entendemos, mi señora, y os aseguro que nos mantendremos a una distancia prudencial —pidió Saga.
—Saga, tienes que sacar a tus compañeros de aquí.
—Shura y Kyrene se quedan —intervino Morrigan, posándose en el suelo una vez finalizada su invocación.
—Esto solo nos concierne a nosotras; déjales marchar.
—No todavía; hay puntos del acuerdo que les atañen.
Atenea dirigió una mirada cargada de piedad a sus guerreros y a la camarera. Ahora todo dependía de la voluntad de las diosas, pero quería mantener el acuerdo tan en secreto como fuese posible.
—Dejadnos. Es una orden —insistió.
Saga recogió a Deathmask y lo cargó al hombro con un tenue gruñido de dolor. Trataba de mantener una pose de fortaleza, pero sabía que su propio agotamiento y el extraño modo en que aquel lugar les drenaba la energía y alteraba el tiempo y el espacio les haría perder toda referencia en busca de la salida de la Cueva de los Gatos. Pese a todo, se inclinó frente a Atenea y lideró el grupo de heridos hacia el punto por el que habían llegado.
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Morrigan extendió los dedos hacia Shura. La bandada de cuervos graznó al unísono y el cuerpo del caballero viajó con lentitud hasta los brazos de la diosa, que lo acogió en su seno y le rozó el lacerado rostro con ternura.
—Es tiempo de reorganizar las cosas, Atenea. Dado que te he perdonado la vida, seré yo quien comience a hablar y escogeré al testigo que se encargará de que el acuerdo sea respetado —anunció.
Las negociaciones se alargaron durante lo que restaba de noche entre propuestas, quejas y concesiones. El rostro de Atenea, crispado y ruborizado, mostraba con claridad que las condiciones de su adversaria suponían una total humillación que, sin embargo, debía aceptar por el bien de la humanidad.
—De acuerdo. Cumpliré con lo pactado y, a cambio, te retirarás con los tuyos a Tír na nÓg para siempre y me permitirás regir la tierra sin injerencias —proclamó por fin.
—Una cosa más...
—¿Aún te quedan peticiones? —inquirió, exasperada.
Morrigan señaló el cuerpo de la griega: la sangre había formado una aureola en torno a su cabeza y continuaba derramándose con lentitud, dándole la apariencia inanimada de una figura de cera.
—Kyrene: quiero que te encargues de que sobreviva, pues ella será la responsable de que cumplas el compromiso que acabas de adquirir.
—¿Acaso no le habías prometido una vida de placer en tu isla si perecía?
—Lo hice, pero en el fondo ella desea estar aquí con ese patán de Deathmask; en cuanto despertó y volvió a verle, no dejó de pensar en él —explicó Morrigan, displicente, mientras apuntaba a la joven con su índice cargado de cosmos para transmitirle los términos del acuerdo entre las diosas—. No hace falta que digas nada, yo tampoco lo entiendo... el corazón humano es impredecible.
—El amor es impredecible, Morrigan —sonrió Atenea, gozando con el disgusto de su adversaria; aunque habría preferido que el armisticio quedase tan solo entre las diosas, comprendía que Morrigan desease que un tercero certificase los términos y Kyrene era una opción tan válida como cualquiera—. Eso es lo que hace tan fascinantes a los mortales.
—Cúrala. Debe vivir, ¿me has oído?
—No te preocupes. Sé que ella no era la culpable de tus desvaríos, sino un mero vehículo.
Morrigan ignoró la provocación de Atenea y bajó la mirada hacia el cuerpo moribundo que todavía sostenía en los brazos y cuyo cabello no había dejado de acariciar en ningún momento, como si se tratase de un talismán. Su respiración era casi imperceptible y los cuervos planeaban sobre ellos, acechando a la espera de que su último aliento lo abandonase.
—En el momento de tu muerte, yo, An Morrigan, asumo tu alma como mía para toda la eternidad. Festejarás con los dioses y recibirás los honores debidos a los héroes del más alto rango —declamó, serena.
—Morrigan... —musitó él, sin apenas fuerzas. Parecía increíble que un resquicio de vida lo habitase aún, después de haber sufrido aquellas brutales heridas— ¿Ha llegado nuestra hora?
—Sí, mi amor —respondió ella.
—Tú... tú lo sabías... siempre lo supiste...
—Así es. Como profetisa, puedo adoptar varias formas, pero no decido el futuro; me limito a presenciarlo y anunciarlo y aquel día, en el síd, vi que cumplirías tu deseo de morir por mí en el campo de batalla.
Shura sonrió tan ampliamente como la lesión de su mejilla le permitía.
—¿Y qué, si muero? ¿Acaso no soy... tu paladín? Solo quiero pasar contigo cada segundo de mi existencia. Morir no me asusta; perderte, sí —dijo, en voz tan baja que incluso a ella le costó oírle.
—No me perderás, Rodrigo. Nos amaremos hasta el fin de los tiempos en Tír na nÓg, donde mortales y dioses conviven en armonía. Será nuestro paraíso y te daré los hijos que siempre quisiste. No necesitas tu cuerpo físico allí.
Le dirigió una mirada cargada de dulzura y elevó su cosmos, preparándose para abandonar el bosque con él. El inminente amanecer daba un aspecto brumoso al cielo y el rostro desfigurado del caballero reflejaba un éxtasis absoluto mientras su corazón detenía sus latidos y su alma se alejaba de la vida que siempre había conocido, en dirección a un edén donde nada volvería a afligirle jamás. Su diosa estaba a su lado, ofreciéndole un amor tan puro y firme como el que él había entregado durante años a la figura equivocada; pero nada de aquello importaba ahora, porque tenía la eternidad por delante para venerarla a cada momento.
El alba se abrió paso a través de las nubes anunciando el final del Samhain. Las criaturas del inframundo regresaron cruzando la Cueva de los Gatos y se agazaparon entre la maleza, cumplido su cometido en el mundo humano. La dimensión abierta por Morrigan se desdibujaba poco a poco, haciendo visibles de nuevo los contornos reales del lugar en el que se encontraban, que no era otro que el angosto túnel rematado por una pared de piedra.
Ambas ánimas estaban a punto de desvanecerse en la niebla cuando Morrigan sintió que algo los retenía, impidiéndoles avanzar.
—No puedes llevártelo, Morrigan —negó la voz de Atenea, tajante.
Su energía brillaba en torno a ella, revistiéndola de un aura magnífica y tirando del alma de Shura en sentido opuesto, de vuelta al mundo real.
—Déjale ir, Atenea. Él me pertenece. Unimos nuestros destinos en el río Unshin por encima de cualquier juramento anterior.
—Vuestro vínculo es espurio. Ha sido mi caballero desde que las estrellas fijaron su porvenir. Devuélvemelo.
—Él no quiere estar contigo —insistió Morrigan—. Ya le has oído, desea la muerte para renacer junto a mí, libre de tu tiranía.
—¡Si no me lo cedes, os seguiré asida a él! Conoceré la ubicación de tu isla y el modo de llegar a ella. ¡Moveré guerra contra vosotros acompañada por mi panteón al completo, aniquilaré la dinastía de los Tuathá Dé Danann y os convertiré en un mero recuerdo, esta vez para siempre!
Morrigan entreabrió los labios, perpleja ante tal osadía, pero Atenea se mantenía firme en su posición, con su cosmos enroscado en torno al alma de Shura.
—Decídete, Morrigan: tus compañeros vivieron durante siglos en el exilio solo porque yo destrocé tu alma. Sabes de lo que soy capaz. ¿Vas a arriesgarte a que os expulse también de vuestro propio hogar? ¡Piénsalo! ¿Los pondrás a todos en peligro por un simple mortal? ¿Volverás a anteponer tu placer a tu deber divino, como siempre has hecho?
La irlandesa negó con la cabeza. Atenea se mordió la mejilla, encantada con el resultado de su órdago. Morrigan había obtenido su revancha y se había impuesto en varios aspectos, pero ella no se quedaría de brazos cruzados soportando la humillación: la obligaría a dejar atrás aquello que amaba, a renunciar a la mayor y más fuerte de las pasiones humanas, como correspondía a una verdadera diosa.
—Mataré a Kyrene, Morrigan —añadió en un intento de disipar sus últimas reticencias.
—¿Y qué te hace pensar que ella me importa? —preguntó Morrigan, desdeñosa.
—Puede que no lo haya experimentado en mi propia piel, pero sé cuán fuerte e íntimo es el vínculo entre un dios y su portador. Estáis unidas para siempre, lo queráis o no. Piénsalo: morirá habiéndose levantado contra mí y será considerada una enemiga de los dioses olímpicos, sin derecho al descanso de los héroes. Dame a Shura o me aseguraré de que Kyrene llegue al inframundo para ser torturada por toda la eternidad. A nuestroinframundo, donde no tienes ningún poder. Tú eliges: si te llevas a mi caballero, sacrificarás a tu portadora... y no podrás impedir la guerra entre tu mundo y el mío.
En silencio, Morrigan analizaba la situación en busca de un subterfugio que le permitiese mantener a Shura con ella, pero sabía que los demás miembros de su dinastía no verían con buenos ojos el surgimiento de un conflicto de panteones por el amor de un humano. Tras siglos lejos de su hogar, no querrían volver a las armas por algo así; esa perra griega y sus acólitos los hostigarían sin tregua si el caballero y ella trataban de refugiarse en el mundo mortal... y carecería de un cuerpo que la alojase, pues Kyrene estaría sufriendo en el reino de Hades.
Quizá hubiese ganado la guerra, pero aquella batalla estaba perdida sin remedio. Debía desprenderse de su amante para proteger a los demás dioses y la paz en la tierra, para que Atenea cumpliese su parte del pacto. No había otra opción.
—En ese caso, en vez de Kyrene, Shura será el garante de nuestro acuerdo. De ese modo me aseguraré de que respetes su vida y no le fuerces a adoptar de nuevo tu credo, ya que no puedo fiarme de tu palabra —murmuró, desolada. Su palma se posó con delicadeza en la frente del caballero inerte, repitiendo el procedimiento que había empleado con Kyrene—. Honrarás sus actos y su criterio como corresponde a mi representante en la tierra, un guerrero de la mayor valía.
—Así lo haré. Ahora, entrégamelo.
El verde claro de los iris de Morrigan apenas era visible tras la cortina de lágrimas que los cubría cuando se inclinó sobre el rostro de Shura para besar su boca por última vez.
—Te amaré eternamente, Rodrigo, y te esperaré.
Pero Shura no era capaz de oírla. Atenea se llevaba su alma consigo, alejándola del paraíso prometido y depositándola de nuevo en su cuerpo, donde Morrigan ya nunca podría alcanzarla.
El Samhain ha terminado. La paz es un hecho gracias a la sensatez desplegada por ambas diosas en última instancia y a pesar de su disputa por el alma de Shura. ¿Qué ocurre después de la guerra? ¿Cómo se vive con sus consecuencias? ¿Cómo encajarán Deathmask, Shura y Kyrene todo lo que han vivido?
Mañana, en "Los conflictivos" hablaremos un poco de este asunto, pero permite que antes te agradezca tu compañía y tu apoyo.
@Martha_lanwater, gracias por tu paciencia, tu amistad y tu apoyo a lo largo de todos estos meses. Estoy muy feliz de poder contar contigo y estaré ahí para ti cuando lo necesites. Este capítulo tenía que ser para ti.
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