89. Destinado a morir
Armadura, piel y hierba se teñían de carmesí lentamente mientras Shura se desangraba entre las dos diosas, que habían interrumpido su combate para acercarse a él.
—¡Shura! ¿Por qué te has interpuesto? —musitó Atenea, agachada y tratando de contener la hemorragia con su cosmos.
El guerrero hizo un gesto negativo con la cabeza. Su pulso temblaba cuando intentó apartar la mano de la divinidad a la que había venerado sin respuesta durante años.
—No...
—¡Pero debo cerrar la herida...!
—¿Qué pretendes hacer? —exclamó Morrigan— ¿No ves que no quiere nada de ti?
El golpe restalló con tal energía que fue perceptible incluso por los guerreros y los Tuathá, que continuaban inmóviles. Aldebarán quiso acercarse para ayudarla, pero fue retenido por Ogma, que reanudó la refriega dispuesto a hallar un punto débil en la defensa del brasileño. Atenea se frotó la muñeca y contuvo un gemido de dolor. El puntapié que Morrigan acababa de propinarle habría destrozado la articulación de cualquier entidad que no portase una armadura ancestral.
—¡Es mi guerrero! ¡No te atrevas a tocarle! —exigió la irlandesa, hostil.
—¿Tu guerrero...? ¡Me servía desde antes de mi encarnación!
Morrigan se echó a reír, mirando desde arriba a su oponente con desprecio. A su alrededor, el estruendo de la batalla de dioses y caballeros las envolvía como una canción mortal.
—Sé lo que intentas hacer. Quieres sanarle para que esté en deuda contigo y vuelva a tu lado, pero eso no va a suceder. Tenemos un vínculo.
—Shura es parte de la orden dorada. Su vida solo me pertenece a mí —insistió Atenea, volviendo a colocar la palma sobre el pecho del joven.
—Ha elegido estar conmigo. Me ama. Me ha entregado su alma y su cuerpo, cosa que tú jamás podrás experimentar.
—¡En ese caso, prefiero un caballero muerto a un traidor vivo!
Atenea acompañó su declaración con un golpe de báculo contra el estómago de Shura, cuyos miembros se retorcieron en un angustioso espasmo. Un chorro de sangre salpicó el rostro de la deidad olímpica, que escupió y se limpió las mejillas con el dorso de la mano, desdeñosa. Detestaba reaccionar de un modo tan irracional, pero no toleraría ningún menosprecio más por parte de aquella a quien consideraba impura e indigna ni mucho menos la insurrección de los soldados cuyas afrentas ya había perdonado en el pasado.
—¡Condenada imbécil! ¡Aléjate de él! ¡No permitiré que uses mi premonición en contra de mi guerrero!
En un gesto repentino, Morrigan derribó a Atenea de un empellón y levantó una barrera de cosmos entre ellas para proteger a Shura; a continuación, se abalanzó sobre Deathmask, que se había arrastrado hasta un árbol y trataba de levantarse rodeando el tronco con los brazos, y lo asió por el cuello sin ningún tipo de contemplación. El brutal tirón hizo al guerrero cargar el peso en la ya maltratada pierna izquierda, que envió un latigazo de dolor a lo largo del nervio, crujió y quedó inerte.
—Me gustaría más matar a alguien a quien aprecies, como Saga, pero está ocupado agonizando bajo el puño de Lugh, así que este hará el servicio. ¿Verdad, italiano descerebrado?
—¿Qué... quieres de mí ahora, jodida loca? —masculló él, con dificultad. Su mano envolvió la de ella para intentar liberarse, sin éxito.
—¡Suéltalo! —vociferó Atenea, apuntándole con su arma y buscando el modo de traspasar la defensa.
—¡Pero si no le tienes ningún cariño! Eh, sureño, ¿recuerdas lo que te dije en la gruta, durante nuestra última noche juntos?
—Dijiste muchas cosas... la mayor parte de ellas, tonterías...
Atenea examinó la situación: la barrera la aislaba y evitaba que ayudase a cualquiera de sus caballeros por más que elevase su cosmos. Irritada y decidida a no rendirse, continuó atacándola para hallar un hueco. La derrotaría, aunque el precio fuese su propia existencia.
—Voy a vengarme de Atenea matando uno por uno a todos los que afirma amar y empezaré por ti... porque no me gustas —explicó Morrigan a Deathmask, en un agresivo susurro.
—Tú tampoco me caes bien. Lo único... interesante que tienes es ese cuerpo y resulta que es robado...
—Por Ernmas, incluso a punto de morir sigues siendo un bocazas... —la mano que sostenía al caballero se apretó en torno a su cuello, dificultándole aún más la respiración y provocándole un hormigueo que enseguida se convirtió en el pinchazo de miles de agujas a la vez— No te preocupes, te mataré despacio para que goces de un momento de gloria delante de tu diosecita.
—El ma... el masoquista es Shura, nena, te estás liando... a mí me gusta mirar...
—¡Silencio, escoria!
Él era consciente de que su tiempo se agotaba. Seis días de ayuno y reclusión, una huida apresurada, dos jornadas de guardia frente a la gruta, una pelea a brazo partido contra su antiguo mejor amigo y un duelo con el dios irlandés de la vida bastaban para debilitar incluso a un caballero dorado. Sabía que Morrigan no dudaría en aprovechar esa ventaja para acabar con su vida, pero Deathmask de Cáncer no abandonaría el plano de los mortales en silencio y sin molestar.
—¡Kyrene! Si estoy aquí, es... es por ti, Kyrene, no por Atenea.
Morrigan sonrió con malicia y miró de reojo a la otra diosa. Nadie podía negar que disfrutaba viéndola mortificada, fuese por ella misma o por el más lenguaraz de sus siervos. Deathmask aún le rodeaba la muñeca, sin conseguir reducir la presión que ejercía, pese a lo cual se esforzó en continuar hablando, sin preocuparse de que su exposición ofendiese a alguna de las deidades.
—¿Sigues viva? ¿Me oyes? ¡Tienes que saber que Morrigan te está utilizando! Los dioses son egoístas e infantiles... solo les importan sus propios problemas. Juegan con nosotros, siempre ha sido así...
Morrigan entornó los párpados en un gesto de placer. La sangre del caballero latía contra sus dedos, el semblante de Atenea era una máscara de sufrimiento y Shura afrontaba la muerte con estoicismo y bravura, deseoso de marcharse junto a ella. Todo era perfecto y acorde a sus planes; de hecho, estaba disfrutando tanto que un suspiro abandonó sus labios.
Deathmask la observó un instante, tratando de encontrar en ella cualquier rastro de la mujer que había amado. Quizá Shura había dicho la verdad, quizá Kyrene estaba muerta... sin embargo, él quería confirmarlo por sí mismo, salvarla si aún era posible y herir a la diosa, así que optó por utilizar las pocas fuerzas que le quedaban para acometer la enésima tentativa, desesperada y seguramente inútil, pero necesario para morir con la conciencia tranquila:
—¡Ondas... infernales!
No esperaba demasiado teniendo en cuenta su lamentable estado, pero, para su sorpresa, la suerte decidió favorecerle y de repente se vio en Yomotsu acompañado por Morrigan, que seguía sonriendo sin soltarle.
—No cantes victoria, cretino. Careces de poder para trasladar a una diosa contra su voluntad. Si estamos aquí es porque yo lo he permitido; como ves, he traído incluso mi cuerpo. Pensé que eso te gustaría. Ahora dime, ¿qué pretendes?
Deathmask asintió como pudo. Morrigan estaba frente a él, pero lo más importante de todo era que -allí podía notarlo con claridad- también percibía una minúscula parte del alma de Kyrene y eso significaba que aún había esperanza.
—Atenea derribará tu muro de cosmos mientras yo te entretengo aquí... quién sabe, quizá incluso encuentre el modo de sacarte de Kyrene para siempre... ¡Kyrene! ¿Me oyes? ¡Tienes que reaccionar!
—Mor... Morrigan...
La alusión a su portadora removió algo en la diosa, desconcertándola.
—Por favor...
Morrigan parpadeó, incrédula. En su interior, una tenue voz femenina pugnaba por hacerse oír. De alguna manera, las palabras de Deathmask habían llegado hasta Kyrene, que había salido de su letargo una vez más y trataba de entender qué estaba sucediendo, drenada hasta el extremo. Resultaba inconcebible que aún lograse aferrarse a la vida, pero ahí estaba: la llamita casi imperceptible, capaz de soportar el viento y la tormenta, avivándose gracias a la llamada del italiano y a las intensas sensaciones experimentadas por Morrigan durante toda la pelea.
—No es el mejor momento, Kyrene. Vuelve a dormir.
La griega quiso moverse, pero enseguida comprobó que aún carecía de control sobre su cuerpo; cualquier mínimo esfuerzo era tan inasumible como cargar un menhir sobre la espalda o sobrevivir encadenada a una roca azotada por la marea: asediada y torturada, de algún modo conseguía estirar el cuello entre las olas lo justo para seguir respirando e identificar el horrendo entorno en el que se encontraba y la presencia de Deathmask, que la emocionó igual que si llevase una eternidad sin verle. De haber podido, se habría arrojado a sus brazos para pedirle perdón por toda aquella cadena de errores y peleas y besarle en recuerdo de los lejanos días en que todo era fácil entre ellos.
—Morrigan, juraste que él viviría... ¿por qué le tratas así? —consiguió inquirir, con dificultad todavía para ordenar los hechos recientes.
—Las circunstancias cambian.
Lo habían destrozado, pensó, mirando la nariz -antaño perfecta- que tantas veces había delineado con el índice en un gesto cómplice y que ahora estaba aplastada y retorcida. Parecía haber perdido varios kilos, su mirada carecía de brillo y las mejillas se le hundían sobre la mandíbula dándole un aspecto cadavérico.
—En efecto, querida, luce como un digno rey de Yomotsu, ¿no es así?
—Debe vivir, Morrigan. Por favor.
Las uñas de la diosa se enterraron con la fuerza en la piel de Deathmask, amenazando con partirle la tráquea en dos, pero él no le daría el gusto de rendirse, pese a que cada palabra que pronunciaba le abrasaba la garganta. Retomó su discurso dirigido a Kyrene, sin saber todavía que ella estaba despierta. La cuestión era intentarlo, y si además proporcionaba a Atenea el tiempo suficiente para anular la barrera y ayudar a los caballeros, se daría por satisfecho.
—Kyrene... a Morrigan no le importas. Yo te... yo te amo y lucho por ti y por tu supervivencia, no por las diosas. Por ninguna de ellas, menudo par de cabronas... quiero que tengas una buena vida y que estés bien, aunque no sea conmigo... —bueno, aquello era bastante empalagoso, pero si iba a perecer, diría de una vez todo lo que había callado siempre— Tenlo presente: no voy a sacrificarme por Atenea, sino por Kyrene Angelopoulou... y si tú quieres a Shura y él te hace feliz, lo acepto... aunque creo que te aburrirás mucho, pero lo respeto. Solo deseo tu felicidad...
Kyrene sintió el impulso de zarandearle. ¿Shura? ¿Qué mierda quería decir con eso...? ¿Era real lo que estaba experimentando en ese momento, o aún se encontraba en la gruta de las hadas, viviendo aquella extraña historia de amor con el español?
—¿Cree que estoy con Shura? Morrigan, ¿qué has hecho?
—No solo eres incapaz de elegir el bando correcto, también eres un cursi redomado y patético —se mofó la diosa.
—Kyrene... si estás viva, dame una señal... no me dejes morir sin saber si me has oído...
La joven deseó gritar, escapar de aquella prisión de carne que la limitaba, pese a que era imposible; luchaba por gobernar aunque fuese un instante un brazo, una mano, siquiera un dedo, pero el dominio de Morrigan era absoluto: no conseguía aminorar la fuerza sobre el cuello del italiano por más que lo intentase. Era como pretender emular a Atlas levantando el mundo entero en sus hombros.
—Te dije que te utilizaría para sus fines... Kyrene, te ha manipulado... pero hay algo que desconoces.
—Hablas demasiado, sureño. Es tu hora de perecer.
—En la mansión de Mégara... Cuando mataste a Zabat...
—¡Basta!
—Morrigan, por favor, quiero oírlo —imploró Kyrene, sin cejar en su empeño de detenerla.
—Está bien, pero después lo mataré y tú dejarás de incordiarme.
La diosa dirigió al italiano una elocuente mirada que él interpretó como un permiso para continuar.
—Zabat tenía un hijo pequeño... él fue quien encontró los cuerpos... se despertó antes del amanecer y llamó al mayordomo para pedirle agua, pero como nadie le respondía, bajó a beber y vio la carnicería que montaste... ¿Sabes lo que has hecho, Kyrene? Creías que eras justa, ¡pero has creado un monstruo! ¡Has replicado tu propia historia! ¡Ese crío crecerá y perpetuará el legado de su padre por puro odio, torturando a todo el que se cruce en su camino!
—¡¿Quién te crees que eres para insultar a mi portadora?! ¡Ella actuaba en nombre de la ley divina! —estalló Morrigan, cargando su cosmos en la palma para enmudecer al caballero.
Deathmask abrió los ojos en un gesto de estupor al sentirse estrangulado y Kyrene detuvo en seco sus esfuerzos ante aquella acusación. No necesitaba pruebas para saber que era sincero. Ella jamás había pensado que los despojos con cuyas muertes había disfrutado tanto pudieran tener familia o personas a su cargo; tampoco se había planteado que su acción dañase a terceros. Había actuado igual que Deathmask en los tiempos en que servía a Saga, recreándose en la matanza, cumpliendo su objetivo sin calcular los daños colaterales, dejándose llevar por el placer de ejercer un poder casi absoluto e ignorando las consecuencias.
—Morrigan... le he destrozado la vida a un niño, y quién sabe a cuántos más... ¡Le he empujado al abismo! —pronunció, desolada.
—El hijo de una víbora no puede convertirse en otra cosa que en una víbora. Estaba condenado, hicieras lo que hicieras, a imitar los viles actos de su padre.
—¡No lo entiendes! ¡He repetido lo que hicieron conmigo! ¡Será un cabrón por mi culpa! —aulló, dando rienda suelta por fin a su desesperación.
—¿Habrías hecho otra cosa, de haberlo sabido? ¿Matarle a él también, por ejemplo? Actuaste como debías y salvaste a innumerables inocentes. Deja que lleve a cabo mi plan y después tendrás la vida que te prometí, sin preocuparte nunca más.
Kyrene sintió crecer la opresión en torno a su alma. Se ahogaba. Ahora veía claro lo sucedido: no tenía opción, no la había tenido en ningún momento. Desde que Morrigan ocupó su cuerpo en Paps of Anu, ¿cómo habría podido resistirse a una diosa? Había creído elegir, sí, pero cualquier apariencia de libertad era una mera ilusión: no era sino un instrumento, una envoltura para que Morrigan pudiese acercarse al Santuario y orquestar su venganza. La había utilizado con la excusa de ofrecerle un poder que jamás había buscado, tentándola con la posibilidad de cambiar una realidad que la asqueaba para evitar que otros sufriesen como ella; la había manejado, regalándole sus propios recuerdos, dotándola de una sensibilidad exacerbada, fortaleciéndola y permitiéndole pensar que aún tenía algún control sobre sí misma.
Y ella había caído en su trampa. Se había dejado seducir por aquel canto, diluyendo su individualidad en el mar que era el alma de la diosa, gozando con cada asesinato, fantaseando con un mundo idílico y resignándose a perder a Deathmask por el camino, pues él no aceptaría compartir sus días con una mujer que podía devolverle a la peor versión de sí mismo. Ahora, encadenada en las profundidades de su propia mente, lo veía claro.
Pero era demasiado tarde. Morrigan sujetaba al caballero y la nube negra que formaba su cosmos se enroscaba en torno a él, asfixiándole con lentitud. Se deleitaba en su tortura, mucho más sádica de lo que él había sido jamás, observaba el semblante crispado, el absurdo intento de liberarse. Deathmask estaba agotado, su poder no era suficiente para derrotar a una diosa y Morrigan lo sabía.
Las dos lo sabían.
En aquel momento era más cierto que nunca que no podía hacer nada al respecto salvo observar, aterrorizada y sin poder moverse, cómo aquel que amaba se extinguía ante sus ojos, asesinado por su propio brazo.
La mano de la diosa da al guerrero el suplicio:
el alma reflejada en las pupilas de su amada,
la vida drenada de sus venas,
su fuerza arrojada al pozo del eterno olvido.
Nunca, ni en sus pesadillas más intensas, habría imaginado que su historia terminase así. El aura de Deathmask brillaba tenuemente, como si todavía quisiera pelear, y Kyrene pugnaba por reconquistar su cuerpo, aunque ambos entendían que era inútil: sus caminos se separaban allí y no volverían a juntarse ni siquiera después de la muerte.
Incapaz de hablar, el caballero todavía logró apartarle un mechón de cabello en un ademán tierno, recordando cuando aquel rostro sonreía para él antes de convertirse en la máscara de una deidad.
Fue entonces, llegados a aquel punto en el que ya no esperaba nada, cuando Deathmask recibió la señal que había pedido: una lágrima resbaló desde el ojo izquierdo de Kyrene y aterrizó en el pómulo derecho del caballero, cálida y real.
"¿Crees en esas chorradas, gatita?"
"Dijo que llegaría un momento en que solo mis lágrimas me pertenecerían."
La revelación cruzó su cabeza como un láser, abrasando cualquier otro pensamiento a su paso. ¡Eureka! ¡Aquel era el significado de las palabras de la vieja que habían martirizado a Kyrene durante todo el viaje! Su ceño, controlado por Morrigan, seguía contraído en un gesto de ira, pero su llanto era genuino y demostraba que seguía viva.
Seguía viva, atrapada en su propio cuerpo... y se comunicaba con él.
Solo por eso, merecía la pena perseverar. Reuniendo a toda prisa la escasa energía que aún conservaba, elevó al máximo su cosmos y lanzó un grito desgarrador al tiempo que, por segunda vez esa noche, se jugaba el todo por el todo para arrastrar consigo el alma de una diosa.
Shura ha tomado una decisión, sacrificándose por Morrigan como juró que haría, y ella parece dispuesta a llevarlo consigo en cumplimiento de su promesa mutua. ¿Logrará Deathmask evitar que la diosa irlandesa se salga con la suya? ¿Podrá Atenea derribar la barrera para ayudar a sus caballeros? ¿Vencerán los demás a los dioses?
En agradecimiento por haber llegado hasta aquí, te dejo un pequeño adelanto del capítulo de mañana, titulado "Donde el amor no te alcance":
"El inminente amanecer daba un aspecto brumoso al cielo y el rostro desfigurado del caballero reflejaba un éxtasis absoluto mientras su corazón detenía sus latidos y su alma se alejaba de la vida que siempre había conocido, en dirección a un edén donde nada volvería a afligirle jamás."
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