86. No será ella quien escriba tu destino
A lo largo de su vida, Saga había sido un aprendiz prometedor, el caballero más brillante de su generación, un magnífico aspirante a líder del santuario y, por fin, un megalómano sin escrúpulos. Pero también se había revelado como un hombre capaz de controlar su entorno y utilizarlo en su favor y aquella vez no sería una excepción, se dijo, haciendo arder su cosmos con tal intensidad que los demás -incluido Aldebarán, que acababa de levantarse bufando de rabia tras el golpe- quedaron cegados por unos segundos.
No cabía duda de que el poder del griego era magnífico, comparable al de la enemiga a la que se enfrentaba, y ella lo reconoció con una amplia sonrisa.
—Vamos, Saga, demuéstrame de qué estás hecho —le provocó, caminando hacia él.
Él cruzó los antebrazos frente al pecho, condensó en ellos su cosmos y lanzó su ataque:
—¡Explosión de...!
La onda expansiva salió despedida de su cuerpo y barrió cuanto encontró hasta llegar a Morrigan, que la detuvo con la palma sin esfuerzo aparente. Sin arredrarse, el caballero redobló su empeño, incrementando la cantidad de energía que enviaba en su ataque, pero ella levantó la otra mano y continuó rechazándolo sin detenerse. Entre ellos surgían llamaradas de luz y estallidos que abrasaban la hierba mientras mantenían su combate, observándose en un silencio tan siniestro como profundo.
—¿Está resistiendo una explosión de galaxias sin siquiera parpadear? —inquirió Afrodita, pasmado.
—No, está pidiendo un taxi...
La sarcástica réplica del guardián de Cáncer obedecía a su propio estupor por el incremento en las capacidades de Morrigan: durante su encontronazo en la gruta de Rodorio le había parecido una contrincante fuerte, pero en absoluto invencible; sin embargo, ahora exhibía dones dignos de la diosa que afirmaba ser.
Sin embargo, no tardarían demasiado en ver un desenlace. El ceño apretado del griego y las abultadas venas en el dorso de sus manos demostraban su tensión; el rostro de ella, en cambio, era sereno y apacible y no se alteró un ápice ni siquiera cuando logró enviar el ataque de Saga de vuelta contra él. El caballero, que se mantenía alerta, trató de crear una barrera defensiva con su cosmos para paliar el daño, pero se vio golpeado con tanta violencia que la armadura quedó agujereada a la altura del pecho, revelando un sangriento rosetón que convertía el hecho de respirar en un esfuerzo desmesurado.
—¿Cómo has podido...? —inquirió, desconcertado al ver su técnica neutralizada con tal facilidad y llevándose la mano al corazón para intentar minimizar aquel dolor lacerante.
—¡Deja de menospreciarme, descreído! —le recriminó ella, soberbia, escrutándole desde arriba con una mano en la cadera— Estás ante la única diosa de la guerra. El sacrificio de mi portadora ha reparado mi alma y es Samhain, el momento que esperaba. Sin duda, has notado que tu explosión no tenía la fuerza que habrías querido imprimirle; eso se debe a que estás en mi dimensión, en la cual las leyes físicas escapan al entendimiento humano. Pero no importa dónde nos hallemos, pues esta noche extiendo el síd a mi paso, el mundo entero es mi reino. Vuestro poder se ve disminuido ante mí.
—No puede ser... Mi ataque es letal...
—Quizá en circunstancias normales, pero aquí rigen mis normas. Ahora que estás débil, permite que te deje donde no puedas molestar.
Acuclillada, Morrigan apoyó la frente en la de Saga y las palmas en sus hombreras mientras de sus labios escapaba un murmullo ininteligible que hizo al griego abrir exageradamente los ojos. Sus aliados quisieron auxiliarle, pero ella levantó una defensa que se lo impidió. Deathmask, que todavía sentía palpitar lo poco que quedaba de su nariz, siguió la dirección de la mirada de su antiguo líder y no pudo evitar jadear de asombro al contemplar una nube de insectos repugnantes volando hacia la diosa y el caballero para rodearles. Sus alas, de un verde translúcido, zumbaban como pequeños motores y sus cuerpos, brillantes y viscosos, semejaban pedazos de vísceras en descomposición.
—Sé que no les temes... pero ellos a ti, tampoco —musitó Morrigan, levantándose.
—¿Crees que un puñado de bichos puede contenerme? ¡Me ofendes!
Sin responder, ella repitió la maniobra que había llevado a cabo con Milo y encerró a Saga en una prisión de cosmos con aquellos seres cuyo frenético aleteo ensordecía a todos los presentes. Poco a poco, el enjambre se apaciguó y la verdadera naturaleza de los insectos quedó expuesta: espíritus de forma humana, cubiertos por túnicas harapientas y hediondas y con los huesos apenas envueltos en pingajos de carne, que tiraban de los brazos y cabello de Saga, mortificándole y gritando en su oído.
—Los sluagh son las almas de los seres más despreciables, rechazados por los dioses y por la tierra misma. No pueden entrar en el paraíso y ni siquiera el inframundo los quiere demasiado tiempo, así que vagan por doquier, propagando el mal para mitigar su agonía...
—¡No me retendrán, maldita! ¡Los aniquilaré y volveré a buscarte! —gritó Saga, iracundo y lanzando un ataque diferente contra las criaturas que le asediaban— ¡Otra dimensión...!
Morrigan negó con la cabeza, como si aquello la decepcionase.
—Acabo de decirte que tus capacidades merman aquí, pero eres demasiado estúpido para entenderlo.
Saga examinó sus puños, incrédulo, mientras trataba de sacudirse los seres que le envolvían. La extraña realidad que ella había creado interfería de verdad con sus poderes, impidiéndole utilizarlos al máximo.
—¡No escaparás de mí! ¡Protegeré a Atenea con mi vida!
—Silencio, humano. Debo seguir con mi misión —dijo Morrigan, monocorde.
Le dedicó una tétrica sonrisa e, ignorando a los caballeros que aún tenía delante, elevó los brazos. Al instante, una ráfaga brotó de ellos y comenzó a cobrar fuerza, formando una espiral neblinosa que enseguida mutó en un tornado que envolvía todo a su alrededor. El espacio volvió a deformarse y el cielo se abrió como un pedazo de tela al desgarrarse, permitiendo a una recién surgida luna llena alumbrarles con su brillo plateado.
—No quiero ser un aguafiestas, pero me da que esto se va a poner aún más feo —auguró Deathmask recostándose de brazos cruzados contra Aldebarán, que le miró de soslayo.
Todos aguardaron expectantes, en busca de algo que les diese una pista de cómo actuar a continuación. Los ojos de Morrigan, carentes de pupilas, recordaban a dos pozos grises y su cabello danzaba en el viento creando un halo en torno a su rostro. Su cosmos, tenebroso y violento, se extendía con rapidez fortaleciendo la barrera que evitaba que interviniesen y agrandando la brecha entre ambas dimensiones hasta que tres figuras se hicieron visibles en la lejanía. Se aproximaban con solemnidad y paso firme portando armas, vestiduras de guerra confeccionadas en cuero y metal y cascos con emblemas.
—¡Sed libres, compañeros! ¡Después de siglos de exilio y soledad, al fin puedo franquear para vosotros la puerta que une el mundo de los vivos con el de los dioses! ¡Regresaremos a nuestra isla para vivir en la gloria eterna, pero antes ayudadme a infligir el mayor de los daños al enemigo que ha osado alzarse contra mí! —gritó Morrigan, en trance.
Los dos caballeros restantes se giraron hacia Afrodita, que, en posición defensiva y con el ceño fruncido, parecía estar pensando a toda velocidad.
—No puede ser... No son simples criaturas del reino de las hadas... ¡Son dioses! —exclamó.
—¿Dioses? ¿Estás seguro? —preguntó Deathmask— ¡Estamos jodidos!
—¡Acaba de llamarles "compañeros"!
—Sea como sea, ahora es el momento de atacarla y solo podemos hacer una cosa —argumentó Afrodita.
—Si es lo que creo que estás pensando, te recuerdo que está prohibido —intervino Aldebarán, con prudencia.
—Y, además, destrozaríamos por completo a Kyrene —añadió Deathmask.
—Y yo os recuerdo que es una diosa bélica y está abriendo el camino a tres de los suyos. Podría traer a otros —insistió el sueco.
—Sigue sin convencerme —reiteró Aldebarán—. Utilicemos nuestros ataques habituales, no una técnica que nos colgará la etiqueta de traidores.
—¿Prefieres que cuelguen nuestros cascos en lápidas? ¿No has visto cómo ha soportado Morrigan la explosión de Saga?
Deathmask hizo restallar la lengua contra los dientes, indignado. Había conservado una minúscula esperanza de rescatar a Kyrene con vida, pero sabía que Afrodita estaba en lo cierto. Si Morrigan era difícil de vencer estando sola, ¿qué podrían hacer contra ella cuando se reuniese con sus aliados? Quizá la única opción fuese utilizar su arma más agresiva para desalojarla, llevarse de allí el cuerpo de la chica y suplicar a Atenea que utilizase su cosmos sanador sobre ella... si es que quedaba algo que sanar.
—Aunque me revienta admitirlo, ahí tiene razón, Alde... Si no actuamos con contundencia, podrían llegar al santuario y eso empeoraría todo... Ir de súper estrellas solistas no les ha funcionado ni a Milo ni a Saga—recapacitó, al tiempo que abarcaba con un gesto los globos de energía en los cuales los mencionados seguían prisioneros, inmersos en sendas luchas sin cuartel.
—Si no espabilamos, serán cinco contra tres... ellos contarán con cuatro dioses y nosotros con lo que queda de Death, que no parece ser mucho... si no veis la desventaja que tenemos, yo ya no sé cómo explicárosla.
—Dita, algún día esa sinceridad te va a costar un derechazo.
—De acuerdo. Es una situación crítica —accedió por fin el caballero de Tauro, apresurándose a adoptar la posición adecuada.
—Death, haz los honores —propuso Afrodita, palmeándole el hombro.
Deathmask sabía que la idea del sueco constituía una falta de la mayor gravedad a cuyo castigo no lograría escapar, pero se había saltado ya tantas normas que una más no le preocupaba si con ello conseguía abortar aquella guerra incipiente. Aun así, su rictus era amargo cuando se arrodilló entre sus dos compañeros para capitanear por primera vez en su vida una Exclamación de Atenea.
—¡Vamos, señores! ¡Cerremos para siempre este agujero infecto! —los arengó, sintiendo arder su propio cosmos con tal intensidad que todo su cuerpo hormigueaba.
Morrigan daba la impresión de estar concentrada en manipular de nuevo el espacio interdimensional: escoltada por Shura y los recién llegados, apuntaba al firmamento con los brazos levantados y continuaba recitando, haciendo que una peculiar embarcación que semejaba estar enteramente hecha de cristal apareciese entre las nubes. El olor a tierra mojada y a muerte inundaba el ambiente, cargado de tanta electricidad estática que el aire crujía y chisporroteaba entre los dedos de los partidarios de Atenea. Conscientes de la importancia de aquel momento, se miraron entre sí una última vez para asegurarse de que todos estaban de acuerdo y unieron sus cosmos, elevándolos con brusquedad al unísono para crear una sola corriente de energía con la suficiente capacidad destructiva como para sellar el hueco entre los mundos de los vivos y los muertos o para dinamitar su frontera de una vez por todas.
Ya no había vuelta atrás.
La violenta detonación provocada por la técnica resonó en la quietud de la noche, reventó la defensa de la diosa e hizo estallar la barca en fragmentos que cayeron como copos de nieve sobre las copas de los árboles y el claro en el que se encontraban. Viendo su ritual truncado, Morrigan lanzó a los caballeros una ojeada colérica antes de doblarse sobre el vientre con una mueca de asombro y angustia y, al instante, Shura -que había obedecido con estoicismo hasta entonces la orden de mantenerse al margen - y aquellos a los que Afrodita había llamado "dioses" cerraron filas frente a ella, con las armas desplegadas para protegerla.
Deathmask fue el primero en abandonar la formación para observar el resultado de su trabajo en equipo. En su ánimo se mezclaron la alegría y la tristeza al descubrir que habían logrado dañar a Morrigan: un amplio surco la atravesaba desde el brazo derecho, que había sido casi seccionado y pendía apenas de un delgado jirón de carne, hasta la cadera izquierda. A la luz de la luna, el tejido desgarrado de su traje de combate permitía ver su piel marmórea, la sangre que borboteaba con cada latido del corazón y la lechosa cabeza del húmero destacando entre el bermellón y el negro.
La diosa elevó al fin el rostro y chilló con tal furia que Afrodita temió por la integridad de sus tímpanos. Shura se volvió hacia ella y la sostuvo por la cintura, sujetándole la extremidad destrozada con cuidado.
—¡Malditos perros de Atenea! ¡No tenéis ni idea de lo que ella le hizo! ¡Me aseguraré de que no volváis a levantarle la mano!
—No debes preocuparte, mi guerrero —le aseguró ella, con una sonrisa—. Sabes que esto no es nada para mí.
En cuanto terminó de hablar, una fría luz plateada brotó de su cuerpo y restañó la laceración mientras rodeaba con el brazo sano el cuello del español para regalarle un apasionado beso que sorprendió a Aldebarán y Afrodita.
—Cerrad las bocas, joder, que os van a entrar bichos como a Saga. Están liados, sí, ¿y qué? Llevan toda la noche así, morreo va, morreo viene. ¡Vamos por ella ahora que la hemos debilitado! —los urgió Deathmask.
—¡Sabes que no la rozarás si yo estoy aquí! —replicó Shura, adoptando una postura de ataque y ocultando a la diosa con su propio cuerpo.
—¡Atenea! —exclamó Morrigan, cuyo proceso de regeneración acababa de finalizar sin dejar más evidencia que una fina línea en su vestimenta a lo largo del torso, proyectando la voz a través de su cosmos— ¡Manifiéstate ante mí! ¡Ha llegado el momento de que pagues por tu crueldad!
—¿Se puede saber de qué está hablando? —murmuró Aldebarán.
—No tengo ni idea y me da que ella tampoco... —respondió Deathmask, haciendo girar el índice junto a su sien en un expresivo gesto.
El caballero de Capricornio cargó su cosmos en el brazo derecho, preparado para volver a atacar. A pesar de la aparatosa herida del ojo, se sentía capaz de acabar con los tres, pero los dioses invocados por ella se le adelantaron:
—¿Sois vosotros los responsables de que Morrigan no regresara jamás a nuestra isla tras la batalla de Maige Tuired? ¡Habéis de ser muy valientes o muy inconscientes para molestarla de nuevo en nuestra presencia! —proclamó uno de ellos, un gigante de dos metros y medio de estatura que portaba en su brazo una porra tan voluminosa como el mismísimo Deathmask, adelantándose unos cuantos pasos— ¡Yo, Dagda, primero de los Tuathá Dé Dannan, me encargaré de que vuestra osadía no quede impune! ¡Me vengaré de aquellos que retuvieron a mi amante lejos de su lugar de descanso!
—Afrodita, ¿alguna otra gran idea? —preguntó Aldebarán, palmeando la espalda del sueco con tanta energía que le hizo trastabillar.
—Sí: derrotarle. Como concepto general.
—¡Dagda, no combatirás solo! —se alzó el segundo. Esgrimía una lanza esbelta y afilada envuelta en llamas— ¡Lugh estará a tu lado para castigarles!
—Lugh y Dagda, entendido. A repartir —masculló Deathmask mientras hacía tronar sus nudillos.
—¡No perdamos tiempo! ¡Mi nombre es Ogma y me encargaré de que huyáis tan aterrorizados que no mereceréis ningún honor durante vuestro descanso eterno! —proclamó el tercer dios, arremetiendo contra ellos con una maza y una espada.
—¡Basta ya de presentaciones! —gritó el brasileño, hastiado.
Blandiendo sus armas, los Tuathá se arrojaron hacia los caballeros, transformando el síd en un auténtico campo de batalla. El estruendo metálico de los impactos contra las armaduras y las amenazas a los enemigos se unían al espectáculo visual del enfrentamiento, cuajado de estallidos de energía. Aislados al otro lado del claro, Milo y Saga proseguían sus audaces intentos de vencer a las horrendas criaturas. Morrigan oteó los tres grupos de combatientes y, a solas con Shura por primera vez desde que abriera las puertas del inframundo, se le aproximó, mirándole el ojo herido compasivamente.
—¿Te duele, mi guerrero?
—No. Lo llevo como una medalla por haberte defendido con valentía —dijo él, depositando un beso en la mano que ella le había posado en el rostro y apartándola con dulzura para impedir que le sanase.
—Esta noche terminará todo. La eternidad nos espera —le recordó ella. Sus labios se deslizaron sobre la sangre reseca que cubría la mejilla izquierda del español hasta llegar a su boca, que volvió a devorar antes de elevar su energía en una llamarada oscura—. Ha llegado la hora de enfrentarme a esa diosa mezquina.
—Permíteme ser tu protector, por favor.
—Que así sea, pero has de mantenerte a un lado, pase lo que pase. No será ella quien escriba tu destino.
—Se hará tu voluntad, mi señora —le aseguró él, inclinándose en señal de respeto.
Morrigan le dirigió una sonrisa y envió un ultimátum:
—¡Atenea! ¡Tu tiempo se termina! ¡Deja de esconderte y manifiéstate ante mí! ¡He perdonado la vida a tus esclavos por el momento, pero no esperes demasiado de la benevolencia de los Tuathá Dé Dannan!
Tan solo el fragor de las diversas escaramuzas que tenían lugar en torno a ellos continuó quebrando el mutismo de la noche cuando Morrigan terminó su discurso. Deidad y caballero aguardaron hasta que un repentino relámpago cruzó el firmamento y la hermosa figura de Atenea, luminosa y severa, hizo acto de presencia. Vestida de blanco, con joyas doradas que resaltaban su dignidad divina y portando el báculo de la victoria en su mano derecha, signo inequívoco de su rango entre los olímpicos, ofrecía un notorio contraste con Morrigan, sin armas, con la piel pálida destacando contra el cuero negro de su traje de combate y la actitud orgullosa de una líder curtida en innumerables batallas.
—¿Es esta tu forma actual, Atenea? Te recordaba más... impresionante —saludó Morrigan, desdeñosa.
—¡Silencio! No he venido para luchar contigo, sino para liberar a mis caballeros —la exhortó Atenea.
Sus ojos se pasearon por el desalentador panorama que se extendía ante ella: en el centro de la escena, Morrigan la miraba con altivez, flanqueada por Shura, que tenía medio rostro destrozado. Lejos de ellos, envuelto en una esfera de energía, Milo parecía llevar cierta ventaja a una especie de cruce tricéfalo entre lobo, buitre y dragón; a un par de docenas de metros de él, Saga cercenaba espectros a tal velocidad que era casi imposible adivinar su posición, y en el otro extremo del área despejada en la que se encontraban, Aldebarán, Afrodita y Deathmask se hallaban enfrascados en un feroz combate contra tres sujetos gigantescos.
—No deberían haberme ofendido. Ninguno de ellos saldrá de aquí hasta que me devuelvas lo que me robaste. Como ves, se están divirtiendo mucho con mis amigos, pero la invitada de honor en esta fiesta eres tú.
—¡Te he dicho que los dejes ir! Solo a mí me corresponde escoger el castigo por su desobediencia.
—Guarda tus órdenes para exigir a tus devotos que te besen los pies. Ha llegado el momento de que tú y yo juguemos también, a menos que tengas el sentido común de rendirte ahora y ahorrarte una humillación ante tus perros.
Shura observó en silencio el desafío de Morrigan a Atenea. Su pasado y su futuro colisionaban ante sus ojos, pero su corazón estaba libre de dudas: solo la irlandesa se había preocupado de verdad por él, tratándole como un hombre y no como a una máquina de matar. Su lealtad estaría con ella hasta el fin.
¡Atenea ha llegado! Por fin Morrigan va a poder enfrentarse a ella cara a cara y recriminarle las ofensas del pasado. Tenía muchas ganas de llegar a este punto de la historia, estamos a punto de terminar y solo puedo decirte, como cada día: ¡gracias!
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