85. Destruid la carne, desollad los rostros
Shura sabía de la inestabilidad de Deathmask, comparable a la de un elemento radiactivo, pero verle tan fuera de sí resultaba sobrecogedor. Encajó como pudo su ataque utilizando su cosmos como protección y trató de responder, sin éxito: se enfrentaba a un torbellino descontrolado, un ser lleno de tal cólera que no parecía humano. Sus propias fuerzas mermaban, en contraste con la cada vez más caótica energía de su antiguo camarada; parecía alimentarse de odio puro y él no podría resistir de forma indefinida esa explosión de ansia vengativa.
Afraigid rig don cath,
rucatair gruaide,
aisnethir rossa,
ronnatair feola...
La voz de Morrigan resonó de repente, melodiosa y oscura, entonando versos en la lengua antigua. Los dos contendientes se detuvieron un instante, Shura paladeando las palabras con deleite, Deathmask sorprendiéndose de nuevo al darse cuenta de que entendía su significado pese a no conocer el idioma:
¡Erguíos, reyes, para la batalla!
Esgrimid vuestros honores
recitad hechizos para la lucha,
destruid la carne...
Miró a su alrededor y vio que ya no estaban en Yomotsu; la diosa les había devuelto al bosque y les observaba con media sonrisa. Había dejado su caballo a un lado y estaba arrellanada en un imponente trono cubierto de largas plumas negras que desprendían reflejos tornasolados. Sus manos acariciaban los extremos de los reposabrazos, tallados para representar dos garras; media docena de cuervos la rodeaban, posados sobre los extremos de la silla o en sus hombros y, a sus pies, los tres lobos descansaban sin perder de vista a los caballeros. Shura, cuya alma se encontraba de nuevo en su cuerpo, escuchaba su arenga -la misma que, según Afrodita, había excitado el temperamento de los combatientes en la batalla de Maige Tuired- fascinado como si se tratase de un conjuro formulado solo para él.
...desollad los rostros,
apresad, afrontad el combate,
buscad las fortalezas,
repartid un festín de muerte,
batallad,
recitad poemas
y honrad a los druidas.
Había algo en aquel cántico que hacía sentir a Deathmask incómodo e inquieto -¿su cadencia, su significado...?-; las extremidades le pesaban, su entendimiento parecía nublarse y le costaba planificar su siguiente movimiento. Fue el puño de Shura contra su nariz lo que le sacó de aquella reflexión y le llevó de nuevo al presente con un siniestro crujir de huesos.
—¡Desgraciado...! ¡Este es tu fin! —bramó el canceriano, salpicando gotas rojas al sacudir la cabeza y tan lleno de furia que hasta los pájaros abandonaron las ramas de los árboles cercanos.
Cuerpos heridos en un asalto raudo,
perseguidos, exhaustos, rotos,
Shura profirió una carcajada y cargó toda su energía en el antebrazo, dispuesto a atacar de nuevo, pero Deathmask se apartó en el último instante. Joder, ya estaban a la par en odio y rabia, advirtió, observando los ojos inyectados en sangre del español. Y no solo eso: más que respirar, resollaba, y su semblante, siempre rígido en la pelea, exhibía una expresión enloquecida comparable a la suya propia.
...prisioneros capturados,
crece la destrucción,
Camus tenía razón: Morrigan ostentaba el poder de enardecer a sus partidarios y aterrorizar a sus detractores, se dijo Deathmask, cubriéndose para repeler la andanada de golpes con los que Shura le asediaba y le impedía contratacar. El favor de la diosa estaba con su amante, le insuflaba una fuerza sobrehumana... y a él, el mismísimo caballero de Cáncer, aliado de la muerte, le transmitía una desazón que se negaba a admitir: lo que en un guerrero normal habría sido un ataque de pánico capaz de hacerle huir en él se manifestaba como una punzada sutil, pero auténtica y difícil de ignorar.
Pese a todo, logró agacharse y volcar su peso contra su adversario. Los dos rodaron por el suelo hasta que se ahorcajó sobre él para volver aporrearle una y otra vez, satisfecho de retomar el control y tratando de ignorar el cántico de la diosa:
se oyen gritos,
el ejército aliado combate,
los invasores se retiran,
un barco navega,
el arsenal cercena rostros.
Ahora era Shura quien pugnaba por quitarse de encima a Deathmask, que ya no veía en él a su amigo, sino tan solo al hombre que le alejaba de Kyrene, el mismo al que había jurado dar muerte si la dañaba; lo que no había previsto era que el tan cacareado "caballero más fiel a Atenea" se aliase con Morrigan y juntos utilizasen ese cuerpo para sus fines, fuesen los que fuesen.
—¡Bastardo... miserable! ¡Ella no merece esto!
—Ingenuo, ¿no ves que no puedes hacer nada? ¡Está muerta! —repuso Shura, aferrándole por las muñecas y aprovechando la proximidad de sus rostros para asestarle un testarazo gracias al cual pudo al fin incorporarse.
Deathmask se apoyó sobre las rodillas y se levantó tambaleándose. Su nariz, rota unos minutos antes por el puñetazo de Shura, latía a causa del último golpe con tanta fuerza que podría hacerla pasar por un ser vivo independiente; era difícil obviar aquel dolor sordo y el fluido que caía hacia su boca a borbotones, salado y caliente. Su antiguo compañero, frente a él, tenía la mandíbula trabada en un rictus de cólera; con el ceño fruncido y la diestra levantada en su clásica posición de ataque, representaba la imagen del ardor guerrero del que hablaban las leyendas, pensó el italiano conforme elevaba los brazos para protegerse una vez más.
Veo el nacimiento
de cada batalla sangrienta,
un vientre rojo y fiero,
una lucha forzosa, enfurecida.
Era implacable. Demoledor. Su cosmos brillaba con una intensidad cegadora mientras ejecutaba sus golpes con más rudeza que maestría, forzando a Deathmask a retroceder hasta que tropezó con una piedra y cayó de espaldas.
Contra la punta de la espada
vergüenza ruborizada,
se abalanzan a las almenas,
proclamando una línea de combate fomoriana
en los márgenes cantados.
—Hay muchas diferencias entre tú y yo, Angelo —afirmó Shura, ufano—, pero la principal es que, para mí, el amor y la lealtad van unidos. Dices que quieres a Kyrene, pero proteges a Atenea; ese es tu error. Yo amo y sirvo a Morrigan con todo mi ser.
—Te... te equivocas —contestó el otro, mareado, escupiendo sangre y levantándose con torpeza—; poner tu fe en los dioses es tu debilidad. Siempre te lo he dicho: en el fondo, solo nos tenemos a nosotros mismos...
Amablemente incita
al vigoroso campeón ensangrentado,
los sabuesos y los guerreros tiemblan juntos,
la sangre se agita,
antiguos ejércitos caminan hacia su destrucción.
—Solo eres un cínico que no ha sentido el amor de su diosa. Pero no te preocupes: cuando te mate, dejarás de sufrir por lo que jamás tendrás —dijo el español, preparado para propinarle el golpe de gracia.
Deathmask se limpió la cara con el dorso de la mano. Nada importaba. Su novia y su mejor amigo habían sucumbido al encanto de una deidad oscura, ¿qué tenía él que perder? Y, sin embargo, morir no entraba en sus planes inmediatos.
No sin intentar salvar la situación al menos una vez más.
No respondió a la provocación; sus ojos estaban fijos en los movimientos del enemigo, cuya mano derecha se elevó y trazó una curva perfecta hacia su yugular. Era la última oportunidad. Sin perder de vista el arma mortal en que se había convertido el brazo de Shura, aguardó hasta que lo tuvo a apenas unos milímetros y le sujetó una vez más por los cuernos del yelmo, forzándole a girar la cabeza. La espada del décimo guerrero erró el blanco e impactó contra la hombrera de Deathmask, que usó los extremos de su propio casco como daga improvisada para hundirlos en la carne tan profundamente como pudo. Un sonido siniestro y viscoso le indicó que había acertado y su rodilla se elevó de modo instintivo para golpear el estómago de Shura, alejándole de él con brusquedad.
—¿Qué decíais de desollar caras? —se burló.
Su oponente respiró hondo un par de veces. Ocultando con la palma la mitad izquierda del rostro, surcada por un amplio reguero carmesí, le miró sin dar muestras de estar sufriendo el mínimo dolor. Deathmask, empero, se felicitó en su fuero interno por el daño infligido: el ojo había sido alcanzado y perforado, convirtiéndose en una masa sanguinolenta en cuyo centro el verde oliva del iris había sido engullido por la pupila, y un tajo desgarraba el párpado inferior hasta más abajo del pómulo y amenazaba con dejar que el globo ocular protruyese como una pelota de juguete.
—No vivirás para ver un día nuevo... —amenazó el custodio de Capricornio, con voz gutural, mientras le asestaba un puntapié que volvió a arrojarlo contra la hierba.
—¡Te estoy... esperando, querido amigo!
—Está bien, mi guerrero —intervino la voz femenina, serena y dulce—. Deja que admire tu excelente trabajo con este despojo.
El brazo de Shura se detuvo en seco. Morrigan abandonó su trono y le rodeó el cuello, ofreciéndole una sonrisa cómplice que Deathmask contempló desde el suelo, asqueado. Nunca habría pensado que su compañero le reemplazaría, ni que aquello le dolería más que sus ataques.
—Eres fuerte, italiano. No creí que pudieses resultar un oponente digno para él —admitió ella, acercándose y tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse, cosa que él hizo con dificultad.
—Le habría aniquilado si no le hubieses ayudado con tu poemita... —masculló.
—Seguro que sí —asintió ella, como si diese la razón a un niño enrabietado.
Enarcando una ceja, la diosa le tomó por el mentón y lo giró para evaluar la variedad de magulladuras y cortes que le recorrían, satisfecha. Ríos rojos mojaban su cara y goteaban desde su mandíbula, manchando el perfecto dorado de la armadura y desluciendo las aplicaciones de esmalte del peto.
—Estás muy desmejorado... Cuando te dejé, eras un hombre atractivo, pero ahora... ¿Has perdido peso? Pareces muy enclenque... Si te viese la pobre Kyrene...
—¡Vete a la mierda, Morrigan...!
—No eres más que un hombrecillo sin visión de futuro... Angelo —dijo ella, deslizando la mano hacia su cabello para asirle y pronunciando su nombre con sarcasmo—. Yo te habría regalado una vida plena de amor junto a ella, pero nos rechazaste.
—Eres una tía muy rencorosa...
—Es cierto, me cuesta olvidar las ofensas. Por eso estamos aquí.
Ella le dirigió una mirada que en otras circunstancias él habría interpretado como una insinuación y pegó los labios a su oído. Shura -en posición marcial, herido pero firme- les observaba sin intervenir, con gesto adusto; era evidente que aquella interacción le molestaba, pero su respeto a la diosa prevalecía sobre sus celos.
—Angelo, tú siempre fuiste la primera opción para Kyrene... El aliado de la muerte, el que mejor nos habría comprendido, según ella... Y, sin embargo, escogiste mal. La dejaste sola cuando te necesitaba, la arrojaste en mis brazos. ¿Sabes cuánto te ha llorado? Ella te amaba más de lo que mereces, pero por suerte yo la convencí de su equivocación.
—No te atrevas... a hablar de ella... ni de lo nuestro, maldita... —jadeó él.
—Debería matarte ahora mismo...
La lengua de Morrigan se posó sobre la piel de Deathmask, humedeciéndola desde el lóbulo de la oreja hasta el borde del collar de la armadura. A su pesar, un estremecimiento de placer recorrió las vértebras del caballero, que redobló sus intentos de soltarse.
—No me preocupa morir... he venido a encontrarme con mi destino... haré lo que sea para expulsarte de su... de su cuerpo...
—Kyrene me pidió que te perdonase la vida, ¿sabes?, y yo he intentado complacerla, pero creo que ya es hora de que dejes de molestar. ¡Shura, remátalo! —ordenó mientras le liberaba y se acomodaba de nuevo en su trono azabache.
El caballero de Capricornio gruñó entre dientes, sin molestarse en disimular su deseo de volver a enzarzarse con él; Deathmask, reacio a mostrarse débil, acumuló su cosmos en el índice para preparar su ataque. Ambos estaban midiéndose con cautela y calculando sus próximos movimientos cuando otra voz conocida les hizo detenerse.
—¡Buenas noches, señores! ¿O debería decir "niños"? Lamento interrumpir, pero quizá no os hayáis dado cuenta de que la enemiga está detrás de vosotros y solo le faltan las palomitas. ¿No es a ella a quien deberíais estar aporreando? ¿Qué hacéis pegándoos otra vez?
La diosa no se inmutó ante la mención y permaneció en su asiento, acariciando a uno de los lobos. Los contrincantes se limitaron a girar levemente las cabezas hacia el recién llegado, que se hallaba rodeado por otros tres hombres revestidos de destellante metal.
—Bueno, al menos no habéis empezado sin nosotros... Habría sido un detalle de muy mala educación.
—No estoy para tus filípicas, Saga. Deja que esos y yo ajustemos cuentas y ya me soltarás la charla cuando los haya liquidado —exigió Deathmask, elevando su energía para continuar peleando.
—¿No estás llevando demasiado lejos vuestra rencilla personal?
—¿No te has dado cuenta de que está con ella, Saga? ¡Es su esclavo!
—Veo que vuestra diosa sigue fiel a su vieja costumbre de enviar a sus amados caballeros a morir en su nombre cuando le conviene...
La malévola intervención de Morrigan silenció a todos los guerreros, que fijaron en ella su atención. A un gesto de su mano, Shura abandonó el enfrentamiento con Deathmask y se colocó a su diestra, obviando por completo la herida de su ojo, que continuaba chorreando.
—¿A morir? ¡Para nada! Solo hemos venido a terminar lo que estos dos han empezado... aunque no termino de entender qué es —aportó Milo, con una mano en la cadera y esbozando una sonrisa que consideraba irresistible.
La mirada de la diosa se paseó por las figuras que tenía frente a sí. Gracias a los recuerdos de Kyrene, pudo reconocer a Saga, caballero de Géminis y antiguo patriarca; Aldebarán, portador de la armadura de Tauro; Afrodita, orgulloso caballero de Piscis, y el que acababa de hablar, el jactancioso Milo de Escorpio.
—Me alegra oír eso, porque no tengo ganas de daros muerte. Atenea es la única que me interesa.
Saga dio un paso adelante y se inclinó ante ella, con la capa ondeando a su espalda y aire majestuoso.
—Morrigan, reina oscura, profetisa y benefactora de Eire, nosotros, servidores de Atenea, te pedimos en su nombre y en el del gran patriarca Shion que pongas fin a este conflicto y permitas que nuestra señora continúe guiando a la humanidad como hasta ahora.
Ella le dedicó una ojeada indiferente.
—Tu diplomacia es agradable, pero inútil —declaró pasando los dedos entre las orejas del lobo, que gruñó de placer con el belfo apoyado en su rodilla revestida de cuero—; los crímenes de esa bastarda no pueden quedar impunes. Si no acude a mi llamada, tendré que sacrificaros, a mi pesar.
—¡Morrigan! —vociferó Deathmask, fuera de sí, con el rostro cuajado de sangre reseca— ¡Déjate de tonterías y libera a Kyrene!
—No estás en posición de darme órdenes —replicó ella al tiempo que sujetaba a un sombrío Shura por el hombro para evitar que volviese a cargar contra él—. Haced que venga vuestra diosa y abandonad la idea de atacarme o me veré obligada a acabar con vosotros.
Los demás caballeros guardaron silencio, pero sus poses evidenciaban que estaban listos para la pelea, a falta de una indicación por parte de Saga. Deathmask, exhausto, retrocedió para unirse a ellos intentando no trastabillar demasiado.
—El espacio y el tiempo están alterados aquí. Siento como si hubiésemos atravesado medio universo... —dijo Aldebarán en un susurro cauteloso.
—Ella es la responsable. Esta noche puede retorcer la realidad a su antojo —explicó Afrodita.
—Lo siento, Morrigan, pero si no aceptas nuestra oferta de paz, no tenemos otra opción que enfrentarnos a ti —insistió Saga.
Los lobos levantaron las cabezas hacia él y uno bostezó, exhibiendo las fauces pobladas de dientes brillantes. A lo lejos, el alarido de una banshee hendió el aire como un presagio macabro.
—No, Saga. No deseo malgastar mis fuerzas con vosotros. Estoy aquí para recuperar lo que me pertenece.
—¡Habláis demasiado! ¡Es hora de luchar! —proclamó Milo.
Su energía recorrió su brazo para concentrarse en el dedo, cuya uña creció hasta convertirse en un llamativo aguijón carmesí, y se precipitó contra la diosa al mismo tiempo que Shura le salía al paso, con la espada preparada para protegerla.
—Tranquilo, mi guerrero. No es un rival a mi altura. Me divertiré un rato y te avisaré si te necesito —le aplacó, acariciándole el brazal con una mirada llena de ternura.
—¿Que no estoy a tu altura...? ¡Vas a saber qué es el dolor gracias a mí, Morrigan!
Sin embargo, Milo no consiguió su objetivo: aún le separaban unos diez metros de ella cuando los tres lobos se irguieron y saltaron a la vez, rodeándole y enroscándose en sus extremidades para morderle con rabia. Sus patas traseras parecían hechas de niebla y sus garras y sus dientes se hundían en cualquier punto que la armadura de Escorpio no cubriese, pero aquello no detuvo al caballero, que se defendió utilizando su legendaria aguja hasta que las criaturas, aullando al unísono, comenzaron a apretarle con más fuerza.
—¡Milo, cuidado! —gritó Aldebarán, acercándose para tratar de ayudarle.
Las bestias se retorcieron sobre el cuerpo del griego sin dejar de emitir horrísonos bramidos. Sus pieles humeaban y sus siluetas se mezclaban y entrelazaban hasta fundirse en una sola criatura, formando una especie de ave de tres cabezas con el lomo cubierto de escamas, seis veces más alta que Milo y dotada de una larga cola que golpeó al brasileño, haciéndole impactar contra un árbol.
Morrigan se echó a reír y creó en su mano una esfera que lanzó contra el caballero de Escorpio y el engendro, envolviéndoles y aislándoles del resto en un espacio dentro del cual seguían combatiendo denodadamente.
—Vuestro compañero estará un rato entretenido con el ellén trechend... ¿Quién más desea sufrir?
—¡Basta, Morrigan! ¡Yo mismo acabaré contigo en el nombre de Atenea! —declaró Saga, dando un paso al frente.
Han llegado los refuerzos, pero ¿bastarán para detener a una diosa?
Antes de que me preguntes, sí: he elegido a esos caballeros conscientemente, porque me gustan mucho y porque algunos de ellos no suelen aparecer en el contenido oficial ni en los fanfics. No entraré en debates acerca de si su poder es suficiente o no para vencer a Morrigan o si debería haber elegido otro equipo, porque esto no es el fútbol, sino mi historia. Gracias por entenderlo, así como por comentar, votar y apoyarme.
Mañana, en "No será ella quien escriba tu destino", veremos una acción que tendrá consecuencias nefastas para algunos de los siervos de Atenea. ¡Nos vemos!
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