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82. Mierda de vaca para el caballero

Los datos que Saga le había facilitado coincidían con su propia percepción sobre el terreno: Rath Cruaghan estaba impregnado del cosmos de Morrigan con tal intensidad que, si fuese radiación, habría dado la vuelta a cualquier contador Geiger y la sensación se acrecentaba conforme se acercaba a una granja en concreto. Ahora comprendía qué buscaba Kyrene la noche en que se desviaron de su ruta, cuando iban hacia Longford desde Sligo: la maldita cueva desde la que, según la leyenda, Morrigan emergía en toda su gloria durante el Samhain para liberar a sus criaturas por el mundo.

Contenidas por un viejo vallado de madera, dos docenas de vacas pastaban con parsimonia o dormitaban bajo el sol de mediodía, sin reparar en el italiano que las contemplaba recostado en un árbol con el pie apoyado en una reluciente caja dorada.

Mierda. ¿En serio la entrada al inframundo estaba en la hacienda de unos irlandeses cualesquiera? Deathmask chasqueó la lengua, irritado. Desde luego, la vida tenía a veces un extraño sentido del humor. En otras circunstancias, la situación le habría parecido chistosa, pero siendo él el protagonista, no le veía ningún tipo de gracia y menos con Kyrene en peligro, pensó, saltando sin esfuerzo uno de los postes del cercado para colarse. No podía perder el tiempo; los días de encierro ya le habían retrasado en exceso.

Necesitaba orientarse, dilucidar en qué punto era más fuerte el rastro de Morrigan. Concentrado en aquella tarea, caminó durante un par de minutos sin prestar atención al resto del entorno hasta que notó que su pie se hundía desde la planta al tobillo en algo blando, pastoso y caliente.

Muy blando, muy pastoso... y bastante caliente, a decir verdad.

Un rictus de fastidio curvó sus labios. Soltó el aire despacio en un intento de mantener la ira a raya y bajó la cabeza lo justo para confirmar sus sospechas con una mirada de soslayo: su bota izquierda estaba envuelta en una generosa boñiga de vaca, tan densa que tuvo que sacudir enérgicamente la extremidad para sacarla.

—No me lo puedo creer... —farfulló, conteniendo la respiración y frotando la suela contra la hierba antes de reemprender su camino.

—¡Eh, eh! ¿Dónde cree usted que va? ¡Esto es una propiedad privada! —gritó una voz aguda a sus espaldas.

—¡No se preocupe! ¡No pienso robarle el rebaño! —replicó él, sin volverse.

Una piedra pasó zumbando junto a su cabeza y otra la siguió apenas dos segundos después. Sorprendido, se giró a tiempo de atrapar en el puño la tercera, que le habría acertado de lleno.

—¿De qué va, señora? ¡Ya le he dicho que no soy un ladrón!

Una niña malhumorada y un niño algo más menudo que ella, ambos de cabello rojizo y ojos oscuros, se le acercaron al trote. Él llevaba en los brazos un montón de pedruscos del cual ella iba escogiendo los más voluminosos para bombardear a Deathmask, que se echó a reír cuando se dio cuenta de quiénes eran sus interlocutores sin dejar de interceptar los proyectiles con sus propias manos.

—¡No puede estar aquí! ¡Salga o llamaremos a la policía!

El italiano se carcajeó tan alto que una vaca mugió, molesta con aquel revuelo.

—Venga, chavales, no me toquéis las narices —dijo, mirándoles desde arriba con soberbia, a pesar de la desagradable cobertura de su pie izquierdo, en torno al cual revoloteaban ya algunas moscas—. Soy un adulto y tengo cosas que hacer.

—No en nuestra casa —insistió la niña.

Su mano tanteaba los brazos de su hermano en busca de alguna roca con la que proseguir su ofensiva, pero él se encogió de hombros:

—¡Anne, se me han terminado! -murmuró.

—¡Eres un inútil! ¡Solo tenías que cargarlas!

—¿Yo soy un inútil? ¡Pero si tú no has acertado ni una vez! —se defendió el chiquillo, encarándose con ella.

Viendo que los críos tenían su propio conflicto que resolver, Deathmask dio media vuelta y continuó buscando lo que Afrodita había descrito, según Saga, como "una gruta decrépita".

—¿Es usted sordo? —gritó la niña al tiempo que echaba a correr tras él, seguida por el otro, que tropezó un par de veces en la carrera.

—Mira, niña, yo no tengo la culpa de que viváis junto a la entrada al mundo de los muertos —respondió Deathmask.

—¡No admitimos turistas!

—Y entrar puede ser peligroso.

—¡Que yo no corro peligro, niños! ¡Dejadme tranquilo! Tengo que llegar a la Cueva de los Gatos ahora mismo.

Ellos se miraron entre sí, perplejos. El más pequeño se adelantó y le tiró de la chaqueta para llamar su atención.

—Señor, no siga. Vamos a avisar a nuestro abuelo y a la policía.

Deathmask rio una vez más. Sí que tenía gracia, después de todo. La niña, que había parado para reaprovisionarse, llegó junto a ellos y le miró furibunda. Por un momento, sus grandes ojos y su aire decidido le recordaron a Kyrene. Sería una valiente jovencita en pocos años, se dijo el caballero mientras ella blandía una piedra, preparada para lanzársela.

—Te vas a hacer daño —dijo, utilizando su poder para arrebatarle el arma y dejarla caer sobre la hierba.

Los dos niños contemplaron estupefactos cómo, uno a uno, todos los pedruscos se elevaban del regazo de la chica y se alejaban de ellos flotando.

—Anne, es uno de ellos... El abuelo tenía razón, existen... —susurró él, agarrándose a la cintura de su hermana en busca de protección— ¡Y nosotros le hemos ofendido!

—¿Que soy qué? —preguntó Deathmask, intrigado.

—Usted es del "Buen Pueblo"... de los que salen de la cueva en el Samhain, nuestro abuelo nos lo ha contado.

El italiano arqueó una ceja, viendo por fin el modo de librarse de aquellos críos tan pesados al tiempo que se las arreglaba para llegar a la dichosa gruta.

—Exacto, niño. Soy un... no-muerto de esos y necesito entrar ahí para reunirme con Morrigan.

—¿En serio? ¡Pero si tiene pinta de repartidor y lleva el pie untado en caca de vaca! —le contradijo la chiquilla.

—¿Qué dices, retaco? ¡No me menosprecies! ¡Podría matarte con un solo dedo, así que mejor cállate!

Los dos hermanos le dieron la espalda y cuchichearon durante unos segundos, asintiendo vigorosamente y cubriéndose las bocas con las manos para impedir que el extraño les oyese.

—En ese caso, nosotros le llevaremos a la gruta, pero solo si jura que no nos hará daño y que no paseará por nuestra granja en el Samhain —dijo la niña, con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

—Vale, sí, lo que quieras, pero vamos —zanjó Deathmask, dando unas palmadas al aire para meterles prisa.

Guiado por los niños, no tardó más de cinco minutos en verse frente a la destartalada entrada, semioculta bajo un espino y apuntalada sin duda por alguien a quien le preocupaban la integridad de los viajeros inoportunos o las posibles demandas.

—¿Es eso...? Lo esper... Lo recordaba más majestuoso —dijo, con desdén.

—Parte del túnel se hundió hace cuarenta años, cuando construyeron la carretera que separa esta finca de la de los vecinos. Nuestros bisabuelos lo reforzaron por donde pudieron —dijo la niña, precediéndole—. Pero eso no será un problema para usted...

Deathmask ladeó la cabeza y la siguió al interior, caminando primero a gatas y después en cuclillas hasta dar con un muro que le impedía proseguir. El cosmos de la diosa se percibía allí con fuerza y el aura de muerte era tan densa que casi le mareaba.

—¿Ve? Esta parte quedó derruida. Aquí termina el camino.

—¡Use sus poderes para pasar al otro lado, venga! —le apremió el niño, con el semblante lleno de genuina curiosidad.

—Sí, bueno, pero eso no lo voy a hacer con vosotros aquí delante... Es una cosa íntima, como... como ir al baño —dijo Deathmask, deseoso de perderles de vista.

—¿Qué lleva en la caja? —inquirió la niña, acariciando el brillante metal en la penumbra.

—¡No toques, enana! ¡Está llena de almas de niños cotillas que preguntaron lo que no debían...! Y ahora, dejadme tranquilo y no le contéis a nadie que me habéis visto o volveré a buscaros... ¡Venga!

Los hermanos permanecieron quietos frente a él, expectantes. Deathmask bufó y cargó de cosmos su dedo índice, envolviéndolo en una hipnótica luz azulada.

—Esta es la forma en que los espíritus malignos robamos las almas de los vivos... —susurró, con un tono tan siniestro que el chiquillo gritó— ¡Vamos! ¡Salid de aquí y guardad el secreto!

Esta vez consiguió su objetivo: huyeron a toda prisa sin atreverse a mirar atrás, dejando tras de sí un par de piedras caídas de sus bolsillos. Satisfecho, el caballero desanduvo parte del trayecto para llegar a un charco en el que enjuagó la bota sucia con relativo éxito, tras lo cual invocó su armadura.

—Está bien. Ahora solo necesito encontrar a esa zumbada —se dijo, tanteando las paredes de la cueva en busca de alguna entrada que le hubiese pasado inadvertida.

Sin embargo, no lo consiguió. No había más camino secreto que el que había recorrido para llegar allí y, aunque percibía con nitidez la presencia de la diosa, le era imposible dar con ella.

—Maldita loca, estás en otra dimensión. Te siento, pero no puedo alcanzarte... Ni siquiera yo puedo entrar en tu puto inframundo.

Elevó de nuevo su energía en un intento de traspasar la división entre ambas realidades, sin lograrlo. Frustrado, golpeó la pared con la punta del pie. No había nada que hacer salvo esperar a que aquella tarada que usaba a Kyrene como envoltura tuviese la decencia de hacerse presente para partirse la cara con él.

Como siempre, gracias por estar aquí. Aprecio de verdad que elijas esta historia. Ahora que Deathmask ha encontrado el lugar en el que Shura y Morrigan fueron vistos por última vez en el mundo de los vivos, solo es cuestión de tiempo que comience el conflicto. ¿Conseguirá Morrigan vengarse de Atenea? ¿Enviará Shion al resto de los caballeros para solucionar la situación? ¿Cómo reaccionará Deatmask cuando sepa lo que le ha ocurrido a Kyrene?

Mañana, "Solo tuyo."

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