81. La eternidad junto a una diosa
No siempre era de noche en los dominios de Morrigan; Shura comprobó que, con un ciclo caprichoso e impredecible, un cálido sol primaveral asomaba de cuando en cuando para alumbrar el paisaje, revelando contornos ocultos y brindando su luz a las criaturas que, revoltosas y chispeantes, surgían de entre los arbustos para danzar alrededor del sorprendido caballero.
La vida en aquel lado de la existencia era plácida: sin más obligación que dedicarse uno al otro, dejaban pasar las jornadas en un idílico viaje, alimentándose de los frutos que la naturaleza les ofrecía y cobijándose al atardecer en una oquedad de la montaña o bajo un árbol cualquiera, con la calma de quien nada teme.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, y con él, Shura dejó a un lado su objetivo original. La guerra contra el santuario para salvar a los seres humanos se volvió una idea difusa en su mente, reemplazada poco a poco por una llama que le invadía y dotaba a todo de significado: el amor. Un amor inesperado, compartido con la enemiga a quien debía haber aniquilado y que, no obstante, era la única que había mirado en el fondo de su alma con la valentía suficiente para hacerle ver sus contradicciones sin juzgarle.
Había aplastado a conciencia desde su infancia cualquier conato de sentimiento bajo el peso de su autoimpuesta devoción a Atenea, pero, aun así, algo en su interior había continuado doliendo, agonizando lentamente. Era la parte de su ser que imploraba el calor siempre negado y no por ello menos necesario: los abrazos que no le dieron, los cuentos de buenas noches que no escuchó, los "todo irá bien" tras una lesión en el entrenamiento. Criado con severidad y nobleza, recio como un roble, fiel como un perro: ese era él. Vacío como un ánfora olvidada.
Vacío como un ánfora...
Pero nada de eso importaba ya, porque tenía frente a sí alguien capaz de sanar su pasado con solo acariciarle. Y ella era para él y él le pertenecía y todo encajaba de un modo que siempre había creído imposible y vedado a los de su clase.
No era un guerrero. Ahora era un hombre, sin más. Un hombre lo bastante valioso y afortunado como para recibir el amor de su diosa todos los días, todas las noches. Un hombre que estrechaba entre sus brazos lo más preciado del universo, sabedor de que ambos darían su vida por el otro.
Descubrió que el síd albergaba todo un mundo: si caminaban sin rumbo, nunca encontraban un límite que detuviese su avance. Hielo, arena, mar y firmamento: no había lugares vedados a su curiosidad. Morrigan le acompañaba, amable y risueña, llenándole de una alegría tan inconmensurable que a veces sentía unas irracionales ganas de llorar. Pasaron una temporada en una región que le recordó a Asgard, fría y hostil; pernoctaron en un desierto abrasador; exploraron durante semanas los valles y las playas, observados por hadas y sirenas, cazando animales desconocidos solo con la fuerza de sus manos. Y, por fin, regresaron al punto de partida: a la montaña, cuya cima coronaron para amarse junto al nacimiento de la catarata.
Olvidó también que aquel cuerpo que se le entregaba había pertenecido alguna vez a alguien que no era Morrigan. El nombre de Kyrene quedó relegado a un rincón oscuro de su mente, como los de quienes alguna vez habían sido sus compañeros, su líder y su antigua diosa.
No era un guerrero. Era un hombre feliz. Un hombre que no necesitaba nada ni a nadie, porque lo tenía todo.
Y su deseo se cumplió: jamás volvió a pisar el mundo humano. Los días, los meses y los años transcurrieron para él sin que ningún signo salvo un puñado de canas en sus sienes lo indicase. Sus brazos, fortalecidos en mil pruebas para matar por una causa ajena, ahora sostenían a los hijos nacidos de su amor con Morrigan.
En efecto, Shura vio el vientre de su diosa redondearse y albergar vida. Sintió los primeros movimientos de un nuevo ser bajo su piel y sonrió, porque sus descendientes -fuertes, inteligentes y poderosos como correspondía a los herederos de la señora de la guerra y su leal protector- crecerían en un mundo donde el conflicto nunca los alcanzaría. La sostuvo durante los partos, besándole los hombros y acompañándola en un respetuoso silencio mientras ella, mujer encarnada por su propia voluntad, respiraba cada contracción y se dejaba llevar hasta sujetar con sus manos el cuerpecito resbaladizo y menudo para acogerlo en su pecho, mostrándolo al padre con orgullo.
Shura pudo vivir, por fin, todo cuanto había deseado; todo cuanto había negado desear.
Despertó, descansado y satisfecho como nunca y buscó con los ojos entornados a su compañera, tanteando el suelo de la gruta en la que solían pasar las noches, pero ella no estaba allí. El bosque le recibió con su canción habitual: el salto de agua, los susurros del viento entre las hojas, criaturas haciendo zumbar sus alas traslúcidas. Sin embargo, el ambiente parecía impregnado de un cambio sutil, casi inapreciable: una tenue aura bélica y siniestra, como si miles de soldados se aprestasen para el combate en la lejanía.
Cuando por fin se habituó a la claridad, divisó la silueta de la joven: se encontraba a unos cien metros, arrodillada junto al curso de agua en el que desembocaba la cascada, con el cabello y el rostro ocultos por un pálido velo. Shura caminó hacia ella, desconcertado al advertir que tenía entre las manos un objeto metálico que sumergía en el agua y enjuagaba con aire monótono, repitiendo el proceso una y otra vez.
—Mi señora...
La mujer alzó la cabeza. Sendos regueros de lágrimas partían de sus ojos vidriosos y recorrían sus mejillas hasta el mentón. El caballero se detuvo en seco a unos cuantos pasos de distancia, sin saber cómo reaccionar: no era Morrigan... o, al menos, no la Morrigan que él conocía, sino una anciana de boca vacía y piel arrugada, y lo que él había tomado por un pedazo de tela no era otra cosa que su cabello, blanco y denso como la niebla.
—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo? —acertó a preguntar, sin moverse del sitio.
Ella no pronunció palabra alguna. Sollozó igual que si un gran dolor la traspasara y continuó hundiendo las manos en el río hasta que Shura se acercó con curiosidad. Extendió el brazo para agarrar aquel artefacto, pero la figura se desvaneció sin que llegase a rozarla y el líquido se tragó el metal; sin embargo, alcanzó a distinguir los familiares contornos del yelmo de Capricornio, ensangrentado y lleno de marcas como si acabase de ser usado en una batalla.
En una batalla cuyo su usuario hubiese perdido, desde luego.
—Mi guerrero, has despertado —dijo la voz de Morrigan a sus espaldas.
Shura se volvió rápidamente, sin salir todavía de su asombro. La diosa se hallaba frente a él, descalza y cubierta por una sencilla túnica de seda blanca que pendía de un hombro, sujeta por una flor semejante a una orquídea roja.
—Morrigan... He visto a una mujer con mi yelmo; creí que eras tú, pero...
Ella le rodeó los hombros con los brazos y le acercó a los labios una fruta rosada cuyo aroma cítrico le hizo salivar.
—Come, mi amor. Tu fuerza es mi tesoro —dijo, ignorando su comentario y conduciéndole a un claro sobre cuya hierba tomaron asiento.
—¿Quién era? —insistió él.
—La diosa que lava tu armadura en su forma de vieja plañidera presagia tu muerte en combate, mi amor.
Él meditó durante un instante aquella respuesta. Sabía que había sido un guerrero en otro tiempo, lo recordaba vagamente. La lucha era algo muy remoto que pertenecía a su vida anterior, pero la retomaría si era preciso para proteger cuanto amaba.
—La muerte no puede separarme de ti; al contrario, será el comienzo de una nueva eternidad juntos.
—Así es, caballero. Una eternidad para los dos.
Morrigan se acomodó en su regazo para ofrecerle más comida, que compartieron entre besos hasta que él dejó de pensar en la extraña aparición, distraído con otra idea. Acababa de darse cuenta de que el ambiente era demasiado tranquilo. Echaba en falta las risas y juegos infantiles, las carreras, las caídas y las llamadas en voz alta para mostrarle un insecto o un nuevo salto mortal desde la cúspide de la catarata.
—Morrigan, ¿dónde están nuestros...?
La diosa le silenció con un dedo sobre sus labios y volvió a besarle.
—Guarda en tu corazón lo que has vivido, Rodrigo. Ese es mi obsequio para ti.
—No entiendo nada...
—Deja que duerman en tu recuerdo hasta que llegue su momento.
—Espera, ¿nunca existieron? ¿Ha sido un sueño? —preguntó él, inquieto.
—No, no lo has soñado. Ellos son parte de ti, tanto como de mí.
—Pero... siento que hemos pasado décadas juntos, recorriendo este universo... ¿Nada era real?
Morrigan sonrió y posó las palmas en su rostro.
—¿Qué es la realidad, comparada conmigo? Has comido y habitado en el síd, mi guerrero, igual que uno de nosotros. Aquí, las leyes físicas que gobiernan tu mundo se curvan y someten ante mí. Te he dado la oportunidad de tener una vida a mi lado, como ambos deseamos.
Shura permaneció un par de minutos callado, intentando comprender el significado de aquellas palabras. De repente, imágenes inconexas se agolpaban en su cabeza, inundándola de recuerdos y datos que le costaba clasificar: Atenea, el santuario, su pasado como aspirante a santo de oro, los largos entrenamientos con sus compañeros, la guerra, la mujer de ojos verdes a la que pertenecía el rostro que le estaba mirando en ese momento. Todo se aclaraba poco a poco, devolviéndole memorias que no había revisitado desde que llegó al síd.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—En términos humanos, hace doce horas que penetraste en el país de las hadas. Pero nada de lo que has presenciado es falso; has navegado entre dimensiones junto a mí, disfrutando de un privilegio reservado solo a los elegidos.
—Ha sido tan... intenso... —murmuró él, negando con la cabeza.
—Todo lo que has experimentado existe. La vida es mucho más compleja y rica que ese delgado hilo por el que camináis los seres humanos.
—Pero ellos... los he visto nacer de ti, los he tenido en mis brazos... recuerdo sus nombres, su olor y el sonido de su llanto...
La diosa le abrazó, acariciándole el cabello mientras las manos del español se deslizaban hasta apoyarse en su vientre, plano como era habitual.
—Lo sé, Rodrigo: sé que tu corazón alberga amor suficiente para ellos y que eres un padre magnífico. Un día volverás a vivirlo de nuevo.
—Pero es imposible, Morrigan. Kyrene no podía... no puede...
—¿Olvidas quién soy y cuán grande es mi poder? Mujeres y hombres imploran mi favor cuando buscan descendencia, Shura. Dioses y hombres han entrecruzado sus destinos desde el principio de los tiempos, engendrando criaturas magníficas. Si yo lo decido, este cuerpo será fértil para gestar a nuestra descendencia.
Shura sonrió, con la mirada baja. Pasar de la absoluta soledad a tener su propia familia representaba el culmen de sus aspiraciones, algo tan increíble que solo pensar en ello le aceleraba el pulso; había sido una posibilidad siempre enterrada bajo el peso de su responsabilidad y del temor a que el santuario reclamase la potestad del vástago de un caballero dorado: ver a sus hijos forzados a convertirse en máquinas de matar como él era lo bastante doloroso como para descartar la idea.
—¿Puedes hacer eso, Morrigan?
—Por supuesto, y cuando esta guerra acabe, te lo demostraré. Daremos lugar a una estirpe nueva y superior, con fuerza para gobernar a los seres humanos y con autonomía para decidir si quieren hacerlo. No repetiremos los errores de antaño.
—Serán libres...
—Sí, lo serán. Y tú también. Ahora, bésame. Aún tenemos unos días más antes de celebrar nuestro Samhain; días que, si tú lo deseas, semejarán años.
Bien, nos hemos puesto románticos de un modo un tanto peculiar, pero esto no durará eternamente: se acerca el Samhain, como explicaron Afrodita y Camus. ¿Esperabas que Shura sucumbiese a los argumentos de Morrigan? ¿Crees que Deathmask logrará detenerlos a tiempo?
Como te dije, te ofrezco dos capítulos hoy porque mañana no podré publicar, pero el domingo tendrás tu ración de "Templo de carne y sangre" y creo que lograré sacarte una sonrisa; o, al menos, lo intentaré.
Recuerda: tus votos y comentarios me alegran el día.
@MiaCoeur, gracias por tu apoyo, por todo el cariño, por las horas de risas y por tu presencia constante a lo largo de estos meses duros. Este capítulo tenía que ser para ti.
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