76. Desnuda, indefensa y desarmada
Siguiendo el rastro de cosmos que ella había dejado como un evidente señuelo, el caballero cruzó la Isla Verde, repuesto de la humillante derrota sufrida en el acantilado y decidido a poner fin a la amenaza que se cernía sobre el mundo. Su voluntad era más sólida que nunca; su espada estaba lista para brillar y herir por su diosa hasta dar muerte a la enemiga. Sabía lo que tenía que hacer y cumpliría con su deber de caballero.
Pero no siempre fue así.
Los primeros minutos tras la caída vieron un hombre destrozado por dentro y por fuera, cuyos ojos perplejos trataban de escudriñar las tinieblas en pos de la dama maldita que le había arrojado al vacío para que impactase contra la piedra lamida por las olas; un despojo de convicciones masacradas sin piedad. Incapaz de moverse más que para arrastrarse en busca de un lugar donde refugiarse de la marea, tuvo que dejar pasar toda la noche hasta reunir las fuerzas necesarias para levantarse, escalar la resbaladiza pared de roca y despojarse de su armadura, a la cual agradeció en silencio que le hubiese mantenido con vida en aquella desesperada situación.
A su alrededor, las flores muertas y algunos árboles seccionados o arrancados de cuajo eran las pruebas evidentes de la escaramuza que había tenido lugar durante la madrugada. Debía darse prisa en salir de allí antes de que los primeros turistas llegasen pertrechados con sus teléfonos móviles, pero su pierna y brazo derechos parecían hechos de mantequilla y se negaban a responderle después del colosal esfuerzo realizado para subir. Un gruñido ahogado fue la única expresión de dolor que se permitió al forzarse a caminar, tratando de mantener una postura lo más normal posible y de hallar algún rincón apartado en el que camuflarse a la espera de que sus heridas comenzasen a sanar.
De ese modo, ocultándose durante el día y viajando de noche, el décimo guardián había pasado las siguientes jornadas pensando en Morrigan, obsesionado con su actitud altanera y sus afiladas palabras. Jamás en sus casi treinta años había escuchado tan dolorosos argumentos por parte de un oponente. Amenazas y bravatas, sí; pero los ataques directos y certeros contra la esencia de su vida que ella había lanzado resonaban en su mente e invadían sus pesadillas mientras recorría los doscientos kilómetros que les separaban.
La pista le condujo a un bosque remoto cuya vegetación se iba espesando hasta hacer casi imposible el avance. Cualquier explorador menos avezado se habría desorientado al adentrarse en el corazón de aquella espesura exuberante y hostil, pero Shura poseía la determinación y la habilidad precisas para no dejarse vencer por ningún obstáculo y, abriéndose paso a través de la frondosa extensión, llegó a un claro presidido por un ensanchamiento del río Unshin, cuya superficie semejaba un espejo sobre el que la luna dibujaba suaves líneas ondulantes.
Allí, por fin, la encontró: sumergida en el agua hasta el ombligo, ofrecía el perfil izquierdo a los ojos recelosos del guerrero oculto en la maleza. Al igual que en las ancestrales leyendas que Afrodita y Camus les habían narrado, estaba deshaciéndose las trenzas, que le cubrían la espalda como un manto, y formaba un cuenco con las manos para mojarse el pecho, con los pezones erguidos por la fresca brisa nocturna.
Parecía tallada en nácar, envuelta en una blancura inmaculada a excepción de los labios carmesí, que se entreabrían en un gesto de placer que él registró en su mente aun a sabiendas de que no era un dato relevante para su misión. Aparentemente ajena al intruso, levantó los brazos para echarse hacia atrás el cabello, exhibiendo el vientre y las curvas del torso. El pulso de Shura se aceleró ante la visión de aquel cuerpo: lo había acariciado, besado y poseído durante una noche interminable, pero ahora era diferente, como si, de alguna manera, hubiese sido perfeccionado o sublimado por la deidad que lo habitaba.
Sin embargo, él no había viajado hasta allí para dejarse embelesar por los encantos de una mujer. Consciente de que era hora de anunciarse, dejó su escondite y se irguió, imponente y agresivo en su porte para esconder la evidente cojera que todavía le lastraba, al tiempo que se dirigía a ella en voz alta:
—¡Morrigan! ¡Terminemos lo empezado!
Ella no mostró sorpresa. Giró la cabeza y le sonrió como si le hubiese estado esperando, sin rencor ni miedo; salió del agua con lentitud y se detuvo cuando solo sus tobillos eran bañados por la corriente.
Sus miradas se cruzaron y el silencio del bosque les envolvió, misterioso e incitante. Bajo la blanda luz de la luna, la fragilidad de la figura femenina, desnuda y mojada contrastaba con el metal rotundo y reluciente que protegía al caballero, cuyo brioso gesto de ataque seguía intacto pese a las secuelas de la batalla anterior.
—¿Has venido a buscar la muerte, Shura de Capricornio? Puedo hacer que pases al otro lado con un giro de mi muñeca.
Él respondió con las mismas palabras que le habían rondado desde el encuentro anterior, como un mantra:
—Estoy aquí para acabar con aquella que amenaza la paz de la humanidad.
Ella ladeó la cabeza y se acercó hasta quedar frente a frente. Con su mano izquierda, le sostuvo el brazo derecho y lo hizo bajar para entrelazar los dedos de ambos, observándole con tal intensidad que él temió que pudiese leer en su interior.
—Me has visto en tus sueños. Ahora vivo en ti.
El guerrero asintió, tragando saliva, con las pupilas fijas en las de ella. Aquel inesperado contacto le hacía consciente de pronto de su propia vulnerabilidad, soslayada en todo momento, y de la horrible paradoja en la que había transcurrido la mayor parte de su existencia; sus certezas se derrumbaban, minadas por los argumentos que la diosa había inoculado en su mente y que él había examinado desde entonces hasta la obsesión.
—Exonérame, Morrigan. Esta carga es demasiado para mí. No he hecho nada por el mundo en el que vivo desde que tengo uso de razón —pidió, sorprendiéndose ante la humildad de su tono y la sinceridad de sus palabras.
—No es cierto, caballero —su pulgar le rozaba con ternura los dedos, reconfortándole—. Siempre has ofrecido tu sacrificio en el altar erróneo, eso es todo.
Shura no contestó. El dolor de sus años de entrenamiento, la pérdida de su infancia, la falta de amor... las viejas heridas que creía cicatrizadas se habían abierto en su anterior choque con Morrigan y supuraban todavía. Cada momento de flaqueza volvía a él para recordarle que, tal como ella le había reprochado, había servido a una divinidad ausente. Sí, Atenea se reencarnaba para impedir la victoria de Hades cada dos siglos y medio, pero ¿en qué ayudaba a la humanidad el resto del tiempo?
—Voy a sanar tu cuerpo y después decidirás qué quieres hacer —dijo ella, con el rostro levantado hacia él y una expresión llena de clemencia.
Un resplandor plateado iluminó sus palmas, unidas entre sí frente a su pecho. Con los ojos cerrados, murmuró unas palabras en una lengua desconocida para él y apoyó las manos en el espacio que el collar de la armadura dejaba al descubierto, desarmándole con la dulce calidez que emanaban. Apenas unos segundos después, una agradable sensación de bienestar se extendió por sus miembros y borró cualquier resto de las lesiones que ella misma le había infligido días antes.
—Yo... he intentado matarte dos veces... —murmuró él, confundido por la amable actitud de la diosa.
—Lo sé y no te lo reprocho. ¿No es ese el objetivo de la guerra?
—Lo es, pero...
—Yo jamás te pediría que reprimieses tu poder, Shura de Capricornio —aseveró ella, clavando en él aquellos ojos profundos como pozos—. Amo la fuerza caótica que despliega el guerrero en combate, amo cuando una causa es defendida hasta el final. Eres bravo y honrado, ¿por qué permites que te traten como a una fiera enjaulada?
—Un caballero debe controlar su... —comenzó él, pero enseguida el hilo de sus pensamientos se vio interrumpido. Ella estaba en lo cierto: si gozase de libertad para actuar, podría salvar a más inocentes que bajo las rígidas normas de Atenea y Shion. Todo el esfuerzo para convertirse en la espada más letal carecía de sentido si no podía usar su energía a discreción.
—Ningún medio es excesivo si tu empresa es justa. Fuiste formado para convertirte en un paladín, llevas el nombre de los espíritus coléricos de los samuráis que desataban el pavor a su paso en el estruendo de la tormenta, pero vives atado a alguien que no quiere cambiar las cosas. Yo no necesito soldado alguno para derrocar a Atenea; si te invité a acompañarme es porque sé que solo junto a mí puedes hallar la paz que tu alma ansía.
El español apretó los párpados; era evidente que aquella conversación le resultaba difícil en más de un sentido y su semblante, por lo general severo, reflejaba su intensa agonía. En el transcurso del viaje que le había llevado desde Moher hasta allí, se había debatido entre aceptar la verdad que ella le había revelado o mantenerse fiel a las antiguas ideas que le inculcaron desde niño, llegando a conclusiones tan terribles que su cabeza se negaba a asumirlas. Morrigan representaba la tentación de lo salvaje, lo prohibido: el placer de la batalla y la alegría de saberse dotado de razón y armado para defenderla sin remordimientos de un modo totalmente opuesto a la angosta rectitud del Santuario.
—Estoy... cansado —admitió, sin molestarse en disimular su tristeza.
Ella le tomó el rostro entre las manos y se puso de puntillas. Su frente rozó la del caballero con delicadeza durante un segundo, en un contacto que él no rehuyó.
—Yo conozco el peso de tu corazón, la culpa y la aflicción que te impiden ser feliz —aseguró, con la mirada puesta en él—. Vives atrapado en un bucle injusto de muerte y resurrección, igual que un criminal que ha ofendido a los dioses y recibe un castigo eterno. Mereces su agradecimiento y, en cambio, te traen de vuelta para divertirse viéndote morir de nuevo en una guerra estéril.
—No quiero volver... —murmuró él, con los ojos húmedos. No entendía por qué estaba confesando sus más vergonzosos secretos a su enemiga, pero se sentía bien al hacerlo. Era como si Morrigan le comprendiese sin juzgarle, como si las barreras ya no fuesen necesarias y, de repente, tuviera permiso para ser él mismo sin esconderse tras una fachada.
—Yo no te haré volver, Shura de Capricornio.
—Pero es mi destino. Nací para esto...
—No, Shura; nadie nace para perecer mil veces —dijo ella, acariciándole los pómulos.
El sosiego de la noche les rodeó de nuevo y el viento arreció por un instante, moviendo con suavidad los cabellos de ambos y erizando la piel húmeda de ella. Estuvo a punto de abrazarla para darle calor, pero advirtió que el metal que le cubría se lo impediría y optó por seguir quieto: pese a hallarse al lado de una mujer expuesta, era incapaz de observar nada salvo aquellos iris semejantes a gotas de mercurio. El corazón le pedía una tregua. Sin saber qué responder, mantuvo aquella posición un par de minutos, gozando de su tibio contacto y perdido en la tormenta que azotaba su espíritu y arrasaba cuanto había defendido hasta entonces.
Él estaba allí para poner fin al peligro que se cernía sobre la humanidad.
—Ha llegado el tiempo de actuar, Shura de Capricornio: atácame o venérame —dijo la diosa, dando un paso atrás.
Todo lo anterior había sido una gran equivocación.
Morrigan no era la amenaza.
Shura negó con la cabeza. Su mano se desplazó por su pecho hasta asir su hombrera izquierda para retirarla y dejarla caer. La pieza golpeó el suelo con un tintineo sordo y rodó, deteniéndose junto a un arbusto.
—Atácame —repitió ella; le mostraba las palmas vacías con media sonrisa—. Como ves, esta vez estoy desnuda, indefensa y desarmada.
Toda una vida llena de soledad, de errores.
Morrigan era la libertad.
Repitió el gesto con la otra hombrera. Ahora sí, parecía esbozar una levísima mueca de felicidad mientras dejaba el yelmo a un lado y se despojaba de la armadura ante la diosa con una serie de chasquidos metálicos. Descalzo, avanzó hacia ella llevando tan solo el pantalón y se arrodilló, con la cabeza gacha.
—No puedo atacaros, mi señora —declaró, solemne—. Disponed de mi vida según vuestra voluntad.
Ella se inclinó y le tomó por la barbilla para encontrarse con sus ojos una vez más.
—La vida que te daré será eterna y llena de dicha, Shura, como corresponde a un guerrero de honor.
A una indicación suya, él se incorporó. Ninguno de los dos quebró el contacto visual mientras, movido por un impulso que no quiso analizar, la tomaba por el talle y la levantaba, estrechándola contra su pecho surcado de marcas para sumergirse con ella en las gélidas aguas del río Unshin.
Permitidme que dedique este capítulo a @Cristalwrite, querida amiga que tuvo el detalle de dibujar esta portada y para quien espero poder escribir algo en breve. Amiga, waifu, você è um presente na minha vida. Sempre me escutou e apoiou e eu quero honrar esta nossa amizade sempre. Obrigada.
A ti, que me lees capítulo tras capítulo, gracias. Gracias por estar ahí, por comentar, por votar y por recomendar mis textos a quien crees que puede disfrutar con ellos. Espero poder mantener tu interés, sé que esta historia es larguísima, pero me sentía con ganas de profundizar e ir poco a poco.
Mañana, "Sangre de nuestros enemigos".
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